Kitabı oku: «Flor de mayo», sayfa 12
Pero aquel chico, el que él llamaba antes su Pascualet, no era culpable y no debía morir. Tal vez se ahogase; sería lo más seguro; pero como á niño inocente, á él le correspondían las probabilidades de salvación. ¡Pronto… el chaleco, Tonet! Era para su hijo, para el fruto del engaño y de la infamia. Aunque era tan canalla, debía acordarse de ser padre. ¡A obedecer, ó lo mataba como un perro!
Pero Tonet sonreía de un modo feroz y le contestaba con cinismo. Tal vez no se engañase Pascualo y el chico fuese su hijo; pero la piel propia era lo primero.
É intentó vestirse el salvavidas, pero no tuvo tiempo. Fuése sobre él su hermano, y en la cubierta resbaladiza, movible, invadida á cada instante por el mar, sonó un pataleo de lucha y Tonet cayó de espaldas.
Su hermano le había hundido dos veces la faca en un costado. Por fin satisfacía la fiebre de destrucción que le animaba desde la noche anterior.
Sin saber casi lo que hacía, enfardó al muchacho en el salvavidas, y como si fuera un saco de lastre, lo arrojó por encima de la popa, viendo cómo flotaba y desaparecía tras la cresta de una ola.
Ahora á morir como todos los de la familia; á ser recogido en la playa como un salivazo de las olas, como recogieron á su padre.
Todo había pasado á bordo de la barca con gran rapidez.
La muchedumbre que estaba en la punta de la escollera, veía la Flor de Mayo saltando como un ataúd sobre las olas, sin dirección, cual un juguete de la tempestad.
Los truenos sonaban cada vez más lejanos: cesaba la lluvia, pero el vendaval seguía soplando furioso y el oleaje era cada vez más fuerte.
Los hombres de mar nada vieron de la lucha ocurrida en la barca; el drama quedó ignorado. Pero distinguieron cómo el Retor arrojaba por la popa un gran fardo que, flotando sobre las revueltas aguas, iba aproximándose á la escollera para estrellarse sobre las rocas.
Poco después sonó el último grito de angustia. Flor de Mayo era cogida de costado por una ola enorme y rodaba por algunos instantes con la quilla al aire, desapareciendo por fin.
Las mujeres santiguábanse, mientras que otras rodeaban á Dolores y Tona, sujetándolas para que no se arrojasen al mar.
Todos adivinaban qué era el objeto que flotaba hacia las rocas. Era el chico; los marineros le distinguían envuelto en el salvavidas.
Iba á matarse contra los peñascos. La madre y la abuela daban alaridos pidiendo socorro sin saber á quién. ¿No habría una buena alma que salvase al muchacho?
Un mocetón de buena voluntad, con la cintura amarrada por un calabrote que sostenían sus compañeros, se lanzó violentamente en las rocas bajas, en los escollos submarinos, donde se sostuvo entre las bullentes aguas á costa de fuerza y destreza.
Varias veces chocó el inanimado cuerpecillo con las salientes piedras, arrebatándolo de nuevo el mar entre alaridos de horror, pero por fin el marinero pudo alcanzarlo cuando iba á golpear de nuevo con su débil cuerpecillo el murallón gigantesco.
¡Pobre Pascualet! Tendido sobre la fangosa plataforma de la escollera, su cara ensangrentada, sus miembros amoratados, fríos y desgarrados por las aristas del rodeno, asomaban por entre el voluminoso salvavidas como las extremidades de una tortuga.
La abuela intentaba reanimar entre sus manos aquella cabecita cuyos ojos se habían cerrado para siempre, y Dolores, arrodillada junto á él, se arañaba el rostro, se mesaba la suelta y hermosa cabellera, mirando fieramente á todas partes con sus ojos dorados.
Un lamento de dolor cruzaba incesantemente el espacio.
–¡Fill meu!… ¡fill meu!…
Las mujeres lloraban: Rosario, la esposa despreciada y estéril, conmovíase ante la locura de la maternidad herida y con honda conmiseración perdonaba á su rival.
