Kitabı oku: «La horda», sayfa 16
IX
El hermano Vicente tenía un tirano, cuyas exigencias sobrellevaba con mansedumbre.
Era aquel zapatero convertido, que traía a la nueva fe todas las violencias de su antigua fama de devorasantos. Hablando a su protector le aterraba con los aspectos sanguinarios de su devota vehemencia. No había más verdad que la religiosa, y al que no la aceptase, ¡leña! Un poquito de Inquisición no estaba de más en estos tiempos de herejía y desprecio a Dios. Era el ardor del neófito que asusta al maestro, la audacia del renegado que quiere borrar con tremendas exageraciones el recuerdo de su historia.
Además, se creía con derechos absolutos sobre la persona y los bienes de su catequista, y miraba con hostilidad a la pareja que vivía con el señor Vicente, sospechando que le despojaban de una parte de lo que consideraba como suyo.
No hablaba con él que no le hiciese preguntas sobre la vida de aquel matrimonio, enterándose minuciosamente de la puntualidad con que cumplían sus compromisos.
– ¡Aún no le habrán pagado el último mes!.. – decía al avistarse con el «santo» – . ¡Ni el anterior tampoco!.. ¡Y usted tan tranquilo! ¡Qué hombre, Señor Dios!.. Eso no es caridad, don Vicente: eso es tontería. La caridad debe comenzar por los buenos, por los que defienden las sanas doctrinas. Es una vergüenza que usted pague por esas gentes, mientras me abandona a mi que tengo familia, que soy su hijo y vivo como buen católico.
El hermano excusábase tímidamente, rebañando sus bolsillos para acallar con alguna dádiva las protestas del temible discípulo.
– No son mala gente – afirmaba refiriéndose a sus huéspedes – . Los pobrecitos tienen tan poca fortuna, que hay que ayudarles. Ella es una excelente muchacha: tan trabajadora… tan modosita…
– Pero no van a misa, don Vicente; fíjese usted y verá como nunca entran en la iglesia. El es un impío que ha escrito en los peores papeles. Entre usted un día en su habitación, busque bien, y verá como encuentra a montones los escritos contra el Señor y los santos… Además, me da el corazón que no son casados; esa pareja no vive como Dios manda.
El crédulo hermano protestaba. Su discípulo incurría en el pecado de murmuración; pensaba mal de todos: eran resabios de su antigua vida. ¿Por qué no habían de ser casados? El señor de Maltrana y ella se lo habían asegurado y debía creerles… Cada uno en su casa, evitando chismes y curioseos, y al que fuese malo ya lo castigaría Dios.
– Eso es – mugía el discípulo – . Ellos a vivir de gorra, a comerse el dinero de usted, que es mi padre, mientras yo rabio, sin poder darme el gusto de ir a las Cuarenta Horas o al sermón, trabajando para que la mujer y los chiquillos coman apenas.
– Todo se arreglará – decía bondadosamente el hermano – . La misericordia del Señor es grande y a todos alcanza.
Isidro, adivinando la hostilidad del zapatero, le acogía con duro gesto cuando se presentaba en la casa buscando al señor Vicente. Se burlaba de su religiosidad feroz; presentía el despotismo que ejercía sobre el catequista, el abuso que hacía de su cualidad de alma redimida por el sencillo hermano.
Recordaba el joven ciertas estampas de santos misioneros, en las que aparecen éstos con un salvaje prosternado a sus pies, cual símbolo de las grandes conquistas realizadas en favor del cielo; y en sus conversaciones con Feli, designaba siempre al remendón con el apodo de Indio converso.
Aquel bruto le causaba repugnancia por el furor con que defendía sus nuevas creencias, sólo comparable a la bestialidad con que había sustentado las anteriores. Además, le era antipático por el provecho que sacaba de su conversión, explotando al señor Vicente y amenazándole cuando no le daba bastante. El pobre hermano, siervo resignado de su gloria, esclavo de su propia conquista, inspiraba lástima a Isidro.
