Kitabı oku: «La horda», sayfa 17
– Adiós, abuela. Quédese usted con lo suyo. Ya sé lo que debo hacer.
Pero antes de que volviese la espalda, la trapera se abalanzó a él.
– ¡Isidrín… hijo mío… quédate! Tendrás lo que quieres: todo lo de tu abuela será para ti, aunque me quede en cueros, aunque me muera de hambre.
La emoción había ablandado su dura avaricia; la tristeza del nieto la infundía miedo. Además, en su pensamiento senil estaba fija la imagen del biznieto, de aquella criatura que aún había de venir y la llenaba de orgullo.
– Te lo daré todo, ¡todo! – dijo misteriosamente al oído de Maltrana.
Después miró a los inmediatos cerros con inquietud, como si temiese la presencia de algún curioso.
– Vigila bien – añadió – . Apenas veas el carro del tío Polo, avisa. ¡Mucho ojo!
Y llevándose un dedo a la nariz para indicarle discreción y vigilancia, se introdujo en el estrecho túnel que conducía a la cuadra.
Transcurrió mucho tiempo. Isidro se imaginaba los trabajos que estaría realizando la abuela con sus manos trémulas para extraer del escondrijo aquel tesoro famoso que Zaratustra husmeaba, sin llegar nunca a dar con él. Por fin salió, sucia de telarañas, con el pañuelo de la cabeza cubierto de briznas de paja.
Llevaba en las manos un trapo blanco repleto de objetos. Al depositarlo sobre un tronco, con mucho cuidado, como si contuviese cosas frágiles, sonó en su interior un retintín metálico.
La Mariposa suspiraba, como echando fuera el dolor de este sacrificio, y lentamente, sin dejar de mirar a lo lejos, con el temor de ser sorprendida, fue desatando los nudos del envoltorio.
Un resplandor de oro, de piedras preciosas, de objetos de gran brillo, que aun parecían más esplendorosos en este ambiente de miseria, hirió los ojos del asombrado Maltrana. El tesoro era cierto. ¡Vive Dios! La realidad tenía sorpresas de cuento fantástico. El joven pensó por un instante en las novelas de portentosas aventuras leídas en su juventud.
La vieja se gozaba en el asombro del nieto.
– ¡Qué hermosura! ¿eh? Toda mi vida me ha costado el reunirlo. Y no te creas que he apandado nada de mal modo: todo en la basura… Yo he tenido grandes parroquianos, todos gentes ricas.
Maltrana había cesado de mirar el tesoro, para contemplar a la Mariposa con unos ojos en los que se leía el asombro y la compasión al mismo tiempo.
– ¿No hay más, abuela? – preguntó dulcemente – . ¿Sólo tiene usted esto?
La Mariposa le miró escandalizada.
– ¡Qué! ¿aún te parece poco? Pero muchacho, ¡si hay ahí para comprar todas las Carolinas! Fíjate, Isidrín: ¡es un tesoro!
Maltrana no necesitaba fijarse mucho. Pasado el primer deslumbramiento, había visto la falsedad escandalosa de las joyas enormes y absurdas que brillaban en la cumbre del montón de baratijas.
Eran adornos de teatro, ridículamente fastuosos, de metal dorado, con piedras de diversos colores, cuya grandeza hacía temblar de emoción a la pobre Mariposa.
– Esas joyas de reina – dijo – eran de aquella buena señora que me quería tanto: de la cómica que murió. Las encontré en una carretada de cartas rotas, trajes viejos y retales que me llevé de su casa… Pensé un momento en devolverlas, pero me quedé con ellas, y no me arrepiento. Los herederos eran gente indigna.
El joven apartó a un lado estos adornos ridículos, para revolver con ávidas manos el resto del montón.
– Fíjate en ese rosario – dijo la vieja – : todo de perlas finas. Era de una dama de palacio.
