Kitabı oku: «Flor de mayo», sayfa 13
Pero la vocecilla cargante contestó con timbre de falsete:
– Yo primero.
El muy granuja acababa de saltar desde el interior de la agalla, y se pavoneaba ante el hocico del cansado reig, como si hubiera llegado mucho antes.
El sencillo animalote no sabía qué hacer. Sintió tentaciones de darle un trompis al insolente bicho que lo convirtiese en papilla, pero encorvándose se llevó varias veces la cola entre los ojos y se rascó con expresión reflexiva.
– Bueno – roncó por fin – . En esto debe haber trampa, pero la palabra es palabra. Mocoso, manda lo que quieras: seré tu criado.
Y el viejo pescador, terminado su cuento, sonreía y guiñaba los ojos maliciosamente.
Aquello era de los tiempos en que los pescados hablaban, pero tenía intrínguilis.
¿Que no lo adivinaba? Pues era sencillo: que en este mundo puede más el listo y el astuto que el fuerte que todo lo fía al corazón y á la acometividad. Que vale más ser esparrelló pequeño y malicioso, que reig enorme y sencillote. Que acometiendo de frente y arrollándolo todo sólo se consigue ser vehículo del listo que se esconde en la agalla para salir á tiempo.
Y el vejete me miraba con tal expresión de malicia y lástima, que me ruboricé, murmurando para adentro:
– Este tío me conoce.
Noche de bodas
I
Fué aquel jueves para Benimaclet un verdadero día de fiesta.
No se tiene con frecuencia la satisfacción de que un hijo del pueblo, un arrapiezo, al que se ha visto corretear por las calles descalzo y con la cara sucia, se convierta, tras años y estudios, en todo un señor cura; por esto pocos fueron los que dejaron de asistir á la primera misa que cantaba Visantet, digo mal, don Vicente, el hijo de la siñá Pascuala y el tío Nèlo, conocido por el Bollo.
Desde la plaza inundada por el tibio sol de primavera, en cuya atmósfera luminosa moscas y abejorros trazaban sus complicadas contradanzas brillando como chispas de oro, la puerta de la iglesia, enorme boca por la que escapaba el vaho de la multitud, parecía un trozo de negro cielo, en el que se destacaban como simétricas constelaciones los puntos luminosos de los cirios.
¡Qué derroche de cera! Bien se conocía que era la madrina aquella señora de Valencia de la que los Bollos eran arrendatarios, la cual había costeado la carrera del chico.
En toda la iglesia no quedaba capillita ni hueco donde no ardiesen cirios; las arañas cargadas de velas centelleaban con irisados reflejos, y al humo de la cera uníase el perfume de las flores, que formaban macizos sobre la mesa del altar, festoneaban las cornisas y pendían de las lámparas en apretados manojos.
Era antigua la amistad entre la familia de los Bollos y la siñá Tona y su hija, famosas floristas que tenían su puesto en el mercado de Valencia, y nada más natural que las dos mujeres hubiesen pasado á cuchillo su huerto, matando la venta de una semana para celebrar dignamente la primera misa del hijo de la siñá Pascuala.
Parecía que todas las flores de la vega habían huido para refugiarse allí, empujándose medrosicas hacia la bóveda. El Sacramento asomaba entre dos enormes pirámides de rosas y los santos y ángeles del altar mayor aparecían hundidos hasta el dorado vientre en aquella nube de pétalos y hojas que, á la luz de los cirios, mostraban todas las notas de color, desde el verde esmeralda y el rojo sanguíneo, hasta el suave tono del nácar.
Aquella muchedumbre que estrujándose olía á lana burda y sudor de salud, sentíase en la iglesia mejor que otras veces, y encontraba cortas las dos horas de ceremonia.
Acostumbrados los más de ellos á recoger como oro los nauseabundos residuos de la ciudad, á revolver á cada instante en sus campos los estercoleros, en los cuales estaba la cosecha futura, su olfato estremecíase con intensa voluptuosidad, halagado por las frescas emanaciones de las rosas y los claveles, los nardos y las azucenas, á las que se unía el oriental perfume del incienso. Sus ojos turbábanse con el incesante centelleo de aquel millar de estrellas rojas, y les causaba extraña embriaguez el dulce lamento de los violines, la grave melopea de los contrabajos y aquellas voces que desde el coro, con acento teatral, cantaban en un idioma desconocido, todo para mayor gloria del hijo del Bollo.
