Kitabı oku: «La maja desnuda», sayfa 15
El lujoso dormitorio les había seguido á todas partes, sin abandonarlos, ni aun en la época de miseria. En los días malos, cuando él pintaba en su buhardillón y Josefina cocinaba, faltábanles sillas, comían en el mismo plato, Milita jugaba con muñecas de andrajos; pero en la mísera alcoba, pintada de cal, amontonábanse intactos, con respeto sagrado, aquellos muebles de Dogaresa rubia, como una esperanza en el porvenir, como una promesa de tiempos mejores. Ella, la infeliz, con su fe de mujer sencilla, los limpiaba, los adoraba, esperando la hora de las mágicas transformaciones, para trasladarlos á un palacio.
El pintor paseó su mirada por el dormitorio con cierta tranquilidad. No encontró en él nada extraordinario; nada que le conmoviese. El prudente Cotoner había ocultado el sillón donde murió Josefina.
La cama señorial, con sus dos fachadas monumentales de ébano tallado y mosaicos brillantes, ofrecía un aspecto vulgar, teniendo en su seno los colchones plegados en montón. Renovales rió del temor que le había detenido tantas veces ante la puerta cerrada. La muerte no había dejado rastro alguno. Nada recordaba allí á Josefina. En el ambiente flotaba ese olor pesado, ese sabor á polvo y humedad de todas las piezas largamente cerradas.
Transcurría el tiempo, había que buscar las condecoraciones, y Renovales, familiarizado ya con la habitación, abrió el armario esperando encontrarlas en él.
También allí la cerrada madera pareció esparcir, al abrirse, un perfume semejante al de la otra pieza. Era más tenue, más vagoroso, más lejano.
Renovales creyó que era una ilusión de sus sentidos. Pero no; de las profundidades del armario se desprendía como un humillo invisible, envolviéndole en su espiral acariciadora. Allí no había ropas. Sus ojos reconocieron inmediatamente en el fondo de una tabla los estuches que tanto buscaba; pero no tendió hacia ellos las manos; permaneció inmóvil, abstraído en la contemplación de mil objetos menudos que le recordaban á Josefina.
Ella también estaba allí; salía á su encuentro más personal, más viva, que entre la balumba de sus viejas ropas. Sus guantes parecían conservar el calor y el relieve de aquellas manos que en otros tiempos se habían hundido acariciadoras en la cabellera del artista; sus cuellos le recordaban aquella columnilla de tibio marfil, en la cual tenia él lugares preferidos, sensibles rincones donde depositaba sus besos.
Sus manos lo removieron todo con dolorosa curiosidad. Un abanico viejo, guardado cuidadosamente, pareció emocionarle, á pesar de su pobre aspecto. Entre las roturas de sus pliegues marcábanse viejos colores; una cabeza pintada por él, cuando su mujer no era más que una amiga; un obsequio á la señorita de Torrealta, que deseaba tener algo del joven artista. En el fondo de un estuche brillaron con fulgor misterioso dos enormes perlas rodeadas de brillantes. Un regalo de Milán; la primera joya de verdadero valor que había comprado á su mujer, al pasar por la plaza del Duomo; toda una remesa de dinero de su empresario de Roma, invertida en este rico juguete que hacía ruborizar de placer á la mujercita, mientras sus ojos se fijaban en él con intenso agradecimiento.
Sus dedos ávidos, revolviendo estuches, cintas, pañuelos y guantes, tropezaban con recuerdos á los que iba unida siempre su persona. Aquella infeliz había vivido para él, sólo para él, como si su existencia no fuese nada, como si únicamente tuviese significación unida á la suya. Encontraba guardadas con religioso cuidado, entre cintas y cartones, fotografías de los lugares en que había transcurrido su juventud; los monumentos de Roma, las montañas de la antigua tierra pontificia, los canales venecianos; vestigios del pasado que eran sin duda de gran valor para ella, porque evocaban la imagen del marido. Y entre estos papeles vió flores secas, aplastadas y frágiles; rosas soberbias ó modestas florecillas del campo; áridos hierbajos, recuerdos anónimos, faltos de significación, pero cuya importancia presentía Renovales, sospechando que recordaban algún momento feliz, completamente olvidado por él.
