Kitabı oku: «La araña negra, t. 7», sayfa 4
Las consecuencias que tuvo para María aquel suceso fué abandonar en el mismo día el dormitorio de las medianas para pasar al de las señoritas mayores y transformar su vestido, añadiendo algunas pulgadas más de tela a la falda de su uniforme.
VIII
Sinfonía de colores
Al sentirse María tocada por la mano de la Naturaleza fué cuando cambió por completo de carácter.
La pubertad parecía haber limpiado obstruídos canales de su organismo por donde ahora circulaban nuevos torrentes de vital energía, y se despertaban en ella sensibilidades desconocidas que le hacían percibir cosas hasta entonces nunca imaginadas. Parecía que su piel se había adelgazado para ser más sensible a todas las impresiones externas, que sus ojos habían estado empañados hasta entonces y ahora lo veían todo en un nuevo aspecto y con asombrosa claridad, y que sus miembros, antes enjutos, ágiles y nerviosos como los tentáculos de un insecto, al henchirse en el presente con esa fuerza vital que hace estallar el capullo y esparce en el espacio un tropel de colores y perfumes, adquirían nueva forma, y lo que perdían en ligereza ganábanlo en solidez, siendo como raíces que la unían a la vida.
Aquella revelación de la pubertad que tanto alarmó su ignorancia cambió por completo sus gustos y aficiones.
Huyó de las diversiones ruidosas; en el patio del recreo miró con gesto desdeñoso los juegos inocentes a que se entregaban sus compañeras menores, acogió con la irritación del que le proponen una cosa indigna las excitaciones de su banda para que volviese a reanudar las antiguas diabluras y gustó de permanecer en las horas de esparcimiento sentada en un rincón del patio, con el aire enfurruñado del que está descontento de sí mismo y mirando a todas partes con ojos interrogadores, como si quisiera encontrar el poder que la había herido en su organismo, produciendo aquel cambio que en ciertos momentos la irritaba.
A pesar de aquellas fieras melancolías y de los vagos deseos de venganza sin objeto, su varonil carácter iba cediendo el paso a nuevas aficiones y desaparecían en ella rápidamente todos los gustos que la hacían semejante a un muchacho con faldas.
Ella, tan rebelde siempre a toda clase de labores femeniles, se aficionó de repente a los trabajos delicados, y aunque era visible su torpeza para esta clase de faenas, pues únicamente tenía facilidad asombrosa para el estudio, llegó a ser una de las mejores alumnas de la subdirectora, si no por su habilidad, por su tenaz perseverancia.
En las horas de recreo colocábase en el banco del patio al lado de algunas señoritas mayores que ella, que llamaban la atención por su exagerada sensatez, y allí permanecía mucho tiempo entregada de lleno a sus labores de punto, con los ojos bajos y fijos tenazmente en sus movibles dedos y sin dar otras señales de vida que las oleadas de sangre comprimida y violentada por tal quietismo que, subiendo atropelladamente a su cabeza, la inundaban de púrpura el semblante.
Pero aquel carácter, que a pesar del cambio experimentado se conservaba movible e inquieto, no podía ceñirse mucho tiempo a una vida de continua inmovilidad y fijeza.
Su cuerpo no deseaba el movimiento, pero en cambio, el espíritu, que había permanecido como muerto durante aquella alborotada niñez, reclamaba ahora su parte de agitación y esparcimiento y se desesperaba aturdido por la monotonía de las laboriosas distracciones a que se entregaba la joven.
De repente dejó de bajar al patio a las horas de recreo, y cuando las buenas madres, alarmadas por las desapariciones de aquella niña terrible que las tenía en perpetua alarma, fueron en su busca, encontráronla siempre en la azotea del colegio, vasta planicie de ladrillo que, por su altura, permitía gozar de un magnífico panorama y que estaba cubierta por una celosía de alambre, a la cual se enroscaban centenares de plantas trepadoras, formando una hermosa bóveda de verdura.
