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Capítulo 1 Calles divididas: lo común y el anonimato en Santiago de Chile

Kathya Araujo5

La importancia de la calle para pensar e influir en los destinos de la vida social en las llamadas sociedades urbanas no ha dejado de ser subrayada por diferentes autores desde hace ya varias décadas (Lefebvre, 2013; Gehl, 1987; Jacobs, 2011; Delgado, 2007). Lo que subyace es la convicción de que la calle es el espacio más distinguido del entrecruzamiento entre dos niveles, polis y urbs, para apelar a la célebre distinción de Lefebvre. Es decir que la calle, aparte de exhibir el orden de la construcción, materialidad y normatividad aportadas por el trabajo humano, pone en escena ese dominio esencial que es el de las relaciones e interacciones sociales que se despliegan en el espacio. Las calles no están vacías. Ellas deben llamar nuestra atención, según todas estas lecturas, porque constituyen el verdadero nodo central de la vida social urbana. Porque ellas, además, son el centro de la experiencia de los individuos. Un rasgo que desde las ciencias sociales y humanas fue bien visto muy tempranamente, como es puesto en evidencia por los trabajos de Simmel o los aportes de Walter Benjamin.

Este capítulo parte del reconocimiento de esta importancia. A partir de los resultados de dos estudios empíricos6, se centra en el análisis de las experiencias que provee la calle en la ciudad de Santiago de Chile, tomando en cuenta el contexto mayor de la condición histórica en la que se ubica: su morfología y los sujetos que la habitan. La tesis que se defenderá en lo que sigue es que los rasgos de fragmentación y segregación que caracterizan la morfología de la ciudad se acompañan, por un lado, de representaciones de una ciudad dividida y, por otro pero en consonancia, de prácticas segregacionistas y auto-segregacionistas por parte de los propios individuos. En virtud de lo anterior, la calle en Santiago constituye un afluente principal de experiencias que ponen en entredicho dos de los principios considerados normativamente como constitutivos de la calle y lo urbano en general: la idea de lo común y la dimensión del anonimato.

Para argumentar la tesis presentada, el desarrollo se divide en cuatro partes. La primera está destinada a establecer la perspectiva analítica sobre la que nos apoyamos en este trabajo, así como a revisar brevemente las transformaciones urbanas y el carácter de la ciudad de Santiago en la actualidad, para construir la relación entre esta morfología estructural y la trama dramática y los rasgos históricos de los sujetos que habitan las calles de Santiago en un momento como el actual. En la segunda parte se analizan las formas prevalentes de representación de la ciudad como dividida y las prácticas (auto) segregacionistas que la acompañan. En la tercera parte, el texto se detiene en las consecuencias de esta representación para la concepción de lo común y la posibilidad de encarnar al anónimo en ellas. Al terminar se incluye un breve apartado de reflexiones a modo de conclusión.

Perspectiva analítica: bases conceptuales y condicionantes históricas

Una de las razones centrales de la significación que tiene el acontecer en la calle para la vida social es que se trata del espacio más público, o común, de entre todos los urbanos, cuestión en la que coinciden diferentes autores (Hénaff, 2016; Jacobs, 2011; Delgado, 2007; Lefebvre, 2003; Weber, 1964). Si la calle es una fuente privilegiada de experiencias sobre lo que es la vida social, la convivencia y la sociedad misma, es necesario subrayar todavía más precisamente que lo es porque ella constituye el corazón de nuestra experiencia de lo público. Desde su concepción abstracta y normativa, ella es concebida, en el marco de sociedades modernas y urbanas con pretensiones igualitarias, a partir, al menos, de tres grandes rasgos.

