Kitabı oku: «Arroz y tartana», sayfa 4

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El matrimonio fue al poco tiempo de realizado un motivo de satisfacción para don Juan, que aunque no odiaba a su hermana se alegraba de sus desgracias, hijas de la imprevisión.

El primo Rafael, amante rabioso de los placeres y obligado a reprimir sus deseos en la atmósfera de sórdida avaricia en que se había educado, lanzóse sin temor a saciar sus apetitos al verse dueño de la fortuna de su esposa. La supeditación amorosa de doña Manuela le hacía ser dueño absoluto de la casa, y no tardó en hacer sentir su tiranía.

Egoísta hasta la brutalidad, era derrochador para sus placeres y tacaño feroz cuando se trataba de las necesidades de los demás. Encontró ridículos los gustos aristocráticos de su esposa, y los suprimió despóticamente. Vendió el carruaje y los caballos, y doña Manuela, que tan exigente se mostraba en materia de ostentación con su primer esposo, acató servil y gustosa las órdenes del segundo. Ignoraba que aquel hombre tan avariento en los gastos de la casa arrojaba el dinero fuera de ella, y cubriéndose con el velo de la hipocresía, llevaba una vida de calavera, tal como la había soñado en su juventud.

La ceguera de la esposa duró algunos años. Cuando supo toda la verdad, tuvo un momento de indignación y de protesta valiente, como al dar su mano a Melchor; pero ya era tarde para remediar el mal.

El doctor había jugado fuerte, perdiendo miles de duros; mantenía queridas costosas por pura ostentación y emprendía viajes divertidos por toda España con audaces compañeros de bureo. La fortuna de doña Manuela estaba casi destruida. Su marido, en momentos de expansión amorosa, cuando ella se sentía más supeditada, habíala arrancado firmas comprometedoras y tenía que pagar, so pena de ver sus bienes embargados. Para dar en la cabeza a su marido—según ella decía—volvió a sus antiguos gastos, a la ostentación falsa de una fortuna que no existía; contrajo, por su parte, deudas y guiada por el engañoso pundonor de las gentes que se arruinan, en vez de vender fincas y ponerse a flote, prefirió gravar sus inmuebles con hipotecas y echarse en brazos de la usura, buscando préstamos con intereses aplastantes.

Por fortuna, un sinnúmero de enfermedades provenientes de la vida crapulosa del doctor surgieron en su gastado organismo, y murió cuando ya su mujer, si no le odiaba, veíase separada para siempre de él por sus infidelidades y desvíos.

La muerte del primo Rafael hizo que don Juan volviera a casa de su hermana y se dignase ocuparse en sus asuntos. Con su buen instinto de hombre práctico, puso orden en aquel maremágnum: vendió fincas, canceló hipotecas, pagó a los usureros con harto pesar de éstos, que querían ver correr los intereses hasta devorar al cliente, y al fin, un día pudo decir a su hermana:

–Mira, chica, ya tienes libre y sano lo que te queda, pero te advierto que no eres rica. Tienes, a lo sumo, veinte mil duros, más ocho mil que pertenecen a Juanito, por ser la herencia de su padre. Se acabaron, pues, las locuras. Ahora mucho orden y mucha economía, y así podrás ir tirando. Sobre todo, no cuentes conmigo en los apuros. Si fueras pobre te tendería la mano; pero tienes para comer, y a mí no me gusta amparar a los derrochadores. Se acabaron las berlinitas y los demás gastos con los que se aparenta lo que no se tiene. Una vida arreglada, gastando conforme a la renta, es lo decente y lo digno. Esa fanfarronería, ese afán de aparentar con cuatro cuartos lo que la gente llama «arroz y tartana», es ridículo… ¿lo entiendes bien? soberanamente ridículo.

Doña Manuela sintióse impresionada por los consejos de su hermano, y por mucho tiempo los siguió escrupulosamente.

Dedicóse a criar a sus hijos, es decir, a los hijos de su segundo matrimonio, pues el pobre Juanito siempre había sido tratado con falso cariño, con un desvío encubierto, como si doña Manuela quisiera vengar en el pobre chico el haber sido poseída por su difunto padre.

