Kitabı oku: «La condenada (cuentos)», sayfa 5
La voz de Nicomedes era cada vez más temblorosa; sus ojillos azules estaban empañados. No lloraba, pero su grotesca obesidad agitábase con los estremecimientos del niño que hace esfuerzos para tragarse las lágrimas.
– Pero se le ocurrió a un desalmado de larga historia dejarse coger; lo sentenciaron a muerte y hube de entrar en funciones cuando ya casi había olvidado cuál era mi oficio. ¡Qué día aquél! Media ciudad me conoció viéndome sobre el tablado, y hasta hubo periodistas que, como son peor que una epidemia (usted dispense), averiguaron mi vida, presentándonos en letras de molde a mí y a mi familia, como si fuéramos bichos raros, y afirmando con admiración que teníamos facha de personas decentes. Nos pusieron en moda. ¡Pero qué moda! Los vecinos cerraban puertas y ventanas al verme, y aunque la ciudad es grande, siempre me conocían en las calles y me insultaban. Un día, al entrar en casa, me recibió mi mujer como una loca. ¡La niña! ¡La niña!.. La vi en la cama, con el rostro desencajado, verdoso, ¡ella tan bonita! y la lengua manchada de blanco. Estaba envenenada, envenenada con fósforos, y había sufrido atroces dolores durante horas enteras, callando para que el remedio llegase tarde… ¡y llegó! Al día siguiente ya no vivía. La pobrecita tuvo valor. Amaba con toda su alma al mediquín, y yo mismo leí la carta en la que el muchacho se despedía para siempre por saber de quién era hija. No la lloré. ¿Tenía acaso tiempo? El mundo se nos venía encima; la desgracia soplaba por todos lados; aquel hogar tranquilo que nos habíamos fabricado se desplomaba por sus cuatro ángulos. Mi hijo… también a mi hijo lo arrojaron de la casa de comercio, y fue inútil buscar nueva colocación ni apoyo en sus amigos. ¿Quién cruza la palabra con el hijo del verdugo? ¡Pobrecito! ¡Como si a él le hubieran dado a escoger el padre antes de venir al mundo! ¿Qué culpa tenía él, tan bueno, de que yo le hubiese engendrado? Pasaba todo el día en casa, huyendo de la gente, en un rincón del huertecillo, triste y descuidado desde la muerte de la niña. «¿En qué piensas, Antonio?», le preguntaba. «Papá, pienso en Anita.» El pobre me engañaba. Pensaba en él, en lo cruelmente que nos habíamos equivocado, creyéndonos por una temporada iguales a los demás, y cometiendo la insolencia de querer ser felices. El batacazo era terrible: imposible levantarse. Antonio desapareció.
– ¿Y nada ha sabido usted de su hijo? – dijo Yáñez, interesado por la lúgubre historia.
– Sí; a los cuatro días. Lo pescaron frente a Barcelona; salió envuelto en redes, hinchado y descompuesto… Usted ya adivinará lo demás. La pobre vieja se fue poco a poco, como si los chicos tirasen de ella desde arriba; y yo, el malo, el empedernido, me he quedado aquí solo, completamente solo, sin el recurso siquiera de beber; porque si me emborracho, vienen ellos, ¿sabe usted? ellos, mis perseguidores, a enloquecerme con el aleteo de sus hopas negras, como si fuesen enormes cuervos, y me pongo a morir… Y sin embargo, no los odio. ¡Infelices! Casi lloro cuando los veo en el banquillo. Otros son los que me han hecho mal. Si el mundo se convirtiera en una sola persona, si todos los desconocidos que me robaron a los míos con su desprecio y su odio tuvieran un solo cuello y me lo entregaran, ¡ay, cómo apretaría!.. ¡con qué gusto!..
Y hablando a gritos se había puesto de pie, agitando con fuerza sus puños, como si retorciese una palanca imaginaria. Ya no era el mismo ser tímido, panzudo y quejumbroso. En sus ojos brillaban pintas rojas como salpicaduras de sangre; el bigote se erizaba y su estatura parecía mayor, como si la bestia feroz que dormía dentro de él, al despertar, hubiese dado un formidable estirón a la envoltura.