Y en lo alto, dominándolos á todos, estaba la tía Picores, erguida y soberbia como la venganza, indiferente á todos los dolores, con las faldas ondeantes como una bandera que azotaba sus piernas.
Ya no enseñaba el puño al mar. Volvíale la espalda con marcado desprecio, pero amenazaba á alguien que estaba tierra adentro, al Miguelete, que á lo lejos alzaba su robusta mole sobre la masa de tejados de la ciudad.
Allá estaba el enemigo, el verdadero autor de la catástrofe. Y el puño de la bruja del mar, hinchado y enorme, amenazaba siempre á la ciudad, mientras su boca vomitaba injurias.
¡Que viniesen allí todas las zorras que regateaban en la Pescadería! ¿Aun les parecía caro el pescado?.. ¡Á duro debía costar la libra!
FIN
Valencia, 1895
CUENTOS VALENCIANOS
¡Cosas de hombres!
Cuando Visentico, el hijo de la siñá Serafina, volvió de Cuba, la calle de Borrull púsose en conmoción.
En torno de su petaca, siempre repleta de picadura de la Habana, agrupábase la chavalería del barrio, ansiosa de liar pitillos y escuchar estupendas historias con credulidad asombrosa.
– En Matanzas tuve yo una mulatita que quería nos casáramos lueguito… lueguito. Tenía millones, pero yo no quise porque me tira mucho esta tierresita.
Y esto era mentira. Seis años había permanecido fuera de Valencia, y decía tener olvidado el valenciano, á pesar de lo mucho que le tiraba la tierresita. Había salido de allí con lengua, y volvía con un merengue derretido, á través del cual las palabras tomaban el tono empalagoso de una flauta melancólica.
Por su lenguaje y las mentiras de grandiosidad con que asombraba á la crédula chavalería, Visentico era el soberano de la calle, el motivo de conversación de todo el barrio. Su casaquilla de hilo rayado con vivos rojos, el bonete de cuartel, el pañuelo de seda al cuello, la banda dorada al pecho con el canuto de la licencia, la tez descolorida, el bigotillo picudo y la media romana de corista italiano, habíanse metido en el corazón de todas las chavalas y lo hacían latir con un estrépito sólo comparable al fru-fru de sus faldas de percal almidonadas en los bajos hasta ser puro cartón.
La siñá Serafina estaba orgullosa de aquel hijo que la llamaba mamá. Ella era la encargada de hacer saber á las vecinas las onzas de oro que Visentico había traído de allá, y al número que marcaba, ya bastante exagerado, la gente añadía ceros sin remordimiento. Además se hablaba con respeto supersticioso de cierto papelote que el licenciado guardaba, y en el cual el Estado se comprometía á dar tanto y cuanto… cuando mudase de fortuna.
No era extraño, pues, que un hombre de tantas prendas, rodeado del ambiente de la popularidad y poseedor de irresistibles seducciones, trajese loca á Pepeta (a) la buena mosa, una vaca brava que por las mañanas revendía fruta en el Mercado y con su falda acorazada, pañuelo de pita, patillas en las sienes y puntas de bandolina en la frente, pasaba la vida á la puerta de su casa, tan dispuesta á arañarse con la primera vecina, como á conmover toda la calle con alguno de sus escándalos de muchachota cerril.
La gente consideraba naturales y justas las relaciones cada vez más íntimas entre Visentico y Pepeta. Eran la pareja más distinguida del barrio, y además, antes de que él se fuese á Cuba, ya se susurraba si había algo entre ellos.
Lo que ya no le parecía tan claro á la gente es lo que diría el Menut, un chicuelo enteco y vicioso, empleado en el Matadero para repartir la carne, un pillete con la mirada atravesada y grandes tufos en las orejas, que siempre iba hecho un asco, y de quien se murmuraba si en distintas ocasiones había afanado borregos enteros.
La Pepeta estaba loca; sólo una caprichosa como ella podía haber aguantado dos años los celos machacones y las exigencias tiránicas de un granuja rabiosillo, al que ella con su potente brazo de buena moza era capaz de deshacer la cara de un solo revés.