Primero, como un bien común. En esta medida ella es capaz de acoger una alta magnitud de diversidad, un conjunto de copresencias que se despliegan en este espacio, o deberían hacerlo, en condiciones similares de uso y disfrute. El espacio común, como lo ha llamado Hénaff en su discusión contra la noción de espacio público y cuya expresión emblemática sería la calle, no estaría simplemente entre los términos público y privado sino que constituiría una esfera particular. Un mundo común de costumbres, cortesías, prácticas interrelacionales, de encuentros aleatorios u organizados (Hénaff, 2016: 84), el que se caracterizaría por una ausencia de regímenes de propiedad reales o imaginados (Delgado, 2007).

Segundo. Como ha sido señalado muy tempranamente en el debate, la calle, en cuanto parte del espacio público o común, ha tendido a incluir la cuestión del anonimato, como lo muestran bien, por ejemplo, los canónicos textos de Walter Benjamin. Esto supone, de un lado, que ella es el lugar en donde cada cual es arrancado de su grupo moral (la casa – la familia) y es arrojado a los «códigos impersonales del tránsito, del municipio y del Estado» (DaMatta, 2002: 129), pero, también, que es un espacio en donde el establecimiento del contacto con los otros es, al menos idealmente, voluntario (Simmel, 2001; Weber, 1964). Ella implica interacciones entre personas que no necesariamente tienen una relación cercana de conocimiento y filiación. Es un lugar privilegiado para el encuentro y la experiencia de la alteridad y, por lo tanto, implica prácticas y fórmulas de protección del derecho al anonimato (Stavrides, 2016; Delgado, 2007; Goffman, 1979).

Tercero, y en virtud de lo anterior, ella sería el espacio de despliegue más importante de la condición de igualdad de los miembros de una comunidad. Este es un aspecto que han desarrollado especialmente aquellos que han hecho uso de la noción de espacio público, como Habermas, quienes en descendencia directa de la tradición griega han concebido las calles, metafóricamente, como lugares de reunión, medios de comunicación o formas de asociación a través de las cuales actores sociales, individuales o colectivos ejercen su racionalidad deliberativa ilustrada o defienden sus derechos.

Es precisamente partiendo de estas consideraciones teóricas que nos proponemos en lo que sigue reflexionar sobre la calle en Santiago hoy, concentrándonos en este capítulo en los dos primeros rasgos, lo común y el anonimato, para luego, en el siguiente capítulo, abordar el tercer rasgo, la igualdad. Ahora bien, dado que la calle no puede ser pensada fuera de los contornos de la ciudad y los habitantes en la que se inscribe, y esa ciudad y habitantes no pueden, a su vez, ser entendidos fuera de los efectos que en ellos producen los procesos sociohistóricos de tipo estructural, nos detendremos en estos aspectos en el apartado siguiente.

Santiago: la ciudad y sus habitantes

Los estudios sobre la ciudad de Santiago han subrayado tres grandes procesos que se han acentuado de manera importante en las últimas décadas y que afectan su morfología y sus dinámicas: dispersión, fragmentación y segregación7. La dispersión de la ciudad, el crecimiento centrífugo del hábitat respecto del núcleo de la ciudad, no sólo implica un uso desmesurado e ineficiente del suelo (Heinrichs, Nuissl y Rodríguez, 2009), sino que plantea preguntas respecto a la viabilidad urbana. Al mismo tiempo interviene en las exigencias que los habitantes deben enfrentar en términos de movilidad, conexión e integración, ya sea en las modalidades propias de los sectores de mayores recursos o de los de menores recursos, o, para hacer una paráfrasis, propias del modo precariópolis o privatópolis (Hidalgo et al., 2008).

La fragmentación, la tendencia a constituirse a partir de fragmentos relativamente autónomos y espacialmente aislados, ha fortalecido las distancias entre grupos, generando especies de universos paralelos; ha producido obstáculos a la unificación del espacio urbano y se ha vinculado, además, con la potencia que cobran los especialmente erosivos procesos de segregación residencial (Jirón y Mansilla, 2014).