En el silencio de la cárcel resonaba cada vez más claro el doloroso canturreo que venía del calabozo: «Pa… dre… nu… estro… que estás… en los cielos…»
Don Nicomedes no lo oía. Paseaba furioso por la habitación, conmoviendo con sus pasos el piso que servía de techo a su víctima. Por fin se fijó en el monótono quejido.
– ¡Cómo canta ese infeliz! – murmuró – . ¡Cuán lejos estará de saber que estoy yo aquí, sobre su cabeza!
Se sentó desalentado y permaneció silencioso mucho tiempo, hasta que sus pensamientos, su afán de protesta, le obligaron a hablar.
– Mire usted, señor; conozco que soy un hombre malo y que la gente debe despreciarme. Pero lo que me irrita es la falta de lógica. Si lo que yo hago es un crimen, que supriman la pena de muerte y reventaré de hambre en un rincón, como un perro. Pero si es necesario matar para tranquilidad de los buenos, entonces, ¿por qué se me odia? El fiscal que pide la cabeza del malo nada sería sin mí, que obedezco; todos somos ruedas de la misma máquina, y ¡vive Dios! que merecemos igual respeto, porque yo soy un funcionario… con treinta años de servicios.
El ogro
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En todo el barrio del Pacífico era conocido aquel endiablado carretero, que alborotaba las calles con sus gritos y los furiosos chasquidos de su tralla.
Los vecinos de la gran casa en cuyo bajo vivía habían contribuido a formar su mala reputación. ¡Hombre más atroz y malhablado! ¡Y luego dicen los periódicos que la policía detiene por blasfemos!
Pepe el carretero hacía méritos diariamente, según algunos vecinos, para que le cortaran la lengua y le llenasen la boca de plomo ardiendo, como en los mejores tiempos del Santo Oficio. Nada dejaba en paz, ni humano ni divino. Se sabía de memoria todos los nombres venerables del almanaque, únicamente por el gusto de faltarles, y así que se enfadaba con sus bestias y levantaba el látigo, no quedaba santo, por arrinconado que estuviese en alguna de las casillas del mes, al que no profanase con las más sucias expresiones. En fin, ¡un horror! Y lo más censurable era que, al encararse con sus tozudos animales, azuzándoles con blasfemias mejor que con latigazos, los chiquillos del barrio acudían para escucharle con perversa atención, regodeándose ante la fecundidad inagotable del maestro.
Los vecinos, molestados a todas horas por aquella interminable sarta de maldiciones, no sabían cómo librarse de ellas.
Acudían al del piso principal, un viejo avaro, que había alquilado la cochera a Pepe no encontrando mejor inquilino.
– No hagan ustedes caso – contestaba – . Consideren que es un carretero, y que para este oficio no se exigen exámenes de urbanidad. Tiene mala lengua, eso sí; pero es hombre muy formal y paga sin retrasarse un solo día. Un poco de caridad, señores.
A la mujer del maldito blasfemo la compadecían en toda la casa.
– No lo crean ustedes – decía riendo la pobre mujer – ; no sufro nada de él. ¡Criatura más buena! Tiene su geniecillo, pero ¡ay hija! Dios nos libre del agua mansa… Es de oro; alguna copita para tomar fuerzas, pero nada de ser como otros, que se pasan el día como estacas frente al mostrador de la taberna. No se queda ni un céntimo de lo que gana, y eso que no tenemos familia, que es lo que más le gustaría.
Pero la pobre mujer no lograba convencer a nadie de la bondad de su Pepe. Bastaba verle. ¡Vaya una cara! En presidio las había mejores. Era nervudo, cuadrado, velloso como una fiera, la cara cobriza, con rudas protuberancias y profundos surcos, los ojos sanguinolentos y la nariz aplastada, granujienta, veteada de azul, con manojos de cerdas que asomaban como tentáculos de un erizo que dentro de su cráneo ocupase el lugar del cerebro.
