Kitabı oku: «Sexo Fora de norma (Foca)», sayfa 2
—Igual.
—Pues ya puedes dejar el papel.
Lo dejas. Me acurruco hacia abajo y me cubro entera con el nórdico, cabeza incluida. Tú también bajas y nos quedamos un rato bajo la tienda de campaña. Nos ponemos a descubrirnos el cuerpo. Ahora. ¿Y por qué no? Antes de que se nos cierren los ojos, salgo muy rápido de debajo del nórdico para apagar las velas. Me vuelvo a meter en la tienda de campaña diciendo quéfríoquéfríoquéfrío. Te cuento que estoy aburrida de follar normal, de la típica coreografía besos-masturbación-penetración, pero, sobre todo, de la tontería esta de fingir que les lees la mente a todas las parejas sexuales que tienes. Hablamos un rato de todo y nada. Nos dormimos. Estoy tranquila.
Tardes
Bel Olid
Empezó a aparecer todos los días a la salida. Se apoyaba contra una columna del porche con el casco en la mano. Venía a buscar a Natàlia.
Salíamos a las tres menos cuarto y yo volvía a casa con Dúnia, que también era del barrio. Natàlia vivía en el centro y antes solía irse a pie con Edu e Ignasi. Ahora, al salir, se dirigía hacia aquella columna, cogía el casco sin decir ni hola y caminaba hacia una moto negra bien cuidada. Sin prisas, quien la esperaba la seguía, abría el baúl de la moto, sacaba otro casco y ponía el motor en marcha. Se movían sin mirarse, pero con una familiaridad extraña, como si no quisieran tocarse, a pesar de que se entreveía la posibilidad de una intimidad antigua.
Yo observaba el ritual como si fuera una película nueva cada día, como si el guion fuera a cambiar en cualquier momento. El giro que esperaba era, por supuesto, que se acercara a mí, me ofreciera el casco, me llevara a un lugar indefinido que implicara un largo trayecto de estar muy cerca, respirar su calor y abrazarme a su cintura sentada detrás suyo.
Llevaba el pelo corto, sobre todo a la altura de la nuca. El flequillo le quedaba justo por encima del ojo izquierdo, negro contra la pupila negra. El primer día que me miró me sobresalté; tenía aquel aire de no presencia, de estar ahí sin mancharse de lo que le rodeaba, que me había dado la libertad de mirar sin plantearme que podía ser mirada.
—Tía, venga, que estoy muerta de hambre. ¿Nos vamos?
Dúnia solía salir tarde, siempre estaba hablando con alguien y era de las últimas en abandonar la clase. Pero ese día salió antes, o quizá fue Natàlia la que tardó más de la cuenta. Si no hubiera tirado de mí para marcharnos quizá todavía estaría ahí, enganchada a esos ojos brillantes que no esperaba.
En casa nunca había nadie a esa hora. Yo llegaba, me calentaba en el microondas lo que me hubieran dejado y me lo comía delante de la tele. Hacia las cinco menos cuarto salía a buscar a mi hermano, que iba a primaria a tan solo dos calles de casa, le daba la merienda y lo entretenía hasta que llegaba mi madre.
Ese día no comí. A pesar de estar sola, me encerré en mi habitación antes de desabrocharme los tejanos. Llevaba tiempo masturbándome con una pasión casi metódica, pero siempre de noche. Ese día, no. Me quité los pantalones y las bragas, me mojé los dedos con saliva, me noté hinchada y caliente y palpitando. Las manos que me rozaban, me penetraban, me buscaban una intensidad que no había sentido hasta entonces, no eran las mías, eran las suyas. Me molestaban el jersey y la camiseta, me quité el sujetador. Me dolían los pechos de las ganas que tenía de que me los tocasen, de que me los tocase. Ella. ¿Él? Imposible saberlo.