Maltrana hizo un gesto de desaliento. Mentira también: eran granos de marfil, con un débil montaje en oro. Y mentira los imperdibles de doublé; las sortijas ennegrecidas por el largo encierro, con sus vidrios opacos y muertos; los botones de grandes uniformes, que la vieja creía de oro puro; los alfileres verdosos y oxidados, con la pedrería empañada. Aquellas riquezas que hacían estremecer de codicia a la trapera no eran mas que basura de insignificante valor.
Isidro únicamente apartó lo que la Mariposa consideraba de menos valía: un par de docenas de cucharas de plata de diferentes formas y tamaños, caídas, sin duda, durante el fregado en el estiércol de la cocina; una cadenilla de oro, un sonajero del mismo metal y cuatro sortijas lisas, pero de algún peso. Era lo único del tesoro de la abuela que tenía cierto valor. Tal vez llegasen a darle por todo ello hasta treinta duros.
La Mariposa seguía con atención el apartado que realizaba su nieto, sonriendo al ver que se satisfacía con lo más humilde del tesoro, abandonando las grandes joyas, los objetos brillantes, que la llenaban de orgullo.
– Haces bien – murmuraba – . Con eso que te llevas tienes bastante por el momento. Lo demás te lo guardará la abuela para otro caso de apuro, y cuando yo falte será para ti.
Con un respeto religioso iba amontonando en el trapo blanco las deslumbrantes baratijas desordenadas por las manos del nieto. La vieja le tributaba mentalmente los mayores elogios. Su Isidro era bueno; no quería abusar de la bondad de su abuela, y la dejaba lo mejor. A impulsos del agradecimiento, desató una de las puntas del trapo, sacando del nudo unas cuantas monedas de plata.
– Toma, Isidrín – dijo – . Todo el dinero que tengo. Para que lo añadas a esas cosillas, ya que no has sido exigente. Lo menos llevas ahí siete duros entre pesetas dobles y sencillas.
Maltrana se metió la cantidad en el bolsillo. Después fue distribuyendo por los bolsillos de su traje las cucharas y los otros objetos.
La inmensa decepción que le había hecho sufrir la cándida avaricia de su abuela trocábase en compasivo regocijo al ver el cuidado con que envolvía el resto de sus baratijas.
– Ya has visto el tesoro – siguió diciendo la vieja con voz misteriosa – . Tú eres el único que lo conoce. Cuidado con hablar. Esto sólo se reúne teniendo buena parroquia, trabajando años y años con los ojos bien abiertos para que nada se escape. Cuando mi biznieto sea mayor, venderemos la diadema, las pulseras, el alfiler de pecho con esos diamantes como garbanzos que quitan la luz de los ojos. Alégrate, Isidrín; no te engañaron: tu abuela es rica, tiene su tesoro; pero tú solo debes saberlo, pues será para ti.
Después miró con inquietud a lo lejos, poniéndose una mano sobre los ojos.
– Tú que tienes mejor vista, Isidrín: ¿no es aquel carro el del tío Polo?.. Sí que es; ya está ahí ese judío, ese camastrón, que no piensa mas que en apandarme el tesoro. Huye, Isidrín: que no nos pille aquí; que no huela el gato.
Y la vieja, con la inquietud del miedo, temiendo que le arrebatasen aquellas riquezas, a las que amaba como su propia vida, desapareció en el túnel oprimiendo entre sus brazos el blanco envoltorio. Se había despedido de Isidro apresuradamente. ¡Que le trajese el biznieto apenas naciera! Se contentaba con verlo una vez, y luego morir, dejándole sus riquezas.
Isidro descendió del cerro por los sembrados para no encontrarse con Zaratustra, pensando, mientras caminaba, en el medio de sacar unas pesetas más del famoso tesoro oculto en sus bolsillos.
X
Bien entrado el otoño, Isidro y Feli fueron a vivir en las Cambroneras. Después de abandonar la casa del hermano Vicente, habitaron un cuarto interior en la calle de Embajadores. Pagaban tres duros por él; pero transcurrido el primer mes, no pudieron satisfacer el segundo, y abandonaron la habitación, salvando casi milagrosamente sus escasos muebles.