A nada concedía respeto. Trataba de reverendos a los machos que le ayudaban a ganar el pan, y cuando en los ratos de descanso se sentaba a la puerta de la cochera, deletreaba penosamente, con vozarrón que se oía hasta en los últimos pisos, sus periódicos favoritos, los papeles más abominables que se publicaban en Madrid, y que algunas señoras miraban desde arriba con el mismo terror que si fuesen máquinas explosivas.
Aquel hombre, que ansiaba cataclismos y que soñaba con la gorda, pero muy gorda, vivía por ironía en el barrio del Pacífico.
La más leve cuestión de su mujer con las criadas le ponía fuera de sí, y abriendo el saco de las amenazas prometía subir para degollar a todos los vecinos y pegar fuego a la casa; cuatro gotas que cayesen en su patio desde las galerías bastaban para que de su bocaza infecta saliese la triste procesión de santos profanados, con acompañamiento de horripilantes profecías para el día en que las cosas fuesen rectas y los pobres subiesen encima, ocupando el lugar que les corresponde.
Pero su odio sólo se limitaba a los mayores, a los que le temían, pues si algún muchacho de la vecindad pasaba por cerca de él, acogíale con una sonrisa semejante al bostezo del ogro, y extendiendo su mano callosa pretendía acariciarlo.
Como se había propuesto no dejar en paz a nadie en la casa, hasta se metía con la pobre Loca, una gata vagabunda que ejercía la rapiña en todas las habitaciones, pero cuyas correrías toleraban los vecinos porque con ella no quedaba rata viva.
Parió aquella bohemia de blanco y sedoso pelaje, y obligada a fijar domicilio para tranquilidad de su prole, escogió el patio del ogro, burlándose tal vez del terrible personaje.
Había que oír al carretero. ¿Era su patio algún corral para que viniesen a emporcarlo con sus crías los animales de la vecindad? De un momento a otro iba a enfadarse, y si él se enfadaba de veras, ¡pum! de la primera patada iban la Loca y sus cachorros a estrellarse en la pared de enfrente.
Pero mientras el ogro tomaba fuerzas para dar su terrible patada y la anunciaba a gritos cien veces al día, la prole felina seguía tranquilamente en un rincón, formando un revoltijo de pelos rojos y negros, en el que brillaban los ojos con lívida fosforescencia, y coreando irónicamente las amenazas del carretero: ¡Miau! ¡Miau!
¡Bonito verano era aquel! Trabajo, poco, y un calor de infierno que irritaba el mal humor de Pepe y hacía hervir en su interior la caldera de las maldiciones, que se escapaban a borbotones por su boca.
La gente de posibles estaba allá lejos, en sus Biarritces y San Sebastianes, remojándose los pellejos, mientras él se tostaba en su cocherón. ¡Lástima que el mar no se saliera, para tragarse tanto parásito! No quedaba gente en Madrid y escaseaba el trabajo. Dos días sin enganchar el carro. Si esto seguía así, tendría que comerse con patatas a sus reverendos, a no ser que echase mano de sus aves de corral, que era el nombre que daba a la Loca y a sus hijuelos.
Fue en Agosto cuando, a las once de la mañana, tuvo que bajar a la estación del Mediodía para cargar unos muebles.
¡Vaya una hora! Ni una nube en el cielo y un sol que sacaba chispas de las paredes y parecía reblandecer las losas de las aceras.
– ¡Arre, valientes!.. ¿Qué quieres tú, Loca?
Y mientras arreaba sus machos, alejaba con el pie a la blanca gata, que maullaba dolorosamente, intentando meterse bajo las ruedas.
– ¿Pero qué quieres, maldita? ¡Atrás, que te va a reventar una rueda!
Y como quien hace una obra de caridad, largó al animal tan furioso latigazo, que lo dejó arrollado en un rincón, gimiendo de dolor.