Los retratos del artista, en las diversas edades de su vida, surgían de todos los rincones, enredados en cintas, sepultados bajo las pilas de finos pañuelos. Luego aparecieron varios paquetes de cartas, con la tinta enrojecida por el tiempo, escritas en una letra que produjo cierta inquietud al artista. La conocía; se asociaba vagamente á sus recuerdos, como la cara de una persona cuyo nombre se resiste á la memoria. ¡Ah, imbécil!.. Era su letra, la letra torpe y pesada de su juventud, que sólo tenia ligereza para el pincel. Allí estaba, en pliegos amarillentos, toda la novela de su vida, sus esfuerzos intelectuales por decir «cosas bonitas», lo mismo que los hombres que escriben. Nada faltaba: las cartas de los primeros tiempos de noviazgo, cuando después de verse y hablarse, aun sentían la necesidad de poner sobre el papel lo que no osaban decirse los labios: otras con sello italiano, exuberantes de fanfarrones juramentos de amor, ligeros billetes que la enviaba cuando iba con otros artistas á pasar unos días en Napóles ó á visitar alguna ciudad muerta de las Marcas Pontificias. Luego las cartas de París llegadas al viejo palacio veneciano, preguntando con inquietud por la pequeña, queriendo saber el curso de la lactancia, estremeciéndose de pavor ante la posibilidad de las inevitables enfermedades de la niñez.
No faltaba ni una; todas estaban allí, guardadas como fetiches, perfumadas de amor, aprisionadas en cintas, como bálsamos y vendajes de una vida momificada. Las de ella habían tenido distinta suerte: su amor escrito se había dispersado, perdiéndose en la nada: habían quedado olvidadas en trajes viejos, se habían consumido en el fuego de chimeneas de hotel, habían caído tal vez en manos extrañas, provocando crueles risas con su tierna ingenuidad. El no guardaba más que unas cartas, las de la otra; y al pensar en esto, sintió el remordimiento, la inmensa vergüenza de una mala acción.
Leía las primeras líneas de algunos de estos pliegos, con cierta extrañeza, como si fuesen de otro, admirando ingenuamente su acento apasionado. ¡Y aquello lo había escrito él!.. ¡Cómo amaba entonces á su Josefina!.. Parecíale imposible que este cariño hubiese terminado tan fríamente. Se extrañaba de la indiferencia de los últimos años; no recordaba ya los disgustos que habían agitado su vida común; veía ahora á su mujer tal como fué en su juventud, con rostro sereno, grave sonrisa, y la admiración en la mirada.
Siguió leyendo, pasando de una carta á otra con la vehemencia de una lectura interesante. Admiraba su propia juventud, virtuosa en medio de los arrebatos de pasión carnal; la castidad de su adhesión á la mujer, á la única, á la indiscutible. Sentía ese gozo, impregnado de melancolía, de la vejez decrépita que contempla su retrato primaveral. ¡Y él había sido así! Del fondo de su alma parecía surgir una voz grave, con tono de reproche: «Sí, así; cuando eras bueno; cuando eras honrado.»
Se sumió en esta lectura sin darse cuenta del curso del tiempo. De pronto sintió pasos en el cercano corredor, ruido de faldas, la voz de su hija. Fuera del hotel bramaba una bocina; su arrogante yerno que le avisaba para que se apresurase. Trémulo de miedo por ser sorprendido, sacó de los estuches las placas y las bandas y cerró precipitadamente el armario.