Hablaba en todas partes de su famoso triunfo; mostraba como un trofeo al Indio converso, exagerando inocentemente las horripilantes hazañas de sus época de impiedad; pero después de esta exhibición, al quedar solos los dos, el catecúmeno insaciable prorrumpía en lamentaciones sobre su miseria, no callando hasta convencerse de que en los bolsillos del «santo» sólo quedaban algunas oraciones impresas y migas de pan.
– Aquí ha estado a buscarle ese bruto – decía Isidro al ver entrar al señor Vicente – . El Indio converso… su discípulo el remendón. ¡Valiente animal! Crea usted que en el cielo no le agradecen esta conquista. Tendrán que habilitarle un pesebre al lado del caballo de San Martín o la burra de Balaam.
– Señor de Maltrana – exclamaba el «santo» – , más caridad… más amor al prójimo. El pobre es algo rudo: resabios de su pasado; pero es bueno y ama a Dios.
Y el «santo» parecía sufrir al verse entre estas dos antipatías.
No se engañaba el Indio converso al sospechar que su protector concedía algún apoyo a sus huéspedes. El «santo» veía el incesante trabajo de Feli; adivinaba, por sus ojeadas a la cocina, la penuria de los jóvenes; oía desde su cama los diálogos de la pareja discutiendo los apuros del día siguiente.
Cuando Isidro se ausentaba, aproximábase él a Feli con cierta cortedad, dejando sobre el montón de corsés lo que encontraba en sus bolsillos. Unas veces era un puñado de cobre, otras una peseta, que fregoteaba con su pañuelo antes de entregarla.
– Que no sepa nada el señor de Maltrana – decía con voz misteriosa – . Que el secreto quede entre usted y yo. Hay que ayudarse como buenos cristianos. Ese dinero me lo dieron esta mañana las buenas señoras que me protegen. Para ustedes… Ustedes son tan pobrecitos como los que yo visito en las afueras… Pero no llore usted: ya vendrán días mejores; Dios aprieta, pero no ahoga.
Y reía de su caritativa malicia, que quedaba en el misterio, sin que el señor de Maltrana pudiese sospecharla.
El joven también debía sus favores al «santo».
– Señor Vicente, con este mes ya van tres que no le pago. Los negocios andan mal; en verano no se encuentra trabajo; pero ya llegará la buena época, cuando la gente regrese a Madrid, y entonces pagaré todos los atrasos de una vez.
– Vaya usted tranquilo, señor de Maltrana. Nada le pido; que Dios no nos abandone, y todos viviremos.
Isidro encontraba cada vez más dura y difícil su existencia. Las dos pesetas que ganaba Feli en el emballenado trabajando todo el día y gran parte de la noche, y los escasos reales que podía juntar a la semana llenando cuartillas a diez céntimos con destino a la revista social, no bastaban para las atenciones de su subsistencia. El orden y el método en la nutrición, que embellecían los primeros tiempos de su vida común, habían desaparecido con la miseria. Feli necesitaba todo su tiempo para el trabajo, y apenas si de tarde en tarde podía entrar en la cocina.
Maltrana, con toda su altivez intelectual, vigilaba el fogón, y a falta de ocupaciones más importantes, aprendía torpemente de Feli el secreto de los guisos. ¿Dónde estaban aquellos pucheretes sabrosos de su luna de miel, aquellos platos que daban ganas de comerse a besos las manos de la amada hacendosa?.. La vida era triste, y los pucheretes unas veces salían crudos y otras carbonizados. El fastidio de la miseria entorpecía de tal modo la actividad de los dos, que pasaban días enteros sin encender fuego, alimentándose con algún fiambre traído de la taberna.
Cuando les faltaba en absoluto el dinero, Maltrana lanzábase a la calle. Su descenso del cuarto piso comparábalo a la bajada del lobo desde las cumbres a la llanura, empujado por el hambre.
La víctima que el lobo infeliz buscaba con preferencia era el señor Manolo el Federal. Lo esperaba en la oficina de la Puerta del Sol, y al presentarse el capataz exponíale las tristezas de su vida.