Aquella mujer resultaba incomprensible. Al marido fiel y bondadoso apenas lo nombraba, como si su matrimonio hubiese sido de algunos días; y en cambio, de aquel calavera que tanto la hizo sufrir habíase forjado después de muerto una figura ideal, y ya que no de sus virtudes, hablaba a todos de su talento, pintándolo como un sabio ilustre, cuya ciencia no había podido apreciar el mundo.

El pobre hijo de Melchor, con su carácter apocado y dulce y su afán de cariño, era el paria de la casa. El doctor, viéndole siempre callado, contemplando a su madre con estúpida adoración, había declarado que el niño era tan bruto como su padre, y cuando más, podría servir para el comercio. Y como el muchacho, por su parte, le tenía gran afecto a don Eugenio y cierta querencia a Las Tres Rosas, que era donde habían transcurrido los primeros años de su vida, de aquí que Juanito, a los trece años, entrase en la tienda como aprendiz distinguido, con la ventaja de comer y dormir en su casa.

En cambio, los hijos del doctor Pajares gozaron una niñez rodeada de atenciones. Las dos hijas estuvieron hasta los catorce años en un colegio y Rafaelito fue dedicado al estudio, pues doña Manuela v quería hacer de él una lumbrera médica como su padre.

Estas predilecciones irritaban a don Juan, que había sentido un afecto fraternal por su primer cuñado, trabajador infatigable como él y amigo del ahorro. Además, Juanito era su ahijado. Pero callaba viendo que la hermana seguía sus consejos económicos y—según sus palabras—no estiraba el pie fuera de la sábana.

Pero llegó el momento en que las niñas se convirtieron en unas señoritas, conservando sus relaciones amistosas con sus antiguas compañeras de colegio, y doña Manuela sintió el afán de ostentación de toda madre que tiene hijas casaderas. Renovó su mobiliario, abandonó las modistas anónimas, y en su afán de no andar a pie, si no tuvo berlina y tronco como en sus buenos tiempos, compró una galera elegante y ligerita y tomó como cochero a Nelet, el hijo de la nodriza de Amparo, un bárbaro de la, huerta, a quien puso por condición no tutear a la señorita menor y olvidarse de que era su hermano de leche.

–¡Que rabie ese rancio!—decía doña Manuela, indignada al saber la furia con que su hermano había acogido tales reformas—. ¿Cree que toda la vida la hemos de pasar como unos miserables, con pan y cebolla y un vestido viejo?

Don Juan también hablaba, y había que oírle.

–Tu madre está loca—decía algunas veces a Juanito en la puerta de Las Tres Rosas—. Si esto sigue más tiempo, todos iréis a pedir limosna. ¡Ah, qué cabeza…! ¡Parece imposible que sea mi hermana! Para ella lo principal es aparentar, y del mañana que se acuerde el diablo. Lo que yo digo: «arroz y tartana…» y trampa adelante.

III

El primer día del año, a las ocho de la mañana, Concha y Amparo ya habían abandonado el lecho, extraña diligencia en ellas, que por lo común no se levantaban hasta las diez.

Ligeritas de ropa a pesar de la estación, revoloteaban alegremente por su cuarto, que ofrecía el desorden del despertar, en torno de las dos camitas de inmaculada blancura, que en sus arrugadas sábanas guardaban el calor de los cuerpos jóvenes y ese perfume de salud y de vida que exhalan las carnes sanas y virginales.

Gorjeaban alegremente, como pájaros que despiertan, pero sus trinos no podían ser más vulgares.

–¿Dónde estarán mis botinas?

–Mis medias… me falta una.... ¿La has escondido tú?

–¡Ay, Dios…! ¡Tengo una liga rota!

Y así continuaba el diálogo de exclamaciones sueltas, lamentos y protestas, mientras las dos jóvenes, en chambra y enaguas, mostrando a cada abandono rosadas desnudeces, iban de un lado a otro, como aturdidas por el ambiente cálido y pesado de la habitación cerrada.

