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Desigualdades interaccionales e instituciones
Materialidad, instituciones y expectativas
Las desigualdades interaccionales competen no sólo a las formas de trato no igualitarias y no horizontales recibidas de los otros encarnados, sino también a aquellas que emergen de la relación con las instituciones. Éstas pueden corporeizarse de maneras distintas. Una de ellas es, por supuesto, en las interacciones que se desarrollan en la interfase entre la institución y los ciudadanos (formas de atención, lógicas de preeminencia en el reparto de bienes, etc.), pero ellas igualmente pueden encarnarse materialmente. Desde la perspectiva que adoptamos aquí, esto no refiere solamente a una perspectiva distributiva, por ejemplo al hecho concreto y cuantificable de la provisión diferencial de bienes que siendo considerados comunes deberían estar distribuidos de maneras más igualitarias, como el número o la cualidad constructiva de las escuelas a disposición de un grupo social u otro. Siendo esto esencial, a lo que aludimos aquí refiere a algo más. La materialidad es un símbolo pero también un vehículo que canaliza formas de trato institucional a las personas, las que son percibidas como una sanción social respecto al propio valor como personas y al lugar ocupado en la sociedad.
Si lo anterior es aplicable a muchos dominios, es probablemente la calle la esfera en la que de manera más vívida y constante la materialidad cumple esta función. Ella es el surtidor tangible, visible y corpóreo de un conjunto copioso y permanente de experiencias ordinarias y cotidianas. Las experiencias en la calle –como desarrollaremos en detalle–, por mediación de las formas que toma la materialidad de la misma, producen una percepción vívida de la desigualdad, de ser tratados de manera desigual según los sectores sociales de pertenencia. El tránsito por la ciudad –para volver a nuestra discusión del primer capítulo–, el paso por territorios ajenos, pone en evidencia esta desmedida distancia de la provisión material, la que, y esto es fundamental, es leída como una sanción sobre la cualidad de ciudadano y persona, sobre el «rango» de persona al que uno pertenece. Para volver a la afirmación de una de nuestros entrevistados, a modo de ejemplo, la experiencia en el Metro coloca a las personas en el rango de animales. Lo esencial aquí, vale la pena hacerlo explícito, es que la calle en cuanto espacio urbano de uso común concentra un conjunto de signos que provienen de las ofertas de infraestructura y servicios que están a cargo, en la mayor parte de los casos, de instituciones públicas, es en ellas en las que recae la atención de las personas y en donde se concentran las experiencias de desigualdad que testimonian (por ejemplo, el estado de las calzadas o la limpieza de las calles).
La magnitud de estas percepciones de la desigualdad de trato por parte de las instituciones y sus efectos deben ser vinculados directamente, por un lado, con las transformaciones de las expectativas en las condiciones de vida que han afectado a la población en las últimas décadas, pero también y de manera principal en una transformación de su autoimagen como sujetos sociales.
La condición histórica actual de la sociedad ha sido fuertemente esculpida por las consecuencias de la temprana instalación del modelo económico neoliberal y de la fase de crecimiento regional que lo acompañó. La instalación del nuevo modelo enfrentó a los individuos a la necesidad de reformular su condición de sujetos económicos y laborales19, pero también a encontrar nuevos acomodos frente a la tempranamente disputada ampliación de esferas que se desarrollan bajo la lógica de la mercantilización (Moulian, 2002; Richard, 1998). La transformación del capitalismo chileno no implicó sólo una transformación de las bases económicas, sino una nueva oferta de modelo de sociedad. Como ya discutimos en el primer capítulo, las exigencias para las personas sufrieron una profunda transformación (Méndez, 2009; Cárcamo-Huechante, 2007): la imagen de una sociedad móvil y competitiva; la valorización de la ambición personal y la confianza en el esfuerzo propio; la entronización de una idea de las personas como fuertemente responsabilizadas de su destino personal; individuos concebidos principalmente como propietarios de diferentes formas de capital que deben obtener y aumentar (estudios, compras de bienes, redes, etc.); una oferta de integración vía consumo y crédito (Araujo y Martuccelli, 2013).