La solemnidad académica fué casi un fracaso para Renovales. La condesa le encontró muy interesante, en su palidez de emoción, constelado el pecho de astros de pedrería, cortada la blanca pechera por varias líneas de colorines. Pero apenas se levantó en medio de la general curiosidad, con el cuaderno en la mano, y comenzó á leer los primeros párrafos, se fué agrandando un murmullo, que acabó casi por sofocar su voz. Leía sordamente, con la precipitación de un escolar que desea acabar pronto, sin darse cuenta de lo que decía, en un rezo monótono y fatigante. ¡Adiós los sonoros ensayos en el estudio, la preparación minuciosa de ademanes teatrales! Su pensamiento parecía estar en otra parte, lejos, muy lejos de esta solemnidad; sus ojos sólo veían las letras. La elegante concurrencia salió satisfecha de haberse reunido, viéndose una vez más. Del discurso reían muchas bocas tras los abanicos de gasa, con la satisfacción de arañar indirectamente á su buena amiga la de Alberca.
– ¡Un horror, hija mía! ¡Una lata insufrible!
II
Apenas despertó al día siguiente, el maestro Renovales sintió un deseo imperioso de aire libre, de luz, de espacios ilimitados, y salió del hotel, no parando en su paseo, Castellana arriba, hasta llegar á los desmontes vecinos al palacio de la Exposición.
La noche anterior había comido en casa de la de Alberca; un banquete casi de ceremonia, en celebración de su ingreso académico, con asistencia de muchos de los graves señores que formaban la tertulia de la condesa. Ésta se había mostrado radiante de alegría, como si festejase un triunfo suyo. El conde trataba con mayores respetos al ilustre maestro, cual si acabase de dar el paso más grande en su fama artística. Su respeto por todas las glorias decorativas le bacía admirar aquella medalla de académico, única distinción que él no podía unir á su carga de condecoraciones.
Renovales pasó una mala noche. El Champagne de la condesa fué triste para él. Había vuelto á su casa con cierto temor, como si en ella le esperase algo anormal que su inquietud no podía definir. Se despojó del traje de ceremonia que le había atormentado varias horas, y se metió en la cama, extrañándose del vago temor que le acompañó hasta los umbrales de su casa. Nada veía de extraordinario en torno de él; su cuarto ofrecía el mismo aspecto de todas las noches. Se durmió, vencido por el cansancio, por la torpeza digestiva de aquel banquete extraordinario, y no despertó en toda la noche; pero su sueño fué cruel, interminable, cortado por visiones que tal vez le habían hecho gemir.
Al despertarle, bien entrada la mañana, los pasos de su criado que andaba por el vecino cuarto de aseo, adivinó en el revoltijo de sus ropas, en el sudor frío de su frente, en el cansancio de su cuerpo, la noche inquieta que había pasado, entre nerviosos sobresaltos.
Su cerebro, entorpecido aún por el sueño, no podía desembrollar los recuerdos de la noche. Sólo tenía la certeza de que había soñado cosas tristes, penosas: tal vez había llorado. Lo único que recordaba era un rostro pálido, asomando entre los negros velos de lo inconsciente, como una imagen, alrededor de la cual giraban todos sus ensueños. No era Josefina; su cara tenía una expresión de criatura de otro mundo.
Pero así como se fué disipando su torpeza intelectual, mientras se lavaba el pintor y se vestía, y el criado le ayudaba á meterse en el gabán, pensó, al reunir sus recuerdos con un esfuerzo, que bien pudiera ser ella… Sí; ella era. Ahora recordaba que había percibido en su ensueño aquel perfume que le seguía desde el día anterior, que le acompañó á la Academia, perturbando su lectura, y que había ido con él al banquete, corriendo entre sus ojos y los de Concha una bruma, al través de la cual la miraba sin verla.
El fresco de la mañana despejó su inteligencia. La vista del dilatado espacio que se abarca desde las alturas de la Exposición, pareció borrar momentáneamente sus recuerdos de la noche.
Soplaba un viento de la sierra en la meseta vecina al Hipódromo. Renovales, al marchar contra el viento, sentía en sus orejas un zumbido de mar lejano. En el fondo, sobre las lomas con casitas rojas y álamos invernales, escuetos como escobas, marcaba el Guadarrama su limpieza luminosa sobre el espacio azul, su nevada crestería, sus enormes cimas que parecían de sal. Al lado opuesto, aparecía hundido en una grieta profunda del terreno el caparazón de Madrid; los tejados negros, las torrecillas puntiagudas, todo esfumado en una neblina que daba á los edificios de último término el vago azul de las montañas.