Aquella urgencia de mediodía se convirtió en costumbre. Llegaba del instituto, comía en un momento y me encerraba en mi habitación. A veces, al tocarme, le acercaba la mano a la entrepierna y la encontraba hinchada y enorme, una especie de fuerza neumática esperando mi llegada. Otras veces, la erección era la de un clítoris duro y exigente, que pedía dedos y lengua y cuerpo y ola. Podía tener los pechos pequeños o inmensos, con vello rizado por doquier o con tan solo cuatro pelos finos alrededor de la aureola, como yo. No me gustaba más una forma que otra, no deseaba más un cuerpo concreto que otro. Deseaba el desasosiego y la sed y la prisa. Deseaba sentarme en esa moto y restregarme como me restregaba contra almohadas y manos, contra deseo y tarde.
Me lavaba bien después; volvía a ser una chica decente antes de salir de casa. En el parque, aparentando que vigilaba a Marc, me olía las manos y buscaba, debajo del jabón, el olor de la fiebre. Cuando venía el niño y me tiraba del brazo para que jugara a la pelota con él o le empujara en los columpios, yo apartaba las manos como si quemaran, como si no estuviera bien tocar a una criatura con aquella piel perfumada de placer.
En el instituto, las clases iban pasando. Estábamos a punto de acabar segundo de bachillerato, pronto llegaría la selectividad, era todo una mezcla extraña de miedo y esperanza. Yo escuchaba y tomaba apuntes y me reía con mis amigas, y a las dos y media empezaba a ponerme nerviosa, porque todos los días estaba ahí y todos los días me miraba.
—¿Qué, hoy también vendrá a recogerte tu novio, Natàlia? ¿O es tu novia?
Mi grupo y el de Natàlia no solíamos mezclarnos, pero en gimnasia la profe nos había puesto en el mismo equipo y el imbécil de Edu, mientras esperábamos que la profe volviera con los balones y la red, había tenido que hacer el comentario de mierda de turno.
—¡Qué dices, imbécil! ¡Que soy su hermana! Estoy castigada y mis padres le han dicho que tiene que venir a recogerme.
Habría sido tan fácil, tanto, deshacer el equívoco. Podría haber dicho: «es mi hermano», «es mi hermana». Podría haber dicho: «lo obligan a venir», «la obligan a venir». Pero no lo hizo, no sé si por casualidad o para preservar una intimidad que no merecía ser desvelada por el comentario idiota de un payaso en la clase de educación física.
Sonreí, ese día. Me sonrió desde su columna ocupada. Dúnia acabó notando algo y me preguntó y se lo conté. No las maratones de amor propio a las cuatro de la tarde, sino las miradas, el interrogante, las ganas.
—Dile algo. Si quiere ir a dar una vuelta por la tarde o el sábado, yo qué sé.
—Tú estás loca. ¿Delante del instituto entero?
No quise reconocerlo entonces, pero no era eso lo que me lo impedía. ¿Y si me decía que sí? ¿Y si me llevaba en moto y no sentía nada de lo que quería sentir? ¿Y si no sabía cómo besarme, cómo desabrocharme la camisa, cómo acercarse?
Se acabó el curso, aprobé la selectividad, nunca vi de nuevo a Natàlia. Jamás he sabido cómo se llamaba la persona de la columna, quién era, qué cuerpo ocultaba su ropa. Y agradezco a Natàlia y a mi yo de dieciocho años no revelarlo, no descubrirlo. Todavía hoy tengo tardes en las que ese deseo tan denso, aquella fiebre como un relámpago súbito que ilumina el cielo gris de lluvia cansada, me atrapa y me transporta atrás en el tiempo, al cuerpo que jamás besé pero que tantas veces ha acompañado al mío hasta el orgasmo.
Muy temprano es el paraíso
Laura Sala Belda
Bajo sin bragas. Hace demasiado calor para llevar nada puesto hoy. Una falda corta y una camiseta es todo lo que me veo capaz de ponerme. Y gracias. Bajo sin bragas, pues, y descalza. Las piedras del camino hacia el pueblo hacen que baile en cada paso, un baile patoso, en absoluto ensayado. Me cruzo con un chico en bañador, con la piel morena, sus ojos negros se me clavan en los muslos y pienso si adivinará que no llevo ropa interior. Noto un estremecimiento ahí abajo. Pienso en empotrarlo contra el tronco de un árbol. Solo por eso me gustaría tener polla, al menos por una vez en la vida. En una ocasión, cuando jugueteaba con Remei, nos compramos una polla de plástico y la empotré, pero aquello se doblaba, era de mala calidad.