Buena hora para trabajar. No podía mirarse a parte alguna sin sentir irritación en los ojos; la tierra quemaba; el viento ardía, como si todo Madrid estuviese en llamas; el polvo parecía incendiarse; paralizábanse lengua y garganta, y las moscas, locas de calor, revoloteaban por los labios del carretero o se pegaban al jadeante hocico de los animales en busca de frescura.
El ogro estaba cada vez más irritado conforme descendía la ardorosa cuesta, y mientras mascullaba sus palabrotas, animaba con el látigo a los machos, que caminaban desfallecidos, con la cabeza baja, casi rozando el suelo.
¡Maldito sol! Era el pillo mayor de la creación. Éste sí que merecía le arreglasen las cuentas el día de la gorda, como enemigo de los pobres. En invierno mucho ocultarse, para que el jornalero tenga los miembros torpes y no sepa dónde están sus manos, para que caiga del andamio o le pille el carro bajo las ruedas. Y ahora, en verano, ¡eche usted rumbo! Fuego y más fuego, para que los pobres que se quedan en Madrid mueran como pollos en asador. ¡Hipocritón! De seguro que no molestaba tanto a los que se divertían en las playas de moda.
Y recordando a tres segadores andaluces muertos de asfixia, según había leído en uno de sus papeles, intentaba en vano mirar de frente al sol y le amenazaba con el puño cerrado. ¡Asesino!.. ¡Reaccionario!.. ¡Lástima que no estés más abajo el día de la gorda!
Cuando llegó al depósito de mercancías, detúvose un momento a descansar. Se quitó la gorra, enjugose el sudor con las manos, y puesto a la sombra contempló todo el camino que acababa de atravesar. Aquello ardía. Y pensaba con terror en el regreso, cuesta arriba, jadeante, con el sol a plomo sobre la cabeza y arreando sin parar a las caballerías, abrumadas por el calor. No era grande la distancia de allí a su casa, pero aunque le dijeran que en la cochera le esperaba el mismo Nuncio, no iba. ¡Qué había de ir!.. Aun haciéndole bueno que con tal viajecito venía la gorda, lo pensaría antes de decidirse a subir la cuesta con aquel calor.
– ¡Vaya! Menos historias y a trabajar.
Y levantó la tapa del gran capazo de esparto atado a los varales del carro, buscando su provisión de cuerdas. Pero su mano tropezó con unas cosas sedosas que se removían y sintió al mismo tiempo débiles arañazos en su callosa piel.
Los gruesos dedos hicieron presa, y salió a luz, cogido del pescuezo, un cachorro blanco, con las patas extendidas, el rabo enroscado por los estremecimientos del miedo y lanzando su triste ñau ñau, como quien pide misericordia.
La Loca, no contenta con convertir su patio en corral, se apoderaba del carro y metía la prole en el capazo para resguardarla del sol. ¿No era aquello abusar de la paciencia de un hombre?.. Se acabó todo. Y abarcando en sus manazas a los cinco gatitos, los arrojó en montón a sus pies. Iba a aplastarlos a patadas; lo juraba, ¡voto a esto y lo de más allá! Iba a hacer una tortilla de gatos.
Y mientras soltaba sus juramentos, sacábase de la faja el pañuelo de hierbas, lo extendía, colocaba sobre él aquel montón de pelos y maullidos, y atando las cuatro puntas echó a andar con el envoltorio, abandonando el carro.
Se lanzó a todo correr por aquel camino de fuego, aguantando el sol con la cabeza baja, jadeante y echándose a pecho la cuesta que minutos antes no quería subir, aunque se lo mandase el Nuncio.
Algo terrible preparaba. La voluptuosidad del mal era sin duda lo que le daba fuerzas. Tal vez buscaba subir alto, muy alto, para desde la cresta de un desmonte aplastar su carga de gatos.
Pero se dirigió a su casa, y en la puerta le recibió la Loca con cabriolas de gozo, olisqueando el hinchado pañuelo, que se estremecía con palpitaciones de vida.