Y ahora iba á ocurrir algo. ¡Vaya si ocurriría! Adivinábanlo los vecinos sólo con ver al Menut, quien con aspecto de perro abandonado pasaba el día vagando por la calle, tan pronto en el cafetín de Panchabruta, como frente á la casa de Pepeta, siempre sucio, con la camiseta listada de azul y la blusa al cuello impregnadas de la hediondez de la sangre seca.
Ya no repartía carneros á los cortantes de la ciudad; olvidaba su carrito mugriento, y embrutecido por la sorpresa, queriendo llenar aquel algo que le faltaba, sólo sabía beberse águilas en el cafetín, ó ir tras Pepeta, humilde, cobarde, encogido, expresándose con la mirada más que con la lengua.
Pero ella estaba ya despierta. ¿Dónde había tenido los ojos?.. Ahora le parecía imposible que hubiese querido á aquel bruto, sucio y borrachín. ¡Qué abismo entre él y Visentico!.. una figura de general, un chico muy gracioso en el habla, que cantaba guajiras y bailaba el tango como un ángel, y que, en fin, si no tenía millones y una mulata, ya se sabía que era por lo mucho que le tiraba la tierresita.
Indignábase al ver que aquel granujilla forrado en la mugre de la carne muerta aun tenía la pretensión de que continuase lo que sólo había sido un capricho… una condescendencia compasiva… ¡arre allá! Cuando no manifestase su cariño con zarpadas y aprendiese á decirla: ¡flor de guayaba! y ¡mulatita! como el otro, entonces podría ponerse en su presencia.
La buena moza fué inflexible, acabó por no escuchar, y desde entonces la calle de Borrull tuvo un alma en pena, que fué el Menut.
En las noches de verano, cuando el calor arrojaba á las familias en medio de la calle y se formaban corros en torno de las cenas servidas sobre mesitas de zapatero, la gente veía pasar al celoso chiquillo recatándose en la sombra, misterioso y fatídico como un traidor de melodrama.
La aparición terrorífica pasaba varias veces ante la puerta de Pepeta, lanzando miradas espeluznantes al coro que hacía la corte á la buena moza, y después desvanecíase por un escotillón, el cafetín donde el Menut, cual nuevo Prometeo, entregaba sus entrañas á las rampantes garras de las águilas amílicas.
¡Qué noches aquellas! Los nuevos amores de Pepeta tenían la acera por escenario y por coro aquel corrillo donde sonaba el acordeón y ella recibía honores de reina festejada. Á su lado, la madre, una vieja insignificante que no abría la boca sin recibir un bufido de Pepeta.
La calle, tostada todo el día por el sol, revivía con los primeros soplos de la noche.
Los lóbregos faroles, cuyos palmitos de gas parecían pintados en la pared con almazarrón, dejábanlo todo en fresca penumbra; en las puertas destacábanse las manchas blancas de la gente casi en paños menores; chorreaban rítmicamente los balcones con el riego de las plantas; en cada balaustrada asomaba un botijo, y de arriba, de aquel cielo obscuro que parecía un lienzo apolillado transparentando lejana luz, descendía un soplo húmedo que reanimaba á la tierra, arrancándola suspiros de vida.
En todas las puertas sonaban el acordeón con su chillona melancolía, la guitarra con su rasgueo soñador, el canto á coro desentonado y estridente, y algunas veces en las esquinas estallaba una tempestad de aullidos, el estrépito de la lucha cuerpo á cuerpo, y los antipáticos perros chatos chocaban sus amenazantes cabezas de foca, hasta que el silletazo de algún vecino de buena voluntad los ponía en dispersión.
Despedazábanse en los corros enormes sandías; hundíanse las bocas en tajadas como medias lunas; pringábanse las caras con el rojo zumo; extendíanse los arrugados moqueros bajo la barba para no mancharse, y al fin la gente, con el vientre hinchado de agua, sumíase en dulce beatitud, escuchando, como angélicas melodías, los arañazos de los acordeones.
