Kitabı oku: «La maja desnuda», sayfa 16
Renovales pareció agradecer con una mirada de alegría estas palabras de su amigo.
Salieron á pasear á la caída de la tarde, marchando lentamente hacia el centro de Madrid. Renovales hablaba de su juventud, de sus tiempos de Roma. Reía recordando á Cotoner su famoso surtido de papas, acudían á su memoria las graciosas farsas de los estudios, las fiestas ruidosas, y después, á su regreso, cuando ya era casado, las noches de amistosa intimidad en aquel comedor pequeño y bonito de la vía Margutta; la llegada del bohemio y otros compañeros de arte, para tomar una taza de té con el joven matrimonio; las discusiones á gritos sobre pintura, que hacían protestar á los vecinos, mientras ella, su Josefina, todavía con el asombro de verse dueña de una casa, sin su madre y rodeada de hombres, sonreía á todos con timidez, encontrando graciosos é interesantes á aquellos camaradas terroríficos, melenudos como bandoleros, inocentes y quisquillosos como niños.
– ¡Los buenos tiempos, Pepe!.. La juventud, que sólo apreciamos cuando desaparece.
Andando siempre en línea recta, sin saber adónde iban, enfrascados en su conversación y sus recuerdos, se vieron en la Puerta del Sol. Había cerrado la noche; brillaban los focos eléctricos; los escaparates arrojaban sobre las aceras sus manchas de luz.
Cotoner miró la hora en el reloj del Ministerio.
¿No iba aquella noche el maestro á casa de la de Alberca?..
Renovales pareció despertar. Sí; tenía que ir, le esperaban… Pero no iba. Su amigo le miró escandalizado, como si considerase, en su conciencia de parásito, una falta gravísima el despreciar una comida.
El pintor mostrábase falto de fuerzas para pasar la noche entre Concha y su marido. Pensaba en ella con cierta aversión; sentíase capaz de rechazar brutalmente los contactos audaces con que le perseguía á todas horas; de contárselo todo al marido en un arrebato de franqueza. Era una vergüenza, una traición, aquella vida á tres que la gran dama aceptaba como el más dichoso de los estados.
– Es insufrible – dijo para desvanecer la extrañeza de su compañero. – No se la puede aguantar; una lapa que no me suelta un instante.
Nunca había hablado á Cotoner de sus amores con la de Alberca, pero éste no necesitaba que le contasen las cosas; tácitamente se daba por enterado.
– Pero es guapa, Mariano – dijo. – ¡Una gran mujer! Ya sabes que la admiro. Esa te podía servir para el cuadro griego.
El maestro tuvo una mirada de conmiseración para su ignorancia. Sentía el deseo de vejarla, de herirla, justificando así su indiferencia.
– Fachada nada más… cara y estatura.
É inclinándose hacia su amigo, le dijo en voz baja, gravemente, como si revelase el secreto de un inmenso crimen:
– Tiene las rodillas en punta… Una verdadera estafa.
Cotoner dilató la boca con una risa de sátiro y se agitaron sus orejas. Era la alegría del hombre casto; la satisfacción de conocer los ocultos defectos de una belleza colocada fuera de su alcance.
El maestro no quiso separarse de su amigo. Le necesitaba; mirábale con tierna simpatía, viendo en él algo de la muerta. Nadie la había conocido como aquel compañero. En los momentos de tristeza, él era su confidente. Cuando sus nervios la ponían como loca, las palabras de este hombre sencillo terminaban sus crisis en un mar de lágrimas. ¿Con quién podía hablar mejor de ella?..
– Comeremos juntos, Pepe: iremos á los Italíanos; un banquete romano, raviolis, picatta, todo lo que quieras, y un frasco de Chianti ó dos; cuantos puedas beber; y al final Asti espumoso, mejor que el Champagne. ¿Te conviene, anciano?
Se agarraron del brazo, marcharon alta la frente, la sonrisa en los labios, como dos pintorcillos jóvenes, ansiosos de celebrar una venta reciente con una comilona alivio de su miseria.
Renovales sumíase en sus recuerdos para sacarlos á luz con palabra atropellada. Hacía memoria á Cotoner de cierta trattoria en una callejuela romana, más allá de la estatua de Pasquino, antes de llegar al Governo Vechio; un figón de quietud eclesiástica, dirigido por el antiguo cocinero de un cardenal. Las perchas del establecimiento estaban siempre ocupadas por sombreros de teja. Su alegría de artistas, escandalizaba un tanto la grave parsimonia de los parroquianos: sacerdotes de las oficinas pontificales ó de paso en Roma para intrigar ascensos; rábulas de mugrienta levita, que llegaban cargados de papelotes del vecino Palacio de Justicia.
