Kitabı oku: «El prestamo de la difunta», sayfa 12
IV
Algunos de los allegados á Castillejo se mostraban terribles en sus ofrecimientos.
– General, ya que le estorba tanto ese ingenierillo, no tiene mas que darnos una orden. Es lo más fácil librarse de él.
¡Como si el general necesitase de tales consejos! Eran muchos los que habían desaparecido misteriosamente de la existencia diaria, y los calumniadores pretendían que únicamente Castillejo podía saber dónde estaban. Todos debajo del suelo.
– ¡Qué disparate! – protestaba el general – . Los candidatos militares atribuirían al gobierno la muerte de Taboada; la gente que ahora se ríe de él lo veneraría como un mártir. No; dejemos de pensar en ese hombre.
Y yo adivinaba que seguía pensando en él, con su gesto reconcentrado é inquietante que hacía decir á las gentes: «Castillejo, muy malo como enemigo.»
Uno de los amigotes que le acompañaban en sus francachelas nocturnas me reveló el secreto.
– Lo que sufre el general son unos celos que le tienen loco, lo mismo que un dolor de muelas. Ahora, Olga del Monte adora al ingeniero.
Esta Olga del Monte era la Aspasia de la revolución mejicana. Hija de una familia distinguida de la capital, sus excesos imaginativos y reales habían acabado por arrastrarla á una vida que era la vergüenza de su parentela. Iba teñida de rojo escandalosamente, en un país donde las más de las mujeres son morenas. Había pasado una temporada en París á expensas de varios protectores, lo que imponía un irresistible respeto á los jóvenes centauros de la revolución, ignorantes de toda tierra que no fuese la suya. Además, tocaba el piano y el arpa, suspiraba romanzas mejicanas y fabricaba versos.... Tenía de sobra para traer como locos á todos los generales mozos. Algunos de ellos, á pesar de sus declamaciones contra el derecho de propiedad y contra las desigualdades de clase, lo que más apreciaban en Olga era su origen. Les producía confusión y orgullo á la vez pensar que eran amigos y protectores de una hija de gran familia de la capital, cuando hacía pocos años figuraban aún como jornaleros del campo ó vagabundos en lejanas provincias.
Regalos cuantiosos llovían sobre ella. Los vencedores mostraban la misma generosidad de los bandidos después del reparto de un botín fácilmente conquistado. Olga se tomaba á veces el trabajo de desfigurar las joyas robadas. En otras ocasiones lucía los ricos despojos tal como se los habían dado, y las gentes señalaban sus brillantes, sus esmeraldas y sus perlas, nombrando á las verdaderas dueñas de estas alhajas. Eran señoras del régimen anterior derrumbado por la revolución, que andaban ahora fugitivas por el extranjero.
Mi general, que tenía un alma puerilmente romántica, se mostraba orgulloso de haber vencido á varios compañeros de profesión. Él era ahora el único que podía considerarse dueño de esta poética criatura. La abrumaba con sus presentes; había trasladado de su casa á la de la hermosa todo lo recogido cuando entró en la ciudad de Méjico al frente de su división del Oeste, ¡y bien sabe Dios que Castillejo no era tonto ni perezoso para esta clase de trabajos!
Pero la vaporosa criatura, harta sin duda de las magnificencias del saqueo, quería mostrarse ahora desinteresada, prefiriendo á los hombres pobres y perseguidos, sin duda porque todos los que la rodeaban eran ricos, fanfarrones é insolentes. Y por esta necesidad de cambio y de contraste, abandonó á nuestro general, enamorándose de Taboada.