Las transformaciones estructurales, institucionales y relacionales que se cristalizaron han dado lugar a un conjunto de críticas tanto individuales como colectivas al «sistema». Pero, si esto es así, por otro lado la mejora de las condiciones de vida aparece como un hecho innegable y valorado. Estas décadas posibilitaron logros que para muchos constituyen auténticas rupturas en sus propias historias familiares20. Expresivo de lo anterior son el aumento de los niveles de escolaridad y el porcentaje de nuevos grupos que se incorporan a la educación superior21; el descenso del número de personas viviendo bajo la línea de pobreza; el mejoramiento del equipamiento de los hogares22; o el aumento de oportunidades de consumo23. Lo relevante para nuestro argumento aquí es que además, como lo muestra nuestro trabajo, estas mejoras en las condiciones de vida terminan por nutrir las expectativas de mayor cercanía con otros grupos sociales, así como por renovar el horizonte de aquello a lo que legítimamente se puede aspirar (Araujo, 2017).
De otro lado, una combinación de las crecientes “expectativas de horizontalidad”, discutidas antes, y la emergencia de individuos con una imagen fortalecida de sí, resultado de una práctica continuada de respuestas a las exigencias que emergen de factores como la fragilidad de las protecciones sociales o de las regulaciones respecto a las exigencias del mercado, han producido actores con una confianza aumentada en su propio valor como iguales y en sus propias capacidades y agencia. En consecuencia, y por contraposición, se trata de individuos con una mayor sensibilidad a las desigualdades, y en particular a aquellas que competen a las formas de trato que se reciben de las instituciones.
Por cierto, estos procesos, cuando son vistos desde la perspectiva de la calle, se conjugan con los efectos de la segregación residencial urbana, la que toma su mayor fuerza a partir de los procesos de erradicación de finales de los setenta e inicios de los ochenta y sus efectos actuales en términos de ofertas diferenciales de infraestructura según zonas, clasificadas por el poder adquisitivo de sus habitantes. Estas ofertas diferenciales son resultado tanto de la magnitud y modalidad de la provisión de servicios como de la planificación y del diseño de los espacios (de Ramón, 2007; Sabatini y Wormald, 2005). Para dar sólo un ejemplo, la disponibilidad de áreas verdes tiene un alto grado de desigualdad entre las comunas. Mientras las comunas más pobres registran entre 0,4 y 2,9 m2 por habitante, las comunas más ricas disponen en promedio de entre 6,7 y 18,8 m2 por habitante (Ministerio de Medio Ambiente, 2013).
Lo que resulta central para el punto de vista aquí adoptado es que estos diferenciales materiales son percibidos en términos de experiencia estética, pero también de cuidado recibido. Ambos tipos de experiencia, interpretados como evidencias de las desigualdades, conducen a formas de percepción de sí asociadas con sentimientos de indignidad y de disminución.
Para graficar este tipo de desigualdades vamos a discutir dos casos: la protección contra los delitos y las interacciones con los actores responsables de la seguridad, y la cuestión de la limpieza y la suciedad en la imaginería de la ciudad. Se empezará por esta última.
Desigualdades interaccionales: experiencia estética y cuidado
Limpieza y suciedad
Quizás uno de los elementos que aparecen con mayor frecuencia, tanto en las observaciones como en los relatos de los actores-informantes y entrevistados, es una mirada comparativa de los barrios de la ciudad respecto a las diferencias en el ornato y limpieza de las calles. Una de nuestros actores-informantes, quien debe recorrer la ciudad por su trabajo de vendedora en una ruta que considera tres puntos (Providencia, Las Condes y Pedro Aguirre Cerda), lo pone en estos términos:
Me llama la atención el tema de la limpieza. De las distintas partes que estuve, en el centro hay mucha gente que está limpiando, pero aun así el centro no es limpio, o sea igual hay esmog, mal olor, mucha bulla, mucha bulla, mucha gente. Y obviamente tiene que haber suciedad porque no somos un país de cultura limpia. Como te decía antes, cuando fui al Parque Arauco ahí hay mucho verde, hay mucho espacio, se siente libertad, no hay tanto ruido, por el mismo espacio como que el ruido se va, la gente no tira papeles al suelo, es otro mundo… hay sectores sociales que por la clase social son más sucios, menos agradables, y hay partes, también por la clase social, mucho más agradables, donde hay mucho más espacio, mucho más color, mucha más vida, si se quiere.