La muchedumbre estaba satisfecha. Miraba la deslumbrante iglesia como un palacio encantado que fuese suyo. Así, entre músicas, flores é incienso, debía estarse en el cielo, aunque un poco más ancho y sudando menos.
Todos se hallaban en la casa de Dios por derecho propio. Aquel que estaba allí arriba sobre las gradas del altar, cubierto de doradas vestiduras, moviéndose con solemnidad entre azuladas nubecillas y á quien el predicador dedicaba sus más tonantes períodos, era uno de los suyos, uno más que se libraba del rudo combate con la tierra para hacer concebir incesantemente á sus cansadas entrañas.
Los más, le habían tirado de la oreja por ser mayores; otros, habían jugado con él á las chapas, y todos le habían visto ir á Valencia á recoger estiércol con el capazo á la espalda, ó arañar con la azada esos pequeños campos de nuestra vega que dan el sustento á toda una familia.
Por esto su gloria era la de todos; no había quien no creyese tener su parte en aquel encumbramiento, y las miradas estaban fijas en el altar, en aquel mocetón fornido, moreno, lustroso, resto viviente de la invasión sarracena, que asomaba por entre níveos encajes sus manazas nervudas y vellosas, más acostumbradas á manejar la azada que á tocar con delicadeza los servicios del altar.
También él, en ciertos momentos, paseaba su mirada con expresión de ternura por aquel apiñado concurso. Sentado en sillón de terciopelo, entre sus dos diáconos, viejos sacerdotes que le habían visto nacer, oía conmovido la voz atronadora del predicador ensalzando la importancia del sacerdote cristiano y elogiando al nuevo combatiente de la fe que con aquel acto entraba á formar parte de la milicia de la Iglesia.
Sí; era él: aquel día se emancipaba de la esclavitud del terruño, entraba en este mundo poderoso que no repara en orígenes; escala accesible á todos, que se remonta desde el mísero cura, hijo de mendigos, al Vicario de Dios; tenía ante su vista un porvenir inmenso, y todo lo debía á sus protectores, á aquella buena señora obesa y sudorosa bajo la mantilla de blonda y el negro traje de terciopelo, y á su hijo, al que el celebrante, por la costumbre de humilde arrendatario, había de llamar siempre el señorito.
Los peldaños del altar mayor, que le elevaban algunos palmos sobre la muchedumbre, percibíalos él en su futura vida como privilegio moral que había de realzarle sobre todos cuantos le conocieron en su humilde origen. Los más generosos sentimientos le dominaban. Sería humilde, aprovecharía su elevación para el bien; y envolvía en una mirada de inmenso cariño á todas las caras conocidas que estaban abajo, veladas por el intenso vaho de la fiesta; su madrina, el tío Bollo y la siñá Pascuala, que gimoteaban como unos niños con la nariz entre las manos, y aquella Toneta, la florista, su compañera de infancia, excelente muchacha que erguía con asombro la soberbia cabeza de beldad riffeña, como si no pudiera acostumbrarse á la idea de que Visantet, aquel mozo al que trataba como un hermano, se había convertido en grave sacerdote con derecho á conocer sus pecadillos y á absolverla.
Continuaba la ceremonia. El nuevo cura, agitado por la emoción, por la felicidad y por aquel ambiente cargado de asfixiantes perfumes, seguía la celebración de la misa como un autómata, guiado muchas veces por sus compañeros, sintiendo que las piernas le flaqueaban, que vacilaba su robusto cuerpo de atleta, y sostenido únicamente por el temor de que la debilidad le hiciera incurrir en algún sacrilegio.
Como si se moviera en las nieblas de un sueño, realizó todas las partes que quedaban del misterio de la misa: con insensibilidad que le asombraba, verificó aquella consumación en la que tantas veces había pensado emocionado, y después del té-déum, cayó desvanecido en la poltrona, cerrados los ojos y sintiéndose sofocado por aquella antigua casulla codiciada por los anticuarios, orgullo de la parroquia, y que tantas veces había mirado él siendo seminarista como el colmo de sus ambiciones.
Un penetrante perfume de rosa y almizcle, el ruido de agua agitada, le volvieron á la realidad.
La madrina le lavaba y perfumaba las manos para la recepción final, y toda la compacta masa abalanzábase al altar mayor, queriendo ver de cerca al nuevo cura.