La segregación residencial, la tendencia de un grupo a agruparse en ciertas áreas generando zonas tendencialmente, pero no necesariamente, homogéneas poblacionalmente, se manifiesta en dos modalidades, con una tendencia al retroceso de la primera y un aumento de la segunda. La primera, una segregación residencial en una escala espacial grande, distinguida por una concentración de la población más rica en unas cuantas comunas al Oriente de la ciudad, y de la más pobre en zonas periféricas. La segunda, una segregación en escala espacial reducida, que indica la presencia de unidades residenciales de clases más pudientes cerca de zonas de residencia más pobres, especialmente impulsada por la construcción de las llamadas gated communities (Sabatini y Cáceres, ٢٠٠٤). Se han ido generando así crecientes incrustaciones de áreas de riqueza en zonas pobres, las que se incorporan en estos espacios desde una estricta clausura respecto a su entorno, protegidas de éste por muros u otros sistemas de seguridad, un proceso que ha sido leído como expresión de la pervivencia (y reverdecimiento en Santiago) de una larga tradición en la ciudad latinoamericana (Borsdorf, 2004). A pesar de que algunos han tendido a sostener que esta segregación podría ser considerada como moderada y más bien estable (Rodríguez, 2001), la tendencia ha sido a considerar, en general, que el desarrollo de Santiago comporta riesgos importantes y es caldo de cultivo de fenómenos preocupantes, dados los efectos perniciosos para la integración social en la ciudad y la calidad de vida, visibles, por ejemplo, en las altas exigencias de traslado y escasas o difíciles opciones de movilidad para los sectores más pobres de la sociedad. Se trata, en efecto, de una concentración poblacional según la condición socioeconómica, lo que agrava las pérdidas de oportunidades laborales en las poblaciones más pobres, aumenta la informalidad, los problemas de seguridad ciudadana, y el acceso y disfrute de infraestructura adecuada (Sabatini y Wormald, 2005).

Los perfiles que ha tomado Santiago en las últimas décadas han sido vinculados con la instalación del neoliberalismo, un conjunto de medidas económicas (privatizaciones, liberalización económica, desregulación, subsidiariedad del Estado, apertura a la competencia internacional, flexibilidad laboral, entre otras) que se transformaron gradualmente en un modelo. Como ha sido ampliamente discutido, en virtud de las dinámicas, concepciones y relaciones de poder producidas por este modelo, las intervenciones sobre el espacio urbano, un espacio de acción concedido a iniciativas privadas como también estatales, se han realizado a partir de una perspectiva que privilegia el valor de cambio sobre el valor de uso. Santiago aparece, desde aquí, como un espacio sometido, para tomar las nociones acuñadas por Harvey desde su particular punto de vista marxista, por un «nuevo imperialismo», cuyo mecanismo más penetrante es el de la «acumulación por desposesión» (Harvey, 2004). Lo anterior en el marco de una globalización que por medio de la constitución de las ciudades como competidoras de recursos, la alianza convergente entre capital financiero y capital inmobiliario (De Mattos, 2007), y la aquiescencia del Estado respecto a estas lógicas (Hidalgo, 2007) ha conducido al debilitamiento de la planificación normativa y a la desregulación progresiva de la gestión urbana, en favor de una cada vez mayor preeminencia del mercado para la definición de los usos del suelo y otras decisiones urbanas (De Mattos, 2004).

Pero la ciudad no es la calle. Y si una perspectiva principalmente económica puede ser quizás y eventualmente suficiente para explicar las transformaciones de la ciudad, acercarse a la calle, en cuanto dimensión urbana constituida por el conjunto de relaciones, interacciones y flujos que en ella se despliegan, requiere una mirada un poco más detallada sobre la condición histórica actual en Chile. La calle, que es la exponente más destacada de la urbs y de la polis, no puede ser comprendida aislada de los sujetos que la habitan y de la trama dramática que los atraviesa a ellos y sus relaciones. Ellos son el material del que está hecha; ella es el continente orgánico (transformable, maleable) donde ellos se despliegan.