Y á esta hora de digestión líquida, al cantar el sereno las once y estar los corrillos más animados, era cuando á lo lejos la difusa luz de los faroles marcaba algo que se aproximaba balanceándose, trazando zigzags como una barca sin timón, echando la pesada ancla en cada esquina.
Era el padre de Pepeta que con la gorra desmayada y el pañuelo de hierbas en una mano, volvía de la taberna. Saludaba á la reunión con tres gruñidos, despreciaba las insolencias de la hija, y se hundía por fin en la obscuridad de su casa, maldiciendo á los avaros caseros que, para fastidiar á los pobres, hacen siempre las puertas estrechas.
En aquellas horas de regocijo público, en medio de la calle, acariciados por la expansión de todos los vecinos, se arrullaban el licenciado y Pepeta; él, dulzón y empalagoso, hablándole al oído; ella, grave, estirada y seria, apretando los labios como si estuviera ofendida, porque una chavala que se respete debe poner siempre al novio cara de perro. Los hombres son muy presuntuosos, y si llegan á comprender que una está chiflada por ellos… ya, ya.
Y mientras tanto la pobre alma en pena á la puerta del cafetín, con la garganta abrasada por el amílico y el corazón en un puño, oyendo de cerca las bromitas de sus amigachos y á lo lejos las canciones del corro de Pepeta, unos retazos de zarzuela repetidos con monotonía abrumadora.
¡Pero qué cargantes eran los amigos del cafetín! ¿Que Pepeta no le quería ya? Bueno; dale expresiones… ¿Que él era un chiquillo y le faltaba esto y lo de más allá? Conforme; pero aun no había muerto y tiempo le quedaba para hacer algo. Por de pronto á Pepeta y al Cubano se los pasaba por tal y cual sitio. Ella era una carasera y él un mariquita con su hablar de chiquillo y su peluca rizada. Ya les arreglaría las cuentas… Á ver, tío Panchabruta: otra águila de petróleo refinado. De aquel que está en el rincón, en el temible tonel que ha enviado al cementerio tres generaciones de borrachos.
Y el fresco vientecillo, haciendo ondear la listada cortina de la puerta, arrojaba todos los ruidos de la calle en el ambiente del cafetín, cargado del calor del gas y los vahos alcohólicos.
Ahora cantaban á coro en casa de Pepeta:
Vente conmigo y no temas
estos parajes dejar…
Adivinaba la voz de ella, rígida y fría como siempre, y la otra aguda y mimosa, la del Cubano, que decía: Vente conmigo, con una intención que al Menut parecía arañarle en el pecho. Conque vente conmigo, ¿eh?.. ¡Cristo! Aquella noche iba á arder todo en la calle de Borrull.
Y se lanzó fuera del cafetín, sin llamar la atención de los bebedores, acostumbrados á tan nerviosas salidas.
Ya no era el alma en pena; iba rectamente á su sitio, á aquel corro maldito que tantas noches había sido su tormento.
– Tú, Cubano, escolta.
Movimiento de asombro, de estupefacción. Calló el organillo, cesó el coro y Pepeta levantó fieramente la cabeza. ¿Qué quería aquel pillete? ¿Había por allí algún borrego que robar?..
Pero sus insolencias de nada sirvieron. El licenciado se levantaba estirando fanfarronamente su levitilla de hilo.
– Me paese… me paese que eso muchachillo se la va a cargar por torpe.
Y salió del corro, á pesar de las protestas y consejos de todos.
Pepeta se había serenado. Podían estar tranquilos; ella lo aseguraba. No llegaría la sangre al río. El Menut era un chillón que no valía un papel de fumar, y si se atrevía á hacer pinitos, ya le limpiaría los mocos el otro. Vaya… á cantar. No debía turbarse la buena armonía por un bicho así.
Y la tertulia reanudó su canto débilmente, de mala gana, mirando todos con el rabillo del ojo á los dos que estaban plantados en el arroyo, frente á frente.