El ingeniero era débil de cuerpo, dulce de maneras, odiaba á los soldadotes, hablaba de la regeneración de los caídos y del advenimiento de los pobres al poder. Además, los triunfadores se reían de él y tal vez lo matasen el día menos esperado. ¿Qué héroe más interesante podía encontrar una mujer de sentimientos sublimes y «mal comprendidos», como se creía esta muchacha?…
En vano Castillejo apeló á las seducciones del gobernante para vencer su desvío. Él haría que el presidente la enviase á Nueva York y luego á París, con un cargamento de grandes sombreros mejicanos, trajes vistosos y cien mil pesos al año, para que cantase y bailase á estilo del país en los principales teatros. Iba á ser casi un personaje oficial; haría propaganda mejicana por el mundo. ¡Quién sabe si la historia patria hablaría alguna vez de ella con agradecimiento!… Pero Olga contestó negativamente. Prefería á su ingeniero. É igualmente fué rehusando otras proposiciones no menos productivas y honoríficas.
Los consejeros de Castillejo seguían, mientras tanto, insinuándole su remedio dulcemente.
– ¡Si usted quisiera, mi general!… Una palabrita nada más, diga una palabrita, y no volverá á estorbarle ese mozo.
Pero Castillejo protestaba con una bondad que metía miedo. La alarma de su recta conciencia era para espeluznar á cualquiera.
– ¡Que nadie toque á ese hombre! – decía – . Ninguna mano humana debe ofenderle. Supondría, en caso de agresión, que yo ó el gobierno habíamos dado la orden. ¡Lo declaro sagrado!…
Y escuchándole, pensaba que, si mi protector quería declararme «sagrado» con la misma voz y poniendo los mismos ojos, consideraría oportuno tomar el primer tren que saliese para la frontera de los Estados Unidos.
Los incidentes de la campaña electoral hicieron que Castillejo olvidase á Olga. Pero no podía olvidar igualmente al ingeniero.
Seguido de sus apóstoles (dos docenas de inocentes, poseedores de una audacia loca), Taboada iba pronunciando discursos contra el gobierno, que pretendía imponer á la fuerza su candidato, y contra los otros candidatos, generales que no valían más que su contrincante. Él era el «único político civil» capaz de implantar el régimen democrático. Pero nadie le escuchaba, y si la muchedumbre, en calzoncillos y cubierta con enormes sombreros, le oía alguna vez, era para interrumpir sus discursos llamándole «yanqui», «mal mejicano», «traidor» y otras cosas por el estilo.
Ahora, amigos míos, sí que van á conocer ustedes de veras el automóvil del general. Ya entra en escena. ¡Atención!
V
Lo había traído Castillejo de los Estados Unidos para las necesidades de la campaña electoral. Poseía muchos. ¿Qué caudillo mejicano carece de automóvil?… Los más de ellos hasta tienen un coche-salón para viajar por las vías férreas. ¡Lo que puede importarles media docena de automóviles, cuando, al principio de la revolución, sólo necesitaban entrar, pistola en mano, en un garage para llevarse lo mejor de él!…
Castillejo no podía sufrir que lo comparasen con sus rústicos camaradas de generalato. Es un hombre de progreso, casi un sabio. Admira á los Estados Unidos por las armas de fuego y los automóviles que se fabrican aquí. Esto no es mucho, pero es algo. Para ser general mejicano no resulta indispensable conocer la existencia de Edgardo Poe y de Emerson.
– Pero ¿ha visto usted – me decía – qué joyas tan bellas producen esos gringos?
La joya bella era el automóvil recién llegado: una máquina esbelta, ligera, incansable, como un corcel de ensueño. No quiero decir la marca. Creerían ustedes que estoy pagado por la casa constructora. Baste decir que era un gran automóvil, el mejor de los Estados Unidos, y no añado más. Yo lo admiraba tanto como mi general.
Muchas noches, antes de dejarme en la redacción de su periódico para que escribiese el artículo, Castillejo me paseaba por las principales calles de Méjico, mejor dicho, por la única avenida que, con diversos nombres y variable anchura, se extiende varios kilómetros, desde la vieja plaza donde está el palacio del gobierno hasta el Parque de Chapultepec.
Ustedes saben cómo son de noche las calles de Méjico: no hay ciudad en el mundo mejor alumbrada y con menos gente.