– Toma, perdida – dijo jadeante por el calor y el cansancio de la carrera – ; aquí tienes tus granujas. Por esta vez pase, te lo perdono, porque eres un animal y no sabes cómo las gasta Pepe el carretero. Pero otra vez… ¡hum!.. a la otra…
Y no pudiendo decir más palabras sin intercalar juramentos, el ogro volvió la espalda y fue corriendo en busca de su carro, otra vez cuesta abajo, echando demonios contra aquel sol enemigo de los pobres. Pero aunque el calor aumentaba, parecíale al pobre ogro que algo le había refrescado interiormente.
La barca abandonada
—
Era la playa de Torresalinas, con sus numerosas barcas en seco, el lugar de reunión de toda la gente marinera. Los chiquillos, tendidos sobre el vientre, jugaban a la carteta a la sombra de las embarcaciones; y los viejos, fumando sus pipas de barro traídas de Argel, hablaban de la pesca o de las magníficas expediciones que se hacían en otros tiempos a Gibraltar y a la costa de África, antes que al demonio se le ocurriera inventar eso que llaman la Tabacalera.
Los botes ligeros, con sus vientres blancos y azules y el mástil graciosamente inclinado, formaban una fila avanzada al borde de la playa, donde se deshacían las olas y una delgada lámina de agua bruñía el suelo cual si fuese de cristal; detrás, con la embetunada panza sobre la arena, estaban las negras barcas del bòu, las parejas que aguardaban el invierno para lanzarse al mar, barriéndolo con su cola de redes; y en último término, los laúdes en reparación, los abuelos, junto a los cuales agitábanse los calafates, embadurnándoles los flancos con caliente alquitrán, para que otra vez volviesen a emprender sus penosas y monótonas navegaciones por el Mediterráneo: unas veces a las Baleares con sal, otras a la costa de Argel con frutas de la huerta levantina, y muchas con melones y patatas para los soldados rojos de Gibraltar.
En el curso de un año, la playa cambiaba de vecinos; los laúdes ya reparados se hacían a la mar y las embarcaciones de pesca eran armadas y lanzadas al agua; sólo una barca abandonada y sin arboladura permanecía enclavada en la arena, triste, solitaria, sin otra compañía que la del carabinero que se sentaba a su sombra.
El sol había derretido su pintura; las tablas se agrietaban y crujían con la sequedad, y la arena, arrastrada por el viento, había invadido su cubierta. Pero su perfil fino, sus flancos recogidos y la gallardía de su construcción delataban una embarcación ligera y audaz, hecha para locas carreras, con desprecio a los peligros del mar. Tenía la triste belleza de esos caballos viejos que fueron briosos corceles y caen abandonados y débiles sobre la arena de la plaza de toros.
Hasta de nombre carecía. La popa estaba lisa y en los costados ni una señal del número de filiación y nombre de la matrícula, un ser desconocido que se moría entre aquellas otras barcas, orgullosas de sus pomposos nombres, como mueren en el mundo algunos, sin desgarrar el misterio de su vida.
Pero el incógnito de la barca sólo era aparente. Todos la conocían en Torresalinas, y no hablaban de ella sin sonreír y guiñar un ojo, como si les recordase algo que excitaba malicioso regocijo.
Una mañana, a la sombra de la barca abandonada, cuando el mar hervía bajo el sol y parecía un cielo de noche de verano, azul y espolvoreado de puntos de luz, un viejo pescador me contó la historia.
– Este falucho – dijo acariciándole con una palmada el vientre seco y arenoso – es El Socarrao, el barco más valiente y más conocido de cuantos se hacen al mar desde Alicante a Cartagena. ¡Virgen Santísima! ¡El dinero que lleva ganado este condenao! ¡Los duros que han salido de ahí dentro! Lo menos lleva hechos veinte viajes desde Orán a estas costas, y siempre con la panza bien repleta de fardos.