Pero todavía más, las representaciones, de las cuales la aquí citada es un ejemplo, terminan por anudar esta constatación estética a un juicio que atribuye a las personas de estas zonas más ricas una calidad de vida muy por encima de la que se tiene en sectores populares. Así, en las representaciones, la dimensión estética está vinculada con la cuestión anímica y en última instancia con la salud mental24.
Frente al Teatro Municipal de Las Condes, fuera del Metro, hay un monumento muy bonito, muy bonito. Eh, todo limpio, ordenado, mucho espacio, verde, harto árbol. Autos, casi todas camionetas. La gente era, yo diría, creo que era más relajada. O sea era como que respetaban más los pasos de cebra... Yo miraba a la gente que iba dentro del auto e iba sonriendo, algunas iban cantando, otras conversando con su familia. Observé que había gente limpiando el entorno. Me subí al Metro (Estación El Golf/K.A) y estaba limpio, eh, no lleno, era hora peak (mujer, 41 años).
No solamente las experiencias estéticas se vinculan con la idea de una mejor calidad de vida, sino que también con menores niveles de conflicto, procesos de dignificación y de adhesión al espacio.
Las experiencias estéticas relacionadas con la limpieza y el ornato atraviesan los diferentes sectores. En las observaciones participantes hechas en La población x25, situada al Sur de la ciudad, el asunto de la basura surgió con frecuencia como un eje problemático y sistemático. Las observaciones mostraron desechos desparramados alrededor de los basureros, pero también en el suelo, en el pasto y en las esquinas. Por supuesto, la primera versión sobre las razones de este hecho es personalizada y atribuida a una suerte de cultura (o falta de ella) de las personas mismas. Este descuido con el espacio propio percibido por los vecinos de estos sectores tiende a ser interpretado por las personas como falta de respeto a los otros, o de manera más específica, a la dignidad del otro: «No tienen mucha conciencia con uno, porque uno tiene que recoger la basura de lo que botan ellos (…) estaba en la plaza de allá atrás, es cochina esa plaza» (mujer de 57 años, habitante de la población X). Pero, tras esta acusación personalizada, la responsabilidad de las instituciones no tarda en aparecer. Los lugares están así porque han sido descuidados institucionalmente y esa falta de cuidado ha producido una suerte de desidentificación con el lugar.
El descuido produce descuido. La convivencia con la basura y la experiencia estética desagradable que se genera por el descuido institucional termina por naturalizar su presencia y da continuidad a ciertas prácticas. La basura en las calles, el mal estado de los paraderos o de las calzadas resulta en una toma de distancia impotente, en un desapego que redunda en la reiteración del descuido o en una retracción hacia los espacios individuales. Ver la suciedad cuando se vuelve al barrio «deprime», reconoce una entrevistada que vive en una zona de escasos recursos y que cruza la ciudad cada día para trabajar en uno de los barrios más pudientes de la ciudad. Ella opta por encerrarse en su casa y «no mirar» el estado en el que se encuentran las calles de su zona.
La importancia atribuida a este asunto de la suciedad y la limpieza es visible, al mismo tiempo, en el hecho contrario. Si muchas personas fueron observadas con frecuencia echando basura (un periódico en el suelo del paradero, latas de cerveza en algunas plazas), otra parte de los habitantes de la zona fueron observados recogiendo y cargando basura en bolsas personales o elaborando carteles para crear conciencia en los vecinos.
Un espacio contencioso se constituye, así, en torno al tratamiento de la basura y la relación con el espacio. Por supuesto, como acabamos de verlo, con los cohabitantes del espacio, pero también con las instituciones que son responsables de ello (no sólo de la basura, sino además de proveer áreas verdes, por ejemplo). Una lucha que no sólo pasa por la cuestión de la salubridad, sino principalmente por la cuestión de la dignificación, ya que la limpieza y la experiencia estética que ella provee hace parte constitutiva de lo que en otro contexto se ha denominado la «cultura de la decencia» (Martínez y Palacios, 1996). La limpieza es leída como un indicador del valor que se le da al propio espacio. Por un desplazamiento se produce una identidad entre el cuidado del espacio y el grado de dignidad. La basura, la suciedad, no es un ítem menor, porque se asocia directamente con el grado de dignidad que se posee. La experiencia estética es en última instancia una sanción sobre el valor de cada cual como persona.
