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Kitabı oku: «El prestamo de la difunta», sayfa 11

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EL AUTOMÓVIL DEL GENERAL

I

El periodista Isidro Maltrana habló así á sus amigos en un pequeño restorán de Broadway:

– Me veo obligado á buscarme la vida en Nueva York. Ya no puedo volver á Méjico. ¡Qué desgracia! ¡Tan bien que me ha ido allá durante once años!…

Ustedes saben que soy español, y no tengo otra herramienta para ganarme el pan que una pluma fácil y sin escrúpulos. No recordemos las aventuras de mi primera juventud. Deben conocerlas ustedes, pues con ellas se han escrito libros. Son, en realidad, sucesos vulgares, que sólo merecen atención por el ambiente de tristeza desgarradora en que se desarrollaron.

Hace años me lancé á recorrer la América de habla española. Entré por Buenos Aires y he salido por la frontera de Texas. Una hazaña de conquistador de otros siglos; algo como el paseo del capitán Orellana, que partió del Perú y, navegando de un río grande á otro mayor, se vió de pronto en el Atlántico, después de haber bajado todo el curso del Amazonas.

No sonrían ustedes; ya sé que mis viajes en buque de vapor, en ferrocarril ó en mula, no pueden compararse con los penosos avances de aquellos exploradores de piernas de acero y pechos de bronce. Pero no crean tampoco que mis andanzas á través de la tierra americana han sido envidiables por su comodidad. También yo he sufrido grandes privaciones. Los conquistadores, que tuvieron que luchar con el hambre de las interminables soledades, acallaban su estómago apretándose un punto más el cinturón, y seguían adelante, con el arcabuz al hombro. Yo he tenido que apretarme igualmente el cinturón muchas veces; pero siempre encontraba, al fin, en las Repúblicas pequeñas, algún tirano, ó aspirante á tirano, que se encargaba de mantenerme á cambio de insultos á sus adversarios y de elogios disparatados á su persona.

Al pasar de España á América, deseé cambiar de profesión. Me habían dicho que en esta parte del mundo todos los emigrantes cambian de oficio, como las culebras cambian de piel al modificarse el ambiente con el curso de las estaciones.

Eso será verdad tratándose de los demás; ¡pero los que nacimos siervos de la pluma!…

Quise en Argentina cultivar la tierra, pero fracasé completamente, y volví al periodismo vagabundo, lo que me hizo marchar de República en República, siempre hacia el Norte.

No recordemos esta época de literatura ambulante y servil. Otro, tal vez estaría orgulloso de ella, y hasta escribiría sus Memorias. Fuí amigo de varios presidentes; á unos les he servido de bufón, á otros de consejero secreto. He redactado, á la vez, crónicas de vida elegante para las presidentas y proyectos de Constitución que sus graves maridos presentaban al pueblo como producto de nocturnas meditaciones. He huído de algunos de estos protectores, por miedo á que me fusilasen; sabía demasiados secretos. A otros los he visto caer asesinados cuando mostraban una confianza majestuosa igual á la de los dioses inmortales. He insultado á hombres que no conocía, para servir con ello á hombres que despreciaba por conocerlos demasiado.

¿Que mi oficio es vergonzoso?… Soy el primero en confesarlo. Y lo peor es que no me ha enriquecido; sólo me dió para vivir con intermitencias de locos derroches y largas penurias. Cuando triunfaban mis protectores, nunca tenían tiempo para regalar algo duradero al que les había ayudado con su pluma venenosa.

Además, reconozco mi defecto; soy un bohemio, un vagabundo que nunca se siente bien allí donde está, y espera encontrar algo mejor yendo más lejos.

No me creo el único. Los periodistas errantes y los cómicos somos la última y miserable prolongación de la España conquistadora. Vamos y venimos desde el estrecho de Magallanes á la frontera de California, pasando á través de diez y ocho naciones que hablan nuestra lengua, conociendo en unas partes la riqueza y en otras el hambre; aquí, el aplauso y la admiración; más allá, el insulto y la fuga. Algunos, en sus correrías, hasta tropiezan con la Fortuna, y son sus amigos por corto tiempo. Todos, finalmente, terminan sus días en la miseria.

Pero no divaguemos. Quiero decir que, después de mis andanzas por la América del Sur y la América del Centro, di fondo en Méjico, hace poco más de diez años. ¡Hermoso y simpático país! En ninguna parte he vivido mejor.