La meseta, cubierta de un verde ralo y miserable, con surcos duros y petrificados, brillaba á trechos bajo la luz del sol. Los trozos de azulejo, las vasijas rotas, los botes de conservas, lanzaban rayos de luz, lo mismo que si fuesen materias preciosas, entre rosarios de negros huevecillos, caídos de los rebaños, como rastro de su paso.
Renovales contempló largo rato el palacio de la Exposición por su parte de atrás; los muros amarillos, con adornos de ladrillos rojos, que apenas si asomaban sobre el borde de los desmontes; las techumbres planas de zinc, con un brillo de lagos muertos; la cúpula central, enorme, hinchada, cortando el cielo con su panza negra, como un aerostato próximo á elevarse. De una ala del gran palacio partían los sones de varios clarines, prolongando sus notas en esa bélica melopea que acompaña el trote de los caballos, entre temblores del suelo y nubes de polvo. Junto á una puerta temblaba el rayo de los sables, y se reflejaba el sol sobre charolados tricornios.
El pintor sonreía. Habían levantado para ellos aquel palacio, y lo ocupaba la Guardia civil. Una vez cada dos años entraba allí el Arte, disputando el sitio á los caballos guardadores del orden. Las estatuas se aposentaban en piezas que olían á cebada y á recios zapatos. Pero esta anomalía duraba poco; el intruso era expulsado así que realizaba su simulacro de una cultura europea, y quedaba en el palacio de la Exposición lo verdadero, lo nacional; el tercio privilegiado, los rocines de la santa autoridad que bajaban al galope á las calles de Madrid, cuando se turbaba, de tarde en tarde, su santa paz de cloaca.
Mirando después el maestro la negra cúpula, recordaba los días de exposición; veía la juventud melenuda é inquieta, unas veces dulce y aduladora, otras irritada é iconoclasta, venida de todas las ciudades de España, con el cuadro por delante y las mayores ambiciones en el pensamiento. Sonreía pensando en los grandes disgustos y sinsabores que había sufrido bajo aquellos techos, cuando la revoltosa plebe del arte le rodeaba, le acosaba admirándole, más que por sus obras, por su condición de jurado influyente. Él era quien daba los premios, en opinión de aquella juventud que le seguía con ojos de miedo y de esperanza. La tarde del fallo corrían los grupos á la noticia de la llegada de Renovales: salían á su encuentro en las galerías; le saludaban con exageradas muestras de respeto, poniendo los ojos tiernos para recomendarse mudamente. Algunos marchaban delante de él fingiendo no verle, hablando á gritos: «¡Quién! ¿Renovales? El primer pintor del mundo. Después de Velázquez, él…» Y á la caída de la tarde, cuando se colocaban en las columnas de la rotonda los dos papelotes, con la lista de los premiados, el maestro se escurría prudentemente, huyendo de la explosión final. El alma infantil que todo artista lleva dentro, estallaba ingenuamente ante el fallo. Se acababan los fingimientos; mostrábase cada cual según su carácter. Unos se ocultaban entre dos estatuas, encogidos, avergonzados, con los puños en los ojos, y lloraban pensando en la vuelta al lejano hogar, en la larga miseria sufrida, sin otra esperanza que aquella que acababa de desvanecerse. Otros se erguían como gallos, rojas las orejas, pálidos los labios, mirando con ojos llameantes hacia la entrada del palacio, como si quisieran ver desde allí cierto hotel pretencioso, de fachada griega y rótulo de oro. «Granuja… Era una vergüenza que la suerte de la juventud, que lleva algo dentro, se confiase á un tío agotado, á un farsante que no dejaría nada». ¡Ay! De estos momentos habían nacido todas las contrariedades, todas las molestias de la vida artística del maestro. Cada vez que llegaba á su conocimiento una censura injusta, una negativa brutal de sus facultades, una carga al degüello y sin piedad á lo largo de las columnas de algún periódico obscuro, acordábase de la rotonda de la Exposición, de aquel bramar tempestuoso del populacho pictórico, en torno de los dos papeles que contenían sus sentencias. Pensaba con extrañeza y conmiseración en la ceguera de aquellos jóvenes que maldecían de la vida por un fracaso, y eran capaces de dar su salud, su alegría vigorosa, á cambio de la triste gloria de un cuadro, menos duradera aun que el frágil lienzo. Cada medalla era un grado en el escalafón: medían la importancia de las recompensas, dándolas un significado semejante al de los galones militares… ¡Y él también había sido joven! ¡También había amargado los mejores años de su vida, en estos combates de infusorios que se pelean dentro de una gota de agua, creyendo conquistar un mundo inmenso!.. ¡Qué le importarían á la eterna belleza las ambiciones de regimiento, las fiebres de escalafón de los que intentaban ser sus intérpretes!
