Kitabı oku: «La araña negra, t. 7», sayfa 3
VI
El Colegio de Nuestra Señora de la Saletta
A la semana de encontrarse Marujita Quirós en el colegio de Valencia, encontraba muy agradable su nueva vida.
Ella, que se pasaba las horas enteras al lado de su aya, en la casa de Madrid, escuchando con aire estúpido la conversación monótona propia de una vieja, o que había limitado todos sus juegos a los que le proporcionaba alguna burda criada, y esto a espaldas de la señora baronesa, que, llevada de sus preocupaciones, condenábala a eterna inmovilidad, no podía menos de alegrarse con aquella nueva vida que se deslizaba en perpetua animación, en continuo bullicio en medio de un centenar de niñas, que, por ser mayores que ella y notar la gran predilección que le tenían las buenas madres, tratábanla como el bebé de la casa, asediándola con cuidados y tiernas atenciones.
María encontraba muy hermosa su vida. Levantábase a las seis en verano y a las siete en invierno, bajaba a la capilla a oír misa y rezar a coro las oraciones, tomaba el eterno desayuno de chocolate con migas; entraban después en las diferentes clases, comían a las doce, jugaban después en el patio de recreo hasta las dos, volvían otra vez a sus trabajos hasta las seis, hora en que reaparecía el juego, pasando el restante tiempo hasta las nueve, hora de acostarse, en cenar y rezar oraciones. En las tardes de los jueves y domingos las colegialas, formadas en parejas y vigiladas por dos de las maestras más respetables salían a paseo por los alrededores más tranquilos de la ciudad.
La niña era tan tímida en los primeros días, parecíale el colegio tan inmenso, que no se atrevía a moverse del punto donde la dejaban sus maestras, como si creyera perderse en aquellas habitaciones, que le parecían inmensas, y que apenas si se decidía a recorrer con su paso vacilante, que le valía entre sus compañeras el inocente apodo de patito gracioso. Pero poco a poco fué creciendo en audacia hasta convertirse en la más corretona del colegio. Aquel edificio era para ella un mundo desconocido, que necesitaba de continua y arriesgada exploración; y la niña, aprovechándose de la libertad en que la dejaban a causa de su pequeñez, y valiéndosede su inocencia graciosa que la libraba de castigos, se escapaba de la sala de estudios o de labores al primer descuido de la buena madre, que la tenía cerca de ella, acariciándola; y después que la mayor parte del personal del colegio poníase en movimiento para buscarla, encontrábanla en la terraza del edificio jugando con las flores de las enredaderas o en las más apartadas habitaciones del piso bajo que servían de guardamuebles, escondida tras un rollo de esteras, o alineando cacharros viejos con una fiereza de muchacha terca.
Aquella vida común con niñas de su misma edad había dejado al descubierto el carácter de María. Era enérgica, voluntariosa y de genio independiente; sentía animadversión a toda clase de trabas y le gustaba desobedecer a las buenas madres. Su tía era la única persona a quien temía, y en ausencia de ella le gustaba hacer por completo su voluntad.
Sus travesuras, sus infantiles rebeliones, en vez de ofender a las buenas madres, hacían gracia a todo el colegio. María era la niña mimada de aquella infantil comunidad.
Todas las colegialas le trataban con igual predilección, disputándosela como un objeto precioso. Las de once o doce años, muchachas altas y pálidas por un repentino crecimiento, con un metro de piernas y un palmo de cintura, que movían sus faldas como si éstas vistiesen a un palo, se pasaban a Marujita de mano en mano en las horas de recreo, meciéndola y arreglando sus ropas cual si fuese un bebé automático de los que gritan papá y mamá; las señoritas, las que sólo les faltaba un año para salir del colegio y aborrecían de muerte el uniforme que las ponía feas, borrando sus nacientes y seductoras curvas, reíanse con ella al oírla repetir con aplomo imperturbable las malicias que le decían al oído; y en cuanto a las pequeñas, las de ocho o nueve años, constituían la eterna corte de aquel monigote adorado, que parecía llenar todo el colegio. Estas mujercillas en miniatura, mofletudas, con formas esféricas, que hacían reír, y con la boca todavía arruinada por la caída de los primeros dientes, quitaban golosinas de la cocina para dárselas, llamábanla aparte para hacerle regalo de sus tesoros, algunos botones y retales de seda recogidos en sus casas en los días de salida, o se disputaban por vestirla y desnudarla en el dormitorio, cuya mejor cama ocupaba siempre María. Hasta había una de aquellas colegialitas que se envanecía con la misión de saltar de su cama, en las noches más frías, para darle el orinal a la maliciosa mocosuela, que correspondía a tantos mimos con caprichos y rabietas de reina absoluta.