El bizarro y extraño nombre de Socarrao me admiraba algo, y de ello se apercibió el pescador.
– Son motes, caballero; apodos que aquí tenemos, lo mismo los hombres que las barcas. Es inútil que el cura gaste sus latines con nosotros; aquí quien bautiza de veras es la gente. A mí me llaman Felipe; pero si algún día me busca usted, pregunte por Castelar, pues así me conocen, porque me gusta hablar con las personas y en la taberna soy el único que puede leer el periódico a los compañeros. Ese muchacho que pasa con el cesto de pescado es Chispas, a su patrón le llaman El Cano, y así estamos bautizados todos. Los amos de las barcas se calientan el caletre buscando un nombre bonito para pintarlo en la popa. Una, la Purísima Concepción; otra, Rosa del Mar; aquélla, Los Dos Amigos; pero llega la gente con su manía de sacar motes, y se llaman La Pava, El Lorito, La Medio Rollo, y gracias que no las distingan con nombres menos decentes. Un hermano mío tiene la barca más hermosa de toda la matrícula; la bautizamos con el nombre de mi hija: Camila; pero la pintamos de amarillo y blanco, y el día del bautizo se le ocurrió decir a un pillo de la playa que parecía un huevo frito. ¿Querrá usted creerlo? Sólo con este apodo la conocen.
– Bien – le interrumpí – ; pero ¿y El Socarrao?
– Su verdadero nombre era El Resuelto, pero por la prontitud con que maniobraba y la furia con que acometía los golpes de mar, dieron en llamarle El Socarrao, como a una persona de mal genio… Y ahora vamos a lo que le ocurrió a este pobre Socarraíco hace poco más de un año, la última vez que vino de Orán.
Miró el viejo a todos lados, y convencido de que estábamos solos, dijo con sonrisa bonachona:
– Yo iba en él, ¿sabe usted? Esto no lo ignora nadie en el pueblo; pero si yo se lo digo es porque estamos solos y usted no irá después a hacerme daño. ¡Qué demonio! Haber ido en El Socarrao no es ninguna deshonra. Todo eso de aduanas y carabineros y barquillas de la Tabacalera no lo ha creado Dios: lo inventó el gobierno para hacernos daño a los pobres, y el contrabando no es pecado, sino un medio muy honroso de ganarse el pan exponiendo la piel en el mar y la libertad en tierra. Oficio de hombres enteros y valientes como Dios manda.
Yo he conocido los buenos tiempos. Cada mes se hacían dos viajes, y el dinero rodaba por el pueblo que era un gusto. Había para todos: para los de uniforme, pobrecitos que no saben cómo mantener su familia con dos pesetas, y para nosotros la gente de mar.
Pero el negocio se puso cada vez peor, y El Socarrao hacía sus viajes de tarde en tarde, con mucho cuidado, pues le constaba al patrón que nos tenían entre ojos y deseaban meternos mano.
En la última correría íbamos ocho hombres a bordo. En la madrugada habíamos salido de Orán, y a mediodía, estando a la altura de Cartagena, vimos en el horizonte una nubecilla negra, y al poco rato un vapor que todos conocimos. Mejor hubiéramos visto asomar una tormenta. Era el cañonero de Alicante.
Soplaba buen viento. Íbamos en popa, con toda la gran vela de frente y el foque tendido. Pero con estas invenciones de los hombres, la vela ya no es nada, y el buen marinero aún vale menos.
No es que nos alcanzaban, no señor. ¡Bueno es El Socarrao para dejarse atrapar teniendo viento! Navegábamos como un delfín, con el casco inclinado y las olas lamiendo la cubierta; pero en el cañonero apretaban las máquinas, y cada vez veíamos más grande el barco, aunque no por esto perdíamos mucha distancia. ¡Ah! ¡Si hubiéramos estado a media tarde! Habría cerrado la noche antes que nos alcanzara, y cualquiera nos encuentra en la oscuridad. Pero aún quedaba mucho día, y corriendo a lo largo de la costa era indudable que nos pillarían antes del anochecer.