Que la que aquí es prima donna
reina en mi casa será… á… á
Pero al hacer una pausa, se oyó la voz del Menut, que decía lentamente con rabia y acentuando las palabras como si las mascase:
– Tú eres un morral… sí señor, un morral.
Todos se pusieron en pie, rodaron las sillas, cayó el acordeón al suelo, lanzando un quejido; pero… ¡quiá! por pronto que acudieron ya era tarde.
Se habían agarrado como gatos rabiosos, clavándose las uñas en el cuello, empujándose, resbalando en las cortezas de sandía y lanzando sucias blasfemias.
Y el Cubano de pronto se bamboleó para caer como un talego de ropa; en aquel momento desvanecióse la melosidad antillana, y el lenguaje de la niñez reapareció junto con la desgracia.
–¡Ay mare mehua!.. ¡Mare mehua!
Retorcíase sobre los adoquines como una lagartija partida en dos, agarrábase el vientre allí donde había sentido la fría hoja de la navaja, comprimiendo instintivamente el bárbaro rasgón, al que asomaban los intestinos cortados, rezumando sangre é inmundicia.
Corría la gente desde los dos extremos de la calle, para agolparse en torno del caído; sonaban pitos á lo lejos; poblábanse instantáneamente los balcones, y en uno de ellos la siñá Serafina en camisa, desmelenada, sorprendida en su primer sueño por el grito de su hijo, daba alaridos instintivamente, sin explicarse todavía la inmensidad de su desgracia.
Pepeta retorcíase con epilépticas convulsiones entre los brazos de varios vecinos; avanzaba sus uñas de fiera enfurecida, y no pudiendo llegar hasta el Menut, le escupía á la cara siempre los mismos insultos con voz estridente, desgarradora, que despertaba á todo el barrio: ¡Lladre!… ¡Granuja!
Y el autor de todo estaba allí, sin huir, con su figurilla triste y desmedrada, el cuello desollado por varios arañazos, el brazo derecho teñido en sangre hasta el codo y la navaja caída á sus pies. Tan tranquilo como al degollar reses en el Matadero, sin estremecerse al sentir en sus hombros las manos de la policía, con una sonrisita que plegaba ligeramente los extremos de su boca.
Salió de la calle con los brazos atados sobre la espalda y la blusa encima; la innoble cara llena de arañazos, hablando con su escolta de municipales, satisfecho en el fondo de que la gente se agolpase á su paso, como en la entrada de un personaje.
Cuando pasó ante el cafetín, saludó con altivez á sus amigotes, que asombrados, como si no hubiesen presenciado el suceso, le preguntaban qué había hecho.
– Res; còses d’hòmens.
Y contento con su suerte, erguido y triunfante, siguió el camino de la cárcel, acogiendo el infeliz las miradas de la curiosidad con la prosopopeya de la estupidez satisfecha.
La apuesta del esparrelló
La oí una tarde de invierno, tumbado en la arena, junto á una barca vieja, sintiendo en los pies los últimos estremecimientos de la inmensa sábana de agua que espumeaba colérica bajo un cielo frío, ceniciento y entoldado.
Nazaret, con su extenso rosario de blancas casuchas, estaba á nuestras espaldas, y á mi lado un viejo pescador, momia acartonada, que parecía bailar dentro de su traje de bayeta amarilla, hinchado de aire. Echábase la gorrilla de seda sobre una oreja y chupaba su pipa con la gravedad de un moro, en cuclillas, trazando con la mano, como un manojo de sarmientos, complicados arabescos en la arena.
Había llovido fuerte allá por las montañas de Teruel; el río arrojaba en el mar su agua arcillosa y fría, y todo el golfo teñíase de un amarillo rabioso, que á lo lejos debilitábase hasta tomar tonos de rosa. La estrecha faja verde que recortaba el límite del horizonte delataba que era un mar lo que parecía inundación de tisana.
Y mientras mirábamos la rojiza extensión en cuyo límite se marcaba como ligera nubecilla el cabo de San Antonio, la arremangada gente de Nazaret tiraba de los bolichones ó se arrojaba en el agua sucia.