Como María era siempre sorprendida por las religiosas, inmóvil en la azotea, mirando con soñolienta vaguedad a lo lejos, y no se notaba el menor desperfecto en las plantas, las buenas madres prefirieron dejarla allí a que siguiese bajando al patio, donde un día u otro podían volver a despertarse sus instintos varoniles y perturbar de nuevo la quietud del colegio.
María se consideró feliz con aquella tolerancia que le permitía permanecer en la azotea hasta la hora en que la campana del colegio, con sus repiqueteos, le indicaba que era llegado el momento de volver al trabajo.
El espectáculo que desde allí se gozaba llenaba por completo la aspiración que sentía su alma por todo lo grande, lo inmenso. Además, en aquel ambiente de libertad, limitado por el infinito, se respiraba mejor que en el interior del colegio, entre las obscuras paredes, desnudas y frías, como el afecto mercenario de las buenas madres.
¡Dios mío! ¡Qué hermoso era aquello! María nunca se cansaba de contemplarlo y el panorama producíale una dulce somnolencia, en la cual transcurrían las horas con vertiginosa rapidez.
Lo primero con que tropezaban sus ojos al subir era con la imponente torre del Miguelete, que parecía abrumar el espacio con su pesada masa octogonal y que remontaba sus ocho caras de piedra tostada, compacta y desnuda de todo adorno, para coronarse al final con una cabellera incompleta de floridos adornos góticos, a los que sirve como de sombrero el feo remate postizo que remedia el defecto de la obra sin terminar.
El coloso de piedra hundía su base en la vieja catedral erizada de pequeñas cúpulas, entre las que campea la gótica linterna, y a su alrededor, como las escamas de una inmensa concha de galápago, extendíase un mar de tejados, rojizos o negruzcos, empavesados por las ristras de blanca y flotante ropa puesta a secar y contadas a trechos por las moles pesadas e imponentes de los edificios públicos o por los innumerables campanarios, esbeltos, casi aéreos, remontándose en el espacio con la graciosa audacia de los minaretes de las mezquitas.
Y cuando la niña cansábase de mirar a la ciudad, sumida en la modorra propia de las primeras horas de la tarde bajo un sol siempre ardiente, cuando se sentía aturdida por el cachazudo y discreto campaneo que llamaba a los canónigos al coro, o por el zumbido de colmena que salía de las calles ocultas a su vista, pero marcadas por las desigualdades de los tejados y por los trozos de fachada que quedaban al descubierto con sus alegres balcones cargados de plantas y sus cortinas listadas flotantes a la brisa, no tenía más que girar sobre sus talones para sumergirse en una contemplación de distinto carácter y sentirse envuelta en esa somnolencia ideal que produce la naturaleza exuberante, envuelta en esos esplendores que son la desesperación del arte y que el hombre no llegaría nunca a reproducir.
Delante, casi a sus pies, el río con su gigantesco cauce seco y pedregoso, veteado aquí y allí por corrientes de agua mansa, que se deslizaban indecisas y formando grandes curvas como para llegar más tarde al mar que ha de tragarlas; las lavanderas tendiendo sus montones de ropa entre los altos olmos, alineados a lo largo de las avenidas; los antiguos puentes de roja piedra, albergando bajo sus chatos ojos tribus enteras de gitanos con su acompañamiento de niños sucios, voceadores y en camisa, revueltos con asnos consumidos por el hambre, mancos, sin narices y picados por las irreverentes pedradas de innumerables generaciones de muchachos; y junto a los más apartados riachuelos las manadas de toros destinados a la matanza, paseando su gravedad de raza y su aplomada estampa, y mirando con expresión de hartura los bullones de hierba fresca arreglados por el pastor.
Más allá del río, el espectáculo se agrandaba, se extendía hasta el infinito, con interminable variedad de colores y de luces.