Los focos eléctricos brillan formando racimos, para iluminar una soledad de desierto. Cree uno deslizarse por una de esas ciudades de Las mil y una noches, donde todo ha quedado inmóvil y dormido por obra de encantamiento.
En los primeros años de la revolución este silencio era amenizado de vez en cuando con agradables diversiones. Los oficiales corrían las calles en automóviles de alquiler, disparando sus revólveres. Se tiroteaban de unos carruajes á otros. ¡Asunto de divertirse un poco!…
Ahora, con los preparativos electorales, no había tiros; pero la gente se metía en sus casas más pronto que nunca, presintiendo que iba á surgir una revolución.
Los escasos transeúntes veían pasar, de Chapultepec á la gran plaza y de la gran plaza á Chapultepec, el carruaje del general partiendo el aire lo mismo que una flecha, como si en realidad tuviese prisa en llegar á alguna parte. «¡Ahí va Castillejo!», se decían con respeto y miedo. Y si se atrevían á insultar á alguien con su pensamiento, era al extranjero, al miserable gachupín Maltrana, sentado en el sitio de honor. Castillejo prefería siempre la parte delantera. Unas veces empuñaba el volante, otras se mantenía al lado de su chófer, un indiazo de ojos feroces y sonrisa boba que manejaba el vehículo con una autoridad natural, como si el automovilismo datase de los tiempos de Moctezuma.
Nunca he creído tanto en la fidelidad de los presentimientos como cierta noche que intenté negarme á acompañar al general en su paseo nocturno. Es verdad que Castillejo no parecía el mismo. Iba con gorra de viaje y un grueso gabán, cuyo cuello le tapaba media cara. Tenía en los ojos un brillo agresivo. Su aliento olía á alcohol, circunstancia extraordinaria, pues el general es sobrio.
No pude excusarme con mi trabajo. Eran las once, y Castillejo había esperado á que terminase mi artículo.
– Suba – me ordenó con aspereza, lo mismo que si mandase á su horda-división.
Y subí para verme solo en el fondo del automóvil, pues él continuó al lado de su chófer.
Aún siento orgullo y angustia al recordar cómo fuí presintiendo confusamente lo que iba á ocurrir.
Me arrepentí de inspirar tanto interés á Castillejo. Este bárbaro iba á hacer algo terrible y quería que yo lo presenciase. Necesitaba mi emoción como un aplauso.
Empecé á pensar en el ingeniero, luego en Olga, y fuí adivinando todos los actos de mi protector con algunos minutos de antelación. Casi fué un deporte agradable para mí ver cómo la realidad se iba plegando á mis inducciones.
El automóvil abandonó las calles iluminadas, como yo había previsto. Luego, atravesando vías silenciosas y obscuras, entró en una barriada de edificios nuevos. Íbamos hacia la casa de Olga del Monte. Pero ¿qué interés tenía el general de mezclarme en sus rencores amorosos?…
Se detuvo el vehículo en una avenida bordeada de copudos fresnos y anchas aceras. Los reverberos no eran tan numerosos como en el centro de la capital. La frondosidad de los árboles extendía una doble masa de sombra á lo largo de la calle, dejando tres fajas de luz crepuscular: una en medio, y las otras dos junto á las casas. El carruaje, al quedar inmóvil, apagó sus faros, lo mismo que un buque que ancla y desea permanecer inadvertido.
Dos hombres con grandes sombreros de palma se acercaron al carruaje: dos mocetones de cara aviesa, que nunca había yo visto. Pero también los adiviné. Eran de los que esperaban del general «una palabrita nada más». Iban á suprimir, indudablemente, al ingeniero.
El pobre Taboada estaría, sin duda, en aquellos momentos hablando á Olga de sus ilusiones y sus esperanzas, sin sospechar que la muerte le aguardaba en la calle.
– Debéis mirarlo como persona sagrada – oí que decía el general en voz baja – . ¡Únicamente en caso de que escapase!…
Se trastornó todo el edificio de suposiciones elevado por mi inducción. Si Taboada debía ser sagrado para aquellos hombres, ¿qué podían hacer con él?