Luego pasaron al tocador, un cuartito en el que la luz de la ventana, después de resbalar sobre la luna biselada de un gran espejo, quebrábase en el cristal azulado o rosa de las polveras y los frasquitos de esencia. La pieza no era un modelo de curiosidad y delataba el desorden de una casa donde falta dirección. Los peines de concha guardaban enredadas en sus púas marañas de cabellos; muchos frascos estaban desportillados, y el blanco mármol tenía pegotes formados por el amasijo de gotas de esencia con los residuos de polvos.

Las dos muchachas soltaron sus cabellos, largos y ondeantes como banderas; sacudiéronlos, haciendo caer sobre el mármol las horquillas como una lluvia metálica, y después, cual buenas hermanas, ayudáronse mutuamente en la difícil tarea del peinado de un día de ceremonia.

La clara luna retrataba en su fondo ligeramente azulado las cabezas de las dos hermanas, con la cabellera suelta y vestidas de blanco, como tiples de ópera en el momento de volverse locas y cantar el aria final.

Sus rostros no eran gran cosa; hubieran resultado insignificantes a no ser por los ojos, unos verdaderos ojos valencianos que les comía gran parte de la cara, rasgados, luminosos, sin fondo, con curiosidad insolente algunas veces, lánguidos otras, y cercados por la ojera tenue y azul, aureola de pasión.

La mayor, Conchita, veintitrés años, era la más parecida a su madre. Tenía su mismo aire majestuoso, y comenzaba a iniciarse en ella un principió de gordura, lo que la hacía parecer de más edad. En la casa gozaba fama de genio violento, y hasta doña Manuela la trataba con ciertas reservas para evitar sus explosiones iracundas; pero fuera de esto era seductora, con su frescura de carnes a lo Rubens y las arqueadas líneas que a cada movimiento delatábanse bajo la blanca tela.

La menor, Amparito, dieciocho años; linda cabeza de bebé, boca graciosa, hoyuelos en la barba y las mejillas, un puñado de rizos sobre la frente y ojos que en vez de mirar parecían sonreír a todo, revelando el inmenso contento de ser joven y que la llamasen bonita. Era la toquilla de la casa, la señorita aturdida que aprende de todo sin saber hacer nada; la que por la calle no podía ver una figura ridícula sin estallar en ruidosa carcajada; la que tenía en sus gustos algo de muchacho y aseguraba muy formal que sentía placer en hacer rabiar a los hombres; la que se escapaba a cada instante del salón, para ir a la cocina a charlar con las criadas, gozando en ser su amanuense, sólo por intercalar en las cartas al novio soldado terribles barbaridades, con las que estaba riéndose toda una semana.

Profesábanse gran cariño las dos hermanas; pero esto no impedía que algunas veces Amparo esgrimiese su carácter burlón contra Concha y ésta sacase a luz su impetuosidad iracunda; conflictos que terminaban siempre yendo la pequeña en busca de la mamá, llorando, con la mejilla roja de un bofetón o un par de pellizcos en los brazos. Otras veces armábase la guerra por si la una se había puesto la ropa blanca de la otra o por si se habían robado objetos de su exclusiva pertenencia; pero una ráfaga de autoridad pasaba por la madre: había bofetadas, llantos y pataleos; las criadas reían en la cocina, y a la media hora todos tan contentos: Concha en el balcón, Amparo corría por la casa cantando como una alondra, y doña Manuela arrellanábase en su butaca con aire de soberana que acaba de administrar recta justicia.

Las dos ofrecían un seductor grupo mirándose en el espejo del tocador, despechugadas, con los brazos al aire y oliendo a carne refrescada por una valiente ablución de agua fría. Sus cabelleras, fuertemente retorcidas, apelotonábanse sobre la testa con la forma del peinado frigio, y quedaba al descubierto, sobre el extremo de la espalda nacarada, cubierta de una película tenue y fina de melocotón sazonado, la nuca morena, de un delicioso color de ámbar, erizada de pelillos rebeldes y rizados que parecían estar puestos allí para estremecerse nerviosamente con los suspiros de amor.