Aquella adoración continua de que era objeto la niña, resultaba hija del cariño que la tenían; pero entraba también por mucho la consideración de que con el tiempo sería condesa y brillaría entre La aristocracia de Madrid, perspectiva que turbaba y envanecía a aquellas niñas, pertenecientes en su mayor parte a esa burguesía, que constituye la aristocracia del dinero y que a pesar de sarcasmos y humillaciones, encuentra muy grato rozarse con la misma nobleza que antes ha criticado. Por más que resulte extraño, las preocupaciones sociales alcanzan hasta la niñez, y no son esos pequeños seres, tan candorosos e inocentes en muchas cosas, los que más exentos están de la influencia de la vanidad.
Fué creciendo la niña, encerrada en aquel colegio, y aumentando su travesura, que causaba siempre muy buen efecto en las tolerantes religiosas.
Cuando en las tardes de los jueves y domingos, María salía a paseo en la sección de las pequeñas, como éstas iban formadas por orden de estaturas, ella marchaba al frente, en el centro de la primera pareja, llamando la atención por su pequeñez y por aquel aire decidido y gracioso con que miraba a los transeúntes. Muchas veces tenían que reprenderla por sus travesuras las religiosas encargadas de la vigilancia; pero una sonrisa de la niña, lograba desarmar inmediatamente su indignación.
Sólo había un medio para que las buenas madres lograsen aquietar a aquel diablillo imponiéndole un poco de calma.
Cuando más rebelde se mostraba y con más tenacidad desobedecía a las maestras, bastaba llamarla y decirla al oído que iban a llamar a Alvarez, para que inmediatamente se pintara en su rostro una expresión de terror y permaneciera quieta todo el tiempo que la permitía su afán por agitarse y molestar a los demás.
Aquello suponía, para la niña, la llegada del coco, y tanto era el miedo que profesaba al Alvarez desconocido, que muchas veces permanecía quieta, no atreviéndose a subir a la terraza, ni a bajar a los cuartos solitarios, temiendo que se le apareciera el monstruo horrible al que tanto temía la baronesa.
La infeliz crecía odiando cada vez más al que era su padre, y si alguna vez pensaba en la posibilidad de encontrar en el porvenir a aquel don Esteban Alvarez, estremecíase de horror como el preso que piensa en la posibilidad de ser condenado a muerte.
No; ella no encontraría nunca a tal monstruo. Le rogaría al buen Dios de que le hablaban las religiosas y al Santo Ángel de la Guarda que apartase siempre de su paso a tan terrible malvado, y su súplica sería atendida.
Esto era lo único que la consolaba, produciéndola gran tranquilidad.
Creció en aquel convento, sin que ocurriera en su vida otro accidente notable que los quince días que hubo de pasar fuera de Valencia, en un pueblo de la huerta, a causa del bombardeo que sufría la ciudad levantada en cantón contra el Gobierno de la República, a semejanza de otros puntos de España.
Las vida campestre, y no exenta de necesidades, que llevaron durante aquellos días las religiosas y las pocas alumnas a quienes sus familiares no habían sacado del colegio, divirtió bastante a María, que no creía en una existencia más allá de los muros del establecimiento de la Saletta.
La vida reglamentaria y monótona del colegio borró en poco tiempo las aficiones adquiridas en aquel corto período de aire libre y agitación campestre, y cuando ya tenía cerca de nueve años y comenzaba a considerar al coco de Alvarez como un ser fantástico inventado por la baronesa y las religiosas para hacerle miedo, encontróse con aquel hombre terrible en el despacho de la directora.
VII
La primera época de colegiala
Ya sabemos de qué modo Esteban Alvarez vió a su hija en el convento de Nuestra Señora de la Saletta y cómo le recibió la asustada María.
Fugitivo de Madrid, después del golpe de Estado del 3 de enero, detúvose algunas horas en Valencia, y dejando en su hospedaje a Perico, el fiel compañero de aventuras políticas, fué al colegio a ver a aquella niña, cuyo recuerdo no le había abandonado en ninguna circunstancia.