En los últimos años los resultados de investigación en ciencias sociales han puesto en relieve que el neoliberalismo, más allá de un mero modelo económico, debe considerarse como un proyecto societal con ambición fundacional que impulsó una nueva matriz sociopolítica (Garretón, 2012). Éste impactó en las formas que adquirieron los desafíos estructurales de la vida social, al mismo tiempo que promovió, sin alcanzarlo plenamente, la producción de nuevos tipos de individuos en consonancia con la imagen de una sociedad perfectamente móvil y competitiva de propietarios y consumidores, sostenidos en el propio esfuerzo y responsabilidad (Araujo y Martuccelli, 2012; Moulian, 1998).

En segundo lugar, lo que este debate muestra es que si es cierto que el neoliberalismo es un factor relevante para entender la condición histórica de la sociedad chilena actual, y por tanto de la ciudad y en última instancia de sus calles, no es el único que ha obrado. En efecto, no puede considerarse en absoluto que el modelo neoliberal se haya cristalizado en la sociedad chilena8 y ello en buena medida porque no ha sido el único proceso de índole estructural en ella. Junto con este proceso, el empuje a la democratización de las relaciones sociales ha participado en darles forma a las relaciones y la vida social. Un proceso que se asocia, como ha sido desarrollado no sólo para Chile sino para la región, con procesos de ciudadanización a gran escala, lo que puede considerarse como un nuevo momento de la igualdad como oferta ideal social, y con la entronización del derecho como principio normativo en las últimas décadas (Domingues, 2009; Vargas, 2008). El empuje a la democratización de las relaciones sociales ha tenido efectos relevantes en las instituciones, principios normativos ideales y expectativas en las personas respecto de lo que deben recibir y en particular del trato que deben aceptar en las interacciones con las instituciones y los otros, aunque sus prácticas no necesariamente sean consonantes con ello. De manera central, como resultado de esta transformación de las expectativas relacionales, se han puesto en cuestión los principios y las dinámicas de la convivencia que gobernaron, y aún gobiernan, a una sociedad caracterizada, históricamente, por su carácter jerárquico y verticalista, protectora de privilegios naturalizados en razón de pertenencia de clase, principalmente, y con una estrategia autoritaria y tutelar en la relación entre sus instituciones principales y los individuos9. Con ello se ha dado inicio a un proceso, aún inacabado y de incierto destino, de recomposición de los principios y lógicas que gobiernan las relaciones sociales, y, de manera específica, la convivencia (Araujo, 2013).

Son varios los efectos concretos sobre los principios de la convivencia de estos dos empujes, democratizante y neoliberal. Dos direcciones en estos cambios aparecen como especialmente relevantes para nuestro argumento. Por un lado nos encontramos frente al surgimiento de fuertes y nuevas expectativas respecto a los principios que deben ordenar las prácticas de convivencia10. Ha surgido la expectativa de ser tratados de manera horizontal en las interacciones cotidianas; el mérito ha adquirido una importancia singular como criterio de justicia; se han reducido notablemente los umbrales de tolerancia a los abusos y a la discriminación; se han modificado las exigencias para el ejercicio de la autoridad con un aumentado rechazo a las formas autoritarias y mecanismos de tutela; ha crecido el rechazo a los privilegios, entre las más importantes, aunque es oportuno recalcar que estas criticadas prácticas no han desaparecido y continúan siendo consideradas por muchos como formas válidas de conducirse en la vida social (Araujo, 2016b y 2009a).