La vida de superioridad y respetos comenzaba para él. La señora, á la que había servido tantas veces, besábale las manos con devoción y le llamaba don Vicente, deseándole muchas felicidades después de sus místicas bodas con la Iglesia.
El nuevo cura, á pesar de su estado, no pudo reprimir un sentimiento de orgullo y cerró los ojos como si le desvaneciera el primer homenaje.
Algo áspero y burdo oprimió sus manos. Eran las pobres zarpas del tío Bollo, cubiertas de escamas por el trabajo y la vejez. El cura vió inundadas en lágrimas, contraídas por conmovedora mueca, las cabezas arrugadas y cocidas al sol de sus pobres padres, que le contemplaban con la expresión del escultor devoto que, terminada la obra, se prosterna ante ella creyéndola de origen superior.
Lloraba la gente contemplando el apretado grupo en que se confundían la dorada casulla con las negras ropas de los viejos, y las tres cabezas unidas agitábanse con rumor de besos y estertor de gemidos.
El impulso de la curiosa muchedumbre rompió el grupo conmovedor, y el cura quedó separado de los suyos, entregado por completo al público, que se empujaba por alcanzar las sagradas manos.
Aquello resultaba interminable. Benimaclet entero rozaba con besos sonoros como latigazos aquellas manos velludas, llevándose en los labios agrietados por el sol y el aire una parte de los perfumes.
Ahora si que, agobiado por la presión de aquella multitud que se apretaba contra la poltrona, falto de ambiente y de reposo, iba á desmayarse de veras el nuevo cura.
Y en la asfixiante batahola, cuando ya se nublaba su vista y echaba atrás la cabeza, recibió en su diestra una sensación de frescura, difundiéndose por el torrente de su sangre.
Eran los rojos labios de la buena hermana, de Toneta, que rozaban su epidermis, mientras que sus negros ojos se clavaban en él con forzada gravedad, como si tras ellos culebrease la carcajada inocente de la compañera de juegos, protestando contra tanta ceremonia.
Junto á ella, arrogante y bien plantado como un Alcides, con la manta terciada y la rapada testa erguida con fiereza, estaba otro compañero de la niñez, Chimo el Moreno, el gañán más bueno y más bruto de todo Benimaclet, protegiendo á la arrodillada muchacha con la gallardía celosa de un sultán y mirando en torno con sus ojillos marroquíes, que parecían decir: «¡Á ver quién es el guapo que se atreve á empujarla!»
II
La comida dió que hablar en el pueblo.
Seis onzas, según cálculo de las más curiosas comadres, debió gastarse la buena de doña Ramona para solemnizar la primera misa del hijo de sus arrendatarios.
Era una satisfacción ver en la casa más grande del pueblo aquella mesa interminable cubierta de cuanto Dios cría de bueno en el mundo, fuera del bacalao y las sardinas, y contemplar en torno de ella una concurrencia tan distinguida. Aquello era todo un suceso, y la prueba estaba en que al día siguiente saldría en letras de molde en los papeles de Valencia.
En la cabecera estaban el nuevo sacerdote, casi oprimido por las blanduras exuberantes de los otros curas que habían tomado parte en la ceremonia, los padrinos y aquel par de viejecillos que llorando sobre sus cucharas se tragaban el arroz amasado con lágrimas. En los lados de la mesa algunos señores de la ciudad convidados por doña Ramona y los amigos de la familia junto con lo más distinguido del pueblo, labradores acomodados que, enardecidos por la digestión del vino y la paella, hablaban del rey legítimo que está en Venecia y de lo perseguida que en estos tiempos de liberalismo se ve la religión.
Era aquello un banquete de bodas. Corría el vino, se alegraba la gente y sonreía la madrina con las bromas trasnochadas de sus compañeros de mesa; aquellas tres moles que desbordaban su temblona grasa por el alzacuello desabrochado y el roce de cuyas sotanas hacía enrojecer de satisfacción á la bendita señora.
El único que mostraba seriedad era el nuevo cura. No estaba triste: su gravedad era producto del ensimismamiento. Su imaginación huía desbocada por el pasado, recorriendo casi instantáneamente la vida anterior.
La vista de todos los suyos, su elevación en aquel mismo lugar donde había sufrido hambre, aquel aparatoso banquete, le hacían recordar la época en que la conquista del mendrugo mohoso le obligaba á recorrer los caminos, capazo á la espalda, siguiendo á los carros para arrojarse ávidamente, como si fuese oro, sobre el reguero humeante que dejaban las bestias.