Seguridad y cuidado
El temor a la delincuencia y a la violencia es una de las características más importantes de los habitantes de la ciudad, por lo que las formas en que la seguridad funciona es uno de los aspectos álgidos en la percepción de las personas. Y esto es transversal a la sociedad. Más allá de los datos concretos y de la brecha eventual entre magnitud real de ocurrencias y grado de temor, o de las especificidades de las ocurrencias según zonas en estos casos, lo esencial aquí es que el sentimiento de inseguridad está extendido en toda la población (Subsecretaría de Prevención del Delito, 2015). En este contexto, y a pesar de este carácter transversal, uno de los elementos que aparecen de forma transparente en nuestro material es la manera diferencial en que se despliegan las interacciones con los actores responsables de la seguridad según sector social y la desigualdad de trato que ellas implican.
Al menos aparecen tres tipos de relación con los actores responsables de la seguridad. Primero, el sentimiento de una relativa ausencia de los mismos, que hace que la percepción principal sea estar principalmente destinado a protegerse con los propios recursos y estrategias. Esto es particularmente claro en zonas caracterizadas por la hegemonía de lo que Salcedo ha llamado «pobreza guetizada» (Salcedo, 2011: 283). Segundo, la experiencia de los agentes de seguridad como agentes de inculpamiento, vivencia especialmente presente en las zonas populares y medias en las que hay una percepción ambivalente de la relación con estos actores. Tercero, la experiencia de los agentes de seguridad como agentes efectivos de protección. Esta última está particularmente presente en las zonas de la ciudad que concentran a personas de mayores recursos.
Veamos el primero. Las observaciones participantes en la población X pueden servir para graficar esta modalidad. La violencia es un elemento que simboliza el imaginario de la población en la mayoría de sus relaciones. Está presente en los relatos de los mayores, se subraya en los relatos de los jóvenes, y se comienza a articular subjetivamente en los niños. Así, por ejemplo, las balas se constituyen en protagonistas destacadas de los relatos, de las imágenes y hasta de los juegos. Una feriante cuenta que su nieta no la visita porque en su casa (vive en otra zona de Santiago/K.A.) al salir a la calle escucha pajaritos, pero al venir a la población X escucha balas. Resulta, por otro lado, común ver en las calles a niños jugando a los pistoleros, apuntando, disparando y haciendo efectos especiales con la boca, y esto incluso en niños menores de 5 años. Las balas aparecen como signos asociados a la «choreza», la cual, aunque en muchos casos también funciona como contrarreferente, resulta con frecuencia bien valorada entre los adolescentes y adultos jóvenes. Las balas acompañan una forma de socialización entre los propios pares, que subraya la plena libertad para ejercer el dominio no tan sólo territorial sino también simbólico. Pero la violencia va mucho más allá y refiere, entre otros aspectos, a una lógica indiscriminada del garabato como insulto, como reto y como forma también familiar de relación. Junto a lo anterior, la droga resulta ser uno de los movilizadores más repudiados por los habitantes que no pertenecen a estos dominios, pero está explícitamente presente en la calle. La droga es, sea rechazada o endiosada, una posibilidad cierta, accesible y por sobre todo visible. La droga está al acceso de cualquiera que esté familiarizado con el sector; es muy frecuente y relativamente seguro su consumo en la calle. Para ello se ocupan las plazas, las paredes, las esquinas, los sitios eriazos, su olor está en el aire, se ve en las narices de algunas personas, sus rastros se encuentran expuestos a la luz del día; de hecho en el suelo de algunas calles no cuesta nada ver una gran cantidad de pequeños papeles cuadriculados sueltos en donde se empaquetan las pequeñas dosis. La presencia al descubierto de todas estas formas de amenaza es expresiva del hecho que los agentes de protección ciudadana no son capaces de cumplir con su función. La protección corre por cuenta de cada cual.