Miré repetidas veces hacia el lugar donde sabía que estaba la casa de Olga, pero no alcancé á verla, pues me la ocultaban los árboles.
El general abandonó el volante, cambiando de sitio con su chófer. La habilidad de éste le inspiraba, sin duda, más confianza que su propia habilidad. Hablaron en voz baja, al mismo tiempo que el indio acariciaba las llaves y palancas de la máquina con gruñidos de satisfacción.
Yo no entiendo de automóviles; pero adivinaba en aquel carruaje un organismo maravilloso que iba á obedecer fielmente al espíritu maligno de sus conductores. Parecía muerto, sin el menor latido que denunciase su vida interior; pero bastaba un ligero movimiento de mano para que se estremeciese instantáneamente todo él, como un caballo que desea lanzarse á una carrera loca.
– Prepárese á conocer algo primoroso, Maltranita – dijo Castillejo en voz queda, sin volver la cabeza – . Presenciará usted una caza nunca vista.
Pero ¿qué necesidad tenía este demonio de general de hacerme ver cosas «primorosas»?…
Pasaron cinco minutos, ó una hora, no lo sé bien. En tales casos no existe el tiempo.
De pronto oí un ruido de voces broncas, una disputa de ebrios. Los dos hombres del sombrerón se querellaban bajo los árboles.
Otro hombre pequeño surgió, un poco más allá, de la sombra proyectada por los fresnos, como si pretendiese atravesar la avenida, pasando á la acera opuesta.
Mi agudeza adivinatoria volvió á romper el misterio con luminosas cuchilladas. Vi (sin verla en la realidad) la puerta de la casa de Olga abriéndose para dar salida al ingeniero. Éste titubeaba un poco al sentir que la puerta se había cerrado detrás de él, al mismo tiempo que, algunos pasos más allá, dos hombres, dos «pelados», empezaban á discutir de un modo amenazador, como si fueran á pelearse. ¡Mal encuentro! Taboada se llevaba una mano atrás, buscando el revólver, inseparable compañero de toda vida mejicana. Luego, deseoso de evitar el peligro, en vez de seguir á lo largo de la acera, atravesaba la avenida para continuar su camino por el lado opuesto....
No pude pensar más. Me sentí sacudido violentamente de los pies á la cabeza por el brutal arranque del automóvil; me creí arrojado á lo alto, como si el carruaje, después de rodar sobre la tierra unos momentos, se elevase á través de la atmósfera.
Perdí desde este momento la normalidad de mis sentidos, para no recobrarla hasta el día siguiente. Todo me pareció indeterminado é irreal, lo mismo que los episodios de un ensueño.
Vi cómo el hombre intentaba retroceder, esquivando el automóvil salido repentinamente de la sombra. Pero el vehículo se oblicuó para alcanzarle en su retirada. Entonces pretendió avanzar lo mismo que antes, y la máquina perseguidora cambió otra vez de dirección, marchando rectamente á su encuentro.
Todo esto fué rapidísimo, casi instantáneo, sucediéndose las imágenes con una velocidad que las fundía unas en otras. Sólo recuerdo el salto grotesco y horrible, un salto de fusilado, que dió la víctima al desaparecer bajo el automóvil con los brazos abiertos.
El vehículo se levantó como una lancha sobre una pequeña ola. Pero esta ola era sólida, y su dureza pareció crujir.
Miré detrás de mí instintivamente. Una sombra negra, una especie de larva, quedaba tendida sobre el pavimento. Se retorcía con dolorosas contracciones, lo mismo que un reptil partido en dos. Salían gemidos é insultos de este paquete humano que intentaba elevarse sobre sus brazos, arrastrando las piernas rotas.
– ¡Brutos!… ¡Me han matado!