Al terminar el peinado comenzó el arreglo del rostro. ¡Oh estupideces de la moda! A las dos incomodábalas su color pálido de arroz, aquel color puramente valenciano que hace recordar las delicadas tintas de la camelia.

«Tenemos caras de muertas», se decían todas las mañanas al mirarse al espejo, y martirizaban su fresca y jugosa piel con los polvos cargados de plomo, el bermellón que teñía levemente las mejillas y los lóbulos de las orejas; y como si sus ojos no fueran bastante grandes todavía enmendaban la plana a la Naturaleza, trazando leves líneas al extremo de los párpados. La frescura juvenil, la hermosura natural, era cursi; la elegancia exigía careta.

Y mientras llevaban a cabo este retoque criminal, eran las exploraciones sin término, las rebuscas furiosas sobre el mármol del tocador, al través del bosque de frascos y cajas, persiguiendo objetos que aturdidamente tocaban sin reconocerlos. ¿Dónde estaba el polvo rosa? ¿Y el paño de Venus? ¡Adiós! ¡ya no quedaba una gota de «piel de España»! La mamá, con la manía de embellecerse que la había acometido a última hora, era una calamidad para las niñas. Ella sola se llevaba medio tocador, y después, para hacerla entrar en la perfumería, había que importunarla toda una semana.

La toilette acabó con poca alegría. Las deficiencias del tocador habían malhumorado a las dos hermanas. Lanzábanse miradas de sorda hostilidad. Amparo pensaba que, por ser la más pequeña y la más débil, tenía que contentarse con el sobrante de la otra, y Concha retocaba su moño nerviosamente, murmuraba y daba furiosas pataditas, mirando de soslayo, sin poder copiar el perfil gracioso del peinado de aquella muñeca.

Por fin llegó el momento en que volvieron a su cuarto para ponerse los vestidos más bonitos. Eran los días de la mamá; iban a tener visitas y había que estar presentables, para que las amigas, en vez de sonreírse compasivamente, se mordieran los labios.

Cuando volvieron al tocador y se miraron en la clara luna, su alegría reapareció. Vamos, no estaban del todo mal; y con un retoque al peinado y a la cara, un bouquet en el pecho y dos tirones al talle para que no hiciese arrugas, se dieron por satisfechas y se lanzaron al público.

Eran ya cerca de las diez. La mamá estaba en el salón hablando con doña Clara, una señora antipática y ordinaria que la visitaba con frecuencia, y las niñas, huyendo de tal visita, pasaron al comedor.

Hasta allí llegaban los preparativos de la fiesta. Sobre la mesa veíanse, formando círculo, varias bandejas con pasteles de espuma, blancos en su base, destilando almíbar, dorados suavemente en sus dentelladas crestas, y entre los cuales asomaba la tarjeta del que enviaba el dulce recuerdo; dos grandes tortadas ostentando en su superficie de azúcar pulido como un espejo frutas confitadas en caprichosos grupos; y en el centro de la mesa el ramillete de casa Burriel, arquitectura de turrón, y merengue que afectaba la forma de un castillo surgiendo de un montón de flores y rematado por una bailarina que, montada sobre un alambre, danzaba temblorosa sobre la obra maestra de confitería.

En torno de la mesa, husmeando con aire goloso, estaba una diminuta perra inglesa, que, con su piel de porcelana, sus ojillos de cristal y las patas de alambre, parecía escapada de una tienda de juguetes.

Al ver a sus amas, el liliputiense animal sacó la roja lengua, lanzando un ladrido que parecía un estornudo.

–¡Miss…! ¡mi querida Miss!—gritó Amparito, queriendo tomarla en brazos. Pero ya Concha se había adelantado a tal deseo, apoderándose de ella, y desde lo alto de sus brazos enseñábale la mesa cubierta de pasteles, al mismo tiempo que la besaba en el hocico.