Ya estaría de vuelta allá, á pesar de la última revolución, que me hizo huir; pero no me atrevo.

Existe de por medio el maldito asunto del automóvil del general.

II

Parecía que Méjico me estuviese esperando, como uno de esos volcanes bondadosos y bien educados que permanecen tranquilos durante siglos y, apenas un explorador huella su cumbre por primera vez, empiezan á rugir y á soltar humaredas á guisa de saludo.

Treinta años llevaba el país de dormitar en paz; pero al llegar yo despertó, amenizando mi existencia con una serie de revoluciones que todavía no han terminado.

¡Lo que he visto en diez años!… Porfirio Díaz, que parecía eterno, escapando para morir en un hotel del viejo mundo. Madero, un hombre bueno, que gobernaba moviendo veladores y conversando con los espíritus, fué cazado á balazos, lo mismo que un corderillo dulce, en las cuevas del palacio presidencial. El alcohólico Huerta acabó sus días en una cárcel de los Estados Unidos, desesperado porque no le dejaban beber. Al viejo Carranza, que parecía construido para vivir un siglo, lo acaban de asesinar.

En diez años, ¡cuatro presidentes que han terminado de mala manera ó han muerto en una cama que no era suya! Reconozcamos que es demasiada tragedia para tan corto tiempo. Esta sucesión de presidentes mejicanos recuerda á los reyes y héroes griegos de la dinastía de los Atreidas, que terminaban siempre de un modo fatal.

Pero yo, que soy franco hasta el cinismo, confieso que no guardo un triste recuerdo de los largos años de revolución, ni he derramado una lágrima en memoria de estos señores que conocieron los goces de una autoridad sin límites y la desesperación de un final trágico.

Al principio fuí simplemente escritor de á caballo. No tenía periódicos que hacer, y servía de secretario á los generales que mandaban las fuerzas revolucionarias. Redacté proclamas dirigidas á los pueblos, alocuciones á las tropas, y describí en un estilo lírico los grandes triunfos de los insurrectos sobre los soldados del gobierno, llamados «federales». Nunca, en mis escritos, dejé de establecer discretos paralelos entre las campañas napoleónicas y las de los caudillos á cuyo servicio me había entregado.

Conocía bien á mi gente. Uno de los generales, que fué mi amo durante seis meses, al ver la polvareda levantada por unos cuantos centenares de enemigos, se volvía siempre hacia nosotros, los de su Estado Mayor, para decirnos con aire inspirado:

– Napoleón, en este caso, hubiera hecho seguramente lo que yo....

Y hacía lo que hubiese hecho Napoleón.

¡Ay, amigos míos! Recuerdo bien nuestras famosas batallas, aunque siempre las veía de lejos. ¡Lo que sentí muchas veces no haber aprendido á montar á caballo desde mi niñez, no ser hombre de campo, para improvisarme general lo mismo que los otros!… ¡Quién sabe si lo habría hecho mejor!…

Las tales batallas podían ser tituladas así porque tomaban parte en ellas veinte mil ó treinta mil hombres. En Méjico nunca faltan hombres para pelear y morir. Hay siempre más que fusiles. Pero, en realidad, eran simples riñas de grupo á grupo, dejando á la iniciativa de cada pelotón la marcha del combate. Tiraban y tiraban hasta agotar las municiones, sin hacer uso jamás del arma blanca. Ninguno tenía bayoneta. Se mataban durante horas y horas, y al final el bando que se veía sin cartuchos se retiraba, dejando el campo al otro.

Todos éramos de caballería, porque hacíamos las marchas á caballo; pero en el momento del combate los jinetes se convertían en infantes. Teníamos artillería. Cada bando procuraba poseer cañones más gruesos que los del adversario, y estos cañones tiraban y tiraban, con un estruendo ensordecedor.

Recuerdo el asombro y la indignación de un oficial alemán que venía con nosotros, al ver cómo funcionaba la artillería.

(Advierto á ustedes que todos los revolucionarios éramos germanófilos, por odio á los Estados Unidos y á Inglaterra. Nos comparábamos con los bolcheviques rusos, deseábamos la derrota de la República francesa y el triunfo de Guillermo II. Los alemanes intervenían con frecuencia en nuestras campañas.... Pero no desviemos el relato. ¡Adelante!)