El Hospital Militar con sus cuadradas torres; las grandes fábricas con sus chimeneas humosas; las frondosidades de la Alameda, en las que lucía el tono verde con todas sus infinitas variedades y sobre las cuales se elevaban como dos toscos ídolos chinos las torrecillas de los guardias vestidas con pétreos escudos y cubiertas con caperuzas de barnizadas tejas; todo esto formaba el marco de la opuesta orilla del río, y tras aquella línea extensa y profunda de edificios y vegetación esparcíase la huerta, perdiéndose por un lado en el lejano horizonte y muriendo por otro al pie de las montañas.
Aquel espectáculo causaba a la vista el efecto de un licor fuerte, pues los ojos se embriagaban y aturdían al abarcar de un golpe el desordenado tropel de colores.
Era aquello como un mosaico caprichoso, como un schal indio de extraños y vistosos colores, tendido desde la ciudad al mar.
La nota verde predominaba en aquella grandiosa sinfonía de colores; era la nota obligada, el eterno tema, sólo que subía y bajaba, se adelgazaba como un suspiro o se abría como una frase grave, tomando todas las gradaciones y tonalidades de que es susceptible un color.
El verde obscuro de las arboledas resaltaba sobre el blanquecino de los campos de hortalizas; el amarillento de los trigos hacía contraste con el lustroso y barnizado de los naranjos, y los pinares, allá en el último término, destacaban las negruzcas curvas de sus copas sobre el fondo que formaban las primeras colinas rojizas, que, acariciadas por el sol, tomaban un tinte violeta.
Y aparte de los colores, ¡cuán bellos aspectos presentaban vistas desde aquella altura todas las obras del hombre, todos los signos de vida que se destacaban sobre aquella naturaleza esplendente!
Como los caprichosos veteados de un inmenso bloque de mármol, extendíanse tortuosas fajas rojizas y blanquecinas, que eran otros tantos caminos, formando intrincada red y perdiéndose a lo lejos, matizados por puntos negros en los que apenas si por el tamaño se adivinaban a hombres y vehículos. Las innumerables acequias, recuerdo fiel de la civilización sarracena, confundíanse y se enmarañaban en intrincadas revueltas, como un montón de plateadas anguilas sobre un lecho de verdes hojas, y por todas partes donde se dirigía la mirada, confundidos hasta el punto de parecer que sólo mediaban algunos pasos de unos a otros, veíanse pequeños pueblecitos, grupos de casas, grandiosas alquerías; manchas, en fin, de esplendorosa blancura, que bien podían ser comparadas por un poeta con un tropel de gaviotas descansando sobre un mar de esmeraldas.
La vega tenía sus límites.
A un extremo, cerrando el horizonte y recortando sobre él su dentada crestería, surgía la audaz cordillera que iba a hundirse en el Mediterráneo en rápido descenso de cumbres, sustentando en la última de éstas el histórico castillo de Sagunto, cuyas largas cortinas e innumerables baluartes parecían, vistos desde Valencia, las revueltas de una sierpecilla cenicienta, encogida y dormitando al cariño del sol, y a partir de tal punto, el mar, orlando toda la huerta a lo largo con su recta y azulada faja, llanura inmensa en la que las blancas velas se movían como triscadores corderillos.
Todo era animación allá donde se fijaban los ojos. La vida se desbordaba lo mismo en las obras de la Naturaleza que en las del hombre, y como manadas de obscuros pulgones veíanse esparcidos por los campos centenares de puntos negros, sobre los cuales, una vista poderosa distinguía el brillo de veloces relámpagos. Las herramientas agrícolas, volteando sobre la cabeza del jornalero, caían y arañaban las entrañas de la tierra, removiéndola sin piedad para acelerar el parto de su producción preciosa. La madre común era forzada brutalmente a crear para dar el sustento a sus hijos, que no la permitían el menor descanso.
Pero aquel detalle de fatiga y laboriosidad humana pasaba casi inadvertido para la soñadora niña y desaparecía absorbido por el imponente espectáculo que presentaba el conjunto.
María, acostumbrada a ver todos los días y a las mismas horas aquel paisaje encantador, estaba familiarizada con él, y a pesar de esto nunca se cansaba de admirarlo ni lo encontraba monótono.