Entro en el bar de Pitu, el bar del centro del pueblo en el que paso todos los veranos desde que tenía cuatro años. Me ve y ya se pone nervioso. Le sucede desde que le hice esa mamada una noche tras la barra. Se corrió tan rápido que ni pudo llegar a metérmela. Me chupó un poco sobre la barra y hasta luego. Me fui y acabé la faena en casa. No nos hemos vuelto a liar y, desde entonces, ha llovido lo suyo. Un café, le digo, y ponme un poco de nata aparte. Se le cae un vaso al suelo. Me gusta hacerlo sufrir. Le unté la polla de nata esa noche y se la chupé a conciencia. Me sirve el café y la nata, y juego con la cucharilla. La lamo por delante y por detrás, y noto que me resbala el sudor entre los pechos. Pitu se ha ido a lavar platos, pero veo que me mira de reojo. Paso la lengua poco a poco, dejo la nata en la punta y me la paso por los labios. Él bebe agua. El verano y el calor me ponen cachonda y los brazos de Pitu han tomado forma; los veo fuertes, duros, me levantaría bien, me arremangaría bien, me encajaría bien. Lamo más la cucharilla, aprieto el culo, estoy mojada. Pitu se acerca y me pregunta tímidamente por mi novio o novia y le digo que por ahora ni lo uno ni la otra. Que este verano estoy sola. Moja el dedo en la nata, se lo chupa y se va. Me bebo el café de un sorbo, me ajusto la falda y me voy.
Ya tengo hambre. El café, para mí, es el inicio de una buena comida. Pienso en las ostras de Miquelet y voy directa hacia allí. Saludo a dos abuelos por el camino, qué maja estás este año, dicen. También a una abuela que me pregunta si tengo novio y a la que me sabe mal desilusionar, a una niña, a la hija de la carnicera (vaya pechos le han salido, por cierto) y al perro amarillo que me lame los dedos de los pies con devoción. El camino hacia Miquelet es escarpado, cerca del mar, rodeado de rocas, no es fácil acceder, pero nadie jamás duda en ir. Siempre lo tiene repleto de gente. Una lástima, porque estos placeres me gusta más vivirlos en mi pequeña intimidad. Sus ostras son orgásmicas.
Las hace a la brasa, a la japonesa, al natural con hinojo, con cítricos, a la vinagreta. Siempre le pido las últimas novedades y un par al natural. Y una copa de vino blanco bien frío. Diría que esto es lo mejor de volver al pueblo. Abro la puerta y Miquelet me ve de lejos y ya abre los brazos de par en par. Se ríe muy fuerte. Me abraza tanto que me agita todos los huesos y noto mi cuerpo vivo y palpitando. Me lo recoloca todo en su sitio. Ya me prepara para lo que me dará a probar, se emociona porque sabe que disfruto y no existe mayor placer para un cocinero apasionado que el entusiasmo de sus comensales. Me siento en la barra, soy de barras, miro a mi alrededor, es temprano, no hay mucha gente aún y él me pregunta por mi padre mientras me sirve el vino y le digo que aún no lo he visto, que apenas acabo de llegar y él debe de estar pescando. Sabe que este delirio gastronómico es cosa de mi padre, un señor que moja pan, que lame, que prueba, que entra en las cocinas, que se detiene en cada puesto del mercado y pregunta, que saliva, que se apasiona. Me sirve la primera ostra y recuerdo la primera que me comí. Tenía cinco años y mi padre hacía que lo probara todo. La ostra que me dio era pequeña, recuerdo que la regó con un poco de limón y esta se arrugó, la olió, me la preparó y me dijo que chupara. Chupé y, tal cual, esa intensidad de mar explotó en mi boca, noté un pellizco ahí abajo y me rasqué. Mi padre entendió enseguida que sería una buena gourmet. Para él, el sexo está totalmente vinculado a la gastronomía. Una buena comida te despierta el cuerpo, siempre dice. Y a mí esa ostra me despertó el sexo. Solo tenía cinco años.