Aquella había sido su peor época, cuando tenía que gemir y alborotar horas enteras para que la pobre madre se decidiera á engañarle el hambre nunca satisfecha con un pedazo del pan guardado con mísera previsión.
La presencia de Toneta, aquel moreno y gracioso rostro que se destacaba al extremo de la mesa, evocaba en el cura recuerdos más gratos.
Veíase pequeño y haraposo en el huerto de la siñá Tona, aquel hermoso campo cercado de encañizadas en el que se cultivaban las flores como si fuesen legumbres. Recordaba á Toneta greñuda, tostada, traviesa como un chico, haciéndole sufrir con sus juegos, que eran verdaderas diabluras, y después el rápido crecimiento y el cambio de suerte: ella á Valencia todos los días con sus cestos de flores, y él al Seminario protegido por doña Ramona, que, en vista de su afición á la lectura y de cierta viveza de ingenio, quería hacer un sacerdote de aquel retoño de la miseria rural.
Luego venían los días mejores, cuyo recuerdo parecía perfumar dulcemente todo su pasado.
¡Cómo amaba él á aquella buena hermana, que tantas veces le había fortalecido en los momentos de desaliento!
En invierno salía de su barraca casi al amanecer camino del Seminario.
Pendiente de su diestra, en grasiento saquillo, lo que entre clase y clase había de devorar en las Alamedas de Serranos; medio pan moreno con algo más, que, sin nutrirle, engañaba su hambre; y cruzado sobre el pecho á guisa de bandolera, el enorme pañuelo de hierbas envolviendo los textos latinos y teológicos que bailoteaban á su espalda como movible joroba. Así equipado pasaba por frente al huerto de la siñá Tona, aquella pequeña alquería blanca con las ventanas azules, siempre en el mismo momento que se abría su puerta para dar paso á Toneta, fresca, recién lavada, con el peinado aceitoso y llevando con garbo las dos enormes cestas en que yacían revueltas las flores mezclando la humedad de sus pétalos.
Y juntos los dos, por atajos que ellos conocían, marchaban hacia Valencia, que por encima del follaje de la Alameda marcaba en las brumas del amanecer sus esbeltas torres, su Miguelete rojizo, cuya cima parecía encenderse antes de que llegasen á la tierra los primeros rayos del sol.
¡Qué hermosas mañanas! El cura, cerrando los ojos, veía las obscuras acequias con sus rumorosos cañaverales; los campos con sus hortalizas, que parecían sudar cubiertas del titilante rocío; las sendas orladas de brozas con sus tímidas ranas, que al ruido de pasos arrojábanse con nervioso salto en los verdosos charcos; aquel horizonte que por la parte del mar se incendiaba al contacto de enorme hostia de fuego; los caminos desde los cuales se esparcía por toda la huerta chirrido de ruedas y relinchos de bestias; los fresales que se poblaban de seres agachados, que á cada movimiento hacían brillar en el espacio el culebreo de las aceradas herramientas, y los rosarios de mujeres que con cestas en la cabeza iban al mercado de la ciudad saludando con sonriente y maternal ¡bòn día! á la linda pareja que formaban la florista garbosa y avispada y aquel muchachote que con su excesivo crecimiento parecía escaparse por pies y manos del trajecillo negro y angosto, que iba tomando un sacristanesco color de ala de mosca.
El matinal viaje era un baño diario de fortaleza para el pobre seminarista, que oyendo los buenos consejos de Toneta tenía ánimos para sufrir las largas clases; aquella inercia contra la que se rebelaba su robustez, su sangre hirviente de hijo del campo y las pesadas explicaciones en cuyo laberinto penetraba á cabezadas.
Separábanse en el puente del Real: ella hacia el Mercado en busca de su madre; él á conquistar poco á poco el dominio de las ciencias eclesiásticas, en las cuales tenía la certeza de que jamás llegaría á ser un prodigio. Y apenas terminaba su comida en las Alamedas de Serranos, en cualquier banco compartido con las familias de los albañiles, que hundían sus cucharas en la humeante cazuela de mediodía, Visantet, insensiblemente, se entraba en la ciudad, no parando hasta el mercadillo de las flores, donde encontraba á Toneta atando los últimos ramos y á su madre ocupada en recontar la calderilla del día.