Hubo brega entre las dos hermanas sobre el mejor derecho a la posesión de Miss, y Concha la dejó caer, con tan mala fortuna, que chocando sobre la mesa aplastó un par de pasteles, y manchada con la espuma del merengue emprendió una furiosa carrera hacia el salón.

–¡Mi pobre perrita! ¡Animal…! ¡la has muerto!—gritó Amparito, como si hubiese ocurrido una desgracia. Y levantó su puño amenazante contra su hermana.

Pero al ver la extraña figura que presentaba Miss con sus pegotes de merengue y corriendo medrosa, una carcajada de atolondramiento hinchó su lindo cuello, y como si nada hubiese sucedido, se agarró del talle de Concha, dándola un sonoro beso.

–¡Qué gracioso…! ¿eh? ¡Qué cara va a poner mamá cuando la vea entrar en el salón con esa facha…!

Pero la intensa risa que esto la producía desvanecióse al oír un cacareo angustioso, un estertor de muerte que salía de la cocina.

Allá fueron ellas, y al entrar vieron a Nelet el cochero en mangas de camisa, con un cuchillo en la mano, ocupado, con la gravedad de un sacrificador, en abrirle el gañote a un robusto capón que sostenía Visanteta por las patas. La otra criada de la casa, que la echaba de sensible y ejercía cerca de las señoritas las funciones de doncella, volvía la espalda al sacrificio y vigilaba las marmitas y cazuelas que hervían sobre los fogones del banco.

Las dos hermanas, inclinadas y recogiéndose las faldas entre las piernas—para evitar rozamientos con el suelo grasoso—, contemplaban atentamente el degüello, contaban las convulsiones de la agonía y seguían las últimas gotas de sangre desde que asomaban a la herida, erizada de pelos coagulados, hasta que caían en una cazuela.

Este trabajo ponía alegre a Nelet y excitaba su jocosidad brutal.

–Qué gordito, ¿eh?—decía palpando la pechuga del cadáver—. Cuando lo pelen parecerá un canónigo.... Si yo fuera rico, todas las mañanas haría una muerte así. Vale más esto que limpiar el caballo.

Y para completar sus gracias agitaba el capón en el aire como si incensase el rostro de las dos criadas, lo que las hacía correr asustadas por toda la cocina, con gran algazara de las señoritas.

La broma cesó al aparecer doña Manuela, vestida con una bata de seda negra, amplia, con larga cola y mangas perdidas que completaba su apostura de reina de teatro. Se había librado de doña Clara, aquella posma que nunca terminaba relato alguno, saltando de una conversación a otra, lo que hacía sus visitas interminables.

La mamá y las niñas volvieron al comedor y dieron vuelta a la mesa, leyendo las tarjetas que acompañaban a los regalos.

Allí estaba la del tío don Juan. Siempre el mismo. El muy tacaño, a pesar de sus millones, se había contentado con media docena de pasteles: total, tres pesetas. No se arruinaría. El lindo ramillete era de don Antonio Cuadros y su señora, los propietarios de la tienda de Las Tres Rosas.

–Ahí tenéis unas personas sin educación, pero que saben hacer bien las cosas.

Y doña Manuela, después de esta reflexión hija del agradecimiento, siguió enseñando las tarjetas. Don Eugenio García, una tortada… no estaba mal; la otra era de «las magistradas»; y los demás pasteles no llevaban señales de procedencia; pero doña Manuela adivinaba que eran de Juanito, aquel hijo que la obsequiaba con tanto cariño como sí fuese su novia.

–¿Y Juanito, dónde está mamaíta?

–En la tienda; pero vendrá antes de las doce. Rafael también ha salido.

En la puerta de la escalera sonó un campanillazo, que denotaba el tirón brutal de una mano burda.

Nelet salió rápido de la cocina, y haciéndolo retemblar todo con sus zapatos, corrió a abrir. Hubo en la antesala exclamaciones como berridos y caricias que parecían golpes, cual si alguien riñese a brazo partido.

–¿Qué es eso?—dijo doña Manuela, avanzando hacia la puerta.

Pero se detuvo al oír la voz cascada y chillona que sonó en la antesala.