El viejo adivinaba el éxito de la pesca. Aquel era un buen día. Iban á caer los esparrellons como moscas.
Y eso que el esparrelló era el bicho más ladino y malicioso que se paseaba por el golfo.
¿Que no lo sabía yo? Pues atención, que para comprender cómo las gastaba el tal animalito, iba á contarme un cuento, que indudablemente sería un sucedido, pues de no ser así no se lo habría contado á él su padre.
Y el buen viejo, siempre en cuclillas, sin soltar la pipa, comenzó á contarme el sucedido con su seriedad de lobo de playa, en un valenciano pintoresco, cuyas palabras silbaban al pasar por entre las despobladas encías.
También aquel día había crecido el río, y cerca de la orilla resbalaba el bolichó traidoramente por entre las turbias olas, arrastrando hacia la arena seca á los incautos peces, atraídos por la frescura del agua dulce y sucia.
El esparrelló del cuento, panzudo, pequeñito y vivaracho, un pilluelo que correteaba por los escondrijos y rincones del golfo con grave disgusto de su familia, acababa de ver caer á todos los suyos entre las mallas de una red. Se salvó él por ligereza, y como era un perdis y los sentimientos de familia no están muy arraigados en su especie, sólo se le ocurrió huir mar adentro, moviendo graciosamente la colita, como si quisiera decir:
– Sálveme yo y perezca la familia; mejor es el agua turbia que el aceite de la sartén.
Pero cerca de la entrada del puerto oyó un poderoso ronquido que conmovía las aguas, como si el suelo del mar se estuviera desgarrando.
El esparrelló dejóse caer en la línea recta, y en una hondonada abierta por las dragas en el fango, vió tumbado como un canónigo á un reig corpulento, que lo menos pesaba cuatro arrobas; un animalote insolente y matón que cobraba el barato en todo el golfo y apenas movía una agalla hacía temblar á todo el escamado enjambre.
¡Vaya un modo de dormir! Cansado de las aguas verdes y tranquilas cargadas de calor y de luz, le placía la frescura y la semiobscuridad del barro líquido que arrastraba el río, y roncaba como si estuviera en una alcoba con las cortinas corridas.
El esparrelló quiso pasar un buen rato con el terrible personaje, pero sus malas intenciones no iban más allá del deseo de divertirse á costa ajena, y se limitó á pasar y repasar por las jadeantes narices del coloso, haciéndole cosquillas con las finas púas de su cola.
¡Pero bueno era el reig para inquietarse por tales caricias! Á fuerza de sufrir cosquillas cesó de roncar y se incorporó un poco, moviendo su poderosa cola, pero tumbóse sobre el otro costado, y siguió bramando con la tranquilidad del que, seguro de su fuerza, no teme peligros.
– ¡Animal! – le gritaba el pececillo junto á una agalla – , ¡animal, despiértate!
– ¿Eh? – exclamaba el reig entre dos ronquidos con su bronca voz de borracho.
– Que te despiertes. Hay por ahí un belén de mil demonios. La gente de Nazaret ha roto hostilidades, y á miles se lleva prisioneros á los nuestros.
– Allá vosotros. Eso va con la morralla y no con personas de mi clase.
– Es que para ti también hay. Por arriba va la barca del Toto explorando, y si ha oído tus ronquidos, ahora mismo tienes aquí el bolichó de cuerdas, y mañana estás en la Pescadería hecho cincuenta cuartos.
– ¡Cincuenta demonios! – roncó con furia el reig, y dando un furioso coletazo abandonó la cama de barro, poniéndose en facha de escapar, mientras al ladino esparrelló le temblaban todas las escamas con las convulsiones de una risita aguda é insolente.
El reig se amoscó al ver que tomaban á broma su prudencia, y avanzando el cuerpo hacia el diminuto bicho quiso reconocerle en la semiobscuridad.