Regresó el maestro á su casa. El paseo le había hecho olvidar sus inquietudes de la noche. Su cuerpo, debilitado por la vida muelle, parecía agradecer este ejercicio con una violenta reacción. Sentía en sus piernas un dulce hormigueo: la sangre zumbaba en sus sienes; parecía derramarse por todo su cuerpo una oleada de calor. Estaba satisfecho de su fuerza vital, y paladeaba el goce de todo organismo que se siente funcionar con armónica regularidad.
Al atravesar su jardín, cantaba Renovales entre dientes. Sonrió á la portera que le había abierto la verja y al perrillo feo y vigilante que avanzaba con mujido cariñoso hasta lamer sus pantalones. Abrió la cancela de cristales, pasando del ruido exterior á un silencio profundo, conventual. Sus pies se hundieron en las mullidas alfombras: no sonaban otros ruidos que los misteriosos estremecimientos de los cuadros que cubrían las paredes hasta el techo, el crujir de invisibles carcomas en los marcos, el leve aleteo de un soplo de aire en las telas. Todo cuanto había pintado el maestro, por estudio y por capricho, completo ó sin terminar, estaba colocado en el piso bajo, junto con cuadros ó dibujos de ciertos compañeros ilustres y de los discípulos predilectos. Milita habíase entretenido mucho tiempo, cuando soltera, en este decorado, que se extendía hasta los pasillos de escasa luz.
Al dejar en el perchero su fieltro y su bastón, los ojos del maestro fijáronse en una acuarela cercana, como si ésta le atrajese, con cierta extrañeza, entre los demás cuadros que la rodeaban. Le pareció raro fijarse en ella de repente, después de pasar tantas veces sin verla. No estaba mal, pero tenía timidez, revelaba inexperiencia. ¿De quién sería aquello? Tal vez de Soldevillita. Pero al aproximarse para verla mejor, sonrió… ¡Si era suya! ¡Ya había llovido desde entonces!.. Se esforzó por recordar cuándo y dónde había pintado aquello. Para ayudar á su memoria, miraba fijamente esta cabeza de mujer, graciosa, de ojos vagos y soñadores, preguntándose quién pudo ser la modelo.
De pronto se entenebreció su gesto. El artista parecía confuso, avergonzado. ¡Qué disparate! ¡Si era su mujer, la Josefina de los primeros tiempos, cuando él la contemplaba con admiración, gozando en reproducir su rostro!
Echó sobre Milita la culpa de su torpeza y se propuso ordenar que quitasen de allí este estudio. Un retrato de su mujer no debía estar en la antesala, junto al perchero.
Después de almorzar dió orden al criado para que descolgase el cuadro, trasladándolo á uno de los salones. El servidor hizo un gesto de extrañeza.