–¡Es el ama…! ¡el ama!—gritó Amparito con ingenua alegría.

Pero inmediatamente se contuvo, ruborizada, como si hubiese cometido una terrible inconveniencia.

Precedida de Nelet, entró en el comedor, balanceándose y atronándolo todo con sus chillones «¡buenos días!», una labradora gruesa y hombruna. Era la nodriza de Amparito, una huérfana de las inmediaciones de Alboraya, madre del cochero, y que había criado en su barraca a la señorita. Nelet era un retoño digno de tal árbol, pues en el rostro pecoso, mofletudo y de tirante piel que mostraba la tía Quica bajo su pañuelo de hierbas notábase la misma brutalidad jocosa y resuelta de su rústico vástago. Abultaban su volumen una docena de zagalejos bajo la rameada falda, y cuando se sentaba abría las piernas de tal modo, que, combándose las ropas, formábase entre sus muslos de yegua rolliza un abismo insondable. Iba siempre a todas partes con la cesta al brazo; una enorme cesta, siempre blanca, que no soltaba ni al tomar asiento, y por lo íntimamente unida a su persona, parecía un nuevo miembro de su cuerpo.

Abrumó a Amparito con abrazos asfixiantes y besos y lagrimones, que la arrebataron una parte del colorete; y después de esta molesta expansión, que dejó aturdida a la niña e hizo torcer el gesto a doña Manuela, dejóse caer de golpe en una silla, que crujió tristemente bajo las gigantescas posaderas.

Dio dos o tres bufidos de cansancio—sin soltar la cesta—, y rompió a hablar en un castellano fantástico, ya que en casa de doña Manuela no era permitido otro lenguaje.

¡Cómo se cansaba una en Valencia…! Parecía imposible que las gentes quisieran vivir en semejante pudridero. Allá, en la huerta, se estaba bien, y por esto a ella le costaba mucho decidirse a entrar en Valencia. Había venido únicamente por felicitar a la señora en sus días, y eso haciendo un esfuerzo, pues su deber era no apartarse de su hermana menor, que vivía en una barraca inmediata a la suya.

–¡Calle, siñora! ¡Cuan apurada está la pobre! Su marido nos ha salido un borrachín, un bufao, que todos los domingos vuelve de la taberna de Copa a cuatro patas, como un burro, y lo han de meter en la cama para que duerma la mona un par de días. ¡Y qué pausas, Virgen santa! Mi pobre Pepeta pasa la vida de Santa Catalina de Sena, y la muy bestia, erre que erre, sin aborreser a ese pillo de Pimentó, que no vale ni un papel de fumar.

Y en este tono seguía la tía Quica la relación de todas sus desdichas de familia; pero a lo mejor deteníase, y al ver a Amparito, que la contemplaba silenciosa, prorrumpía en un «¡jilla meua!» estruendoso; y sin soltar la cesta—eso jamás—, volvía a abrazarla y besuquearla, llevándose en los labios los blancos polvos.

¡Cuan guapa estaba! Miradla; parecía una reina. ¡Quién podría figurarse, al verla con aquellos trajes, que la había tenido en su barraca, y en las tardes de sol jugaba en la cuadra con Nelet y otros chicos, entre el macho, el novillo y los dos cerdos!

Aún se acordaban todos de ella y eran muchos los que le preguntaban por su salud. No; de aquel año no pasaba. Aunque se opusiera la mamá, ella se la llevaría a la fiesta mayor de Alboraya, para que todos vieran cómo estaba su Amparito y qué aire de señorío gastaba. Y… a propósito; el hijo del tío Pallús—¿te acuerdas, Amparito…? aquel chico que andaba a cuatro patas y hacía el burro para que tú le montases—, pues bien, ése venía ahora a Valencia con el carro a recoger el estiércol de las casas, y quería que Nelet le dejase limpiar la cuadra. Cuando viniese por el estiércol ya subiría a ver a Amparito, y de paso, si no les servía de molestia, podían darle cualquier cosilla: unos pantalones viejos de los señoritos, algo de ropa blanca, pues a los pobres todo les sirve.