Pero instantáneamente dejé de verle. Apareció ante mis ojos el extremo opuesto de la avenida. El automóvil acababa de virar, con tanta facilidad, que caí sobre uno de sus costados, vencido por la brusca rotación.
Se deslizaba de nuevo en busca del caído, y éste, al verle venir, ya no gritó. Tal vez el miedo le hizo callar; tal vez se imaginaba el infeliz que los del vehículo regresaban para darle auxilio, y enmudecía, arrepentido de sus exclamaciones anteriores.
Ahora la ola fué más dura, más violenta. El automóvil se levantó como si fuera á volcarse, y hubo un chasquido de tonel que se rompe, estallando á la vez duelas y aros. Todavía viró el vehículo varias veces, con la horrible facilidad de su ágil mecanismo, pasando siempre por el mismo lugar. ¿Cuántas fueron las vueltas?… No lo sé. El obstáculo que encontraban las ruedas era cada vez más blando, menos violento; ya no lanzaba crujidos de leña seca.
Al día siguiente todos los periódicos hablaron de la muerte casual del pobre Taboada cuando se dirigía á su domicilio. El suceso dió tema para declamaciones contra la barbarie de los automovilistas que marchan á toda velocidad por las calles, matando al pacífico transeúnte.
El periódico nuestro hasta hizo el elogio fúnebre del ingeniero, declarando que «había que reconocer noblemente en este enemigo político á un hombre de talento, á un gran patriota lamentablemente desorientado».
Y nada más.... A los pocos días nadie se acordó del infeliz.
Otros sucesos preocupaban á la nación. Se sublevaron los generales candidatos, al convencerse de que no triunfarían legalmente. Muchos creyeron necesario traicionar al gobierno, para seguir una vez más las costumbres del país. El presidente fué asesinado, y yo, como primera providencia, me escapé á los Estados Unidos. Tiempo tendría de volver, cuando se aclarase la tormenta, para servir á los nuevos amos.
Castillejo cayó prisionero, y aún está en la cárcel. Sus dignos camaradas de generalato le siguen no sé cuántos procesos de carácter político; pero lo peor es que, recientemente, han empezado a acusarle por el asesinato del ingeniero.
Nadie cree ya en el accidente del automóvil. Parece que fueron muchos los que presenciaron lo ocurrido desde sus ventanas prudentemente entornadas. Tal vez lo vió uno nada más, y los otros hablan por agradar á los vencedores. ¡La soledad nocturna de las calles de Méjico!… Detrás de cada persiana hay ojos que sólo ven cuando les conviene; bocas mudas que sólo hablan cuando llega el momento oportuno.
Ustedes creen, tal vez, que yo podría volver allá, sin ningún peligro.... En realidad, nada malo hice en dicho asunto, y aún me estremezco al recordar el susto que me dió el maldito general.
Pero no volveré; pueden estar seguros de ello. Conozco á mis antiguos amigos. Castillejo es mejicano y sus acusadores también. Yo no soy mas que un extranjero, un español, un gachupín, y todos acabarían por ponerse de acuerdo para afirmar que fué Maltrana el que guiaba el automóvil.
Noto también que les causa á ustedes cierta satisfacción el espíritu de justicia que demuestran los nuevos gobernantes al perseguir á Castillejo por su delito.
Me asombro de su inocencia. ¡Pero si cualquiera de aquellos generales ha ordenado docenas de crímenes igualmente atroces!…
No es justicia, es venganza; y más aún que esto, es envidia, amargura ante la superioridad ajena.
Detestan á Castillejo porque les inspira admiración. Hablan de él como los pintores de una nueva manera de expresar la luz, como los escritores de las imágenes originales encontradas por un colega.
Lo que más les irrita es que ya no podrán emplear sin escándalo el procedimiento del automóvil. Ha perdido toda novedad. ¡Y á cada uno de ellos le hubiese gustado tanto ser el primero!…
UN BESO
Esto ocurrió á principios de Septiembre, días antes de la batalla del Marne, cuando la invasión alemana se extendía por Francia, llegando hasta las cercanías de París.