Por otro lado, nos encontramos con nuevos individuos y nuevas estrategias para enfrentar lo social. Ya sea por los profundos procesos de privatización de la salud, educación y pensiones, por la pérdida de protecciones laborales o por los efectos de fragilización de las posiciones sociales y su creciente inconsistencia, entre otros factores, en las últimas décadas la vida social ha exigido de las personas el desarrollo de la iniciativa personal y del despliegue de un conjunto de estrategias múltiples y, en términos generales, individuales. Como resultado, una nueva y fortalecida imagen de sí y una aumentada confianza en las habilidades propias y el esfuerzo aparecen en las personas, lo que, al mismo tiempo, se acompaña de una mayor desconfianza y distancia de las instituciones (Araujo y Martuccelli, 2014).

Es, pues, este conjunto de procesos lo que entrama la calle de Santiago. Un conjunto formado por una ciudad que no cesa de dispersarse, fragmentarse y estar afectada por procesos de segregación residencial, de individuos con una aumentada confianza en sí y mayor desconfianza de los otros, de la emergencia de nuevas exigencias relacionales y de una sociedad donde los principios de ordenamiento de la convivencia se encuentran en recomposición.

¿Cómo se encarna esta encrucijada y qué significa para pensar la calle en Santiago?

Sobre la calle en Santiago
1. Ciudad dividida y prácticas (auto) segregacionistas

Las percepciones sobre la ciudad de Santiago son múltiples, por supuesto. Es alabada, aunque no con demasiada frecuencia y principalmente sin sorpresa, por aquellos que pertenecen a los sectores acomodados. Se la alaba por el paisaje natural que le da su enclave geográfico (la cordillera, prioritariamente); por los servicios que ofrece; por la evaluación comparativa respecto de otras ciudades latinoamericanas; o, simplemente, porque es la ciudad propia y allí están los lugares y las personas que se aman. Como dice una joven mujer de sectores medios que ha vivido algunos años en el extranjero: «…me gusta, me gusta. Como te digo, cuando viví fuera de Chile descubrí que soy una persona mucho más arraigada de lo que me creía, entonces, acá tengo mis afectos y mis amores».

Pero por sobre cualquier cosa, mayoritariamente, a Santiago se la critica y con pasión. Se la critica por una modernidad que se inscribe en la ciudad teniendo como intermediación los abusos de las inmobiliarias, por la falta de cuidado de varias de sus zonas abandonadas a la suciedad o a la delincuencia, o, de manera destacada, por las dificultades inmensas que trae desplazarse en una ciudad que se expande constantemente, como lo refleja la respuesta que da un entrevistado (un investigador en ciencias biológicas) cuando se le pregunta qué le aconsejaría a alguien que viniera a vivir a la ciudad: «…que se vaya de vuelta… si tiene que venirse para acá que trate de buscar un barrio donde tenga colegio, su trabajo y todo junto y se aísle, como una ciudad satélite, siempre le diría: ándate para afuera, tengo miles de lugares que te puedo recomendar». Él, como la gran mayoría de nuestros entrevistados, desearía fervientemente abandonar la ciudad. Y es que la vida es considerada «dura» en Santiago en los sectores medios, en particular por causa de los desplazamientos que le hacen decir a Cristián, un hombre en la cincuentena, que «Santiago es como una tortura». En los sectores populares, a lo anterior se le suma un aspecto especialmente importante, la delincuencia, la que sería para Marcela, una técnico dental que reside en La Granja, como para la gran mayoría de nuestros entrevistados y entrevistadas de estos sectores, el aspecto más difícil con el que «lidiar» en la zona en la que vive.

Sea cual sea el juicio que se tenga acerca de la ciudad, no obstante, parece haber un acuerdo entre los individuos. Más allá de la tendencia a la incrustación de zonas ricas en zonas pobres, mezcla residencial en curso como discutimos antes, de la existencia de algunas zonas, aunque no significativas, más mixtas y de los cruces diarios evidentes entre sectores distintos de la población, lo que se encuentra es la sólida representación imaginaria de una ciudad dividida en dos: la ciudad de los ricos y la de los pobres. Una representación de Santiago como dicotómica y polarizada. Como lo nota una de nuestras observadoras-informantes, quien recorre la ciudad vendiendo seguros de salud, existe una división irremontable entre el desorden, la suciedad acumulada, los paraderos mal ubicados y la ausencia de vegetación que encuentra en su tránsito por el sur de la ciudad, y las sonrisas, la placidez, el verde y los espacios cómodos que ofrece la zona oriente. Dos ciudades que, separadas por un abismo, no se tocan.