– General – clamó el prusiano – , los artilleros no saben apuntar. Tiran al aire. Sólo desean hacer ruido.

Y el general, que se las echaba de ingenioso, contestó, levantando los hombros:

– Déjelos. No es necesario que hagan más. La artillería sólo sirve para asustar pendejos.

Después de estas batallas, cuando quedábamos vencedores por haber podido hacer fuego media hora más que los otros, venían los comentarios y las explicaciones del triunfo. Aquí entraba yo como estratega. Describía moniobras que nadie había visto; suponía en el general y sus colaboradores órdenes que nadie había dado; explicaba el presente con arreglo á mis lecturas pasadas, y siempre encontraba el medio de emparentar la batalla reciente con alguna de las de la juventud de Bonaparte. No había miedo de que alguien protestase escandalizado.

– ¡Este Maltrana! – oía decir á mis espaldas – . ¡Lo que sabe!… ¡Lo que ha leído!…

Y, por el momento, no me daban cosas de más provecho que tales elogios y un amplio permiso para apropiarme lo ajeno. Pero esto último no representaba gran cosa, por ir yo acompañado de gentes listas, que, al ser del país, siempre llegaban antes allí donde había algo que coger.

Cuando triunfamos, y los jefes del ejército revolucionario ocuparon la presidencia de la República, los ministerios y demás sitios públicos, mi suerte empezó á afirmarse. Escribí en los diarios del nuevo gobierno cuando había que insultar á los enemigos ó hacer al país brillantes promesas.

¡El dinero que gané en aquellos tiempos, no muy lejanos, pero que me parecen ya remotísimos!…

Tenía serios adversarios. La mayor parte de los generales eran hombres que no vacilaban ante ningún obstáculo. De «rancheros» ó bohemios de la ciudad, se habían convertido en generales heroicos. ¿Por qué no podían ser igualmente escritores?…

Como Julio César después de sus campañas, cada uno de ellos quiso escribir sus Comentarios. Pero César no escribía, dictaba, y sin duda por esto, los más de ellos me tomaron como secretario, confiándome sus hechos heroicos para que los realzase con la música de mi estilo. Además, cobraba todos los meses una subvención en cada uno de los diversos ministerios, para tomar fuerzas y poder llevar adelante la magna y voluminosa obra que estaba escribiendo sobre la revolución triunfante.

¡Lástima que la última revuelta militar haya matado este libro antes de nacer! Ustedes saben que yo he cultivado la paradoja, como único pan que me nutre. Pues bien; esta obra iba á ser la mejor de todas las mías.

Comparaba en ella á Wáshington con nuestro presidente, é inútil es decir quién de ellos quedaba sobre el otro. Luego establecía un paralelo crítico entre el ataque de Cerro Pelado y la batalla de Arcole; la sorpresa del Barranco de los Santos y la batalla de Austerlitz; y así seguía comparando otras acciones de guerra, hasta conseguir que el «corso de los cabellos lacios» (¡siempre Napoleón!) quedase al nivel de mis sabios caudillos de machete al cinto y lazo de cuerda formando rollo en el arzón de la silla.

El final del libro era lo mejor: una demostración clarísima de que la civilización de los Estados Unidos resulta inferior á la civilización mejicana, y debe ser vencida por ésta, para bien de los mismos yanquis. Así trabajarán menos, no necesitarán tanto dinero para vivir, conocerán mejor la alegría de la existencia.

Les aseguro á ustedes que es una lástima que hayan sido arrojados del gobierno mis protectores y no quede allá quien me subvencione para terminar el libro. ¡Un verdadero éxito! Traducido al inglés, se hubiesen vendido centenares de ediciones. ¡Esta gente de Nueva York gusta tanto de libros que la hagan reir!…

Pero no se impacienten ustedes. Adivino en sus ojos lo que piensan: «el automóvil del general». Desean saber qué general es el de mi historia y por qué su automóvil me cierra el camino para volver á Méjico.

A ello vamos, amigos míos.

III

De todos los personajes que conocí en el período de la guerra, el que demostró mayor interés por mi persona y me protegió más eficazmente fué el general Castillejo.