– ¿Eres tú, granuja? Tú acabarás mal; y si no fuera porque me tacharían de ingrato, lo que no corresponde á una persona de mi edad y mi peso, ahora mismo te tragaba. ¿Crees tú, mocoso, que me dan miedo todos esos pelambres que vienen á buscarnos en el fondo de las aguas? Soy demasiado guapo para dejarme coger. Pregúntale á ese Toto de quien hablas cuántas veces de una morrá le he roto el bolichón de cuerdas. Si repito muchas veces la fiesta le arruino. Pero tengo conciencia; antes que hacer daño á un padre de familia prefiero huir á tiempo, y me va tan ricamente con este sistema, que mientras los de mi familia han ido á morir faltos de respiración en la playa, yo escapo siempre, y aquí me han de caer las escamas de puro viejo.
– Lo mismo soy yo – dijo con petulancia el pececillo – ; los míos se han dejado arrastrar, pero á mí no me falta ligereza, y aquí estoy. Es gran cosa el ser pequeño.
– Quita allá, bicho ruin. Lo que vale es ser grande como yo, con más fuerza que un caballo y capaz de llevarse por delante de un empujón todas las redes de esos pelagatos.
Y para demostrar su fuerza, en menos de un segundo dió dos ó tres coletazos con la aviesa intención de pillar desprevenido al esparrelló, y con tanto empuje, que si lo alcanza lo revienta.
Pero el granuja se echó á un lado oportunamente, amoscado por tan villanas caricias.
– Fuerte sí que lo eres; convenido. Si no salto me partes, y eso no está bien entre personas decentes, que deben ser agradecidas. Pero en cambio soy más ligero: corro más que tú. Mira como tu cola no me alcanza.
– ¿Tú correr más?.. ¡Jo! ¡jo! ¡jo!
Tan graciosa era la afirmación del petulante pececillo, que el reig se revolcaba en convulsiones de risa, y sus carcajadas, sonoras como ronquidos, hacían hervir el agua.
– ¡Calla, condenado, que el Toto debe andar por arriba!
La advertencia devolvió al reig su seriedad, pero le cargaba que aquel bicho insignificante sacara á colación á cada momento el nombre del pescador, y quiso vengarse.
– ¿Que tú corres más? – dijo con su expresión de jaque testarudo – : eso pronto se verá. Hagamos una apuesta: á ver quién llega antes al cabo de San Antonio. Apostaremos… ¡vaya! ya está. Si yo llego antes te dejarás comer en castigo á tu fanfarronería, y si quedo rezagado te protegeré siempre y seré tu siervo. ¿Conviene, chiquitín?
¡Pobre esparrelló! Le temblaban todas las escamas al verse metido en porfía con tan peligroso bruto, pero entre ser devorado al momento ó de allí á unas horas, optó por lo último.
– Conforme, grandullón – contestó con risita forzada – ; cuando quieras empezaremos.
– Vámonos á las aguas verdes, que esto está turbio.
Y lentamente, moviendo con indolencia la cola, como dos buenos amigos que salen á tomar el fresco el reig y el esparrelló llegaron al sitio donde se aclaraban las aguas con un dulce tono de esmeralda líquida.
El gigante dió unos cuantos coletazos alegres, roncó, haciendo hervir el agua con sonoras burbujas, y se puso en facha para correr.
– Mira, chiquitín; sé que te quedarás atrás, pero no pienses en huir, porque te buscaría por todo el golfo. Aunque grandote, no soy tan bruto como crees.
– Menos palabras, y al avío.
– ¿Va ya, chiquillo?
– Cuando quieras.
– Pues ¡va!
¡Caballeros y qué modo de correr! Aquel reig era una tempestad. Al primer coletazo salió como un rayo, envuelto en espuma, moviendo un estrépito de todos los demonios. Tan ciego iba, que casi se estrelló los morros contra la popa de una fragata inglesa cargada de guano que había naufragado veinte años antes, y estaba hundida en la arena como una carroña carcomida por los miles de pececillos que se albergaban en su vientre.
Pasó adelante sin sentir el encontronazo, jadeante, enfurecido, moviendo á un tiempo cola, aletas y agallas, de un modo vertiginoso, con un ruido y un hervor que conmovía todo el golfo.