Más aún que los tormentos del hambre, temía Maltrana las inquietudes y desasosiegos que traía consigo el alquiler. Feli sólo se preocupaba de asegurar el techo. Realizaba economías asombrosas por ir juntando poco a poco el dinero para la casa. Ya tenía tres pesetas, ya tenía un duro, ya se aproximaba lentamente a los dos, y de pronto surgía una necesidad imperiosa, una exigencia ineludible, el pago a la tienda, que se negaba a fiar más sin recibir algo a cuenta, la compra de material para el emballenaje de los corsés, la necesidad de echar unas suelas a las botas únicas de Maltrana, mientras éste permanecía prisionero en el cuarto; y de este modo la mala fortuna llevábase de una manotada todos los ahorros, sin dar tiempo a que se completase el importe del alquiler.
Maltrana adoptó una resolución. Los pobres como ellos, de vida incierta, sólo podían vivir en las casuchas cuyos cuartos se pagan diariamente, en los falansterios de la miseria, como aquel caserón de obreros donde él había nacido.
Vivió en varios edificios de esta clase, en el barrio de las Peñuelas y el de las Injurias, repugnándole sus hacinamientos, la suciedad sórdida de sus paredes, las frecuentes peleas de las hembras desgreñadas, que se insultaban de galería a galería… Su pobre Feli no era una princesa, pero ¡ay! sentía él honda repugnancia al verla, tan delicada y tan dulce, viviendo en este infierno.
En las Cambroneras encontró un cuarto independiente, y decidió trasladarse a este barrio habitado por gitanos, que le parecieron más apreciables y tranquilos que las familias de las casas de vecindad.
El alquiler se pagaba todas las noches: real y medio. Al obscurecer llamaba a la puerta el encargado de la cobranza, un hombre alto, enjuto y moreno, al que el exceso de estatura hacía caminar arqueando la espalda. Era de la policía. El que administraba las casas de las Cambroneras teníalo allí como cobrador y guardián del orden, por su carácter de agente de la autoridad. Dábale por esto un interés sobre la cobranza y vivienda gratuita para él, su prolífica mujer y la banda de chiquillos que completaba la familia. De sus mocedades, transcurridas en el campo, antes de ser soldado, guardaba gran afición al cultivo de la tierra, y cuando sus deberes de agente de «la secreta» no le hacían ir a Madrid, pasaba las horas en la heroica tarea de convertir en huertecillas los desmontes de tierra amarillenta, sacando a brazo el riego de una noria abandonada.
Inspirábanle gran respeto los dos jóvenes, hasta el punto de hacerle afirmar que don Isidro y doña Feli eran las únicas personas decentes que habitaban en las Cambroneras.
– Adelante, Pepe – decía Maltrana cuando, cerrada la noche, sonaba un golpe en la puerta.
Y Pepe se presentaba llevando en las manos un lápiz y un rústico talonario de papel de barbas. Entregaba una hoja, después de garrapatear algunos signos, y recibía las monedas de cobre.
Isidro mostrábase satisfecho de su nuevo alojamiento. Por una ventana contemplaba el río, casi a sus pies, y en la orilla opuesta las praderas pintadas por Goya, los cerros en cuya cumbre se aglomeraban los cipreses y mausoleos de los cementerios de la Almudena y San Isidro. Por otra ventana veía el descampado de las Cambroneras, un gran espacio de tierra atravesado por un riachuelo, en el que lavaban sus guiñapos las gitanas, flotando sobre la corriente trapos y pedazos de periódicos. Enfrente abríase un gran portalón dando entrada a una callejuela de guijarros flanqueada por dos hileras de casuchas. Unas eran de techo bajo; otras tenían en el primer piso una galería de madera, con escalerillas de tablones carcomidos, que crujían a la más leve presión como si fuesen a romperse.
Maltrana no tardó en conocer la heterogénea población de las Cambroneras. Formaban un mundo aparte, una sociedad independiente dentro de la horda de miseria acampada en torno de Madrid. Pepe el cobrador relatábale las costumbres y rarezas de aquellas gentes, a las que él llamaba «su ganado».