El buen Federal escuchaba con los ojos bajos, moviendo la cabeza como si aprobase las palabras del joven, reconociendo que hablaba muy bien. Después metía la mano en un bolsillo del pantalón, agitando la moneda de la venta, y acababa por entregarle un par de pesetas, sin queja alguna.
Todo aquello era culpa del viejo régimen.
–Ahí tienes – decía con expresión solemne – lo que es el unitarismo y la centralización. Tú tienes talento y te mueres de hambre; y como tú, muchos. El centralismo sólo aprovecha a los pillos. El día en que cada Estado y cada quisque particular goce su autonomía, todos tendrán lo que merezcan… Esto te lo digo para que aprendas, para que os convenzáis de cómo os paga el unitarismo…
Y se cobraba el par de pesetas con una nueva avalancha de enrevesados razonamientos, que Maltrana oía resignado.
En otros momentos de apuro, Isidro, por no molestar con tanta frecuencia al señor Manolo, se acordaba de su tío el Ingeniero, buscándolo en el café de San Millán. Le veía rodeado de ciertos amigos tan viejos como él, alegres camaradas que formaban el catálogo de cuantas muchachas bonitas existen en los barrios bajos.
El Ingeniero no acogió mal la primera petición de su sobrino.
– Ya sé yo lo que es eso – dijo guiñando un ojo y dando palmaditas en la espalda de Maltrana – . ¡Las mujeres!.. No hay nada como ellas para que un hombre ande lampando tras la peseta… Todas son gastosas, y no están contentas hasta que le sacan al hombre las mismísimas entrañas… ¿Cuánto necesitas? ¿Tres pesetas? ¡Pero muchacho, si con eso no tienes ni pa una misa! Toma un par de duros: los hombres de verdad debemos ayudarnos; hoy por ti, mañana por mí.
Y le entregó un par de redondeles de plata con un ademán de compañero de armas.
–Oye: lo de tu matrimonio será filfa – continuó – . Yo lo calé apenas me hablasteis. ¡Valiente tuno estás, sobrino!.. Y la muchacha lo vale; una gachí con dos ojos como dos quinqués. Si no fueses de la familia te la quitaba. Tú eres más joven, pero yo tengo un gran «aquel» para las mujeres. Que lo digan éstos.
Y señalaba a los camaradas que ocupaban la mesa.
Maltrana se marchó entre agradecido y molesto por las necedades de su tío, y no volvió a verle hasta pasadas dos semanas, acosado por nuevas necesidades.
– ¡Hola!.. Siéntate – dijo al verle el Ingeniero, con cierta displicencia.
Siguió hablando con sus amigotes, y de pronto dijo al sobrino:
– La otra noche os vi pasar, muy cargados de paquetes, a ti y a la gachí por la calle de Toledo. ¿Sabes que esa chica ha perdido mucho? Yo no veo bien, pero me parece que se ha puesto fea con ese tripón, moviéndose como una barca, y la cara hinchá como si acabases de largarle dos tortas. Hasta me pareció que tiene los ojos más pequeños.
Maltrana sufrió en silencio estas palabras de su tío, que aún le parecieron más molestas en presencia de su tertulia de majaderos. Sin embargo, fingió una sonrisa pensando en el dinero que podía darle.
– Creo – continuó el Ingeniero– que ha llegado para ti la hora de… vámonos. Las mujeres duran poco; son como los pitillos: cuando se llega a más de la mitad, todo es ceniza, y hay que tirarlos. ¿Digo mal, caballeros?
Todos aprobaron la sabiduría del chamarilero.
Cuando Isidro creyó llegado el momento de formular su petición, el tío no la acogió del mismo modo que la otra vez. Había perdido para él su prestigio de mozo afortunado; ya no le inspiraba envidia: era un bobo, sin «viveza» para salir del paso; se «caía» manteniendo a aquella golfa por el insignificante motivo de haberla puesto en estado interesante.
– Toma tres pesetas: no puedo darte más; y te advierto que son las últimas. Tengo muchos gastos, y los tiempos están malos. Aún no he vendido el órgano.
Maltrana comprendió que no debía esperar más del Ingeniero, y dejó de ir al Café de San Millán.