¿Y el esparrelló? ¡Pobrecito! quiso seguir á su corpulento enemigo; pero el hervor de la espuma le cegaba, la violenta ondulación producida por cada coletazo del reig le hacía perder camino, y á los pocos minutos se sentía rendido por una carrera tan loca.
Pero el animalito panzudo era un costal de malicias. Esforzándose, llegó hasta la cabeza del reig, y fijándose en las grandes agallas que se abrían y cerraban con movimiento automático, hizo una graciosa evolución y se coló por una de ellas.
No se estaba mal allí. Viajar gratis á doble velocidad y acostadito en aquel nido forrado de suave escarlata, era una dicha.
– ¡Je! ¡je! ¡je! – reía socarronamente el pececillo sacando la cabeza por la ventana de su guarida.
Y el reig daba un salto, murmurando:
– Ese bicho ruin me da alcance. Oigo su risita burlona. Corramos, corramos.
Y cada carcajada del esparrelló era como un espuelazo para el pescadote.
¡Qué loca carrera! Aquella cola poderosa batía los profundos algares, y en el verdoso espacio flotaban arremolinados los pardos hierbajos, mientras que las larvas, las indefinibles mucosidades que vivían misteriosamente en el seno de los estercoleros submarinos, salían escapadas huyendo del brutal azote.
Después de los algares las colinas sumergidas, aquellos peñascales en cuyas cuevas jugueteaban los peces recién nacidos, transparentes y diáfanos como sombras.
¡Qué espantosa revolución llevaba el reig á estos tranquilos lugares!
Le conocían bien por sus brutales majaderías, por sus caprichos de matón, que alarmaban todo el golfo; y las plantas submarinas que tapizaban los peñascos agitaban sus puntiagudas y verdes cabelleras, como si quisieran gritar con angustia:
– Atención, que llega ese loco.
Las almejas, gente tranquila que huye del ruído, al ver aproximarse el torbellino de espuma y furiosos coletazos, replegábanse medrosicas, cerrando herméticamente las dos hojas de su negra vivienda; los erizos apelotonábanse, formaban el cuadro, presentando por todos lados sus haces de agudas bayonetas; los calamares sentían tal miedo, que se envolvían en su diarrea de tinta; los gatos de mar sacaban por entre las piedras sus chatas cabezas y vientres atigrados con trémula inquietud; las lapas agarrábanse á la roca con más fuerza que nunca; los langostinos ocultaban su transparencia de nácar bajo el brillante fanal de alguna caracola hueca; los salmonetes huían en bandadas, esparciéndose como el brillante chisporroteo de una hoguera aventada; y en aquel mundo verdoso é inquieto, el paso veloz del enfurecido animalote producía entre los torbellinos de la espuma un hervor de carmín y plata, de escamas que despedían al huir fantásticos reflejos y colas que se agitaban con la ansiedad del pánico.
Una rozadura del reig bastó para arrancarle dos patas á una langosta, y la pobrecita, apoyada en un salmonete que se prestaba á ser su procurador, emprendió la marcha hacia las Columbretas, para pedir justicia y venganza á algún tiburón de los que rondan aquellas islas.
Dos alegres delfines que estaban acabando de merendarse un atún putrefacto, levantaban sus morros de cerdo y se burlaban de su amigote, gritando:
– ¡Á ese, á ese, que está loco!
Y decían verdad; si no estaba loco, poco le faltaba. Aquella maldita risa del esparrelló la tenía siempre en los oídos, y el pobre animal corría y corría espoleado por la vergüenza de ser vencido.
Por fortuna, en el verdoso y confuso horizonte comenzaron á marcarse las masas negras de las estribaciones submarinas del cabo, con sus profundas cuevas, donde las señoras del golfo en estado interesante iban á depositar sobre el tapiz de hierba fina sus innumerables huevos.
El jadeante reig, que no podía ya con su alma, llegó junto á las rocas y dijo con angustioso ronquido:
– Ya llegué.