Sabía de mucho tiempo antes el lugar adonde la baronesa había llevado a su sobrina para evitar que él pudiese verla, y desde entonces había formado el propósito de ir en busca de María; pero la vida de continua agitación y no menos zozobra que le hacían llevar las difíciles circunstancias por que atravesaba la República, impidiéronle cumplir este deseo, que únicamente pudo realizar cuando, en vez de ser poderoso y respetado, veíase convertido en un fugitivo sobre el que sus enemigos podían cebarse.
Terribles impresiones había experimentado Alvarez en su vida agitada y aventurera; muchas veces se había visto a dos pasos de la muerte y sabía cómo era esa angustia terrible que se experimenta al sentir próximo el fin de la vida; pero, a pesar de esto, llegó al summum del dolor cuando contempló a su hija asustada en su presencia, como si estuviera enfrente de un verdugo y temblando de pies a cabeza.
Terminó aquella violenta escena del modo que ya sabemos, y si terriblemente emocionado salió del colegio el infeliz padre, no fué menor la impresión experimentada por la niña en tal entrevista.
A pesar de que para ella pasaban los sucesos como vistas de linterna mágica, difuminándose y perdiéndose el recuerdo con la misma prontitud que las fantasmagorías, la huella de aquella escena se conservó fresca y en relieve en su memoria durante mucho tiempo.
Por fin había visto al monstruo, a aquel hombre terrible que tanto miedo le causaba a su tía la baronesa.
Cuando recordaba sus ojos llameantes por la indignación, su rostro congestionado por la ira y las iracundas palabras que con ademán amenazador arrojaba a la directora y al padre Tomás, la niña se estremecía, comprendiendo lo justificado del miedo que todos parecían tener a aquel gran diablazo, enemigo de Dios.
Pero había algo en tal escena que preocupaba a la niña y la hacía dudar, sobre la maldad de aquel hombre: era el cariño, la ternura que la había demostrado.
Intentó besarla, estrecharla entre sus brazos con un enternecimiento visible… pero, ¡bah! Ella, a pesar de su poca malicia, adivinaba lo que tales manifestaciones podían significar. Quería halagarla con su dulzura, para así arrebatarla mejor, llevándosela lejos, muy lejos del colegio y de las buenas madres, a sus antros horribles, donde perpetraba seguramente toda clase de maldades. Pero… había hecho algo más que ella ya no podía explicarse tan fácilmente.
Aquellas miradas tristes que Alvarez le dirigió al verse obligado a retirarse; sus palabras, que demostraban un cariño melancólico y profundo; su sincero dolor al despedirse, sin atreverse a daría un beso, en vista de su resistencia, eran recuerdos que conmovían a la niña sumiéndola en dudas interminables.
Además, ¿por qué la había llamado tantas veces hija mía? ¿Por qué le había dicho que era su padre en presencia de la directora y del sacerdote, que callaban en aquel instante?
La niña tuvo motivo para entregarse a vastas e interminables reflexiones.
Después del suceso, las más principales de sus maestras le habían hablado de aquella escena, procurando excitar en la niña la animadversión al monstruo, que venía a perseguirla hasta en aquel santo lugar de recogimiento.
María oía y callaba, como poseída todavía del pavor experimentado al verse frente a aquel hombre; pero en realidad, su silencioso obedecía a la confusión que en su cerebro infantil producía la gran discordancia por ella notada entre el exterior simpático de Alvarez, demostrando un dolor sincero al verse rechazado por la niña, y los horrores que a ella le habían contado de tal hombre.
Un auxiliar de las religiosas, en la tarea de ennegrecer el recuerdo del hombre que había pasado por el colegio como una tempestad de ternura y justa indignación, fué el padre Tomás, aquel sacerdote humilde y siempre sonriente, que ciertas épocas aparecía ante los ojos de la colegiala para desaparecer inesperadamente, dejando vacía la sala que ocupaba en el establecimiento, contigua a las habitaciones de la directora.
La época revolucionaria, el tiempo transcurrido entre la revolución de septiembre y la caída de la República, fué para el poderoso jesuíta el período de más agitación en su vida. Nunca había trabajado tanto en favor de los intereses políticos, a cuya sombra podía volver la Compañía a gozar de su antigua omnipotencia.