En sus momentos de efusión amistosa, que eran muy raros, me llamaba Maltranita, y eso que yo podía ser casi su padre, ó cuando menos un hermano muy mayor. Este general (uno de los consejeros más íntimos y escuchados del presidente) sólo tenía veintisiete años. Es cierto que los otros generales y ministros no eran, ordinariamente, de mayor edad. Cuando el viejo Carranza reunía los primeros funcionarios y héroes de la República, parecía un director de colegio pasando examen á sus discípulos.

Castillejo es pequeño de cuerpo, nervioso y ágil, con un color moreno ardiente que se aproxima al tono del chocolate con leche. Lo más notable en él son los ojos, brillantes y autoritarios cuando quiere mirar de frente, lo que ocurre pocas veces. Su vista parece siempre fugitiva, como si la distrajera algún mal pensamiento. Sus cejas oblicuas y su cutis obscuro se armonizan poco con su ángulo facial, abierto y europeo. Es, como muchos de nuestra América, el resultado de tres orígenes: indio, africano y español.

Sus amigos le tenían en alto concepto, hablando de él con admiración y miedo.

– ¡Un hombre de cuidado!… No conviene tenerlo de enemigo. ¡Sabe mucho!…

Además, quitaba y ponía ministros, daba mandos en el ejército á los compañeros que le seguían ciegamente, y obligaba á salir del país á sus adversarios ó los enviaba á ciertas provincias de la costa del golfo de Méjico, donde la gente de las altas mesetas puede contraer enfermedades de muerte.

Sus enemigos recordaban la facilidad con que había fusilado durante la guerra á los prisioneros. Pero ¿quién puede hacer el balance de los fusilamientos ordenados allá por unos y por otros? ¡He visto tantos!… ¡Cuesta tan poco dar una orden que suprime á un hombre!…

Nunca tuve con él motivos de queja. ¡Excelente muchacho! Hasta creo que me admiraba un poquito á causa de mi pluma, y eso que era incapaz de admirar á nadie, convencido como estaba de que la presidencia de la República le correspondía de derecho. Pero aún no creía llegado el momento de ocuparla.

Nuestra intimidad dató de un libro que escribí para él después de la guerra: Historia de la división del Oeste. Esta división era la horda á caballo que había mandado mi general Castillejo. Inútil es decir que la tal división lo había hecho todo, y á ella se debía únicamente el triunfo revolucionario.

Lo malo es que yo mismo, con esta mano pecadora, había escrito también la Historia de la división del Este, y la del Norte, y la del Sur, y la del Centro, y cada una de estas divisiones era la mejor entre todas y lo había hecho todo, y los demás generales no habían servido mas que de estorbo.

Pero como estos libros iban firmados por sus respectivos héroes, y cada uno callaba mi nombre, Castillejo apreció su historia como la mejor de todas, paladeando las hermosuras de mi estilo lo mismo que si le perteneciesen.

Andaba muy ocupado en la elección del nuevo presidente. El gobierno surgido de la revolución deseaba dos cosas á la vez: hacer unas elecciones que pareciesen legales y sacar triunfante de ellas al candidato que tenía escogido, y á nadie más. Varios generales se presentaban también como candidatos, amenazando con hacer una revolución si no salían triunfantes. Todos hablaban de legalidad y de respeto á la ley, al mismo tiempo que se llevaban una mano al costado para convencerse de que tenían el revólver listo. Y el país, fatigado de diez años de revolución, les dejaba hablar, deseando en el fondo de su ánimo que se matasen entre ellos, pero dispuesto á votar por el gobierno ó por el general que derribase al gobierno. La única manera de vivir seguro en aquella tierra es irse con el que manda.

Mi general era el hombre de confianza del presidente y el sostenedor de la candidatura patrocinada por éste. Como los otros aspirantes á la presidencia pertenecían al ejército, la candidatura gubernamental usaba el título de «antimilitarista». Castillejo y otros compañeros de generalato, que habían fusilado centenares de hombres, quemado estaciones y pueblos, y vivían en plena paz con la misma violencia que cuando hacían la guerra, pronunciaban discursos sobre discursos, cantando las excelencias de ser gobernados por un «civil» y la necesidad de terminar con el militarismo.