La miseria les estrechaba cada vez con mayor crueldad. Feli estaba fatigada; había perdido la fortaleza de sus primeros días de labor. Avanzaba su embarazo. Con un supremo esfuerzo de voluntad, inclinábase ante la obra, emballenando los corsés, bordando a mano las «flores»; pero apenas tenía acabada una docena, coloreábase su rostro con una ola de sangre, su cabeza daba vueltas, y echando atrás el cuerpo, cerraba los ojos como si fuese a desvanecerse. No podía trabajar más.
Mientras tanto, crecían los apuros de la casa, haciéndose más difícil la existencia de los dos. Los adornos de su bienestar desaparecían: quedaba ya muy poco de la primitiva instalación. Isidro, más versado, por su antigua vida, en el arte de defenderse de la miseria, era el encargado de liquidar la escasa fortuna. Pieza a pieza, vendíalo todo. Ya no brillaba en el dormitorio con el esplendor del oro aquella cama que enorgullecía a Feli y había presenciado las mayores alegrías de la pareja. Dormían en el suelo, en un colchón, y pretendían demostrarse que así estaban mejor, siendo tan calurosa aquella época del año. El tintero, regalo de Feli, también había desaparecido. Su venta les proporcionó una cena, después de un largo día de ayuno. Comieron, pero la joven creyó que estaban menos unidos después de la pérdida de este objeto, comprado el primer día de vida común. Lo miraba como un fetiche de su felicidad.
También habían vendido sus ropas de invierno, aquel traje de gran gala adquirido en la calle de Toledo, que marcaba para Feli el momento más culminante de su bienestar. En cuanto a las botas color limón, con su alta fila de botones, nada podían sacar de ellas; estaban tan destrozadas como las ilusiones de la infeliz pareja.
Maltrana, que en otros tiempos había hecho frente a la miseria, con la alegre inconsciencia del pájaro errante, se desesperaba y sentía pasar por su cerebro los más lúgubres pensamientos al ver a Feli, resignada y silenciosa, trabajando con sobrehumano esfuerzo, mientras la cocina estaba fría y no se encontraba en los rincones el más pequeño mendrugo.
¡La miseria, la mala bestia negra! ¡Cómo arañaba la carne! ¡Qué inspiraciones repugnantes soplaba en el oído!.. Algunas veces, los ojos de Maltrana vagaban con sombría interrogación por las habitaciones del hermano Vicente. Ahora eran las mejores de la casa: estaban llenas de algo; mientras las suyas mostraban un espantable vacío.
Sentía la criminal tentación de coger algunos libros del «santo» y venderlos: de descolgar el Cristo ensangrentado y bajarlo al Rastro, para que sus primos lo comprasen. Tenía que hacer un gran esfuerzo para repeler estos pensamientos. El crucifijo sólo valía unos cuantos reales; los libros que el «santo» guardaba con tanta estima no servían, en su mayor parte, mas que de papel de envolver.
La escasez, con sus angustias, le agriaba el carácter. El señor Vicente, tal vez por esto, parecía rehuir su trato. Entraba y salía sin verle, sin hablarle. Ya no se acercaba a Feli con su bondad misteriosa para dejar dinero encima de los corsés.
En cambio, una tarde que ella estaba sola, llegaron el Indio converso y aquel cura viejo, vagabundo como el señor Vicente. Querían esperar a éste, y en vez de permanecer en la sala del hermano, entraron en el cuarto de los jóvenes. El Indio converso indicaba con fieras miradas los retratos clavados en la pared.
Era lo único que restaba del primitivo bienestar. Maltrana no había intentado venderlos, pues conocía su insignificante valor. Además, en medio de su miseria, eran la única demostración de que allí vivía un intelectual.
El cura, siguiendo las ojeadas del Indio converso, examinaba con aparente distracción los retratos y leía y releía los nombres impresos al pie, como si temiese olvidarlos. Al mismo tiempo tosía con una expresión irónica. ¡Ejem! ¡ejem!.. Y el devoto remendón movía la cabeza como si contestase: «¡Eh! ¿Qué tal? ¿No lo decía yo?..»