Tras estos agradables recuerdos, que constituían toda su juventud, venía la separación lenta que la edad y la divergencia de aspiraciones habían efectuado entre los dos. No en balde crecían en años y no impunemente sometía él al estudio su inteligencia virgen y pasiva.
En la última parte de su carrera, comenzó á sentir con vehemencia el fervor profesional. Entusiasmábase pensando que iba á formar parte de una institución extendida por toda la tierra, que tiene en su poder las llaves del cielo y de las conciencias; le enardecían las glorias de la Iglesia; las luchas de los papas con los reyes en el pasado, y la influencia del sacerdote sobre el magnate en el presente. No era ambicioso, no pensaba ir más allá de un modesto curato de misa y olla; pero le satisfacía que el hijo de unos miserables perteneciese con el tiempo á una clase tan poderosa, y mecido por tales ilusiones se entregó de lleno á la vocación que iba á sacarle del subsuelo social.
Cuando no estaba en Valencia en el Seminario, prestaba en Benimaclet funciones de sacristán, y llegó á ser hombre sin sentir apenas el despertar de la virilidad en su vigorosa complexión.
Su voluntad de campesino tozudo anulaba las exigencias del sexo, que le causaban horror, teniéndolas como tentaciones del Malo. La mujer era para él un mal, necesario é imprescindible para el sostenimiento del mundo; la bestia impúdica de que hablaban los Santos Padres.
La belleza era amenazante monstruosidad, temblaba ante ella poseído de repugnancia y sordo malestar, y sólo se sentía tranquilo y confiado en presencia de aquella beldad que, vestida de blanco y azul, pisando la luna, yergue su cabeza en los altares con arrobadora dulzura. Su contemplación provocaba en el seminarista explosiones de indefinible cariño, y también participaba de éste aquella otra criatura terrenal y grosera á la que él consideraba como hermana.
No era sacrilegio ni mundana pasión. Toneta resultaba para él una hermana, una amiga, un afecto espiritual que le acompañaba desde su infancia: todo, menos una mujer. Y tal era su ilusión, que en aquel momento, entre la algazara del banquete, entornando los ojos, le parecía que se transformaba, que su rostro vulgar y moreno dulcificábase con expresión celestial, que se elevaba de su asiento, que su falda rameada y su pañuelo de pájaros y flores convertíase en cerúleo manto, lo mismo que en la otra, cuya belleza se ensalza con los más dulces nombres que ha producido idioma alguno…
Pero sintió á sus espaldas algo que le hizo despertar de la dulce somnolencia.
Era la siñá Tona, la madre de la florista, que abandonando su asiento venía á hablar con el cura.
La buena mujer no podía conformarse con el nuevo estado del hijo de su amiga. Como buena cristiana, sabía el respeto que se debe á un representante de Dios; pero que la perdonasen, pues para ella Visantet siempre sería Visantet, nunca don Vicente, y aunque la aspasen, no podría menos que hablarle de tú. Él no se ofendería por eso, ¿verdad? Pues si lo había conocido tan pequeño… si era ella quien lo había llevado de pañales á la iglesia para que lo cristianasen, ¿cómo iba á hacerle tales pamplinas á un chico á quien consideraba como hijo? Aparte de esta falta de respeto, ya sabía que en casa se le quería de veras. Si no vivieran el tío Bollo y la siñá Tomasa, Toneta y ella eran capaces de irse con él como amas de llaves: pero ¡ay, hijo mío! no iba el agua por esa acequia. Aquella chiquilla estaba muertecita por Chimo el Moreno, un pedazo de bruto de quien nadie tenía nada que decir, mejorando lo presente; se querían casar en seguida, antes de San Juan si era posible, y ella ¿qué había de hacer?.. En casa faltaba un hombre, el huerto estaba en poder de jornaleros, ellas necesitaban la sombra de unos pantalones, y como el Moreno servía para el caso (siempre mejorando lo presente), la madre estaba conforme en que la chica se casara.
Y la habladora vieja interrogaba con los ojos al cura, como esperando su aprobación.
Bueno; pues á eso se había acercado ella… ¿Á qué? Á decirle que Toneta quería que fuese él quien la casase. Teniendo un capellán casi en la familia, ¿para qué ir á buscarlo fuera de casa?
El cura no dudó; le parecía muy natural la pretensión. Estaba bien; los casaría.