Yo combatía con la pluma, siguiendo las órdenes de mi jefe. En Méjico es más fácil este trabajo que en otras partes. Cuenta uno con el argumento precioso de «la intervención norteamericana». El periodista que defiende al gobierno puede describir á los hombres de la oposición como «malos patriotas, que con sus insurrecciones provocan la anarquía y hacen inevitable una invasión de los norteamericanos para el restablecimiento del orden». Y á su vez, los escritores de la oposición, al atacar al gobierno, afirman que éste comete tales atrocidades, que, «al final, los Estados Unidos tendrán que intervenir para derrocar su tiranía». Sin el fantasma de la intervención norteamericana, ¿quién podría escribir en Méjico?…

Además, hay otro recurso de éxito seguro. Cuando no se sabe qué decir de un enemigo político, ó cuando se recibe el encargo de insultar á alguien que ha pintado el país tal como es, se emplea siempre la misma injuria: «Vendido al pérfido oro yanqui.» ¡Y qué inagotable resulta el tal oro! Todos los días hay alguien que se vende á él por enormes cantidades. Si se suman los millones, tal vez no quepan en la Tesorería Federal.

Y lo más gracioso es que los que escriben esto piensan al mismo tiempo: «¿Dónde demonios estará la puerta de la oficina en la que se hacen tales compras?… ¿Quién será el encargado de recibir á los que desean venderse?…»

Yo mismo, queridos amigos, quisiera saber si ustedes, por ser más viejos en la tierra yanqui, están enterados de á qué personaje hay que dirigirse en Wáshington para dicho asunto. ¡Me gustaría tanto estar enterado!…

Pero ¿callan ustedes?… ¿No saben qué decir?… Sigamos con nuestro general.

Siempre que leía uno de mis artículos contra los enemigos de la candidatura del gobierno, celebraba con entusiasmo los insultos más atroces.

– ¡Qué pluma la suya, Maltranita!… ¿Cómo pagarle sus servicios á la buena causa?

Muy fácilmente; yo no podía aspirar á una legación diplomática ni á un ministerio cuando triunfase nuestra candidatura; eso quedaba para los mejicanos. Mis aspiraciones eran más modestas.

– Me contento, mi general, con que me envíe usted á Nueva York cuando vaya allá una comisión á hacer compras para el gobierno. Lo mismo da que compren autocamiones, máquinas de escribir, zapatos ó papel para las oficinas. Sólo pido ser el agente comprador de la comisión. Me doy por satisfecho con el diez por ciento. ¿Que adquieren por un millón?… Cien mil dólares para mí. ¿Que compran por valor de dos?… Pues doscientos mil. Con eso me retiro á España y dejo de escribir, aunque lloren de pena las nueve Musas.

Castillejo juzgaba mediocres mis pretensiones. Ahora trabajaba por hacer presidente á un amigo. Luego le tocaría á él. Sólo tenía que esperar yo cuatro años, y entonces me daría lo que desease.

¡Esperar en un país donde mueren de una manera trágica cuatro presidentes en sólo diez años!… No; prefería que me diesen inmediatamente el modesto cargo de comprador en Nueva York.

Pero Castillejo no estaba para fijarse en mi escepticismo; cada día se mostraba más preocupado por el éxito de su campaña electoral. ¡Cosa rara! No le inquietaban los generales candidatos que parecían próximos á sublevarse contra el gobierno. El objeto de sus preocupaciones era un joven, casi de su edad, el ingeniero Taboada, que se había educado en los Estados Unidos y tenía la pretensión de exigir que se implantase de golpe en Méjico todo el sistema democrático, con su respeto á la ley y á las opiniones ajenas, que había conocido en la vecina República.

Sin más apoyo que unos cuantos amigos tan ilusos como él, presentaba su candidatura á la presidencia, afirmando que era la «única candidatura civil».

– ¡Pero si ese muchacho es un loco! – decía yo, extrañado de la preocupación de Castillejo – . ¡Si no puede juntar más allá de un centenar de votos!… Ya que usted le hace el honor de tenerle en cuenta, voy á demolerlo con un artículo. Diré que está vendido á los Estados Unidos y por eso pretende implantar entre nosotros las costumbres y sistemas de allá. Voy á demostrar que ha recibido tres millones de Wáshington para su candidatura.... Si le parecen poco, escribiré cinco millones. Da lo mismo. ¡Con decir que yo he visto con mis ojos cómo los recibía!…

Y escribí esto, y otras cosas. Necesitaba no quedarme á la zaga de los periodistas del país, que me vencían muchas veces en la invención de estupendas mentiras.

Pero noto que se impacientan ustedes. ¡Calma! Ahora sí que llegamos de veras al automóvil del general.