Cuando supo Maltrana esta visita, prorrumpió en exclamaciones de cólera. De estar él, allí les hubiera echado a la calle, para que aprendiesen a no curiosear en casa ajena.
Algunos días después notó Isidro que el señor Vicente retardaba sus salidas matinales, o volvía a casa muy temprano, como buscando una ocasión para hablar con él. Le miraba por la puerta entreabierta, al pasear por su biblioteca mascullando oraciones; pero no osaba pasar adelante, como si temiese abordarle en presencia de Feli.
Una mañana, al salir Isidro, vio que el señor Vicente abandonaba al mismo tiempo su habitación, como si le esperase. Los dos se juntaron en el rellano.
– Señor de Maltrana, tenemos que hablar.
Le dolía mucho lo que iba a decirle, pero le obligaba la necesidad. Debía buscar una nueva casa; él abandonaría aquélla apenas acabase el mes.
– No puedo, señor de Maltrana; no puedo pagar el alquiler. Y no es que intente echarle en cara el no haberme ayudado. ¡Ave María! Usted no pagó su parte porque no pudo… pero yo me voy. Meteré los libros en cualquier sitio: me los guardará ese señor sacerdote que usted ha visto algunas veces. Viviré con el pobrecito zapatero; él y su familia desean tenerme con ellos; cuidarme un poco, que bien lo necesito.
Maltrana quedó anonadado por el nuevo infortunio que caía sobre él. ¿Adónde ir? Pero la nerviosidad de la desgracia, que agriaba su carácter, le hizo acoger con altivez esta contrariedad.
– Señor Vicente: usted es un buen hombre y no le creo capaz de tomar por sí solo tal resolución. Esto es cosa del Indio converso, que quiere monopolizarle, y tal vez de ese capellán amigo de usted…
El «santo» protestó, defendiendo a sus camaradas. No había que maliciar de ellos ni atribuirles perversas intenciones. El se marchaba porque era un pobre y no podía soportar el alquiler de la casa. Lo sentía por Feli y por Maltrana, que le eran simpáticos y no habían alterado su vida con disgusto alguno. Pero todos vivirían aunque se separasen: la misericordia del Señor era inmensa.
Y arrastrado por su afán de catequista, añadió:
– Lo que usted debe hacer, señor de Maltrana, es ponerse bien con Dios; dar a ese ángel de bondad que vive con usted lo que le pertenece: unirse a ella como dispone la Santa Madre Iglesia.
Isidro adivinó lo que el hermano quería decir. Se había enterado de que él y Feli no eran casados. El Indio converso era capaz de haber corrido todas las parroquias de Madrid para convencer a su protector de que albergaba una pareja pecadora, entregada a la concupiscencia de la carne.
El gesto del señor Vicente delataba su repugnancia a vivir en contacto tan inmediato con el pecado. Maltrana se enfureció ante estos escrúpulos.
– Que seamos casados o no lo seamos, ¿qué les importa a ustedes? – dijo con violencia – . Nos queremos; soportamos juntos nuestra miseria; somos compañeros de suerte, sin necesitar de compromisos y documentos. ¿Qué delito hay en esto?
El hermano levantó los hombros con inmensa extrañosa, como escandalizado de que se pusiera en duda este pecado.
– Además – continuó con dulzura – , usted me ha engañado, señor de Maltrana; usted se ha burlado de mí… No: ¡si no me enfado por ello! ¡si no le hago cargo alguno!.. Yo le admití con gusto bajo mi techo, pero le indiqué que no podría vivir con Voltaire, Garibaldi y otros hijos del Malo.
– Y efectivamente – dijo Maltrana, sonriendo a pesar de su cólera – , por dar gusto a usted, me abstuve de traer a casa a esos apreciables señores.