Por supuesto esta representación no es nueva y se relaciona directamente con la estructura verticalista y rígidamente jerárquica que ha caracterizado a las sociedades latinoamericanas, entre ellas la chilena, desde al menos su experiencia colonial. Pueden ubicarse representaciones similares en la dualidad de la ciudad en vías de modernizarse del siglo XIX (Romero, 1984), o en aquella polarizada en términos de lucha de clases entre finales de los años sesenta y los setenta (Cáceres, 2016). Pero la fragmentación actual de Santiago y su creciente conversión en una ciudad de mundos paralelos (Jirón y Mansilla, 2014), en combinación con claves de lectura y enjuiciamiento más sensibles a los abusos, la discriminación y el maltrato en los individuos hoy agudiza esta representación y le da un nuevo cariz. Por eso, las promesas igualitarias y democratizantes y sus efectos en las expectativas de las personas pueden explicar el aguzamiento perceptivo y el acento crítico que adquiere hoy la referencia a esta dualidad y sus consecuencias. La división de la ciudad pone en relieve una división social entre pobres y ricos, exacerbada por las distancias producidas por el desarrollo neoliberal de las últimas décadas. Una división que es percibida como inapelable y estructurante. La división espacial, entonces, expresa la división social y ésta, en última instancia, una profunda división moral (Araujo, 2009a).

Está el Santiago de los edificios ultramodernos, sus calles cuidadas y sus estaciones de Metro, pero también está el Santiago en que las estaciones de Metro constituyen las únicas, solitarias y para algunos ofensivas expresiones de modernidad en los barrios más pobres. Está el Santiago, ese de los extremos, donde no llega el transporte público por causa del carácter suburbano y exclusivo de las zonas residenciales, siendo suplido por la tenencia de varios automóviles por hogar, y aquél en el que no llega el transporte público por causa de la peligrosidad de la zona, lo que es suplido, esta vez, por múltiples estrategias de solidaridad colectiva o sacrificadas estrategias personales de movilidad combinada (Jouffe y Lazo, 2010).

No importando del lado en que uno se ubique, siempre hay un Otro Santiago:

 Aquél de los ricos, cuyas calles no se transitan, a menos que sea indispensable por razones laborales, para evitar la situación incómoda de ser percibido como un intruso indeseado, un objeto de desprecio, como lo expresa dramáticamente el testimonio de uno de los observadores informantes participantes en este estudio, un librero ambulante que debe circular por diferentes zonas de la ciudad. Él define la experiencia de circular por zonas «ajenas» como aquella de estar expuesto al desprecio. Aunque entiende que el término es muy fuerte, no cree que podría utilizar otro más fiel a su experiencia. Transitar por aquellas zonas lo convierte, de manera inmediata afirma, en un «sospechoso».

 Aquél de los pobres, el que no se pisa ya sea por temor, dada la imagen de amenaza con la que se lo asocia, o por haberlo constituido como un lugar simplemente inexistente en la geografía de muchas personas que residen en las zonas más ricas al Oriente y Centro-Oriente de la ciudad, como Andrea, una mujer de mediana edad que vive en una zona alta del oriente de la ciudad, cuyo trabajo queda cerca y sus actividades ordinarias y sociales las realiza en un perímetro algo mayor pero que no incluye el centro y nunca, sobre todo, la zona sur o norte de la capital.