– ¡Qué macarrones! ¿Te acuerdas, Pepe? ¡Y cómo le gustaban á la pobre Josefina!
Llegaban de noche á la trattoria en alegre banda; ella cogida á su brazo, y en torno los buenos amigos que agrupaba la admiración junto á su naciente fama de pintor. Josefina adoraba los misterios culinarios, los secretos tradicionales de la solemne mesa de los príncipes de la Iglesia, que habían descendido á la calle, refugiándose en aquella salita con arcadas de bodegón. Sobre el blanco mantel temblaba la mancha de ámbar del vino de Orvieto, en ventrudas botellas de fino cuello; un líquido dorado, espeso, de dulzura clerical; una bebida de pontífices ancianos que descendía como fuego hasta el estómago, y más de una vez sé había remontado á cabezas cubiertas por la tiara.
En las noches de luna salían de allí, con dirección al Coloseo para contemplar la ruina colosal y monstruosa bajo un torrente de luz azulada. Josefina, trémula de inquietud, se sumía en los túneles negros, avanzaba á tientas entre las piedras caídas, hasta verse en pleno graderío, frente al silencioso redondel, que parecía encerrar el cadáver de todo un pueblo. Ella pensaba en las fieras horrendas que habían pisado aquella arena, mirando en torno con inquietud. De pronto, un espantoso rugido, y una bestia negra salía dando saltos de los profundos vomitorios. Josefina se agarraba á su esposo, con chillido de espanto, y todos reían. Era Simpson, un pintor norteamericano que doblaba su larga osamenta, marchando á cuatro patas para atacar con fieros alaridos á los compañeros.
– ¿Te acuerdas, Pepe? – decía á cada instante Renovales. – ¡Qué tiempos! ¡Qué alegría! ¡Qué excelente compañera la pobrecita, antes de que la entristeciese la enfermedad!..
Comieron, hablando de su juventud, mezclando en sus recuerdos la imagen de la muerta. Después pasearon por las calles basta media noche, insistiendo Renovales en aquellos tiempos, recordando á su Josefina, como si toda su existencia la hubiese pasado adorándola. Cotoner sentíase fatigado de esta conversación y se despidió del maestro. ¡Qué nueva manía era aquella!.. Muy interesante la pobre Josefina; pero toda la noche la habían pasado sin hablar de otra cosa, como si en el mundo sólo existiese el recuerdo de la muerta.
Renovales marchó á su casa con cierta impaciencia; tomó un carruaje para llegar antes. Sentía la misma impresión de inquietud que si le aguardara alguien: le parecía aquel hotel presuntuoso, antes frío y solitario, animado por un espíritu que no podía definir, una alma amada que lo llenaba todo, esparciéndose como un perfume.
Al entrar, precedido por el doméstico soñoliento, su primera mirada fué para la acuarela. Sonrió; quiso dar las buenas noches á aquella cabeza que fijaba sus ojos en él.
Igual sonrisa y el mismo saludo mental tuvo para todas las Josefinas que salían á su encuentro, surgiendo de la sombra de las paredes al encenderse las bombillas eléctricas en salas y corredores. Ya no le inspiraban inquietud estos rostros contemplados por la mañana con sorpresa y miedo. Ella le veía; ella adivinaba su pensamiento; ella le perdonaba, seguramente. ¡Había sido siempre tan buena!..
Dudó un instante en su camino, queriendo ir á los estudios, y encender sus grandes focos eléctricos. La vería de cuerpo entero, en toda su gentileza; hablaría con ella; la pediría perdón, en el profundo silencio de aquellas naves… Pero el maestro se contuvo. ¿Qué locuras se le ocurrían? ¿Iba á perder el juicio?.. Se pasó la mano por la frente, como si quisiera borrar de su pensamiento estos propósitos. Era sin duda el Asti quien le inspiraba tales extravagancias. ¡Á dormir!..
Al quedar á obscuras, tendido en la camita de su hija, se sintió molesto. No podría dormir; estaba mal allí… Sintió un deseo vehemente de salir del cuarto, de refugiarse en el dormitorio abandonado, como si sólo en él pudiera encontrar descanso y sueño. ¡Oh, la cama veneciana, la cama de Dogaresa rubia, aquel mueble señorial que guardaba toda su historia; donde ella había gemido de amor; donde se habían dormido tantas veces comunicándose á media voz sus deseos de gloria y de riqueza; donde había nacido su hija!..