Miquelet espera que la pruebe y me acuerdo de que voy sin bragas. Miro la ostra y me noto húmeda. Su forma, su color, su olor, su líquido. Es como el coño de aquella francesa, uno que me comí el verano que dejé de ser virgen. Primero fue el pepino del inglés y después la ostra de la francesa. Éramos tan niñas las dos, pero con tanta curiosidad, que nos lo probamos todo. Sin tapujos, sin ascos, sin majaderías. Me gustó tanto comerme esa ostra salada, del final de un día de mar, tras una roca llena de algas, como también me gustó la empotrada del pepino del inglés, bien terso, con tanta fuerza y, a la vez, con tanta timidez.
Cojo la ostra, la huelo, la toco con la lengua y noto un tono picante. Miro a Miquelet, que me sonríe, y la chupo. Me la dejo un momento en la boca, cierro los ojos y me la trago. Coño, Miquelet, vaya puta ostra, le digo, y le canto lo que adivino que lleva, pero sé que algo esconde, que no me lo dice todo. Bebo vino y me trae otra. Viene tapada. Me aparta la copa de vino y me sirve una de champán. Destapo y un color azul de fondo del mar envuelve la ostra. Miro a Miquelet, con sus ojos de aquel mismo color, y tomo la ostra. No le pregunto nada. La huelo, la preparo y la chupo. Hostia, Miquel, le digo. Cuando la magnitud es considerable le llamo Miquel. Me froto el sexo con la falda, disimuladamente; me noto mojada, ya no húmeda, y los ojos azules de Miquel siguen clavados en mis labios. Cagüendiez, no me gusta Miquel, pero lo que me está dando se merece un mordisco en los labios. Se lo doy y él saca la lengua, me la pasa por toda la boca, pero lo despacho, no quiero que me quite el regusto de la ostra. Empieza a llegar gente, piden las últimas ostras de Miquelet y él me vuelve a morder el labio y yo le aparto. Dame más ostras, le digo. Me recojo el pelo, ya no pretendo estar sexi, me preparo para chupar sin interrupciones. Y, si puede ser, a solas. Me llama mi padre. Me dice que ha pescado una pieza de cojones y que la va a cocinar a la brasa. Salivo. Qué pescado, papá, le pregunto. Un dentón. Sabe que salivo. Me lo acabo todo, me tomo el champán y le digo a Miquelet que me voy. Sabe que volveré pronto.
En el camino hacia mi casa me tropiezo con Rodri, hace un año que no nos veíamos. Yo no esperaba encontrármela porque sé que se ha separado y que está jodida y con la casa en venta. Ella tampoco esperaba que yo estuviera aquí, no sé por qué. Nos abrazamos, las dos nos alegramos de vernos. Hablamos como cotorras, nos ponemos al día en cinco minutos y le digo que me espera un dentón a la brasa. Se ríe. En otros tiempos quizá me ponían más unos buenos músculos, ahora nada puede competir con una buena comilona. Le digo que venga a comer con mi padre y conmigo, pero Rodri es mucha Rodri y me dice que tiene pareja nueva en casa y que le falta tiempo para follársela. Tal cual. Veo que no has cambiado, le digo, y me responde que solo a peor. Nos despedimos con un «que aproveche» y me la imagino cabalgando toda la noche.