– ¡Hay tantos retratos de la señora!.. ¡El señor la ha pintado tantas veces! La casa está llena…
Renovales remedó el gesto del criado. ¡Tantos! ¡tantos! ¡Si sabría él cuántas veces la había pintado!.. Con súbita curiosidad, antes de dirigirse al estudio, entró en un salón donde Josefina recibía sus visitas. Allí, en el sitio de honor, conocía él un gran retrato de su esposa, pintado en Roma: una linda mujer con mantilla de blonda, falda negra de triple volante y en la breve mano el abanico de concha: un verdadero Goya. Contempló un instante la graciosa cara, sombreada por el negro de las blondas, y cuya palidez aristocrática rasgaban unos ojos de expresión oriental. ¡Qué hermosa era Josefina en aquellos tiempos!..
Abrió la ventana para ver mejor el retrato, y la luz se esparció por las paredes de un rojo obscuro, haciendo brillar los marcos de otros cuadros más pequeños.
Entonces vió el pintor que el retrato goyesco no era el único. Otras Josefinas le acompañaban en esta soledad. Contempló con asombro la cara de su esposa, que parecía surgir de todos los lados del salón. Pequeños estudios de mujeres del pueblo ó de señoras del siglo XVIII; acuarelas de moras; damas griegas, con la rígida severidad de las figuras arcaicas de Alma-Tadema; todo lo que estaba en el salón, todo lo que había pintado, era Josefina, tenía su rostro ó conservaba sus rasgos, con la vaguedad de un recuerdo.
Pasó á otro salón que estaba enfrente y también allí le salió al encuentro la cara de su mujer, pintada por él, entre otros cuadros de amigos suyos.
¿Pero cuándo había hecho él todo aquello?.. No se acordaba; sentía estrañeza ante la enorme cantidad de trabajo realizada inconscientemente. Creía haber pasado la existencia entera pintando á Josefina…
Después, en los pasillos de la casa, en todos los cuartos adornados con pinturas, le salió al encuentro su mujer, bajo los aspectos más diversos, ceñuda ó sonriente, hermosa ó con la expresión triste de la enfermedad. Eran bocetos, simples dibujos al carbón, esbozos de su cabeza en el ángulo de un lienzo sin acabar; pero siempre aquella mirada que parecía seguirle, unas veces con melancólica dulzura, otras con intensa expresión de reproche. ¿Dónde tenía los ojos? Había vivido en medio de todo esto sin verlo; había pasado diariamente frente á Josefina sin fijarse en ella. Su mujer resucitaba; en adelante sentaríase á la mesa, entraría en su lecho, pasearía por su casa, siempre bajo la mirada de unas pupilas que en otros tiempos le escudriñaban hasta el alma.
La muerta no había muerto; rodeábale, resucitada por su mano. No podía dar un paso sin que su rostro surgiese de todos lados: le saludaba en lo alto de las puertas, parecía llamarle desde el fondo de las habitaciones.
En sus tres estudios aun fué mayor la sorpresa. Toda su pintura íntima, la que hacía por estudiar, por impulso irresistible, sin ningún deseo de venta, almacenábase allí, y toda ella era un recuerdo de la muerta. Los cuadros que deslumbraban á los visitantes, estaban abajo, al nivel de la vista, en caballetes, ó colgados de la pared, entre los muebles suntuosos: arriba, hasta llegar al techo, alineábanse los estudios, los recuerdos, los lienzos sin marco, como obras viejas y abandonadas, y en esta amalgama de producción, Renovales, á la primera ojeada, vió surgir el enigmático rostro.
Había vivido sin levantar los ojos, familiarizado con todo lo que le rodeaba, deslizándose su vista sin ver, sin fijarse en aquellas mujeres, distintas de aspecto, pero iguales en expresión, que le vigilaban desde lo alto. ¡Y la condesa había estado allí varias tardes, buscando la solitaria intimidad del estudio! ¡Y la tela persa, sostenida por lanzas ante el profundo diván, no les habría ocultado de aquellos ojos tristes y fijos que parecían multiplicarse en la parte alta de las paredes!..