Existían dos grandes divisiones en el vecindario de las Cambroneras, cuyos límites nunca llegaban a confundirse; a un lado los payos, que eran los menos, y al otro los gitanos, que constituían la mayor parte de la población. Los payos se subdividían en pordioseros, que iban todas las mañanas a Madrid a mendigar en las puertas de las iglesias, y quincalleros, que en el verano vagaban por las ferias de Castilla vendiendo baratijas y durante el invierno organizaban juegos tramposos en las afueras o tomaban parte en algún robo, si se ofrecía ocasión.
Los gitanos estaban divididos en tres naciones: gitanos andaluces, gitanos castellanos y gitanos manchegos. Tratábanse con cierta fraternidad, impuesta por la raza y las costumbres, pero cada grupo manteníase fiel a su origen, creyéndose superior a los otros. Los andaluces echaban en cara a los manchegos su rusticidad y a los castellanos su falta de sangre cañí, adulterada por innumerables cruces con los payos. Estos, a su vez, despreciaban a los procedentes de Andalucía por sus trapacerías y enredos, que habían dado a la raza su fama deshonrosa.
Reconocíalos Isidro a simple vista a los pocos días de vivir en las Cambroneras. Los andaluces iban afeitados, con ancho sombrero, chaquetilla de terciopelo color de vino y grandes tufos sobre las orejas. Los manchegos y castellanos usaban gorra de pelo, llevaban bigote recortado y chaquetón de paño pardo; únicamente su color, de un bronceado oriental, los distinguía de los paletos manchegos, cuyo traje imitaban.
Las mujeres salían en las primeras horas de la mañana, para no volver hasta la caída de la tarde, o permanecían dentro de sus casas, recluidas voluntariamente, con una pasividad de hembras asiáticas. También se reconocía en ellas la diferencia de origen. Las andaluzas eran parlanchinas y vociferadoras; hablaban gesticulando y manoteando, esparciendo con su cháchara el aturdimiento en torno de ellas. Vestían falda de percal rameado con largos volantes, llevaban el mantón terciado, el moño aceitoso caído sobre la nuca, la frente con cuernecillos de pelo pegado, y en el cuello varias sartas de cuentas azules. Salían de las Cambroneras poco después de surgir el sol, camino de la plaza de la Cebada, para decir la buenaventura y echar las cartas a las criadas, que eran su mejor clientela. Los hombres se desperezaban en la puerta; las bandas de chicuelos color de chocolate, descalzos y con la panza al aire, se agarraban a las faldas pintarrajeadas de las madres.
– Gachí– decía el marido – , a ver si hoy traes argo pa jamar. Mira que estoy jarto de tanta jambre.
Los pequeños se agitaban en torno de ellas, acompañándolas cuesta arriba hasta el puente de Toledo. A ver si podían apandar, como otras veces, los chulés de algún payo. Y si no eran chulés (nombre que daban a los duros), que fuesen plañís (modestas pesetas), que bien las necesitaba la familia, confiada a los azares de la suerte.
– Mare – gritaban los pequeños al quedarse junto al puente – , que traiga usté callardó, mucho callardó.
Era el chocolate: el gran regalo de la gente gitana, su licor y su alimento. Bueno era el balinchó (el cerdo); suculento el balebás (tocino); dulces los mantejos (almendras), que se arrojaban a puñados en los días de boda; pero el chocolate era lo mejor del mundo, el alimento de Dios, que parecía embriagarles con su perfume y su ardor.
Los pequeñuelos, con la esperanza de que la madre trajese al anochecer una enorme cantidad de callardó, la saludaban desde lejos.
– Adiós, mi dai.
Y la gitana alejábase hacia la puerta de Toledo, combinando, en las tortuosidades de su trapacera imaginación, el medio de jonjabar a algún payo que le deparase la buena suerte, de sacarle el dinero, prometiéndole, por medio de sortilegios, el premio gordo de la Lotería.