Entraba el padre Tomás de incógnito en España, afectando el exterior humilde y encogido de un sacerdote pobre. Se le vió en las provincias del Norte poco antes del levantamiento carlista; viajaba después por el antiguo reino de Aragón, teniendo su cuartel general en Valencia, desde donde escribía a los caudillos de las hordas absolutistas que pululaban por el Centro, y algunas veces iba a Madrid, aun a riesgo de ser conocido, para fomentar con consejos y grandes cantidades de dinero las tentativas liberticidas que se preparaban contra la República, y que fracasaban sin que el jesuíta experimentara gran contrariedad El fruto, en su opinión, no estaba maduro todavía, pero no tardaría mucho en caer.
Jugaba con dos barajas el poderoso jesuíta, según su propia expresión; y al mismo tiempo que favorecía a los carlistas, alentaba a los elementos que conspiraban contra la República, para restaurar en el trono a la dinastía caída, en la persona del hijo de Isabel II.
Había apoyado con sus poderosos medios el levantamiento carlista en su primera época, ganoso de crear obstáculos a la revolución y debilitarla con una continua lucha; pero al caer la República, después del golpe del 3 de enero, ya no era de la misma opinión, y empleaba la fuerza de la Compañía en proteger la restauración alfonsina, pues a su fino olfato jesuítico no se escapaba que por esta parte avanzaba la fortuna y el éxito.
De aquí que la noticia del golpe de Estado del 3 de enero, al sorprenderle en Valencia, le proporcionara una inmensa alegría. Ya comenzaban a marchar bien los negocios de la Orden. Ahora, que triunfase don Carlos o quedara victoriosa la restauración alfonsina que todos veían próxima, la Compañía de Jesús resultaría siempre gananciosa, pues podría regresar a España con la faz descubierta a reanudar sus antiguos negocios.
La presencia de Alvarez en el colegio de la Saletta no logró turbar su gozo, pero le hizo recordar el importantísimo negocio planteado por su antecesor, el padre Claudio. Había que terminar su obra, apoderándose de la mitad de la fortuna de Baselga, de que era poseedora aquella niña.
Ahora que la Compañía, en virtud de los sucesos políticos, iba a entrar otra vez de lleno en el goce de su antiguo poder, convenía conquistar aquellos millones, que eran el complemento de la gran cantidad cedida a la Orden por el fanático padre Ricardo, el tío de María.
El único obstáculo que en el porvenir podía ofrecerse a la realización de tal plan, era Esteban Alvarez, aquel hombre que conocía el móvil que guiaba a la Compañía al inmiscuirse de tal modo en los asuntos de la familia Baselga, y que algún día podía llegar hasta María para convencerla de que era su padre, y librarla, con sus consejos y su apoyo, de las pérfidas seducciones de los jesuítas.
Sabía el padre Tomás que Alvarez no podría nunca volver a España, pues la Orden se encargaría de hacer imposible su regreso, sacando del olvido los procesos que se le habían formado por ciertos actos de necesaria violencia cometidos en su época de guerrillero republicano; pero, cauto y previsor siempre el poderoso jesuíta, por si acaso el emigrado, en un rasgo de audacia, se presentaba ante su hija, procuró aumentar en ésta el odio a su padre, y ayudó a las religiosas en la tarea de pintar a Alvarez como un horrendo monstruo.
María se vió, por algunos días, tratada con gran amabilidad por el padre Tomás, que hasta entonces sólo había acogido a la colegialita con frías sonrisas.
La sermoneó, pintándola con negros colores el carácter de aquel hombre que, arrastrado por una locura criminal decía ser su padre, y la perseguía; y cuando la niña mostraba más terror, él la tranquilizó, asegurándola que en todas ocasiones le tendría a él y a su tía la baronesa, para protegerla.
No tardó María en olvidar aquella escena. La dulce monotonía del colegio era como una esponja que, pasando sobre su memoria, borraba todos los recuerdos no relacionados con la vida íntima del establecimiento.
La niña creció, marcándose cada vez más en ella un carácter voluntarioso y enérgico y un afán de movimiento y de bullicio propios de un cuerpo henchido de vida y por el cual circulaba una sangre rica y fuerte.
Aquel diablillo con faldas, al crecer, había adquirido gustos de muchacho, y estaba reñida eternamente con la tranquilidad y el recogimiento.