Se sentía feliz allí. Era un atracón de libertad y de espacio infinito que se daba la púber, al mismo tiempo que sentía correr por sus venas torrentes de sangre ardiente y atropellada, comparable a las impetuosas corrientes de savia que animaban aquel mar de verdura; era una borrachera de luz y de color que animaba a la fogosa niña y la daba fuerzas y resignación para resistir el monótono y frío interior del colegio, con las austeridades de su educación monjil.
La niña, obsesionada por aquel espectáculo, tenía ideas muy extrañas. Primero creyó ver en aquel dilatado panorama las más estrambóticas imágenes, algo semejante a un aquelarre de figuras monstruosas, esbozos grotescos y formas de embrión. Había obscuros cañares que, moviendo los blancos plumajes de sus alturas, parecíanle negruzcos dragones tendidos y agitando con nerviosos estremecimientos su manchado dorso; hablaba y hacía muecas a su chino, que era una torrecilla lejana cuyas dos ventanas le parecían ojos desmesuradamente abiertos, bajo la puntiaguda techumbre de tejas que tenía gran semejanza con la montera de un mandarín del Celeste Imperio, y las lejanas montañas se presentaban a su vista revistiendo las más extrañas formas animadas: unas eran cúpulas de catedral, otras sombreros de ridículas formas, y hasta en un pico lejano, de perfil encorvado, y en las grandes manchas formadas por hondonadas y barrancos parecía encontrar cierto parecido con el rostro del hermano José, el portero del colegio, con su picuda nariz y su mirada maliciosa.
Pronto su imaginación soñadora, abismándose en la contemplación diaria de un panorama al que amaba con creciente cariño, cansóse de buscar en él extravagantes semejanzas y de adivinar fantásticas formas. Familiarizándose cada vez más con el paisaje encontraba una sorprendente novedad que al principio la hizo sonreír.
¡Qué locura! ¿Pues no le parecía que cantaba aquella vasta y deslumbrante llanura, entonando un himno vago que no producía en sus oídos conmoción alguna, pero que veía vibrar en el espacio?
Era aquello un terrible despropósito; mas no por esto resultaba menos cierto que la risueña vega, con sus azuladas montañas de tonos violáceos y su mar que se confundía con el azul del cielo, entonaba una sinfonía muda, una música de la que gozaban los ojos en vez de los oídos y en la cual cada color representaba una nota, un instrumento que interpretaba su parte, con nimia exactitud, sin desentonar en el armonioso conjunto.
María recordaba las fiestas del colegio, aquellas representaciones teatrales en honor de la santa patrona del establecimiento; la comedia mística desempeñada por las más avispadas colegialas y en la que ella, por su desenvoltura, se encargaba siempre del papel de graciosa; entonces, durante los entreactos, alegraba con sus risueños sones las desiertas salas del edificio una orquesta formada por los músicos más viejos de la ciudad, que asistían a los entierros y a las funciones religiosas.
La joven había oído en tales ocasiones interminables sinfonías de carácter clásico, y ahora encontraba que era muy semejante aquella maravillosa sucesión de colores, con el engarce de notas de las grandes piezas musicales.
Dudó al principio, pero al fin se dió por convencida. ¡Oh!.. ¡Maravilloso!.. ¡Divino!.. El campo entonaba su sinfonía ni más ni menos que como salía de los instrumentos de todos aquellos profesores viejos, la mayor parte con peluca, que alegraban el colegio en la fiesta anual.
Primero, las notas aisladas e incoherentes de la introducción eran aquellas manchas verdes y aisladas de los árboles del río, las masas rojizas de los puentes y edificios, las mil formas que se veían recortadas, separadas e individuales a causa de su proximidad, y tras esta incoherencia de colores, que por estar próximos al espectador no podían confundirse y armonizarse, tras esta breve y fugaz introducción, entraba la sinfonía, brillante, deslumbradora, atronándolo todo con su grandiosidad de conjunto y sin perder por esto el gracioso contorno de los detalles.
