Kitabı oku: «Solo se lo diría a un extraño»
Solo se lo diría a un extraño
© Ediciones Pichoncito 2020
Medianoche es un sello editorial
de Ediciones Pichoncito S.A.C.
Fundadores:
Adriana Roca y Nicolás Rodríguez Galer
Edición general:
Chiara Roggero
Autores:
© Marcos Armstrong
© Eva Bracamonte
© Fiorenza Bragagnini
© Carolina Cano
© Alfonso Casabonne
© Giselle Ceballos
© Diego Galindo
© Ernesto Gálmez
© Omar Goyenechea
© Darice Gubbins
© Mark Hoffmann
© Carmen María Irazola
© Michelle Llona
© Iago Masías
© Pepe Montes de Peralta
© Milagros Palma
© Claudia Pareja
© Christina Poppele-Braedt
© Felipe Ossio
© Marisol Quiroga
© Alvaro Raffo
© Jaime Raygada
© Marco Rivera
© Chiara Roggero
© Lucho Vargas
© Natalia Vidal
Diseño de portada:
Raquel Tudela
Dirección creativa y dirección gráfica:
Raquel Tudela
Diseño y diagramación:
Sandra Florián
Fotografías:
© Maricé Castañeda
Corrección de textos:
Jorge Cornejo
Editado por:
Ediciones Pichoncito S. A. C.
Jr. Santa Rosa 359,
Barranco 15063,
Lima, Perú
WWW.PICHONCITO.PE
Primera edición digital, enero 2021
Digitalizado por:
Book And Play Studio
bap-studio.com
ISBN: 978-612-48383-2-3
Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú: N° 2021-01006
A los inquietos.
Prólogo
Cada vez que inauguro un nuevo taller de escritura, hago lo mismo: parcho mi “falta de”, mi “inexperiencia en”, la ausencia del cartón pedagógico, pero, sobre todo, parcho la altanería de armar un taller (y cobrar por él) cuando apenas tengo un librito publicado y una novela que viene hongueándose en mis archivos de computadora.
Entonces, me pregunto si para este libro también tendría que hacer el disclaimer. Advertirle al lector que lo que está por leer no comprende valores de una literatura sofisticada ni académica. Prepararlo para encontrarse con historias frívolas, pequeñas, limeñas. Me lo pregunto y no tardo en responderme. Quizás porque esta vez no se trata de mí sino de ellos.
Dicté mi primer taller de escritura en el año 2014, en un pequeño estudio de Miraflores que hoy es solo un recuerdo. Busqué amigos a quienes les intuía un deseo, o al menos una curiosidad, por la escritura. Les envié un tímido mail con la propuesta: unirse a aquel primer taller, aunque yo no tenía la menor idea de cómo lo iba a estructurar. Tengo buenos amigos y, quizás por eso, la mayoría me dijo que sí. Desde entonces, y hasta que arrancó la pandemia, dicté talleres presenciales casi ininterrumpidamente. Siempre a grupos compuestos por hombres y mujeres, de profesiones distintas, con edades diferentes, casados, solteros, divorciados, famosos, políticos, gerentes generales o desempleados. Con el tiempo, dejaron de ser talleres exclusivos para amigos y comenzaron a llegar los extraños.
La primera gran revelación que obtuve dictando los talleres fue la necesidad que tenía la gente de contar sus cosas, y no precisamente aquellas que los hacían quedar bien. Entonces, mediante ejercicios y juegos, me dediqué a generar confianza entre los miembros de cada grupo para que se sintieran con la libertad (nunca con la obligación) de escribir sobre lo que les diera la gana, sin temor a ser juzgados. Eso, en una ciudad como Lima, donde todos tienen una opinión sobre todo, era bastante liberador. Para mi suerte, mis estrategias dieron buenos resultados y, en los encuentros, empezaron a desplegarse historias íntimas, dolorosas, prohibidas y, por supuesto, sumamente seductoras.
La escritura era sin duda nuestra herramienta, pero también la excusa para confesarnos, era la música de aquel strip-tease colectivo y voluntario, la moneda que nos permitía escuchar y ser escuchados. No puedo negar que, en cada una de las consignas que dejaba, escondía una imperativa para que cada autor buscara su verdad, a pesar de que sabía que aquello podría incomodarlos. Y es que los textos honestos siempre me han resultado irresistibles.