La tía Quica se dio cuenta del mal efecto que su conversación causaba en doña Manuela, y se apresuró a manifestar el objeto de su embajada, echando mano a la inseparable cesta. En ella llevaba algunas cosas para obsequiar a la señora en sus días; regalos de pobre, pero que ofrecía con la mejor voluntad del mundo. Rosquillas de una pasta con cierto dejo amargo, cubiertas con una capa tersa de azúcar; tortas que parecían de cartón, pegadas a un papel grasiento, y confites agridulces, que se deshacían en la boca y llevaban en la huerta el extraño nombre de suspiros. La señora dio las gracias, con una risita de conejo. Bien sabía lo que costaban esos productos de la confitería rústica. Ya lo decía su astuto padre: «El bollo del labrador cuesta cahizada de trigo.»

Después que la tía Quica depositó majestuosamente sobre la mesa sus regalos, la señora, como compensación, metió en su cesta la media docena de pasteles que Miss había aplastado en su caída, y además le dio un duro, no sin antes luchar con la labradora, que juraba y perjuraba que nada quería, mientras en sus ojos brillaba la codicia.

Cuando tuvo en su poder los regalos, entonó un interminable himno de gracias, desbordándose en elogios, que, en forma de consejos, dirigía a su hijo.

–Mira, Nelet; bien puedes servir a las siñoras. A ver si te portas bien; tu padre, el tío Sentó, tendrá un disgusto si faltas a la obligasión. Bien puedes trabajar. Estando en casa, tendrías que ir en el carro a llevar vino, durmiendo mal y trabajando como los machos. ¿Y aquí qué te hase falta? Tienes papusa buena y segura, trabajas poco, vas vestido como un siñor… Nelet, no seas bruto y a ver si das gusto a las siñoras....

Y así hubiese seguido desarrollando este capítulo de consejos, a no ser porque un campanillazo le cortó la palabra.

Una visita. Doña Manuela y las niñas pasaron al salón, donde estaba don Eugenio García, el fundador de Las Tres Rosas.

Por él no pasaban los años. Era el mismo viejecillo de siempre, regordete y sonriente, con el rostro colorado, la mirada viva y la cabecita blanca y sonrosada. Aseguraba que tenía gran semejanza fisionómica con Pío IX, y algo había en él que recordaba al difunto Papa, a pesar de su capita azul sin esclavina y del bastoncillo muleta, que no soltaba ni aun en las visitas.

Besó a las niñas como sí fuese su abuelo, y a doña Manuela diole algunas palmadas en la espalda con una alegría de viejo campechano, asegurando que cada vez estaba más gorda y hermosota. Venía de oír misa de San Juan, su querida parroquia; y cumpliendo la obligación de todos los años, quería saludar a Manuela y a las niñas, y desearles mil felicidades en el día del santo. Él no pensaba salir del próximo año; en él caería, estaba seguro de ello, a pesar de que todos los años había dicho lo mismo. Y hablaba de la muerte con la serenidad de una vejez tranquila y honrada, bromeando, riéndose y dejando escapar agudos chillidos por entre sus encías desdentadas.

Amparito escuchábale complacida, riéndose malignamente del ceceo del viejo y de sus preguntas.

¿Que si tenían novio? No, señor; aún eran jóvenes y podían esperar. Concha sí que tenía algo, pero ella nada.... Nadie la quería… ¡era tan fea…! Y el travieso bebé experimentaba satisfacción al oírse llamar hermosa por aquella boca de ochenta años.

–Pero quédese usted a comer, don Eugenio—dijo la señora—. Desde que salimos de la tienda, ningún año ha querido usted honrar nuestra mesa.

–No puedo, Manolita. Soy ya muy viejo, y quien me saca de mis sopitas me mata. Además, vaya un regalo: un convidado de mi clase. Masco como una cabra, y 110 divierte ver un viejo entre la gente joven. A cada cual lo suyo.

La visita se prolongó una media hora, y por fin, el viejo, con ayuda de su bastón, púsose en pie.