El patrón manejaba la barra con el cuidado de quien tiene toda su fortuna pendiente de una mala virada. Una nubecilla blanca se desprendió del vapor y oímos el estampido de un cañonazo.
Como no vimos la bala, comenzamos a reír, satisfechos y hasta orgullosos de que nos avisasen tan ruidosamente.
Otro cañonazo, pero esta vez con malicia. Nos pareció que un gran pájaro pasaba silbando sobre la barca, y la antena se vino abajo con el cordaje roto y la vela desgarrada. Nos habían desarbolado, y al caer el aparejo le rompió una pierna a uno de la tripulación.
Confieso que temblamos un poco. Nos veíamos cogidos, y ¡qué demonio! ir a la cárcel como un ladrón por ganar el pan de la familia es algo más temible que una noche de tormenta. Pero el patrón de El Socarrao es hombre que vale tanto como su barca.
– Chicos, eso no es nada. Sacad la vela nueva. Si sois listos no nos cogerán.
No hablaba a sordos, y como listos no había más que pedirnos. El pobre compañero se revolvía como una lagartija, tendido en la proa, tentándose la pierna rota, lanzando alaridos y pidiendo por todos los santos un trago de agua: ¡para contemplaciones estaba el tiempo! Nosotros fingíamos no oírle, atentos únicamente a nuestra faena, separando el cordaje y atando a la antena la vela de repuesto, que izamos a los diez minutos.
El patrón cambió el rumbo. Era inútil resistir en el mar a aquel enemigo que andaba con humo y escupía balas. ¡A tierra, y que fuese lo que Dios quisiera!
Estábamos frente a Torresalinas. Todos éramos de aquí y contábamos con los amigos. El cañonero, viéndonos con rumbo a tierra, no disparó más. Nos tenía cogidos, y seguro de su triunfo ya no extremaba la marcha. La gente que estaba en esta playa no tardó en vernos, y la noticia circuló por todo el pueblo. ¡El Socarrao venía perseguido por un cañonero!
Había que ver lo que ocurrió. Una verdadera revolución: créame usted, caballero. Medio pueblo era pariente nuestro, y los demás comían más o menos directamente del negocio. Esta playa parecía un hormiguero. Hombres, mujeres y chiquillos nos seguían con mirada ansiosa, lanzando gritos de satisfacción al ver cómo nuestra barca, haciendo un último esfuerzo, se adelantaba cada vez más a su perseguidor, llevándole una media hora de ventaja.
Hasta el alcalde estaba aquí, para servir en lo que fuera bueno. Y los carabineros, excelentes muchachos que viven entre nosotros y son casi de la familia, hacíanse a un lado, comprendiendo la situación y no queriendo perder a unos pobres.
– ¡A tierra, muchachos! – gritaba nuestro patrón – . Vamos a embarrancar. Lo que importa es poner en salvo fardos y personas. El Socarrao ya sabrá salir de este mal paso.
Y sin plegar casi el trapo, embestimos la playa, clavando la proa en la arena. ¡Señor, qué modo de trabajar! Aún me parece un sueño cuando lo recuerdo. Todo el pueblo se tiró sobre la barca, la tomó por asalto: los chicuelos se deslizaban como ratas en la cala.
– ¡Aprisa! ¡Aprisa! ¡Que vienen los del gobierno!
Los fardos saltaban de la cubierta: caían en el agua, donde los recogían los hombres descalzos y las mujeres con la falda entre las piernas; unos desaparecían por aquí; otros se iban por allá; fue aquello visto y no visto, y en poco rato desapareció el cargamento, como si lo hubiera tragado la arena. Una oleada de tabaco inundaba a Torresalinas, filtrándose en todas las casas.
El alcalde intervino paternalmente.
– Hombre, es demasiado – dijo al patrón – . Todo se lo llevan, y los carabineros se quejarán. Dejad al menos algunos bultos para justificar la aprehensión.