Los cabrilleos de las temblonas aguas de acequias y riachuelos, heridas por la luz, eran el trino dulce y tímido de los melancólicos violones, destacándose sobre la masa de los demás tonos; los campos, de verde apagado, hacían valer su color como suspiros tiernos de clarinetes, esos instrumentos que, según Berlioz, “son las mujeres amadas”; los agitados cañares, con sus amarillentas entonaciones, esparcidos a trechos, parecían formar el acompañamiento; los trozos de frescas hortalizas, con sus tonos claros y esplendentes, como charcos de esmeralda líquida, resaltaban sobre el conjunto cual apasionados quejidos de la viola de amor o románticas frases de violoncelo, y en el fondo, aquella inmensa faja de mar, con su tono azul espumado, semejaba la nota prolongada del metal que, a la sordina, lanzaba un suspiro sin límites.
Sí. María se afirmaba cada vez más en su idea. Era aquello una sinfonía clásica, en la que el tema fundamental se repetía hasta lo infinito.
El tema era la nota verde, que tan pronto se abría esparciéndose para tomar un tono blanquecino como se condensaba y obscurecía hasta convertirse en azul violáceo.
Semejante al pasaje fundamental que salta de un atril a otro, para ser repetido por los diversos instrumentos en los más diversos tonos, aquel verde eterno jugueteaba en el paisaje, subía y bajaba perdiendo o ganando en intensidad, se hundía en las aguas tembloroso y vago como los quejidos de la cuerda, se tendía sobre los campos desperezándose con movimientos voluptuosos y dulzones como las melodías de los instrumentos de madera, se extendía azulándose sobre el mar con prolongación indefinida, como el soberbio bramido del metal, y para completar más el conjunto, cual el vibrante ronquido de los timbales matiza los pasajes más interesantes de una obra, el sol arrojaba brutalmente a puñados sus tesoros de luz sobre aquella inmensidad, haciendo resaltar con la brillantez del oro unas partes y dejando envueltas otras en la penumbra del claroscuro.
Y la soñadora niña, con su exaltada fantasía, seguía la marcha de aquella sinfonía muda, que por partes iba desarrollando ante sus ojos sus sublimes grandiosidades.
La blancura de los caminos eran cortos intervalos de silencio en aquel gigantesco concierto, el cual, una vez salvados tales obstáculos, seguía desarrollándose con todas las reglas de la sublimidad artística. El tema crecía en intensidad y brillantez conforme iba alejándose y adquiriendo un tono obscuro; en las orillas del mar llegaba al período esplendente, a la cúspide de la sinfonía, y desde allí comenzaba a descender, buscando el final, las postreras notas. Corría el colorido del tema sobre el mar, esfumándose en el horizonte y adquiriendo la suavidad indecisa de las medias tintas; encaramábase por las lejanas montañas, cuya pálida silueta casi confundía sus contornos con el espacio, y desde aquellas alturas arrojábase en pleno cielo y marchaba velozmente hacia el final, como los instrumentos que entran ya en los últimos compases de la sinfonía. Una vez allí, lo que en el suelo y a corta distancia era verde brillante, se difuminaba en tonos débilmente azules hasta ser blanquecinos, como el tema sinfónico que después de ser brillante y ensordecedor, al ser repetido por última vez adquiere la vaguedad indecisa del sueño, y, al fin, se confundía en el horizonte, indeterminable, pálido, extinguido, sin extremo visible, como el último quejido de los violines que se prolonga mientras queda una pulgada de arco, y que adelgazándose hasta ser un hilillo tenue, una imperceptible vibración, no puede darse cuenta el que escucha de en qué instante cesa realmente de sonar.
Podía ser aquello una locura, pero María oía cantar a los campos y al espacio, y gozaba en la muda sinfonía de la Naturaleza, en aquella obra musical silenciosa y extraña, que comenzaba con lentas palpitaciones de tintas campestres, que se iba agrandando hasta el punto de que las diversas tonalidades de color se sofocasen entre sí, como el canto de las sirenas, imperioso, enervante y desordenado, sofoca las solemnes preces de los peregrinos en la obertura del Tanhäuser y que terminaba, por fin, perdiendo su intensidad, palideciendo, como debilitada por aquella orgía de tintas y esparciéndose en el infinito espacio cual el fatigado espíritu que en loca aspiración intenta en vano sorprender el misterio de la inmensidad.