Para olvidar su remordimiento, se entretuvo en contar las telas que reproducían la grácil figurilla de su mujer. Eran muchas; toda una vida de artista. Se esforzaba por recordar cuándo y dónde las había pintado. En los primeros tiempos de apasionamiento, sentía la necesidad de pintarla, por un impulso irresistible de trasladar al lienzo todo lo que veía con delectación, todo lo que amaba. Después había sido un deseo de adularla, de mecerla en una mentira cariñosa, de infundirle la certeza de que era su única adoración de artista, copiándola con vaga semejanza, extendiendo sobre sus rasgos, algo ajados por la enfermedad, una suave veladura de idealismo. Él no podía vivir sin trabajar, y como muchos pintores, hacía servir de modelos á los que le rodeaban. Su hija se había llevado á su nueva casa un cargamento de pintura; todos los cuadros, apuntes, acuarelas y tablitas que la representaban, desde los tiempos en que jugaba con el gato, cubriéndolo de trapos en forma de pañales, hasta que fué la arrogante joven, cortejada por Soldevilla y el que ahora era su marido.
La madre se había quedado allí, surgiendo después de muerta, en torno del artista, con una profusión abrumadora. Todos los pequeños incidentes de la vida habían servido á Renovales para hacer nuevos cuadros. Recordaba sus entusiasmos de artista cada vez que la veía con un nuevo vestido. Los colores la cambiaban; era una mujer nueva: así lo afirmaba él con una vehemencia que la esposa tomaba por admiración y no era más que ansia de modelo.
La existencia entera de Josefina había sido fijada por la mano de su esposo. En un lienzo aparecía vestida de blanco, marchando por una pradera, con la vaguedad poética de una Ofelia: en otro, con gran sombrero empenachado y cubierta de joyas, mostraba el aplomo de una burguesa, segura de su bienestar. Un cortinaje negro servía de fondo á su busto descotado, que mostraba sobre la base de encajes el ligero perfil de las clavículas y el arranque de unos pechos reducidos y firmes como manzanas de amor: en otro lienzo tenía los débiles brazos al descubierto, bajo las mangas recogidas; un delantal blanco la cubría de los pechos á los pies: en su entrecejo había una pequeña arruga de preocupación, de cansancio, y en toda ella el abandono de los que no disponen de tiempo para atender al adorno de su persona. Este último era el retrato de los días penosos, la imagen del ama de casa, animosa, sin servidores, trabajando con sus manos delicadas en el buhardillón de las tristezas, esforzándose por que nada faltase al artista, por que no vinieran las pequeñas contrariedades de la vida á distraerle de sus esfuerzos supremos por abrirse paso.
Este retrato conmovió al artista con la melancolía que inspiran los días aciagos recordados en pleno bienestar. La gratitud á la animosa compañera trajo consigo otra vez el remordimiento.
– ¡Ay, Josefina!.. ¡Josefina!
Cuando llegó Cotoner, encontró al maestro tendido en un diván, boca abajo, con la cabeza entre las manos, como si durmiese. Quiso reanimarle hablándole de la solemnidad del día antes. Un gran éxito: los periódicos hablaban de él y de su discurso, reconociendo que era un gran escritor, afirmando que podía alcanzar en la literatura tantos triunfos como en su arte. ¿No los había leído?..
Renovales contestó con un gesto de cansancio. Los había encontrado por la mañana, al salir, sobre una mesa del recibidor. Había entrevisto su retrato, rodeado de las compactas columnas del discurso, pero dejaba la lectura de los elogios para más tarde. Le inspiraban poco interés; pensaba en otras cosas… estaba triste.
Y á las preguntas ansiosas de Cotoner, que creía en una enfermedad, contestó con voz queda:
– Estoy bien. Es melancolía, aburrimiento de no hacer nada. Quiero trabajar y no tengo fuerzas.
De pronto cortó la palabra á su viejo amigo, mostrándole con un ademán todos los retratos de Josefina, como si fuesen obras nuevas que acababa de producir.