No podía permanecer quieta en la sala de estudios, y apenas la hermana vigilante dejaba de tener en ella fijos los ojos, cazaba moscas para dejarlas volar después de colocarlas en la parte posterior trompetillas de papel, o se escurría bajo los bancos para pellizcarle las pantorrillas a alguna compañera que gozaba de fama de tonta y paciente. En la sala de labores, al menor descuido, escondía los trabajos de una o deshacía la bordados de otra, y hasta un día, en unión de dos amiguitas que constituían con ella la banda de las traviesas, se atrevió a poner alfileres de punta en el sillón que solía ocupar la segunda directora cuando vigilaba personalmente los trabajos de las alumnas.
Sus libros eran siempre los más sucios y rotos que se veían en el colegio; sus manos estaban siempre afeadas por cortes y rasguños que se hacía introduciéndose en los más obscuros rincones del edificio o intentando subir a los desvanes; y, a pesar de que la baronesa era en extremo generosa, y con frecuencia enviaba dinero a la directora para que repusiera el ajuar de su sobrina, ésta se presentaba siempre rota, polvorienta y como haciendo gala de su desprecio hacia los trapos que tanto cuidaban las compañeras.
Un vestido le duraba una semana; profesaba un horror sagrado al coser y demás labores de su sexo; las hermanas vigilantas habían de sostener con ella diarias batallas para obligarla a que peinase sus hermosos cabellos, siempre abandonados y flotantes; y muchas veces encontraban que su cama no había sido removida en una semana, pues mientras sus compañeras, al despertarse, cumpliendo el reglamento, levantaban sus lechos, ella se entretenía en empujarlas para hacerlas caer, o las daba baños de impresión con el agua de las palanganas.
A los once años, aquel diablazo, demasiado alto y robusto para su edad, era el bandido del colegio, y tenía su cuadrilla de amigas que, obedeciéndola ciegamente e imitándola por admiración, iban como ella, con la cabeza greñuda, el vestido rasgado y las botinas rotas, aprovechando todas las ocasiones para aturdir el colegio con infernal gritería.
Las religiosas ya no podían tratar con su antigua benignidad a la revoltosa muchacha, y creían intimidarla con severos castigos; pero la niña tomaba a broma todas las medidas de rigor, y seguía en sus costumbres con la plácida indiferencia de los cerebros aturdidos.
Si la ponían de rodillas en el centro de la clase encontraba medios de provocar la risa en todas las compañeras; si la sentaban en el deshonroso banco de las pigres no demostraba el menor pesar, y aun sabía burlarse con graciosos gestos a espaldas de la maestra; y una vez que, como castigo supremo y casi desconocido en el colegio, la encerraron en un cuarto obscuro del piso bajo, donde guardaban tinajas y vasijas de metal, hubieron de ponerla en libertad a las pocas horas, a causa del infernal ruido que movía haciendo rodar sobre el pavimento aquellos objetos.
Las buenas madres hablaban con cierto terror de aquella muchacha, que parecía tener los demonios en el cuerpo y que revolucionaba al colegio con su carácter cada vez más revoltoso y maligno.
La directora comprendía ahora la certeza de las afirmaciones de Alvarez. Aquella niña, forzosamente, había de ser hija suya. Demostraba tener en su sangre inquieta algo del espíritu diabólico que animaba al terrible revolucionario.
Pero las religiosas, a pesar de los continuos disgustos que les producía la niña, respetábanla, pues, en especial la directora y las madres de alguna importancia, conocían las altas miras que en ella había puesto la Compañía.
Además, María, en medio de todas sus travesuras y de su espíritu perturbador, se hacía querer por ciertos rasgos. Los días en que accedía por capricho a ser buena, entusiasmaba a las buenas madres. Su precoz talento y su facilidad para el estudio asombraba a sus maestras, que la veían, durante las cortas rachas de laboriosidad y de calma, permanecer horas enteras sobre sus libros rotos y manchados, aprendiendo en un sólo día lo que durante muchos meses había despreciado.
Aparte de esto tenía rasgos de nobleza que la hacían ser perdonada por todas sus anteriores faltas.
En medio de aquella graciosa y seductora tribu de colegialas, ella, imponiéndose por su carácter turbulento y el prestigio de su nombre, administraba justicia con toda la bárbara e impetuosa rectitud de un caciquillo indio.