Vagaban hasta las doce por las inmediaciones del mercado, deteniendo a las criadas, aturdiéndolas con su charla, alabando sus caras de ángel, aunque fuesen de horrible fealdad, lamentando con extremos grotescos de desesperación las desgracias de sus amores y que no se cuidasen de conjurar la mala suerte acudiendo a la experiencia gitana.
– Tu mano… enséñame tu mano, resalá, que por San Juan te digo que yevas en eya tu fortuna y tú no lo sabes.
Tenían sus parroquianas, sus creyentes de inconmovible fe, que apenas las veían marchaban a su encuentro, ansiosas de nuevas revelaciones. Metíanse en los portales solitarios, y allí, sobre la tapa de la cesta, soltaba la gitana los mugrientos naipes ocultos bajo el mantón. Todo salía: el hombre moreno que penaba por la sirvienta, pero al cual ligaba con malas artes una mujer blanca, que había que vencer; después, el hombre rubio, muchas veces con espada (un militar), que se presentaría para llevársela sobre un caballo tordo; luego salían por dos veces los oros: dinero y más dinero…
– Tú has heredao argo – afirmaba la gitana con una convicción que no admitía réplica.
– ¡Qué he de heredar yo, pobre de mi! – contestaba la sencilla criada.
– Bueno; pues heredarás.
Y seguía el juego. La sota: otra vez la mala mujer, que había de ser su perdición si no la anonadaba haciendo lo que ella le dijese.
Cuando la muchacha, aturdida por este parloteo, y dudando si emplear sus ahorros en el gran remedio que le proponía para sujetar al novio infiel, acababa por entregarle dos reales, la gitana prorrumpía en lamentos y súplicas.
– Reina, añade aunque no sea mas que un realillo. ¡Con esa carita de clavel, y tan agarrá! Anda, grasiosa, que tienes ojillos de Virgen… Mira que tengo un ganao de churumbeles que no levantan del suelo tanto así, y están muertesitos de nesesiá. Mi hombre lo tengo baldao; mi bato… ¡mi pare! está en las últimas; mi probesita dai se me murió; mi plan (mi hermano, ¿entiendes?) está en el presidio de Alcalá…
Y seguía enumerando desgracias y muertes, como si la peste negra hubiese pasado por las Cambroneras.
– Vaya, presiosa, suerta un poquito más de jurdé, que por eso no vas a quedar probe. No te pido papiris der Banco; suerta manque sean tres perrillas más.
En sus exploraciones en torno del mercado, cuando vagaban aburridas, sin encontrar parroquianas, plantábanse audazmente ante los hombres que salían de las tabernas o los comerciantes que tomaban un poco de aire a la puerta de sus establecimientos.
– ¿Te la digo, grasioso? Dame la mano, barbitas de San Juan, que tienes patitas de bailaor y ojillos de meteor.
Las repelían como si fuesen perros, amenazándolas con llamar a la pareja, y ellas se alejaban sin resentimiento, con muecas burlonas, abriendo los ojos desmesuradamente.
– ¡Juy, Pare Santo! ¡Y qué mal genio gasta el señó!.. ¡Ni que juese el Livanó que toma las declarasiones!.. ¡En el estaribel te veas, mardito, y que el Baró no quiera sacarte ni con fianza!..
Cuando pasado mediodía cesaba la afluencia en el mercado, las gitanas, en vez de volverse a las Cambroneras, seguían hacia el centro de Madrid, callejeando hasta la caída de la tarde. Pedían limosna; deteníanse ante las ventanas de los cafés, dando golpecitos en los cristales; lanzaban miradas intranquilas a los puestos exteriores de las tiendas, pensando en la posibilidad de un descuido… Iban a lo que saliese; el robo no les parecía gran pecado: chorar era una ocupación digna de elogio, si se hacía con habilidad y sin riesgo. Y cuando choraban una pieza de tela, unas manzanas o un panecillo, volvían orgullosas a casa, diciendo a las vecinas:
– Hoy le he dao el jonjanó a un payo.