Cotoner se extrañó… Los conocía todos: hacía años que estaban allí. ¿Qué novedad era aquella?..
El maestro le comunicó su reciente sorpresa. Había vivido junto á ellos sin verlos: acababa de descubrirlos dos horas antes. Y Cotoner reía.
– Tú estás algo tocado, Mariano. Vives sin darte cuenta de lo que te rodea. Por eso no te has enterado aún del casamiento de Soldevilla con una muchacha muy rica. El pobre chico está triste porque su maestro no ha asistido á la boda.
Renovales encogió los hombros. ¿Qué le importaban á él esas tonterías?.. Hubo una larga pausa, y el maestro, pensativo y triste, levantó de pronto la cabeza con un gesto de resolución.
– ¿Qué te parecen esos retratos, Pepe? – preguntó con ansiedad. – ¿Es ella? ¿No me equivocaría al hacerlos? ¿No la vería de otro modo que como fué?..
Cotoner rompió á reir. Realmente, el maestro estaba tocado. ¡Vaya unas preguntas! Aquellos retratos eran unas maravillas, como todo lo suyo. Pero Renovales insistió, con la impaciencia de la duda. ¡El parecido!.. ¡Quería saber si aquellas Josefinas eran iguales á la muerta!
– Exactísimo – dijo el bohemio. – ¡Pero hombre, si lo que más asombra en tus retratos es la fidelidad con que sorprendes la vida!
Afirmábalo con energía, pero una duda escarabajeaba en su interior. Sí; era Josefina, pero con algo extraordinario, ideal. Sus facciones parecían las mismas, pero llevaban una luz interna que las embellecía. Era el defecto que había encontrado siempre á estos retratos; pero se calló.
– Y ella – insistió el maestro, – ¿era realmente hermosa? ¿Qué te parecía como mujer? Dímelo, Pepe… sin reparos. Es extraño; yo no recuerdo bien cómo era.
Cotoner quedó desconcertado por estas preguntas y respondió con cierto embarazo. ¡Vaya una ocurrencia! Josefina era muy buena, un ángel; él la recordaría siempre con agradecimiento. La había llorado como si fuese una madre, y eso que podía ser casi hija suya. Tenía grandes delicadezas y cuidados para el pobre bohemio.
– No es eso – interrumpió el maestro. – Yo pregunto si te parecía hermosa; si lo era realmente.
– Hombre, sí – dijo Cotoner con resolución. – Era hermosa… más bien dicho, simpática. Al final parecía un poquillo estropeada. ¡La enfermedad!.. En fin, un ángel.
Y el maestro, tranquilizado por estas palabras, quedó en larga contemplación ante sus propias obras.
– Sí; era muy hermosa – dijo lentamente, sin apartar la vista de los lienzos. – Ahora lo reconozco; ahora la veo mejor… Es extraño, Pepe; parece como que encuentro hoy á Josefina, después de un largo viaje. La había olvidado; ya no sabía ciertamente cómo era su cara.
Hubo otra larga pausa, y de nuevo acometió el maestro á su amigo con una pregunta ansiosa.
– ¿Y quererme?.. ¿Crees tú que me quería de veras? ¿Que era por amor por lo que se mostraba, algunas veces… tan rara?
Ahora sí que no vaciló Cotoner, como en las preguntas anteriores:
– ¡Quererte!.. ¡Con delirio, Mariano! ¡Como ningún hombre ha sido querido en el mundo! Todo lo que hubiera entre vosotros, eran celillos, exceso de afecto. Lo sé mejor que nadie; á los buenos amigos que como yo entran y salen en una casa, lo mismo que perros viejos, se les trata con confianza, se les dicen cosas que no sabe el marido… Créeme, Mariano; nadie más te querrá así. Los berrinches eran nubes de las que pasan. Tengo la certeza de que ya no te acuerdas de ellas. Lo que no pasaba era lo otro; el amor que te tenia. Me consta: lo sé de cierto; ya sabes que ella me lo contaba todo, que era yo la única persona á quien podía tolerar en sus últimos tiempos.