–Me voy, hijas mías—dijo con expresión melancólica, a pesar de su carita siempre alegre—. El año que viene os acordaréis de mí al veros sin mi visita. Ya tendré entonces lo que me falta: el reposo eterno.... No digáis que no.... ¿Creéis que no tengo ganas de descansar…? Pero mientras llega la hora, don Eugenio siempre firme en su tienda del Mercado. ¡Comerciante hasta la muerte!

Y después de repetir estas palabras golpeándose el pecho, salió del salón escoltado por las señoras.

La nodriza se había ido, y Nelet continuaba en la cocina ayudando a las muchachas. Era día de gran banquete. Don Juan, el tío de las señoritas, aquel erizo intratable, había accedido a comer en casa de su hermana, y eran de ver los preparativos. Juanito iría a las doce por el tío; y Rafael, antes de salir, había sufrido un sermón de su madre recomendándole que estuviera en casa a la una en punto, hora de la comida. A los postres vendría Andresito Cuadros y algún amigo de Rafael.

La campanilla de la escalera sonaba cada cinco minutos. Eran tarjetas de felicitación, que se amontonaban en el velador de la antesala, y sobre las cuales se abalanzaban las dos hermanas, ávidas de curiosidad.

A las once, otra visita, Don Antonio Cuadros y su mujer, con la ropa de las grandes solemnidades. Teresa, con vestido negro de seda, grueso y crujiente, sólido aderezo con más oro que piedras, mantilla de blonda y los dedos cargados, como siempre, de sortijería barata. Él, de levita atrasada de tres modas, guantes negros, sombrero de copa con alas microscópicas y en el chaleco una verdadera maroma de oro. Los dos, tiesos, majestuosos, dentro de estos trajes que, al través de innumerables reformas, venían subsistiendo desde su boda y sólo salían a luz en visitas de días o entierros.

El matrimonio tomó asiento en el sofá, lugar preferente del salón, honra que hizo enrojecer de orgullo a la antigua criada.

–Pues sí, Manuela—dijo el marido—; en un día como éste, nosotros no podíamos prescindir de hacer a ustedes la consabida visita. Gozamos de la felicidad de ustedes, porque, aunque me esté mal el decirlo, nosotros les apreciamos mucho.

Y así seguía el tendero del Mercado, ensartando sus frases rebuscadas ante la admiración ingenua de su esposa, que veía en él un ser superior. Y mientras seguía su curso la conversación, sonaba a cada instante la campanilla de la puerta. Eran tarjetas de felicitación, que la señora miraba satisfecha, dejándolas sobre el velador de modo que pudiesen leerlas sus visitantes.

La familia dio las gracias al señor Cuadros por el obsequio que había enviado.

–Quédense ustedes a comer con nosotros. Hoy tenemos a la mesa a mi hermano Juan.

Estas palabras hicieron que la conversación recayese sobre el hermano de la señora. El comerciante era irresistible cuando se lanzaba a hablar del prójimo. ¡Vaya un señor raro el tal don Juan! Para él no existían teatros ni diversiones. Se le calculaba una fortuna de más de cien mil duros, y sin embargo vivía como un hurón en la gran casa heredada de su padre, sin otra compañía que una vieja criada, y arrastrando su fastidio por los talleres abandonados, que parecían cementerios. Tenía manías, y la más principal era combatir la debilidad de la vejez con un régimen de continua actividad. Todas las tardes pasaba horas enteras visitando las obras del Ensanche, las reformas que el Municipio emprendía en los caminos vecinales. Los peones le conocían, como si fuese un contratista o maestro de obras; y cuando le faltaban estas distracciones emprendía atroces caminatas: iba a pueblos distantes, andando siempre con una regularidad mecánica; el cuadrado sombrero sobre las cejas, flotante el paleto, que no abandonaba ni aun en el verano, y bajo el brazo el bastón de su juventud, una caña vieja y resquebrajada, con puño redondo de marfil que casi era una bola de billar.

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Litres'teki yayın tarihi:
07 aralık 2018
Hacim:
340 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
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