Maltrana, al asomarse a la puerta de alguna de aquellas casuchas, blancas por fuera y negras por dentro, sin otro respiradero que la puerta, conocía el origen de sus habitantes sólo con ver mujeres en su interior o notar su ausencia.
– ¿Son ustedes andaluzas? – preguntaba intencionadamente a las hembras sentadas en corro sobre el duro suelo, mirándose silenciosas, con la mandíbula apoyada en una mano.
– ¡Nosotras andaluzas! – exclamaban ofendidas – . Somos mujeres de nuestra casa. Nosotras no salimos a engañar a la gente.
Eran gitanas manchegas. Tenían padres o maridos que trabajasen por el sostenimiento de la familia; y si no había chambos, si el «trato» de las caballerías se paralizaba, daban vuelta de llave a su estómago y sufrían el hambre en silencio, sentadas junto a los pedruscos fríos del hogar, con las faldas esparcidas en torno de ellas como hongos enormes, taciturnas y dispuestas a morir sin moverse del sitio.
Maltrana, a pesar de la miseria de su propia casa, sentía compasión al ver las viviendas de estas gentes. Eran tabucos cuyo suelo, de tierra apisonada, estaba mucho más bajo que la calle. No tenían tabiques, y cuando el pudor exigía la separación de lechos, salían del apuro colgando de una cuerda una manta vieja. En el fondo de la casucha, con la cabeza hundida en cajones que servían de pesebres y las grupas frente a la puerta, estaban los caballos, las mulas y los burros que constituían la fortuna de la familia. Los colchones astrosos, apilados en un rincón, se extendían por la noche junto a las patas traseras de las bestias, durmiendo la familia y su capital acariciados por el calor del común estiércol. Unos ladrillos colocados en el centro de la casucha servían de cocina. No se encendía fuego mas que por la noche. El humo de la leña llenaba la habitación, saliendo por donde podía buenamente: por la puerta abierta o las grietas del techo, por no existir el menor orificio que sirviese de chimenea. Las paredes estaban ennegrecidas por una capa de hollín que representaba luengos años de atmósfera asfixiante; las bestias, acostumbradas a esta lenta sofocación, limitábanse a bufar en sus pesebres. Las mujeres, con los ojos llorosos por el humo, vigilaban la sartén; los niños de pecho tosían, apelotonándose contra las maternales ubres, como si buscasen el fresco de la leche.
Pepe el cobrador alababa las ventajas del continuo ahumamiento.
– Gracias a eso – decía – no mueren como chinches. El humo les limpia, ya que nunca tocan el agua. ¡Porque cuidado, don Isidro, que son sucios!.. En cambio, en la comida no he visto gente con mayores escrúpulos.
No había que esperar que aceptasen una limosna de alimentos, ni que aprovecharan las sobras de nadie. Las gitanas, al volver de Madrid, traían comestibles de las tiendas; viandas crudas para guisarlas en presencia de la familia. Pasaban días enteros sin comer, con la tranquilidad de la costumbre, y a pesar del hambre, hacían gestos de asco al hablar de los traperos, de los mendigos, de todos los payos que la miseria ponía en contacto con ellos, gente de estómago vil, que se alimentaba de la bazofia arrojada por los demás y se vestía con sus despojos.
Chorar… ¡todo lo que pudieran! Robaban en Madrid, robaban en los campos veraniegos cuando salían de excursión a las ferias; pero todo había de ser nuevo, sin uso alguno. Su traje, aunque remendado y sucio, era suyo, lo habían hecho para sus cuerpos, y lo preferían, con toda su astrosidad, a las ropas usadas que fuesen mejores. Su estómago sufría antes el hambre que la náusea del asco. Cuando llegaba a sus manos un vestido ajeno, lo vendían a los traperos con aire señorial. En las noches de abundancia, la familia sentábase en torno de la sartén. La madre arrojaba los trozos de carne fresca en el aceite chirriante, y cada uno pinchaba con su navaja, con tanto apresuramiento, que por más que la mujer echaba y echaba, nunca se veía llena la sartén.