Pero no era solamente por puro placer que hincaba a mis alumnos. Haber escrito toda mi vida me enseñó del poder íntimo y revolucionario que comprende el acto de llenar una hoja de papel con lo que nos jode y nos duele, con nuestras fantasías y frustraciones. Pero, con el tiempo y mi desfachatez en las redes sociales, aprendí que ese poder se multiplicaba con la presencia del otro. Cuando somos leídos o escuchados, reivindicamos a nuestros monstruos, y si eso ocurre de manera colectiva (como sucede en los talleres), entonces logramos que se hagan amiguitos de otros monstruos incluso más feos y temerosos que los nuestros.
Uno podría sospechar, entonces, que este libro estará plagado de catarsis personales y que la escritura, más que una herramienta, fue un pretexto terapéutico para sanar. Lamento informarles que de mis talleres nadie ha salido sano ni cuerdo.
Este libro no es más que la consecuencia de veintiséis encuentros entre extraños, que hoy abandonan ese apellido para compartir linaje en estas páginas. Nos encontró en el marco de un confinamiento obligatorio que, además de hallarnos aburridos y desubicados, nos descubrió un poco solos y perdidos. Pero, esta vez, con tiempo para mirarnos. Pero mirarnos de verdad y no de pasadita, como veníamos haciendo en esa vida de agendas abultadas y planes a largo plazo. La gran paradoja de estos talleres virtuales fue que la distancia espacial, lejos de separarnos, nos acercó de inmediato, abriendo rápidamente campo a la confianza. Supongo que la posibilidad de poder desaparecer con solo cerrar la laptop colaboraba con el atrevimiento.
¿Por qué tendríamos que ponerle el parche, entonces, a un libro que reúne los textos de una amistad nacida a través de una pantalla, cuyo vínculo principal fueron las palabras y la verdad? Por ninguna razón, me respondo. Lamento entonces decepcionar a los amantes del disclaimer, porque no voy a hacer uno. No tenemos nada qué explicar o, en todo caso, todo lo que tengamos que explicar lo encontrarás en las siguientes páginas.
Solo se lo diría a un extraño es el espejo de aquellos que se animan. Es un homenaje a todas esas personas que tienen una idea y la llevan a cabo. Es un sacudón para los que siguen esperando una señal mística que los empuje a saltar. Es un puñete en la quijada para los aguafiestas. Es una muestra de que los hombres y las mujeres no somos tan distintos, pero tampoco iguales. Es un tributo a los nuevos amigos y una reivindicación de los extraños. Es un compendio de relatos sin fecha de nacimiento ni velas de cumpleaños. Sin lentejuelas, sin push-up, sin botox, sin nada que nos disfrace. Es la reunión de veintiséis personas geniales que simplemente se vieron en la urgencia de narrarse y que, al hacerlo, descubrieron que mostrarse vulnerables era un acto de valentía.
Chiara Roggero
¿Cómo se lee este libro?
Lo primero que tienes que saber es que todos los relatos que leerás en este libro salieron de las consignas dadas en el taller. Por eso, podrás encontrar (si eres pillo) textos que de alguna manera se relacionan entre sí, con temáticas parecidas, pero siempre abordadas desde un punto de vista distinto. Porque si algo ha caracterizado a nuestros talleres es la mezcla de sus integrantes. Perro, pericote, gato, vaca, dinosaurio y mosquito de madrugada.
El género con el que hemos venido trabajando ha sido el de la autoficción. Eso quiere decir que nuestros textos se han basado en nuestras propias experiencias de vida, pero con esa cómoda licencia de agregarles una dosis de ficción o, en otros casos, de prescindir de ella, pero secretamente.
Lo segundo, y quizás lo más importante que debas saber, es que, aunque cada texto corresponde a un autor, hemos decidido guardar celosamente sus identidades. Es decir, leerás un texto y no sabrás de quién es. Podrás suponerlo, pero hay que tener mucho cuidado: el más tímido resultó ser el más coqueto; y el de la moto y casaca de cuero, un osito de peluche. Así que cada adivinanza será una moneda al aire.
No revelar los nombres de los autores supone dos cosas:
Uno:
Cada uno de los veintiséis escritores ha decidido voluntariamente liberarse del ego de firmar sus relatos. Esto no significa que hubiera estado mal poner un nombre y un apellido a aquello que uno escribe con tanta pasión. Pero, en este caso, despojarse de las palmas ha permitido que otros (en los que me incluyo) puedan liberarse y publicar aquello que quizás nunca se hubieran animado a publicar. Las máscaras siempre han sido geniales.