– Pero trajo usted – repuso el «santo» con irritación, al mismo tiempo que lagrimeaban sus inflamados ojos – , trajo usted a otros peores, y ahí dentro los tiene como si fuesen santos, y falta poco para que les encienda velas. Yo soy un ignorante, y pensaba que no había nadie más perverso que esos dos pecadores que he nombrado. Pero uno, aunque falto de luces, tiene personas sabias y prudentes que le ilustren, y ahora sé que esos que adornan su habitación son demonios mayores, de más cuidado que los otros, pues algunos de ellos todavía viven, por altos designios de Dios, que quiere ponernos a prueba..
– ¿Y qué quiere usted? – gritó Maltrana con tono agresivo – . ¿Que los quite, para darles gusto a ese remendón que le explota a usted y al cura loco que le aconseja?
– No; guárdelos, si ese es su deseo – dijo el «santo» con mansedumbre – . Usted y yo no debemos vivir juntos. Usted es joven… y de los del día; yo soy un pobre pajarillo de Dios… ¡Ave María Purísima! ¡Mi Cristo y mis libros bajo el mismo techo que los demonios más grandes que se conocen!..
Maltrana creyó inútil seguir hablando. El hermano estaba resuelto a separarse, y Maltrana no quiso rogar, ni que el devoto conociese el grave daño que le infería con esta inesperada resolución.
– Está bien; casas no me faltarán. Y si lo de la mudanza no es mas que un pretexto para que me vaya, quédese usted aquí tranquilamente con su Cristo y todo el almacén de necedades que contiene su biblioteca. Nosotros nos marcharemos en seguida: antes de lo que usted cree.
El «santo» protestó, algo conmovido:
– No tenga usted prisa; queda de plazo todo el mes. Esperaré, y en cuanto a los atrasos, todo olvidado. Yo le quiero, señor de Maltrana; le quiero, porque a pesar de ser de los verdes, nunca ha blasfemado en mi presencia. Yo agradezco esta consideración.
Maltrana repelió tales elogios. Se iría cuanto antes: no deseaba más favores. ¡Ojalá pudiese en el mismo día abandonar aquella guarida de buhos!..
Y volvió la espalda al señor Vicente con despectiva arrogancia, afirmando que aceptaba como un gran bien el perder de vista al beato y sus amigos.
Pero al verse en la calle, toda su altivez se derrumbó de golpe. A la cólera sucedió el desaliento. ¿Qué iba a hacer? ¿adónde ir?.. Sentíase más infeliz, más débil que meses antes, cuando vagaba sin hogar, pasando las noches en una redacción. Ya no tenía como recurso aquel camastro de la calle de los Artistas. Además, carecía del valor que da el ser solo para hacer frente a la miseria. Le anonadaba el pensar en Feli enferma, debilitada por el trabajo, no pudiendo vivir como él al aire libre, confiada al azar de la bohemia, y que, además, llevaba en su seno una nueva amenaza del porvenir.
Vagó largo rato por las calles, con el pensamiento agobiado por su infortunio.
Al pasar por la Puerta del Sol vio que eran las nueve en el reloj del Ministerio. Pensó un instante en el señor Manolo, e intentó buscarle en su oficina. Podían vivir en su casa; seguramente que el Federal los recogería al verles en medio de la calle: era un hombre bueno. Pero Maltrana retrocedió ante la idea de vivir de limosna, privado de aquella autonomía de la que hablaba a todas horas el señor Manolo. Además, éste tenía mujer, tenía hijos, que verían con malos ojos la intrusión de una pareja de hambrientos.
En su optimismo, creía que la suerte iba a cambiar, cansada de perseguirle. Aproximábase el invierno: volverían a Madrid las gentes que podían protegerle; no era difícil conseguir que lo encargasen una serie de artículos, una larga traducción, un libro para firmarlo otro. Lo importante, por el momento, era esperar metidos en cualquier sitio, enquistados en su miseria, para no mostrarse mas que en el momento oportuno. Pero ¿adónde ir sin dinero, sin muebles, sin tener siquiera asegurada la comida del día presente?..
Al atravesar la Puerta del Sol, vio en la calle del Carmen el carro de Zaratustra parado junto a la acera, y entre sus varales al filósofo traperil de espaldas a él, separando la basura que acababa de entregarle el criado.