Los jueves reuníanse los hombres en el mercado de bestias, junto a la Puerta de Toledo. Los que no tenían ganado también iban allá, con la esperanza de que cayese algo, empuñando una gran vara, como si tuviesen que arrear a una recua imaginaria. Al primer paleto que se pusiera a tiro le daban un emburreo, un correate, nombres con que designaban las malas artes del «trato».
Después volvían, lamentándose de la decadencia del chalaneo. Había que esperar las grandes ferias del verano. En el mercado de Madrid apenas se veían compradores; todos eran gitanos… ¡y cómo iban a engañarse entre ellos!..
Los más acomodados volvían a meter por las exiguas puertas de las viviendas todo su ganado: los humildes guerñís de largas orejas y escandaloso rebuzno; el gras de trenzadas crines y cola peinada, que hacían galopar en torno de su látigo maestro, afirmando que el que montaba el rey no era mejor; la chorí y el choro (la mula y el macho), que esperaban vender a buen precio, cuando emprendiesen la expedición veraniega por Castilla y la Mancha, ofreciendo sus bestias a los labriegos.
En el resto de la semana permanecían los gitanos en las Cambroneras sin hacer nada, esperando el regreso de sus hembras, pájaros vivarachos y parleros que traían en el pico el pan de la familia. Desayunábanse con una copa de aguardiente o un mendrugo, y aguantaban el hambre durante todo el día, en plácida vagancia. Jugaban a la barra o a los bolos en el descampado de las Cambroneras; los más hábiles tañían la guitarra, alegrando su debilidad con una música melancólica; los que eran industriosos tendíanse sobre el vientre en la orilla del río, y así permanecían horas y más horas esperando que algún gorrión quisiera buenamente dejarse apresar por la red colocada sobre la hierba. Ciertos viejos de aire magistral batían palmas ante un grupo de diablillos color de chocolate con pinceles de pelos sobre las orejas, que aprendían a bailar, moviendo grotescamente los pies y los brazos, agitando su panza con salvajes contorsiones. Era la vida de tribu: los machos descansando, por el privilegio de su fuerza, esperando el sustento de las hembras que iban al bosque, o sea a la inmediata población.
Maltrana, a los pocos días de estancia en las Cambroneras, conocía los nombres de todos los respetables tunos del hampa gitanesca, bronceados y ágiles, con el rostro roído por las viruelas. Tenían por apodos el Mono, el Bastián, el Matamoros, el Malafolla, el Cachuli, el Mochón, el Navaco y otros no menos extraños. Nunca se les veía borrachos: su bebida favorita era el chocolate.
El único que, con discursos incoherentes y grandes gritos, mostraba su afición al alcohol era Salguero, que se apodaba a sí mismo Salguerillo, un vejete malicioso, que habitaba treinta y tantos años la primera casucha del callejón. En invierno fabricaba cestas de mimbres, ayudado por la vieja que vivía con él; en verano salía a las ferias para ejercer su oficio de esquilador.
A la caída de la tarde iban llegando las mujeres, cansadas de todo un día de correteo por Madrid. Los estómagos vacíos estremecíanse al aproximarse estos mensajeros de la abundancia. Reconocíanlas los gitanos apenas llegaban a la cuesta de las Cambroneras.
– Por allí vienen la Buchichi y la Pique– decían los que jugaban a los bolos, avisando a los maridos.
Y tras éstas aparecían la Clavellina, la Cortezona, la Pote, la Pelela y las Chirrinas. Estas eran las más guapas, y tenían fama de hábiles para traer a casa buen botín. Payo que cogían, lo jonjababan en un momento. Únicamente podía compararse con ellas la Culo de corcho, una gitana obesa, de ojos pequeños como si estuviesen cosidos, y gran ligereza de manos, que en un santiamén hacía desaparecer bajo sus sayas todo objeto que podía chorar.