El alumbrado empezaba á ser escaso, por miedo á los «taubes», que habían hecho sus primeras apariciones. Cafés y restoranes cerraban sus puertas poco después de ponerse el sol, para evitar las tertulias del gentío ocioso, que comenta, critica y se indigna. El paseante nocturno no encontraba una silla en toda la ciudad; pero á pesar de esto, la muchedumbre seguía en los bulevares hasta la madrugada, esperando sin saber qué, yendo de un extremo á otro en busca de noticias, disputándose los bancos, que en tiempo ordinario están vacíos.
Varias corrientes humanas venían á perderse en la masa estacionada entre la Magdalena y la plaza de la República. Eran los refugiados de los departamentos del Norte, que huían ante el avance del enemigo, buscando amparo en la capital.
Llegaban los trenes desbordándose en racimos de personas. La gente se sostenía fuera de los vagones, se instalaba en las techumbres, escalaba la locomotora, Días enteros invertían estos trenes en salvar un espacio recorrido ordinariamente en pocas horas. Permanecían inmóviles en los apartaderos de las estaciones, cediendo el paso á los convoyes militares. Y cuando al fin, molidos de cansancio, medio asfixiados por el calor y el amontonamiento, entraban los fugitivos en París, á media noche ó al amanecer, no sabían adonde dirigirse, vagaban por las calles y acababan instalando su campamento en una acera, como si estuviesen en pleno desierto.
La una de la madrugada. Me apresuro á sentarme en el vacío todavía caliente que me ofrece un banco del bulevar, adelantándome á otros rivales que también lo desean.
Llevo cuatro horas de paseo incesante en la noche caliginosa. Sobre los tejados pasan las mangas blancas de los reflectores, regleteando de luz el ébano del cielo. Contemplo, con la satisfacción de un privilegiado, á la muchedumbre desheredada que se desliza en la penumbra lanzando miradas codiciosas al banco. El reposo me hace sentir todo el peso de la fatiga anterior. Reconozco que si los hulanos apareciesen de pronto trotando por el centro de la calle, no me movería.
Una pierna me transmite su calor á través de una tenue faldamenta de verano. Me fijo en mi vecina, muchacha de las que siguen viniendo al bulevar por costumbre, pero sin esperanza alguna, pues el tiempo no está para bagatelas.
Tiene la nariz respingada, los ojos algo oblicuos, y un hociquito gracioso coronado por un sombrero de cuatro francos noventa. El cuerpo pequeño, ágil y flaco, va envuelto en un vestido de los que fabrican á centenares los grandes almacenes para uniformar con elegancia barata á las parisienses pobres. Por debajo de la falda asoman unas pezuñitas de terciopelo polvoriento. Sonríe con un esfuerzo visible, frunciendo al mismo tiempo las cejas. Se adivina que es una mujer ácida, de las que «hacen historias» á los amigos; una especie de calamar amoroso, que esparce en torno la amarga tinta de su mal carácter.
Conversa con una respetable matrona que vuelve llorosa de la estación de despedir á su hijo, que es soldado. Junto á ella está una hija de catorce años, mirando á la vecina con ojos curiosos y admirativos. Los que ocupan el resto del banco dormitan con la cabeza baja ó sueñan despiertos contemplando el cielo.
La burguesa, al hablar, gratifica á la muchacha ácida con un solemne Madame. Hace un mes habría abandonado el asiento, á pesar de su cansancio, para evitarse tal vecindad. ¡Pero ahora!… La inquietud nos ha hecho á todos bien educados y tolerantes. París es un buque en peligro, y sus pasajeros olvidan las preocupaciones y rencillas de los días de calma, para buscarse fraternalmente.
Sigo su conversación fingiéndome distraído. La madre es pesimista. ¡Maldita guerra! Parece que las cosas marchan mal. Le van á matar al hijo; casi está segura de ello; y sus ojos se humedecen con una desesperación prematura. Los enemigos están cerca; van á entrar en París «como la otra vez».... Pero la joven malhumorada muestra un optimismo agresivo.