En esta medida, la fragmentación y segregación de la ciudad son solidarias de una experiencia de la calle que termina por aconsejar la evitación como la mejor estrategia. Se trata de mantenerse a distancia de las calles de lo que para cada cual es el Otro Santiago, lo que protege de tener que enfrentarse ya sea con experiencias de discriminación o con el miedo y la amenaza. La definición de un área como de los «otros» o de «los como uno» opera como elemento decisivo para mencionar zonas prohibidas, zonas de tránsito libre o zonas de cuidado, y en esa medida contribuye a establecer los trayectos diarios y los modos de realizarlos. Pero esta definición también especifica los espacios (en general los propios) que son capaces de proveer una experiencia libidinal placentera y aquellos que proveen experiencias displacenteras que más vale ahorrarse.

La experiencia de la calle muestra, así, que nos encontramos frente a una segregación causada no sólo por políticas inmobiliarias, de transporte o urbanísticas, sino que enfrentamos una segregación urbana anclada en las prácticas de los individuos. Ellos la sostienen y reproducen como resultado de sus previsiones acerca de las experiencias que les deparará cruzar la línea imaginaria de la ciudad que conciben como ajena. Lo anterior los lleva a restringir sus movimientos hacia las zonas más cercanas y conocidas, y a encerrarse en especies de islotes de sociabilidad, lo que produce el estallido de Santiago en lo que un entrevistado, un hombre joven que ha llegado desde el norte del país por razones laborales, denomina «mundos chicos». Tal como lo expone el relato de una periodista de los sectores medios-altos:

..este barrio es precioso, tiene parques, como te digo, tienes todo, tienes la cultura, yo soy súper sibarita, me encanta salir a comer y si me quiero mover tengo el Metro al lado, entonces yo feliz, además que ha coincidido, como te digo, que las pegas me han tocado cerca, o sea, ojalá que también los traslados no me impliquen… porque pasé muchos años de mi vida pegándome piques de una hora y eso era lo que quería evitar, y ahora por suerte siempre las pegas me tocaron en el centro y siempre lo máximo que me he movido es ahora a Manuel Montt, por suerte no me ha tocado una pega, no sé, en Huechuraba o en otro lado, pero, ha coincidido, y yo también como que trato, he tenido la suerte que en las pegas que me he cambiado yo, de buscar algo que sea de un entorno que sea cerca del lugar donde yo vivo y que no me implique estos traslados tan lejos.

En efecto, como lo ha mostrado un estudio sobre movilidad en Santiago, la circulación cruzada o multidireccional y por razones más allá de las laborales se da mayoritariamente en la zona centro-oriente de la ciudad, mientras que respecto de las zonas situadas al norte, sur y este de la ciudad, en particular las más desfavorecidas, éste se da desde ellas hacia la zona centro-oriente por motivos laborales (Fuentes, McClure, Moya y Olivos, 2017). En este contexto, la experiencia de sociabilidad urbana y de la calle sufre una restricción, encerrándose en zonas delimitadas por linderos geográficos materiales, particularmente en el caso de los sectores populares, o, como en los de mayores recursos, por una zonificación geográfica espacial cuyos linderos se ordenan, a lo más, por haces de desplazamientos normalmente motorizados, como, también, lo ha puesto en evidencia un estudio realizado para la ciudad de Concepción (García, Carrasco y Rojas, 2014). Dicho de otra manera, en lo que respecta a Santiago, mientras los grupos más acomodados tienden a trabajar, circular, sociabilizar y habitar en una zona estrictamente demarcada pero que transitan por razones múltiples, los grupos menos favorecidos habitan y sociabilizan en las mismas zonas, y si salen de ellas y se aventuran hacia las más pudientes es por razones estrictamente laborales, obligatorias.

Esta representación de la ciudad dividida y las prácticas que la reproducen tienen al menos dos grandes consecuencias. La primera es que la experiencia de lo común aparece como lejana para sus habitantes. La segunda, que el anónimo resulta una figura extremadamente difícil de encarnar. Revisemos ambas.

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