Nuestro amo estaba conforme.
– Bueno; haced unos cuantos bultos con dos fardos de la peor picadura. Que se contenten con eso.
Y se alejó hacia el pueblo, llevándose en el pecho toda la documentación de la barca. Pero aún se detuvo un momento, porque aquel diablo de hombre estaba en todo.
– ¡Los folios! ¡Borrad los folios!
Parecía que a la barca le habían salido patas. Estaba ya fuera del agua y se arrastraba por la arena en medio de aquella multitud que bullía y trabajaba, animándose con alegres gritos.
– ¡Qué chasco! ¡Qué chasco se llevarán los del gobierno!
El compañero de la pierna rota era llevado en alto por su mujer y su madre. El pobrecillo gemía de dolor a cada movimiento brusco, pero se tragaba las lágrimas y reía también como los otros, viendo que el cargamento se salvaba y pensando en aquel chasco que hacía reír a todos.
Cuando los últimos fardos se perdieron en las calles de Torresalinas, comenzó la rapiña de la barca. El gentío se llevó las velas, las anclas, los remos: hasta desmontamos el mástil, que se cargó en hombros una turba de muchachos, llevándolo en procesión al otro extremo del pueblo. La barca quedó hecha un pontón, tan pelada como usted la ve.
Y mientras tanto, los calafates, brocha en mano, pinta que pinta. El Socarrao se desfiguraba como un burro de gitano. Con cuatro brochazos fue borrado el nombre de popa; y de los folios de los costados, de esos malditos letreros, que son la cédula de toda embarcación, no quedó ni rastro.
El cañonero echó anclas al mismo tiempo que desaparecían en la entrada del pueblo los últimos despojos de la barca. Yo me quedé en este sitio, queriendo verlo todo, y para mayor disimulo ayudaba a unos amigos que echaban al mar una lancha de pesca.
El cañonero envió un bote armado, y saltaron a tierra no sé cuántos hombres con fusil y bayoneta. El contramaestre, que iba al frente, juraba furioso mirando a El Socarrao y a los carabineros, que se habían apoderado de él.
Todo el vecindario de Torresalinas se reía a aquellas horas, celebrando el chasco, y aún hubiera reído más, viendo, como yo, la cara que ponía aquella gente al encontrar por todo cargamento unos cuantos bultos de tabaco malo.
– ¿Y qué pasó después? – pregunté al viejo – . ¿No castigaron a nadie?
– ¿A quién? Únicamente podían castigar al pobre Socarrao, que quedó prisionero. Se ensució mucho papel y medio pueblo fue a declarar; pero nadie sabía nada. ¿De qué matrícula era el barco? Silencio; nadie le había visto los folios. ¿Quiénes lo tripulaban? Unos hombres que al varar habían echado a correr tierra adentro. Y nadie sabía más.
– ¿Y el cargamento? – dije yo.
– Lo vendimos completo. Usted no sabe lo que es la pobreza. Cuando embarrancamos, cada uno agarró el fardo que tenía más a mano y echó a correr para esconderlo en su casa. Pero al día siguiente estaban todos a disposición del patrón: no se perdió ni una libra de tabaco. Los que exponen la vida por el pan y todos los días le ven la cara a la muerte, están más libres de tentaciones que los otros…
– Desde entonces – continuó el viejo – que está aquí preso el pobre Socarrao. Pero no tardará en hacerse a la mar con su antiguo amo. Parece que ha terminado el papeleo; lo sacarán a subasta, y se lo quedará el patrón por lo que quiera dar.
– ¿Y si otro da más?
– ¿Y quién ha de ser ese? ¿Somos acaso bandidos? Todo el pueblo sabe quién es el verdadero amo de la barca abandonada, y nadie tiene tan mal corazón que intente perjudicarle. Aquí hay mucha honradez. A cada uno lo que sea suyo: el mar, que es de Dios, para nosotros los pobres, que hemos de sacar el pan de él, aunque no quiera el gobierno.