– No, no entrarán, Madame.... Y si entran, yo no quiero verlo, no me da la gana; no podría. Me arrojaré antes al Sena.... Pero no; mejor será que me quede en mi ventana, y al primero que entre en la calle le enviaré....
Y enumera todos los objetos de uso íntimo que piensa emplear como proyectiles. Vibra en ella la resolución absurdamente heroica de los insensatos gloriosos que protestan para hacerse fusilar.
Algo pasa por la acera que interrumpe estos propósitos desesperados. Avanza lentamente un matrimonio de viejos: dos seres pequeñitos, arrugados, trémulos, que se detienen un momento, respiran con avidez, gimen é intentan seguir adelante. Ella, vestida de negro, con una capota de plumajes roídos por la polilla, se muestra la más animosa. Es enjuta y obscura; sus miembros, flacos y nudosos, parecen sarmientos trenzados. Se pasa de mano á mano una maleta que tira de ella con insufrible pesadez, encorvándola hacia el suelo.
A pesar de su cansancio, intenta auxiliar al hombre, que es una especie de momia. Su cabeza de pelos ralos aún parece más grande moviéndose sobre un cuello cartilaginoso, del que surgen los ligamentos con duro relieve. Los dos son de una vejez extremada; parecen escapados de una tumba. Les atormentan los paquetes que intentan arrastrar; caminan tambaleándose, como la hormiga que empuja un grano superior á su estatura. En este cansancio aplastante se adivina un nuevo suplicio, el de ir vestidos con las ropas guardadas durante muchos años para las grandes ceremonias de la vida: ella con falda de seda dura y crujiente; él puesto de levita y paletó de invierno.
El viejo deja caer el fardo que lleva en los brazos, y luego se desploma sobre este asiento improvisado.
– No puedo más.... Voy á morir.
Gime como un pequeñuelo. Su pobre cabeza de ave desplumada se agita con el hipo que precede al llanto.
– Valor, mi hombre.... Tal vez no estamos lejos. ¡Un esfuerzo!
La viejecita quiere mostrarse enérgica y contiene sus lágrimas. Se adivina que en la casa que dejaron á sus espaldas era ella la dirección, la voluntad, la palabra vehemente. Su diestra escamosa, abandonando á la otra mano todo el peso de la maleta, acaricia las mejillas del viejo. Es un gesto maternal para infundirle ánimo; tal vez es un halago amoroso que se repite después de un paréntesis de medio siglo. ¡Quién sabe! ¡La guerra ha despertado tantas cosas que parecían dormidas para siempre!…
Yo me imagino el infortunio de esos dos seres que representan ciento setenta años. Son Filemón y Baucis, que acaban de ver su apergaminado idilio roto por la invasión. Tienen el aspecto de antiguos habitantes de la ciudad que han ido á pasar el resto de su existencia en el campo, dejándose cubrir por las petrificaciones ásperas y saludables de la vida rústica. Tal vez fueron pequeños tenderos; tal vez ganó él su retiro en una oficina. Cuando no existían aún los hombres maduros del presente, se refugiaron los dos en esta felicidad mediocre, en este aislamiento egoísta soñado durante largos años de trabajo: una casita rodeada de flores, con algunos árboles; un gallinero para ella, un pedazo de tierra para él, aficionado al cultivo de legumbres.
Entraron en este nirvana burgués cuando los ferrocarriles eran menos aún que las diligencias, cuando la humanidad soñaba á la luz del petróleo, cuando un despacho telegráfico representaba un suceso culminante en una vida.... Y de pronto, el miedo á la invasión alemana, que suprime un pueblo en unas cuantas horas, les ha impulsado á huir de una vivienda que era á modo de una secreción de sus organismos. Luego se han visto en París, aturdidos por la muchedumbre y por la noche, desamparados, no sabiendo cómo seguir su camino.