Maltrana pensó en su abuela y en su tesoro. La señora Eusebia era rica: todos los vecinos lo afirmaban. El joven se encolerizó al pensar en la misteriosa fortuna de la avarienta trapera. El era su nieto, y sufría hambre teniendo derecho a una parte del tesoro oculto.
Sintiose de pronto animado por una firme resolución. Iría a visitar a la Mariposa, aprovechando la ausencia de Zaratustra. Considerábase capaz de las mayores violencias con aquella vieja sórdida, que le admiraba y hacía de él grandes elogios, sin que jamás se le hubiera ocurrido ayudarle con el más pequeño regalo.
Maltrana hacía mucho tiempo que no pasaba de los Cuatro Caminos. Viviendo el Mosco temía aproximarse a las Carolinas, y después de muerto el dañador causábanle repugnancia estos lugares, que despertaban sus remordimientos. Pero la necesidad borró sus escrúpulos, y emprendió la marcha hacia aquel suburbio de Tetuán.
Cuando llegó al cerrillo en cuya cumbre estaba la cabaña de Zaratustra, tuvo, como siempre, que espantar con pedradas y gritos a los perros del trapero.
La abuela, al oír sus voces, salió de la cocina, fijando con extrañeza sus ojos pitañosos en el desconocido.
– Abuela, soy yo… Isidro.
La Mariposa, al reconocer a su nieto, quiso abrazarle, pero se contuvo mirando sus manos sucias por el hediondo cocineo. Maltrana, sofocado por el calor, se sentó en la plazoleta, buscando la sombra de una de las cabañas. La abuela mostró gran asombro por su visita.
– ¡Quién podía esperarte!.. ¡Tanto tiempo sin venir a verme! Desde que hiciste la calaverada con la chica del Mosco…
Calló, no queriendo hacer mayores alusiones a aquel suceso que puso en conmoción el barrio de las Carolinas, y del cual ya nadie se acordaba.
– ¡Un porción de meses sin verte! – continuó la anciana – . ¿Y qué te trae por aquí?.. Porque tú a algo vienes.
Y la Mariposa guiñaba sus ojos, contraía el negro agujero de su boca rodeado de arrugas, adivinando que sólo un suceso de gran importancia podía haber traído hasta allí a su nieto.
Maltrana desechó todo preámbulo. Pasaba el tiempo; Zaratustra no tardaría en volver, y él deseaba hablar a solas con la anciana.
– Abuela, para ahorrar palabras – dijo con gravedad – : voy a pegarme un tiro, y antes he querido verla, despedirme de usted para siempre.
La vieja se persignó. ¡Alabado sea el Señor! ¿Pero se había vuelto loco? ¿Qué le pasaba, para decir tales disparates?.. Con ojos de asombro escuchó al nieto, que relataba sus miserias. Ni dinero ni casa, y la pobre compañera enferma, sin otra esperanza que dar a luz su hijo en medio de la calle.
La Mariposa repetía con tono estupefacto:
– ¡Y yo que te creía con posibles, Isidrín!.. ¡Y yo que me figuraba que ganabas el oro y el moro escribiendo en los papeles!..
Pero su asombro no fue de larga duración. Pareció reflexionar, replegarse, achicándose dentro de las ropas, como un caracol medroso que se refugia en su cáscara.
– ¡Ay, Señor! – gemía – . ¡Qué cosas pasan en el mundo! ¡Qué miserias! Una, metida aquí, no sabe nada… ¡Y qué vamos a hacer, Isidrín! ¡qué vamos a hacer!..
Luego, adivinando lo que el nieto parecía decirle con la mirada, continuó entre gimoteos:
– Los tesoros de la reina de España quisiera tener yo, para dártelos. Pero soy pobre, más pobre que las ratas. El tío Polo se ha metido en la mollera que tengo mi gato oculto, y apenas ahorro dos pesetas, me las saca, y cuando no las tengo, me pega. Si una no estuviese hecha a todo, sería caso de morirse.