Odiaba a las muchachas presumidas, pertenecientes a la encopetada y orgulloso aristocracia del dinero y las perseguía con crueles burlas; mediaba en todas las desavenencias que surgían a la hora del recreo, imponiéndose con su descaro y audacia hasta a las señoritas de último curso que estaban ya próximas a salir del colegio y pretendían abusar de su superioridad: y no había niña tímida y humilde que, al quejarse de ser martirizada por sus compañeras, dejase de encontrar en ella decidida y valerosa protección.
Las buenas madres confiaban que la edad modificaría el carácter varonil de la niña; pero sus deseos no se cumplían, y María, a los doce años, seguía siendo aún un muchacho con faldas, que lo mismo se reía de los sermones de las religiosas que de aquellas cartas amenazantes y terroríficas que le enviaba su tía al tener noticia de sus travesuras.
En cuanto al padre Tomás, hacía ya mucho tiempo que las religiosas no podían valerse de su auxilio, pues la restauración borbónica, por mediación del omnipotente Cánovas, había abierto a la Compañía las puertas de España, y el poderoso jesuíta se hallaba en Madrid sobradamente ocupado en los negocios de la Orden, para fijarse en las travesuras de María.
Esta, al tener doce años, fué cuando se encontró en la plenitud de aquel poder absoluto que ejercía sobre todas sus compañeras. Era la reina del colegio, y nadie osaba protestar contra su despotismo. En las horas de recreo era cuando podía gozar apreciando por sus propios ojos la grandeza de su absoluto poder.
Al terminar la hora de la comida, el silencioso patio del colegio, con uno de sus extremos bañado por el dulce sol de la tarde y el resto envuelto en la fresca y húmeda sombra que proyectaban los altos y verdosos muros, conmovíase por el pataleo y los gritos de aquel rebaño de caras sonrosadas y faldas flotantes que lo invadían.
Los gorriones, que picoteaban en las desiertas baldosas, llamándose con sus piídos, retirábanse discretamente a lo alto de los muros, apenas oían a lo lejos el rumor de la invasión, pues conocían, por experiencia, la malignidad graciosa, mas no por esto menos terrible, de aquellos diablillos, ansiosos de vengarse con desenfrenados cánticos, furiosos pataleos y convulsas manotadas de las largas horas de meditación, rezo y ojos bajos, a que obligaban las costumbres del colegio.
Apenas María, rodeada de su banda de admiradoras obedientes, aparecía en lo alto de la escalera, el recreo tomaba el aspecto de infantil aquelarre. Ella era la inventora de las más extrañas diversiones: la introductora de cuantos juegos violentos veía a los muchachos de las calles los días en que salían a pasear por la ciudad.
No parecía contenta hasta que ella, con su banda, turbaba los juegos de las demás niñas, y experimentaba cierto gozo maligno cuando alguna amiga torpe, queriendo imitarla en sus arriesgados saltos, caía de bruces y se contusionaba el rostro hasta hacerse sangre.
Ella fué la inventora de la sencilla diversión de dejarse resbalar a horcajadas por el pasamano de la gran escalera de piedra a una altura de más de quince metros, temeridad en la que muy pocas la quisieron seguir, y cuando la segunda directora, sorprendiéndola en tan peligrosa ocupación, la quitó las ganas de repetir con unos cuantos tirones de orejas, entonces dedicóse a huronear por los alrededores de la habitación del portero, a quien ponía en cuidado la picardía del gracioso bandido, pues apenas se alejaba el hermano José un momento se encontraba al volver rasgadas las estampas con que adornaba su cuarto, sufriendo con esto un cruel berrinche, pues amaba a aquellas imágenes como si fueran individuos de su propia familia.
Un día llevó la niña su audacia hasta el punto de al atravesar el viejo portero el patio a la hora de recreo saltar a su espalda y dejar al descubierto su pelado y puntiagudo cráneo, arrebatándole el mugriento gorro de terciopelo, que de mano en mano, como una pelota, fué de un extremo a otro.
A cada una de estas hazañas conmovíase todo el personal del colegio, bramaba la austera subdirectora, miraban al cielo con aire de escandalizadas las otras hermanas y la directora llamaba a su despacho a la terrible niña, consiguiendo con todos sus sermones que se repitiera siempre la misma escena.