– Valor, mi hombre – repite la esposa.
Pero tiene que olvidarse de su compañero para dar gracias, con una cortesía de otros tiempos, á alguien que le toma la maleta é intenta levantar al viejo.
Es la muchacha ácida, que da órdenes y empuja con irresistible autoridad.
Ahora reconozco que no lo pasará bien el primer hulano que entre en su calle. Con un simple ademán limpia de gente una parte del banco, para que se instalen con amplitud los dos ancianos.
Queda espacio libre, pero yo me guardo bien de volver á sentarme. No quiero recibir un bufido con acompañamiento de varios nombres de pescados deshonrosos.
Sin duda la presencia de estos viejos ha resucitado en la memoria de la muchacha la imagen de otros viejos largamente olvidados.
La trémula Baucis da explicaciones. Dos días en ferrocarril. Han huído con todo lo que pudieron llevarse. Su última comida fué en la tarde del día anterior; pero esto no les aflige: los viejos comen poco. Lo que les aterra es el cansancio. Llegaron á las diez: ni un carruaje, ni un hombre en la estación que quisiera cargar con sus paquetes. Todos están en la guerra. Llevan tres horas buscando su camino.
– Tenemos en París unos sobrinos – continúa la anciana.
Pero se interrumpe al ver que Filemón se ha desmayado, precisamente ahora que descansa. Los curiosos del bulevar, que esperan siempre un suceso, se aglomeran en torno del banco. La protectora empuja é insulta, sin dejar de ocuparse de los viejos.
– ¿Y viven cerca los parientes?
– Plaza de la Bastilla – contesta Baucis, que no sabe dónde está la plaza.
Un murmullo de tristeza; un gesto de lástima. Todos miran el extremo del bulevar, que se pierde en la noche. ¡Tan lejos!… ¡No llegarán nunca! Circulan pocos automóviles; sólo de vez en cuando pasa alguno.
Los brazos de la bienhechora trazan imperiosos manoteos; su voz intenta detener á los vehículos que se deslizan veloces. Carcajadas ó palabras de menosprecio contestan á sus llamamientos, y ella, indignada contra los chófers insolentes, da suelta al léxico de su cólera, intercalando con frecuencia la frase más célebre de Waterloo.
Cuando transcurren algunos minutos sin que pasen vehículos, vuelve al lado de los viejos para animarlos con su energía. Ella los instalará en un carruaje; pueden descansar tranquilos.
De pronto salta en medio del bulevar. Viene mugiendo un automóvil del ejército, desocupado y enorme, á toda fuerza de su motor. El soldado que lo guía cambia de dirección para no aplastar á esta desesperada que permanece inmóvil, con los brazos en alto.
Su prudencia resulta inútil, pues la mujer, moviéndose en igual sentido, marcha á su encuentro. La multitud grita de angustia. Con un violento tirón de frenos, el automóvil se detiene cuando su parte delantera empuja ya á esta suicida. Debe haber recibido un fuerte golpe.
El chófer, un artillero de pelo rojo y aspecto campesino, que lleva sobre el uniforme un chaquetón de caucho, increpa á la muchacha, la insulta por el sobresalto que le ha hecho sufrir. Ella, como si no le oyese, le dice con autoridad, tuteándole:
– Vas á llevar á estos dos viajeros. Es ahí cerca, á la Bastilla.
La sorpresa deja estupefacto al soldado. Luego ríe ante lo absurdo de la proposición. Va de prisa, tiene que entrar en el cuartel cuanto antes. Le grita que se aleje, que salga de entre las ruedas. Ella afirma que no se moverá, é intenta tenderse en el suelo para que el vehículo la aplaste al ponerse en marcha.
El artillero jura indignado, tomando por testigos á los curiosos. Esto no es serio; le van á castigar; el cuartel…los oficiales.... Pero ella está ya en el pescante, inclinando hacia el conductor su rostro ceñudo, esforzándose por encontrar un gesto de graciosa seducción.