Maltrana, influido por los comentarios de la gente, que afirmaba la riqueza de la tía Mariposa, creía percibir en sus palabras una hipócrita falsedad.
– ¡Abuela! ¡abuela! – exclamó con tono suplicante.
Y para vencer su dura avaricia, la describió su situación. Nada le pedía para él. De verse solo, como en otros tiempos, no vendría a molestarla. Lo mismo que había vivido, haciendo frente a la desgracia, seguiría viviendo. Pero estaba la otra, la infeliz Feliciana, la mártir, que vivía tranquila con su padre el dañador, y a la que él había arrastrado fuera del hogar para que participase de su suerte. No podía abandonarla. Moribundo de hambre, se quitaría el pan de la boca para dárselo: su sangre le parecía poco para apagar su sed.
– Hay que ver, abuela, lo que esa mujer hace por mí. Carezco de trabajo, y ella pena noche y día por que tengamos un poco de pan. Si usted me quiere, quiérala mucho a ella también. Es mi mujer y mi madre todo a un tiempo; y antes que verla sin techo y sin sustento, me mataré, abuela, ¡me mataré!
Maltrana se exaltaba con sus propias palabras, y conmovido al recordar lo que debía a su compañera, inclinaba la cabeza, interrumpiendo su voz con el estertor del llanto.
La vieja, viendo llorar al nieto, lloraba también, restregándose los ojos con la punta del delantal.
– Tienes razón – gemía – . Hay que hacer algo por ella. Así deben ser los hombres. Bien se ve que la quieres.
Preguntó a su nieto cuánto necesitaba para salir de su situación. Si fuese poco, tal vez ella podría servirle… tal vez encontrase quien le prestara hasta cinco duros.
– Necesito mucho, abuela… mucho. Nada tenemos; nos hace falta todo. No, no me sirven esos cinco duros; hartazgo hoy y hambre mañana. Lo que le pido es un esfuerzo; que me salve, que nos saque de este atascadero, hasta que yo pueda marchar solo.
Secáronse los ojos de la vieja e hizo una mueca dura, como si de repente se extinguiese su emoción. No podía salvar a su nieto; ella era una pobre. Y cruzó los brazos, mostrándose resuelta a escuchar sin conmoverse cuanto le dijera Isidro.
Este adivinó los pensamientos de la abuela. ¡Alma endurecida por la codicia! ¿Y su tesoro? ¿Iba a abandonarle fingiéndose pobre, cuando todos los de la busca hablaban de su riqueza?..
La Mariposa rió con una expresión de bruja burlona.
– ¡Mi tesoro! ¡Ya salió mi tesoro! ¿También tú vienes por él?.. Te han engañado, Isidrín; mil veces te lo he dicho. No hay tal tesoro: mentiras de la gente… Soy una pobre.
Pero el orgullo de su avaricia no le permitía disimular. Se le escapaba una sonrisa de satisfacción, denunciando la certeza del tesoro y su propósito de defenderlo contra todos.
– ¡Abuela! – gritó Maltrana – . No lo haga usted por ella ni por mí, ya que no nos quiere. Pero hágalo por el que va a venir.
Intentó enternecer a la Mariposa hablándola de su futuro hijo, de aquel pequeñín, que sería como una extraordinaria prolongación de la existencia de la anciana. ¡Tendría un biznieto! Pocas mujeres lograban ver su descendencia hasta tal límite. ¿Y sería capaz de dejar en el abandono a la tierna criatura?..
El instinto de la familia despertó en la avara. Volvió a gemir, a llevarse el delantal a los ojos, pero sin moverse, sin acceder a las súplicas de su nieto.
– ¡Desgraciado! – murmuraba – . ¡Eres muy desgraciado!.. Y toda la culpa la tuvo tu madre, por su empeño en huir del barrio… ¡Cuánto mejor hubiese sido para todos seguir en el oficio!
Maltrana hizo un movimiento de impaciencia. ¿Qué tenía que ver su pobre madre en lo de ahora?.. ¿Quería ayudarle, sí o no?..
La vieja siguió gimoteando, sin contestar, y el joven púsose de pie con ademán resuelto.