Dos:
El anonimato hace que, a fin de cuentas, este libro sea de todos y el texto del otro se sienta como propio. Porque así ha sido este proceso: todos hemos metido mano en el trabajo del otro y todos hemos dejado que nos manoseen títulos y párrafos, los adjetivos y los temidos finales. Entonces, sí, cuando estés leyendo un texto, ten en cuenta que hay un autor o una autora detrás, pero que detrás de ellos estuvimos todos. Extraños pero conocidos.
¿Cómo se lee este libro?
Como tú prefieras. De atrás para adelante, arrancando por el medio, buscando un título que llame tu atención o, si quieres, o si te atreves, dejándoselo al azar. Porque el azar ha cumplido un rol muy importante en nuestros encuentros. Por eso, todos los que formamos parte del taller creemos en la magia. Entonces, este libro, más que un libro de relatos, es un libro de magia. ¿No me crees? Haz la prueba y abre el libro aleatoriamente. No tengo dudas de que te encontrarás con un texto que, de alguna u otra manera, se conectará contigo y con tu historia. Y es que, al final, no somos tan distintos como creemos.
¿Qué es verdad y qué es mentira?
Eso tendrás que decidirlo tú, y aferrarte a esa verdad, porque existe una alta probabilidad de que sea mentira.
Y viceversa.
Autobiografías
Uno
A los 15 años, en una conversación con mi mejor amiga, llegamos a la conclusión de que existían en mí un Bruce Wayne y un Batman. Un lado responsable, racional, que había sido socializado. Y el otro, uno imbécil, hasta el punto del autosabotaje.
Batman se moría por Antonio, el marihuanero. Bruce sabía que Antonio era un bueno para nada. El consenso, entonces, era que yo saliera con Antonio, pero sin que nadie lo supiera. Bruce mantenía así su imagen corporativa, o, en esa época, de alumna estrella, mientras Batman disfrutaba de las noches en Barranco, Ciudad Gótica.
Es el equilibrio que encontré entre lo que debo querer para mí y lo que sé que quiero pero no tengo claro cómo termina.
Hoy, Bruce vive en un penthouse, invierte en la bolsa y tiene una relación de largo plazo y una ahijada. Batman, forzado al celibato y al cumplimiento de las reglas de la cuarentena, se trepa por las paredes. Excepto cuando escribe. Cuando cuenta cosas que avergüenzan a Bruce, y, por extensión, también a mí. Es su venganza. Es su forma de avisarnos que existe y que debe salir pronto.
La verdad, sería más sencillo vivir sin Batman. Adoptar a Bruce, vivir en ternos Brioni y zapatos italianos. Ser apropiada, culta, respetable. Nunca más dejar que Batman se estrelle contra las paredes, cuando sé que Bruce es quien termina escupiendo los dientes rotos.
Pero no me sale. Habita en mí la necesidad de saberme profundamente libre, dueña de mi mundo. Batman sabe, y yo también, que todo se puede ir a la mierda mañana, y por eso quiero lo que quiero ávidamente.
Dos
En Cusco, no tenía cama. Mi casa era un sleeping bag. En las noches, ayudaba en la barra de Mamáfrica por alguna propina que asegurara la comida del día siguiente. El presupuesto diario era un sol; con eso compraba una palta y tres panes. Para no sentir hambre, dormía durante el día. El agua la tomaba del caño comunal, en la calle Siete Culebras.
Patear el tablero a los 19 años, dejar de estudiar Derecho en la Católica y mandar a la mierda a mis papás para salir de la cueva de Platón fue como parir lava.
Me crecieron la barba y el pelo más de lo que hubiera imaginado que podrían crecer, y comencé a correr. Mis mejores amigos eran los lustrabotas de la plaza. Ellos me dieron cama en sus casas. Al principio, me daba un poco de asco dormir en esas sábanas, felizmente tenía mi sleeping.
Desde entonces, mis camas nunca han sido las mismas y su valor ha ido transformándose.
En Sepahua, por ejemplo, mi cama fue una estera encima de la tierra. Seis meses viviendo con esos yaminahuas en la selva me enseñaron que la cama es cualquier lugar donde recargas tus sueños y energía. Esas esteras fueron partícipes de los vómitos de todos los viernes de ayahuasca y chirisanango.
En el dorm universitario de Seúl, mi cama fue el espacio del miedo, de la oscuridad y soledad. De la nostalgia secuaz que atestiguó mi cambio de piel. Ahí conocí el pánico y aprendí a controlarlo.
Llegadas las arrugas y la vida imparable de viajes y hoteles por trabajo, perdí el rumbo de mis camas hasta que, en Macondo, un bar de mala muerte en Tailandia, un italiano me dijo:
—Tu cama es tu casa y tu casa es donde lavas tu calzoncillo.