Un buen ejemplo lo da la seguridad de las casas. Los procesos de enrejado y reclusión cada vez más extendidos (Dammert, 2004) construyen una frontera metálica con la calle. Otro ejemplo son los postes con alambres de púas, destinados a que no se suban a robar el cobre (para luego venderlo), como aconteció hace unos años cuando hubo un alza significativa de esta materia prima y el cableado de la población quedó devastado. Los robos y algunas muertes de jóvenes electrocutados han coincidido con la reducción de la oferta de servicios de comunicación de compañías privadas en la zona, restringiendo el acceso de la población a estos sistemas. Así, las formas de protección autogestionadas son múltiples, pero, sobre todo, esta relación a distancia con los actores responsables de su protección colocan a la población en una situación de desventaja, pues aquí también queda expuesta a la ley del más fuerte y a consecuencias indeseadas. Una expresión clara y dramática de lo que venimos de afirmar es la escena consignada en su cuaderno de campo por la investigadora responsable del trabajo en esta zona:
Camino por Santa Rosa en dirección norte, me detengo a ratos, las casas de esta cuadra son de dos pisos, están todas juntas una de la otra, son de color rojizo ladrillo. En la esquina del primer pasaje, desde el ombú hacia el norte, se lee un mural del Colo-Colo que dice «traigan vinos que copas sobran». Decido entrar por el pasaje pues veo gente. Una mujer y un joven se acercan y me preguntan directamente qué es lo que estoy haciendo, pero con un tono cordial. Me preguntan si estoy haciendo alguna encuesta. La mujer tiene unos 50 años, usa aros de oro, tiene el pelo teñido y un chaleco de color fucsia. Conversamos un par de minutos y comienzo a caminar con ella por el pasaje. Le pregunto qué tal la vida en la población y me dice «sí poh, si acá está muy malo, por eso te vimos del segundo piso y vinimos a preguntarte que hacías». «¿Muy malo por acá?», replico. La mujer me responde: “Si po, la droga, la delincuencia, una tiene que andar pendiente”. La conversación resultaba dificultosa por la gran cantidad de perros ladrándome y ahuyentándome del lugar, por lo que decido devolverme y seguir mi ruta. La mujer sonríe y me dice: «Acá no tenemos balas para defendernos, pero sí tenemos perros».
Las relaciones de poder están siempre en disputa y se superponen unas a otras. La segunda y tercera formas de interacción con los agentes de seguridad las presentaremos de manera conjunta. Mientras, como señalamos, una compete a formas de acción e interacción que aparecen claramente como de protección, en la otra ellas más bien surgen como una acción de búsqueda selectiva de sospechosos o «vigilados». A pesar de que existen ejemplos de lo anterior en lugares de la calle muy distintos, como los barrios comerciales (Meiggs, por ejemplo) o la Estación Central, donde la actuación de la seguridad estatal y privada tiende a privilegiar los intereses comerciales del sector haciendo una vigilancia selectiva que tiene como objeto el comercio informal, utilizaremos, para graficar este punto, el caso de los parques26.
El Parque Forestal es un parque abierto situado en el Centro de la ciudad. Los parques abiertos se ubican entre calles y son atravesados por ellas. Si bien tienen sus límites en las veredas que los circundan, no se dibuja una estricta frontera con el exterior. Esta cuestión influye en al menos tres consecuencias. Uno, el alto movimiento de usuarios que se desplazan por el parque, cruzándolo más que instalándose en él. Una segunda cuestión de los parques abiertos tiene que ver con la ausencia de infraestructura para uso colectivo. La tercera cuestión es que son accesibles con facilidad tanto de día como de noche. En concordancia con su carácter abierto, la seguridad está a cargo de carabineros principalmente, aunque haya tránsito eventual de vehículos de seguridad ciudadana de la comuna. En este caso las formas de protección aparecen especialmente y con frecuencia como acciones de vigilancia ante un potencial sospechoso. Un fragmento de las notas de campo del investigador a cargo muestra con claridad la naturaleza y característica de las interacciones con los agentes institucionales en la calle.