Los hombres salían a su encuentro. El portalón de la calle de los gitanos vomitaba grupos y grupos de sucios chiquillos, que habían pasado el día cantando a coro, repicando las castañuelas y tomando lecciones de baile para entretener el hambre.
–¿Qué traes? – preguntaba el gitano a su mujer, estirando los miembros entumecidos por el descanso, subiéndose la faja con ambas manos y atusándose las greñas que le tapaban las orejas.
Si la expedición había sido fructuosa, pavoneábase la gitana con orgullo.
–¡Arza pa alante, esgalichao! ¡Menúo callardó vais a mamaros tú y los churumbeles!..
Encendían fuego en su covacha, preparando, ante todo, el chocolate, dejando para después el guisoteo de la cena. En otras casas se prescindía por completo de la sartén, no queriendo, después de un día de hambre, otro alimento que el callardó. Era el lujo de la raza, el nutritivo de los ricos, y toda la familia, puesta en cuclillas en torno de la hoguera, contemplaba absorta el hervir del puchero lleno de chocolate.
Si la mujer había juntado un duro con sus trapacerías y rapiñas, empleaba casi toda la cantidad en tablillas de la preciada pasta. La familia sorbía con delectación el chocolate líquido, y lo mascaba crudo como si mascase pan. El amargo perfume esparcíase en las casas inmediatas, despertando envidias. La chiquillería asomábase con ávidos ojos, y corría después a dar cuenta a sus madres de este banquete de reyes:
– Mi dai: en casa del Mochuelo toman callardó. Dicen que han hecho un buen chambo.
Y las madres suspiraban con envidia. ¡Qué suerte la de algunas gentes!
En otras casas sonaban gritos desesperados, estrépito de lucha, golpes en las paredes. Se abría una puerta, y sacaba su cabeza desmelenada una mujer con gesto de espanto.
– ¡Favó al rey!.. ¡Que me mata mi Enrique!.. ¡Que me desloma, que me jase peazos porque no he traío na!
Seguía vociferando con la cabeza fuera de la puerta y el cuerpo dentro de casa, sin moverse, para que el gitano pudiera apalearla sin gran molestia. Nadie prestaba atención a estos gritos: era lo de todos los días. La que vagaba por Madrid, sin traer nada, tenía por segura la paliza. Era una exigencia de las buenas costumbres, una tradición venerable: todas ellas habían visto lo mismo en la casa paterna.
Cerrada ya la noche, Pepe el cobrador iba de tabuco en tabuco con su talonario. En unas casas encontraba al hombre sentado en un rincón, con aspecto enfurruñado, y a la mujer tendida en el suelo.
– Pasa de largo, Joselillo – gemía la gitana – . Hoy no puedo darte el real: no he ganado nada. ¡Mira cómo me ha puesto el cuerpo ese bruto!
Y señalaba al marido, que permanecía impasible, con la tranquilidad del que cumple su deber.
El hogar estaba apagado, y la banda de chiquillos, convencida de que en casa no encontraría un mendrugo, seguía repicando las castañuelas en la calle —tra la la la– , pasando y repasando ante las puertas que olían a chocolate, con la esperanza de alcanzar algunas sopas.
El cobrador, en otros sitios, notaba la precipitación con que la familia ocultaba su abundancia. El fogón sólo tenía algunas ascuas; los cacharros, sucios de chocolate, estaban ocultos en el rollo de las colchonetas. La más vieja de la familia le tendía algunas monedas entre suspiros de desaliento.
– Toma, Joselillo, una plañí– decía – . No tenemos más; te debo dos reales, que te daré mañana. ¡Ay! ¡Estamos muertecitos de jambre!..
Y Joselillo pasaba a otra casa, seguro de la cobranza, pues aunque aquella gente se retrasase en el pago, acababa siempre por satisfacer sus deudas. Eran vagabundos que apenas comenzaba el verano hacían la vida errante de feria en feria, y por esto mismo necesitaban tener su techo seguro para cuando llegasen los fríos.