Cuando llego a casa, mi padre me espera con las brasas a punto para el pescado. Me abraza fuerte y noto su barriga contenta contra la mía, también contenta. Se le cierran los ojos cuando ríe de felicidad y su máxima felicidad ahora mismo es verme. Siempre me lo dice. Lo quiero tanto… Es un hombre tranquilo, un hombre que llora, que ríe, que se deja sentir y que no oculta nada. Un hombre que da la cara pase lo que pase y que me ha tendido la mano en cada momento de mi vida, por complicado que fuera. Para él, educar es amar. Amar de verdad, con todas las vértebras, con todo detalle. Todavía no entiendo por qué mi madre lo dejó. Ahora, de mayor, nunca dejaría a un hombre así. Un hombre que cuida, que se preocupa, un hombre que cocina con pasión, que vive con todos sus sentidos, que escucha y comprende, un hombre que sabe también, y sabe mucho. De todo. Con él aprendo cada día y, cuando tengo alguna duda, siempre pienso en llamarlo. ¿Cómo puedes dejar a un hombre así? El amor es extraño. Un día le pregunté a mi madre y me dijo que ya no le provocaba nada, yo me había hecho mayor y ella ya no se sentía unida a mi padre. Lloré mucho. Ella se enamoró de un tío joven que se la follaba en los lavabos públicos. Pero no me dijo esto. Lo vi con mis propios ojos. No tuve el coraje de decírselo a mi padre. Él aún la quería. Aún la quiere. Cuando cocina algo siempre hace referencia a ella. A tu madre le gustaba así, tu madre lo prefería de esta manera. A mí se me cae la baba. Su amor es puro, es inmenso. Ya me gustaría a mí dar con alguien como él. Yo, lo sé, busco a mi padre en los chicos a los que me miro. Pero ninguno está a su altura. Me fastidia mi madre, y que por cuatro polvos de adolescente en un lavabo lo dejara. Pero así es la pasión. Lo mueve todo. Lo sacude todo. Lo araña todo.
Pongo la mesa y mi padre abre una botella de vino blanco. Brindamos por mí, por él, por el pueblo y por los veranos. Hago un sorbo y noto mi sexo palpitando. Sigo sin bragas y cualquier cosa que me entra la noto ahí abajo. Mi padre me dice que ha invitado a comer al chico que le ayuda a arreglar la cocina. Y aparece. Con un cesto de tomates que ha recogido del huerto, mascando uno que acaba de morder y que le gotea por sus labios carnosos y jugosos. Media melena, piel morena, brazos bien dibujados. Babeo. Nos presenta y me mira de reojo. Encantada, Pau. Me palpita todo. Sé que lo único que ha entrado dentro de mí ha sido un deseo infinito. Huelo su piel cuando pongo la mejilla y su aroma es el del mar, el de la pimienta, la sal. Nos sentamos a la mesa y Pau corta un tomate, echa aceite, sal, pimienta y me pregunta si me gusta la albahaca. Me gusta todo, le respondo, y todavía más si es del huerto de mi padre. Huele la albahaca y me la da para que haga lo propio. Pongo mi mano sobre la suya y su piel me parece una duna a punto para deslizarse. Me deslizo un poco y retiro la mano. Hace demasiado calor para ponerse a cien. Me mira y sus ojos negros me trastornan del todo. Suerte que está aquí mi padre, que nota cómo sube la temperatura, creo, y me echa un cubito en la copa de vino. Gracias, le digo, y saco el hielo y me lo paso por la nuca, por el cuello, por el escote. Dejaría que se deshiciera en mi sexo, pero me parece demasiado osado. Pau me mira, se muerde los labios y le pregunta a mi padre cómo está el pescado. Sí, el pescado. Yo me tengo que ir al baño. Las ostras, el champán, el vino, todo me está afectando.