Después mi cama fue el cubil al que entraba escapando de afuera. Ese espacio acogedor que invitaba a ser tomado, como la casa tomada de Cortázar. Llena de pies, brazos y sobre todo codos y rodillas pueriles. Era como si en vez de dos, tuviera mil hijos desperdigados en esa king size que terminaban dejándome siempre al borde de la cornisa.
Ahora, mi cama es un altar. Cómplice de sueños y placeres. Tendida a la perfección cada mañana por mí, antes de salir a correr. Inmensa, para sostener todas las fantasías y todos los fetiches, pero al mismo tiempo tierna, para contener las tardes de películas con mis hijos.
Estar encima de ella no es difícil, cualquiera puede estarlo. Lo imposible es estar dentro, porque el abrazo de sus sábanas es el abrazo de mis historias en todas mis camas.
Tres
A confesión de parte, relevo de pruebas:
Generales de ley:
Seudónimo: Óscar Gabriel Lustau Flores, DNI 08213836, domiciliado en la calle Guanahaní 155, San Isidro, de estado civil casado y nacido el 8 de noviembre de 1968 en la ciudad de Austin, Texas, EE. UU.
Historial médico:
Demasiadas fracturas y endodoncias, dos hernias y un fallido infarto de miocardio.
Antecedentes penales:
No registra antecedentes penales a la fecha de emisión del presente certificado.
Declaración:
Sr. Comisario, me presento ante usted y me declaro:
Abogado de profesión, caricaturista de vocación y, de ocupación, constructor.
Arquitecto y decorador sin estudios ni título, pero en ejercicio constante.
Alguien que trató toda una vida de perder sobrepeso y ahora no puede encontrarlo.
Padre biológico desde los 22 años y emocional desde hace poco.
De ancestro judío y casado con palestina, vivo en conflicto permanente conmigo mismo.
Analizado por la misma psicóloga desde hace 30 años.
Optimista hasta la irresponsabilidad. Iluso, entusiasta e hiperactivo.
Sin ninguna conciencia de mi edad y limitaciones físicas o intelectuales, me planteo retos que difícilmente puedo lograr.
Buen pobre, pero mejor rico.
Fiel por miedo, y con miedo a ser fiel.
Sometido como hijo a mis padres y como padre a mis hijos.
No creyente en la extensión de la vida, pero sí en vivirla mientras uno esté vivo.
Finalmente, esperando la muerte para así darle sentido a todo lo vivido.
Cuatro
Dicen que Dios solo da a las personas lo que pueden manejar. Bueno, yo me cago en Dios, Alá, Yahveh y la puta que los parió.
Yo no quería ser madre de una hija con discapacidad. La gente se refiere a ella como especial, algunos incluso la llaman retrasada. Qué definición de mierda; o, como dirían los más nobles de mis amigos, qué definición tan políticamente incorrecta. Aunque, ¿sabes qué? Yo también soy políticamente incorrecta. ¿No lo parezco? Pues permíteme explicarte.
Soy inadecuada porque he imaginado muchísimas veces (más de las que quisiera) cómo hubiera sido mi vida sin ella. Soy censurable por seguir sin aceptarla tal cual es. Pásenme el libro de reclamaciones: solicito cambio de modelo por uno sin mutación genética. Soy egoísta porque todos los días sueño con regresar a mi vida de ejecutiva exitosa, con agenda rebosante, directorios en el Club Empresarial, almuerzos en La Carreta y una independencia incuestionada. Soy envidiosa porque, cuando me cruzo a una mamá que lleva de la mano a su hija, impecable, con el tutú de ballet rosado y el moño alto y prolijo, quisiera ser ella. Soy la culpable de que mi hijo mayor tuviera que decirme, a sus escasos diez años y ahogado en desesperación:
—¿Qué puedo hacer para que seas feliz?
Soy incongruente porque, a pesar de transitar por todas estas emociones inmorales, dedico todo mi tiempo a que la vida de mi hija sea lo más normal posible. Y quizás nada de lo que haga sea suficiente. Tal vez no aprenda nunca a leer o escribir, a amarrarse los pasadores, a sumar o a restar. Pero nunca tendrá una sola duda de lo mucho que es amada, tan amada que logra que todos los días me olvide de mis ganas de salir corriendo.