Hacia el sector norte del parque me doy cuenta de la presencia de carabineros en sus motos revisando a tres personas aparentemente enjaranadas (sic). Me senté y al parecer fijé mucho mi atención en ellos, pues luego de revisarlos a ellos, una moto llega rápidamente cerca mío, preguntándome qué estoy haciendo en tono inquisitivo y soberbio. Dado que no tenía algo de lo que sospechar, se van. Siguen su camino por el parque, desplazándose en sus motos. Dan miedo, se mueven entre las áreas verdes, donde hay niños y mascotas. Cuando ven a alguien sospechoso lo rodean entre tres motos. Rompen con el equilibrio y la tranquilidad del parque. Son autoritarios. Buscan entre las personas que están en el pasto a alguien que esté haciendo un acto delictivo. Paran a un grupo donde había un inmigrante y también a un hombre en una cita que usaba buzo. Mientras están en «búsqueda de su presa», pasa a mi lado una familia, un hombre con una mujer y dos niños, dicen entre susurros y mirando a la policía: «Hijos del gobierno».
La búsqueda del «sospechoso», además de ser en sí misma una forma de trato rechazada por las personas, como lo muestra el comentario enojado de la pareja hacia el final del relato, es una forma de trato en la que factores estigmatizantes entran en acción. Se sospecha y se trata como sospechosos a los jóvenes, a los inmigrantes y a las personas que delatan su proveniencia social a partir de su apariencia, en particular, en este caso, por el uso de ciertas prendas de vestir (buzo).
El Parque Bicentenario, por el contrario, da un buen ejemplo de la otra forma de interacción y de trato de los actores de seguridad mencionada al comienzo de este apartado: aquella del cuidado. El Parque Bicentenario está situado en la comuna de Vitacura, una de las más ricas de la ciudad. Es un parque de tipo cerrado, en el sentido que tiene sus límites definidos, en términos concretos edificados ya sea por rejas o muros, y por tanto el funcionamiento de instituciones o agentes de seguridad está definido en su interior. En este caso, como en el de otros parques cerrados como el Parque O’Higgins o Quinta Normal, es la institucionalidad municipal la que se hace cargo del parque, pero en éste más que en ningún otro, la presencia de esta institucionalidad es masiva. El logo de la municipalidad está distribuido por todo el parque. Aún más, la municipalidad se encuentra anexada, por lo que el parque aparece como si fuera un jardín propio. Este parque se revela como un espacio en el que la relación de los responsables de la vigilancia con las personas emerge como de protección. Por un lado, asegurando todas las posibilidades de control interno, ya que tiene muchas cámaras de seguridad en su interior, así como un completo juego de luces para la noche que redunda en la impresión de que no hay sitios oscuros, al contrario de lo que ocurre en el Parque Quinta Normal, donde al caer la noche se dificulta la visión y la gente se retira en masa. Adicionalmente, el fin de semana los guardias del parque utilizan un chaleco reflectante y se mueven en carros de golf, sin interferir en las actividades de las personas ni interpelarlas de manera constante. Entregan, así, un sentimiento constante de seguridad a los y las visitantes, preferentemente personas de la comuna reconocibles por su apariencia exterior. Por otro lado, esta impresión se logra a partir de una división en la que el público asistente es mayoritaria y preferentemente tratado como objeto de protección, lo que implica situar a los «sospechosos» en «otro lado», como lo revelan los letreros que pueden encontrarse en su interior y que estimulan a las personas a que cada uno «sea un vigilante más».
De este modo, si la relativa ausencia de los actores de seguridad abre la puerta a una situación en la que reina la ley del más fuerte y por tanto da espacio para un conjunto variado de desigualdades interaccionales, los modos de enfrentar la cuestión de la seguridad, según sector social, abren un abanico de experiencias de desigualdad interaccional en las personas, quienes, ya sea por edad, por nacionalidad, por color de piel o por clase social, terminan por convertirse más que en el objeto de la protección, en el objeto de sospecha e interpelación.
El cuidado, traducido en términos de protección como un bien que debería ser común e igualitariamente repartido, se revela vinculado con un campo de experiencias de desigualdad en razón de la pertenencia a uno u otro sector socioeconómico. Estas experiencias se nutren, de manera privilegiada, de las formas de interacción entre los actores responsables de la seguridad y las personas. Las formas de trato que se reciben testimonian un reparto desigual del cuidado y de la protección y, en esa medida, de los procesos de estigmatización en marcha en la sociedad.