Todas las tardes, apenas la campana del colegio daba el toque del recreo, la niña, cada vez más soñadora, se lanzaba a subir a la azotea, con todo el apresuramiento febril de la joven que se dispone a ir al teatro, donde sus padres sólo la llevan de tarde en tarde.
Ella llamaba su palco a aquella azotea, y el espectáculo que desde allí gozaba parecíale de inacabable novedad, pues nunca llegaba a fastidiarse dejándose absorber por la grandiosa monotonía de la Naturaleza.
Tan atraída se sentía por la azotea del colegio, que muchas tardes, a la hora en que repasaba sus lecciones de solfeo, pretextaba necesidades apremiantes o burlaba la vigilancia de la madre inspectora para subir a aquel punto del edificio, alcázar dorado de sus ensueños, donde hubiera querido vivir a todas horas.
Las puestas de sol la conmovían, hasta el punto de arrancarla gritos de admiración y contraer su rostro con un gesto de estupidez contemplativa.
Aquel espectáculo era aún más hermoso que la sinfonía de colores, y cada día se presentaba bajo una nueva forma, prolongándose sus radicales variedades hasta lo infinito.
¡Cuán hermosa, resultaba la agonía de la tarde!
En los días tranquilos, el cielo era una inmensa pieza de seda azul, por la que rodaba lentamente, sin quemarla, el sol, como una bola de fuego, y cuando en su descenso majestuoso se acercaba al límite del horizonte formábase tomo un lago de sangre, en el cual se sumergía el astro, tomando un tinte violáceo.
Otras veces, en las tardes nubladas, la apoteosis final del día verificábase en medio de un tropel de vapores, y entonces, el espectáculo adquiría imponente grandiosidad. Parecía el horizonte maravillosa decoración de melodrama mágico, sometida a rápidas mutaciones. Las nubes, que momentos antes semejaban gigantescos copos de blanco algodón, heridos ahora por los últimos rayos de luz, chisporroteaban como un mar de azufre; veíanse allí formas extrañas, cambiando al menor soplo del viento; lo que parecía una torre adquiría de pronto el perfil de una roca batida por olas de fuego; las siluetas de monstruos trocábanse en flotantes vestiduras de ángel, y muchas veces, el sol, en sus últimos estremecimientos, rompía el murallón de cárdenas nubes, y a través de la brecha lanzaba horizontalmente sus postreros rayos como una lluvia de flechas de oro que, cruzando veloces el espacio, venían a herir la retina del espectador.
Cuando caía el crepúsculo y tenues gasas parecían arrollarse lentamente a todos los objetos, María, con los ojos todavía deslumbrados y suspirando con inexplicable melancolía, descendía al interior del edificio, que le parecía más feo y triste que de costumbre.
Sus ojos, conmovidos aún por aquella borrachera de luz y de color, no podían habituarse a la negra y desierta sombra que iba apoderándose de aquellas habitaciones.
En su cerebro iba germinando una idea que se imponía con la fuerza irresistible del deseo. Salir de allí cuanto antes, vivir envuelta en aquellos esplendores que la deslumbraban, ser libre, completamente libre, como las brisas, como los colores que ella veía saltar de un punto a otro, hasta perderse en el infinito.
La continua contemplación de la Naturaleza, despertaba en ella un anhelo inexplicable que la conmovía hasta en lo más íntimo.
Deseaba algo que no podía determinar. Ansiaba salir de allí, para vivir sola y libre como un pajarillo, de los que ella veía saltar en los árboles; como una de las flores que matizaban la sinfonía de colores; pero… no estaba muy segura de si esto le bastaría.
Un suceso inesperado revolucionó su existencia y vino a arrancarla de sus fantásticas contemplaciones.