Cinco
Soy un carpintero sin herramientas, un abogado sin expedientes. Soy amante de los proyectos sin terminar, de las ideas que nunca abandonaron la libreta. Soy un caminante curioso. Soy los silencios de mi papá y la verborrea de mi mamá. Soy la casa de Benavides y todos los perros que en ella habitaron. Soy Mefisto, el rottweiler de mi tío Henry. Soy Pecoso, el cocker spaniel, y también soy el día en que se escapó. Soy todos los parques de La Aurora. Soy la calle Simón Salguero. Soy una infancia telemaníaca, con un televisor de señal abierta. Soy Panamericana y Frecuencia Latina, que va para arriba. Soy El Chavo del 8 y Gokú. Soy Kevin Arnold y Winnie Cooper. Soy La historia sin fin, el sensei Miyagi y la patada de la grulla. Soy mi abuela, meine Omi, que, preocupada, desenchufaba la tele y me daba un libro. Soy esos libros, las novelas de Astrid Lindgren y los cuentos de los Hermanos Grimm. Soy Hansel, pero no soy Gretel. Soy los veranos eternos con mis primos en la casita de Punta Hermosa. Soy Pedro, Sonia y todos los helados que me fiaron. Soy la señora María y sus sánguches de pollo deshilachado con una hilacha más que la competencia. Soy esa mayonesa que a algunos mandaba al baño. Soy esas madrugadas en las que yo no pescaba nada y mi viejo llenaba un cesto con tramboyos y pintadillas. Soy algunos amigos que considero hermanos y algunos profesores que considero maestros. Soy lo que recuerdo y lo que he preferido olvidar. Soy todo eso, pero también soy el camino que me queda por andar, las chicas que me falta conocer, los triunfos que quiero saborear y las derrotas que tendré que aceptar.
Seis
Mamita, Luigi no quiere ir a ver a la bebita. Dice Kike que no es de nuestra familia porque está muy gordita. Yo sí quiero ir. Tiene muchos pelos, ¿no? Seguro se va a poner más bonita. En algún día. Ponle Silvia, como mí.
*****
Mamá, soy Kike. La Silvia no hace sus tareas y cuenta muchas mentiras. Ayer le dijo a la profe del Carmelitas que ella no tenía papá. Hoy casi le saco la mugre al Luigi porque me dijo “gringo”, pero me aguanté para que me preste sus chipunes. Amo mucho a tu bebita. Es mi hermana preferida.
*****
Maa, no quiero ir a la clínica con la tía Celia. Voy a jugar fulbito ajuera. Quiero meter un golazo para la bebita. Psst... Kike dice que no la quiere. Pero tú no le creas, ¿ya? Todos estamos bien. Mejor no le doy bola a Silvia porque quiere que te diga que llora como cebolla y que le reza a la Virgen nosequé para que no la cambies. Pero yo no noto nada. Maa, porfa, ríete mucho, mucho, para que tu leche no se poinga como limón. Gregoria dice que, si no, no le va a gustar a la bebita.
Un día después de mi nacimiento, mi mamá desplegaba tres cartitas mal dobladas, salpicadas de manchas, llenas de corazoncitos extraviados y escritas con letras borrachas que me daban la bienvenida.
Sus tres diablillos (disfrazados de Reyes Magos) le hacían llegar, uno por uno, su ofrenda de palabritas, sin saber que esas cartas caracterizarían por siempre mi historia familiar y personal.
El 7 de marzo, llegué cuarta a la línea de atención de mi madre. Primera al orgulloso estreno de mi padre. Primerísima a los miedos y escrutinio de mis tres medio hermanos.
Con los años, casi nada cambiaría entre nosotros.
Crecimos juntos y mal revueltos, en un caserón donde residían personajes de Macondo, Todas las sangres y la Saga de los Nibelungos. Éramos quince, entre abuelos omitidos, padres distraídos, hijos enredados, tías postizas, primos prestados, nanas, cocineras, jardineros, fantasmas muertos en vida y espíritus renegados.
Ese primer 25 por ciento de mi vida contrapuesta, anónima y libre de supervisión me enseñó las ventajas del sigilo y las medias tintas, a medir mis fuerzas y a templarme. Pero también me instigó a explorar el mundo en búsqueda de mi individualidad.
El 75 por ciento restante me ha llevado a absorber, casi aburrida, todas esas culturas y países en los que he vivido. Y a reconocer el hogar de mi infancia como la más aguda maestra. No aguanto ni llorones ni verdades absolutas. No busco el balance, veo en el cambio la fuente de vida. Desprecio la indiferencia y el miedo a lo nuevo. Y sé que donde hay conflictos, hay energía.