María no negaba, pues era incapaz de mentir. Sí, ella había hecho aquello de que le acusaban. ¿Y por qué? ¿Por qué había cometido tal monstruosidad? A esta pregunta siempre contestaba lo mismo, con encogimiento de hombros y sonrisas picarescas. Ella no sabía explicar, aunque quisiera, el móvil de sus travesuras. Hacía aquello, no porque gozase en hacer mal, sino porque sentía en su interior un impulso irresistible a moverse y a provocar ruido, y porque en ella la acción seguía rápida e irreflexivamente al pensamiento.
No lo volvería a hacer: lo prometía formalmente a la directora, y ella, en su interior, estaba dispuesta a cumplirlo; pero apenas salía del despacho con los ojos bajos y el exterior compungido, sentíase asaltada por el demonio del escándalo (como decían las religiosas), y si encontraba al paso un mueble que volcar con estruendoso ruido o una buena madre a quien clavar en el sayal un alfiler con una maza de papeles, hacíalo con tanta rapidez como lo había pensado.
Convenciéronse, por fin, la directora y sus subordinadas de que era imponible dominar aquella travesura natural, que llegaba hasta el extremo de atar los orinales a la cola de los gatos y azuzar después a éstos para que entrasen corriendo en la capilla a la hora del rezo; y se propusieron armarse de paciencia para sufrir todas las ruidosas bromas de aquella niña.
Justamente entonces fué cuando María experimentó un brusco cambio en su organismo, que modificó su carácter.
Estaba próxima a los trece años, cuando comenzó a sentir un sordo malestar, una agitación nerviosa que la turbaba, impidiéndola hacer las locuras de siempre.
Sus ágiles miembros mostrábanse torpes, como si comenzasen a experimentar una interna petrificación, y los ejercicios violentos conmovíanla hasta el punto de hacerla sufrir vahidos y bruscas alternativas de asfixiante malestar.
Quejábase de violentos dolores en las caderas que la obligaban a inclinarse como si no pudiera resistir el peso de su cuerpo, y tan visible era su fiebre, que las buenas madres la llevaron a presencia del médico del colegio a la hora en que éste hacía su diaria visita.
El médico interrogó con cierta discreción a aquella niña que le miraba descaradamente con sus hermosos ojazos, y sonrió finalmente al escuchar sus respuestas, haciendo un guiño singular a la directora, que estaba presente.
¡Oh! Aquello no era nada. Exceso de salud y vida. Lo de siempre: la crisis que todas forzosamente habían de pasar al llegar a cierta edad.
La fiebre hizo dormir a María durante toda la noche con tranquilo sueño, y al despertarse a la mañana siguiente, incorporóse en su cama con nerviosa inquietud, llevando en su pálido rostro y en sus ojos asombrados una expresión de terror.
Sentía algo extraño bajo el vientre, y todo su organismo estaba dominado por una languidez que le robaba las fuerzas.
Parecíale que durante el sueño había sido herida por una mano brutal, y notaba que la parte alta de sus piernas descansaba sobre pegajosa humedad.
Alarmada y con miedo palpó bajo las sábanas, y al sacar su mano manchada de sangre rojiza y obscura púsose densamente pálida, agitó su cabeza como si el terror no la dejara aire que respirar y lanzó un grito de angustia que resonó en todo el dormitorio.
Acudieron las buenas madres, y el miedo de la colegiala trocóse en sorpresa y estupefacción al ver que las religiosas, al enterarse de lo ocurrido, permanecían silenciosas, con los ojos bajos y ruborizadas, mientras que en los labios de algunas de ellas vagaba una débil sonrisa.
Era aquello el despertar de la pubertad, la revelación del sexo, la dolorosa y molesta iniciación de la niña que pasaba a ser mujer.
María tardó mucho tiempo en convencerse de lo que aquello significaba, y aun así, sólo adivinó a medias la importancia de la revolución que se había operado en su organismo, pues las religiosas procuraban conservar a sus educandas en la más absoluta ignorancia respecto a las funciones de la naturaleza, llegando a tal extremo su pudibundez que prohibían a las niñas, bajo las más severas penas, el llamar por su nombre a los objetos de íntimo uso, y ponían de rodillas a la que, hablando de su camisa, la daba tal nombre, en vez de llamarla la indispensable.