Me restriego el sexo contra el lavabo mientras me lavo la cara y las manos. ¿Cómo frenar este deseo que no para? ¿Lo quiero frenar, en serio? No. Solo pienso en cómo irme a la cama con este hombre nuevo. Es de vital necesidad. Vuelvo a la mesa dispuesta a ponerlo un poco más cachondo y ahora hay una niña de unos diez años. Él me dice que es su hija y eso me destempla del todo. Mi padre me mira y sonríe. Él, que hace tiempo que quiere una nieta, veo que tiene cierta complicidad con ella, como si ya lo fuera. Nos sirve el pescado y el hombre nuevo no duda en seguir flirteando conmigo. Noto un pie bajo la mesa que toca el mío, me trastorno y lo miro a los ojos. Sonríe y disimula comentando lo bueno que está el pescado. Su pie asciende por mi pierna, por el muslo, y noto un sudor frío que me vuelve a invadir. Mi padre se levanta y él retira el pie de repente. Yo quiero más y ahora soy yo la que lleva el pie hacia su sexo. Directamente. Lo noto duro, grande, voluminoso. Bajo una mano y me la pongo en el sexo. Estoy tan cachonda que tengo que taparlo como sea. Mi padre y la niña hablan, se ríen, él le quita las espinas y ella le explica que está aprendiendo a nadar. Él coge mi pie y lo pasea por su pene con un movimiento lento, pausado. Cojo un trozo de pescado y le digo a mi padre qué bueno está, cojones. Me dice que hable bien y se ríe. Mientras tanto, el pie del hombre nuevo está paseándose por mi sexo, húmedo, mojado, empapado. Chupo las carrilleras del pescado como si de ello dependiera mi vida, bebo vino y me echo más cubitos. De repente, me atraganto con una espina y el hombre nuevo se levanta para salvarme. Me lleva adentro, al baño, y le pregunta a mi padre si puede echar un ojo a la niña. Me folla sobre el lavabo, sin preguntarme si puede entrar. Me mete un dedo en la boca y el sexo duro dentro de mí; entra como si ya conociera el camino, como si fuera un habitual. Chillo y me tapa la boca. Me embiste con una fuerza que me deja muda y sorda. Le araño la espalda y le digo al oído que no pare. No tardaré mucho en tener un orgasmo sordo y mudo, pero con tanto placer que me caeré de rodillas cuando salga de mi interior, porque no me podré tener en pie. El hombre nuevo se arrodilla a mi lado, me aparta el pelo de la cara y me da un beso dulce y húmedo. Por qué no llevabas bragas, me pregunta, y se acerca lentamente y me penetra otra vez, en el suelo, de rodillas. Nos corremos los dos a la vez y oigo a mi padre que pregunta a voces si estoy bien. No puedo articular palabra alguna y el hombre nuevo contesta que sí, que ya me ha sacado la espina y que ya vamos. Respiro hondo. Me va todo a cien. Qué bueno es el sexo cuando es bueno, cuando hay un deseo irrefrenable, cuando no te sostienen ni las piernas. Salimos, le doy un beso a mi padre y le pregunto qué hay de postres. Huelo a sexo salado y lo sé, y me gusta, y me comería una trufa helada de un mordisco. Sé que mi padre siempre tiene y saca unas cuantas. El hombre nuevo no deja de mirarme y yo me pongo cachonda de nuevo. Mi padre se va a echar la siesta y él tiene que irse, tiene que llevar a la niña con su madre. Me pregunta qué haré por la noche, si quiero cenar con él. Carne cruda. Él cocina. A veces los astros se conjuran y tú solo tienes que dejarte llevar. Claro, le digo. Carne cruda. No me viene a la cabeza nada mejor para cenar.
Duermo hasta el atardecer bajo la higuera de la casa de mi padre, columpiándome en la hamaca y saciada de tanto placer. Cuando me despierto cojo cuatro higos y los devoro. Me ducho, me pongo bragas y un vestido, y me despido de mi padre, que está jugando al ajedrez con un amigo. Dónde cenas, me pregunta, y le guiño un ojo. Lo beso en la mejilla y le doy las buenas noches.
Cojo la bici. El hombre nuevo vive en las afueras del pueblo, en una masía que está rehabilitando él solito. Es un manitas, creo que en diversas materias. Me recibe sin camiseta, aunque se la pone al instante, pero tengo tiempo para mirarle los hombros, el torso. Me dice que tenga cuidado por donde piso, tiene trastos tirados por las obras y algún juguete de la niña. Me toma de la mano y me lleva a la cocina, me sirve un cóctel rojo, diría que un daiquiri de fresa, pero no pregunto, lo pruebo y está tan bueno que sé que cenaré bien. La cocina tiene una barra americana y me siento en un taburete. Él prepara la cena, pero de vez en cuando se detiene, se sienta a mi lado y me pregunta algo de mi vida. También me da un beso y me pregunta si llevo bragas, mientras lo comprueba él solito. Vuelven las palpitaciones, vuelve a subir la temperatura de mi cuerpo. Saca la carne de la nevera y toma un cuchillo largo y afilado. Pica la carne sin que le tiemble el pulso, con una decisión y una seguridad que hacen que me sienta en buenas manos. Y quiero esas manos sobre mi cuerpo con urgencia. Controlo mis pensamientos, ¿o debería decir deseo?, y doy un sorbo generoso al daiquiri.
La cocina es amplia, la preside una mesa de madera de roble. Está llena de útiles, se nota que es un hombre que cocina, y mucho. Me pide que lo ayude a preparar la salsa que acompaña el steak tartar y lo hago siguiendo sus instrucciones. Yema de huevo, salsa Perrins, tabasco, alcaparras, mostaza, anchoas, sal y pimienta, y un poco de aceite de las anchoas. Cuando lo tengo todo, me lo quita para ponerlo sobre la carne picada. Me dice que lo remueva bien con las manos, y la yema del huevo se desliza entre mis dedos mientras se mezcla con el resto de los ingredientes. Pienso que es como deslizarse por la piel del hombre nuevo, que se me acerca por detrás y me agarra las manos. Lo acabamos de mezclar todo juntos y me empiezan a molestar las bragas. Toma un trozo de carne y me lo da a probar de su dedo, que chupo y lamo sin dejar rastro ni de la carne ni de la salsa. Está delicioso. Quiero más. Me sirve una copa de vino rosado, frío, buenísimo, que me gotea por el cuello de la intensidad que le he puesto. Él se acerca y me lame el que me rebosa de la boca. Aquí no se tira nada. Nuestras lenguas se unen, se retuercen, se acarician, se acompañan en una danza infinita. Y, de repente, como cuando para la música, se detienen, se separan, se recomponen, vuelven a su sitio y nosotros nos miramos a los ojos. Él me acaricia el pelo y me da un beso en los labios, esta vez seco y sonoro. ¿Cenamos?, me pregunta; yo pienso en cenármelo a él.
Nos sentamos a la mesa, bebemos vino, flirteamos, nos contamos historias inconexas, estamos cómodos y nos deseamos. No podemos acabar de cenar, me desnuda, me estira sobre la mesa y unta el steak por mis pezones. Me chupa y me lame toda. Mi sexo está tan húmedo que creo que chorrea y me acerco un dedo. Está empapado. Él me coge el dedo y entra conmigo en mi interior. Chillo de placer mientras muevo las caderas y él se sirve más carne cruda en mi ombligo. La madre que lo parió, pienso, saldré de aquí sin aliento. Me come toda, me devora la carne como si fuesen los mejores postres que ha probado en su vida y yo tiemblo, chorreo, me agito. Me incorporo un poco; yo también tengo hambre. Cojo un poco de carne con una mano y voy directa a su sexo, duro, firme, preparado para embestirme. Lo lamo sin dejar rastro alguno de la carne, que mastico mientras sigo lamiendo, chupando. Me pide que me detenga, que acabará derramándose, me sienta en la mesa y me la clava. Tan fuerte que suelto un grito que nos deja sordos. Me embiste con fuerza mientras me come los labios, los pechos, y yo siento que me revienta por dentro con un placer que no recuerdo haber sentido antes. Me corro no sé cuántas veces, me agarro fuerte a sus hombros y él de repente se detiene, sale de mi interior y se corre mucho, con tal explosión que me pregunto cómo ha podido mantener todo ese líquido ahí dentro. Tomo un poco de carne con los dedos y me los chupo, me siento un animal carnívoro, salvaje, cazador. Nos caemos desplomados y nos dormimos, agotados.
Parece que no haya pasado mucho rato cuando noto que despunta el sol con timidez y su reflejo me da directamente en los ojos. Noto, también, cómo él me rocía con el vino rosado, frío, helado. Me lame la espalda, el culo. Me froto el sexo con las sábanas y él acerca los dedos, la mano. Empezamos de nuevo. Es muy temprano. Y él me dice que muy temprano es el paraíso.
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