Con la vehemencia que ponía en todos sus caprichos, el maestro recobró sus ropas, y quedamente, como si temiera ser oído por su criado, que descansaba cerca, encaminóse al dormitorio.
Rodó la llave con precauciones de ratero y avanzó de puntillas, bajo la luz suave y discreta de color rosa, que derramaba un farolón antiguo, desde el centro del techo. Tendió los colchones cuidadosamente sobre la cama abandonada. Faltaban sábanas, almohadas, toda la ropa de dormir. La habitación, desierta tanto tiempo, estaba fría… ¡Qué noche tan agradable iba á pasar! ¡Qué bien dormiría allí! Los almohadones de un sofá, bordados de oro con duro relieve, le sirvieron de cabecera. Se envolvió en un gabán y se acostó vestido, apagando la luz, con el deseo de no ver la realidad, de soñar, poblando la sombra con las dulces mentiras de su imaginación.
Sobre aquellos colchones había dormido Josefina; sus blanduras conocían el suave peso de su cuerpo. No la veía como en los últimos tiempos, enferma, demacrada, roída por la miseria física. Esta imagen dolorosa la rechazaba su pensamiento, abriéndose á las ilusiones bellas. La Josefina que contemplaba, la que llevaba dentro, era la otra, la de los primeros tiempos; y no como había sido en realidad, sino como él la había visto, como la había pintado.
Su memoria pasaba sobre una gran laguna de tiempo, obscura y tormentosa; saltaba desde la actual nostalgia á los tiempos felices de la juventud. Tampoco se acordaba de los años de penoso cautiverio, cuando se debatían los dos, huraños y agresivos, incapaces de continuar juntos la misma senda… Eran insignificantes contratiempos de la vida. Sólo pensaba en la bondad sonriente, la generosidad y la sumisión de los tiempos de amor. ¡Con qué ternura habían vivido juntos, una parte de su existencia, abrazados sobre aquel lecho que ahora sólo conocía el aislamiento de su cuerpo!..
El artista se estremeció de frío en la insuficiencia de sus envolturas. En esta situación anormal, las sensaciones exteriores evocaban sus recuerdos; se asociaban á fragmentos del pasado, tirando de ellos, hasta sacarlos á flote en la memoria. El frío le hizo pensar en las noches lluviosas de Venecia, cuando el chaparrón caía horas y horas sobre estrechas callejuelas y desiertos canales, en el profundo silencio de la noche, en la mudez solemne de una ciudad sin caballos, sin ruedas, sin otro ruido de vida que el chapoteo del agua solitaria en los escalones de mármol. Ellos estaban en aquella misma cama, bajo el caliente edredón, rodeados de los muebles que adivinaba ahora en la sombra.
Por entre las maderas del calado ventanal penetraba el resplandor del reverbero que iluminaba el vecino canalillo. Marcábase en el techo una faja de luz y en ella temblaba el reflejo de las aguas muertas, con un incesante cruzamiento de hilos de sombra. Ellos, estrechamente abrazados, con los ojos en alto, contemplaban este juego de la luz y el agua. Adivinaban el frío y la humedad en la calle líquida; saboreaban el mutuo calor de sus cuerpos, el apretado contacto de su carne, el egoísmo de estar juntos, en la dulce voluptuosidad del bienestar físico, sumidos en el silencio, como si el mundo hubiese acabado, como si su dormitorio fuese un cálido oasis en medio del frío y la sombra.
Algunas veces sonaba un grito lúgubre rasgando el silencio. ¡Aooo! Era un gondolero que avisaba antes de doblar la esquina. Por la mancha de luz que cabrilleaba en el techo, deslizábase una gondolíta negra, liliputiense, un juguete de sombra, en cuya popa se doblaba, dándole al remo, un monigote del tamaño de una mosca. Y los dos, pensando en los que pasaban bajo la lluvia, perseguidos por las ráfagas glaciales, paladeaban una nueva voluptuosidad, y sus cuerpos se apretaban con más fuerza, bajo la suave caricia del edredón, y sus bocas se encontraban, conmoviendo la calma de su nido con la insolencia ruidosa de la juventud y el amor…
Renovales ya no sentía frío. Revolvíase inquieto sobre los colchones; clavábanse en su rostro los bordados metálicos del almohadón; tendía sus brazos en la obscuridad, y una queja cortaba el silencio, tenaz, desesperada, un lamento de niño que exige lo imposible, que pide la luna.
– ¡Josefina! ¡Josefina!
III
Una mañana el maestro llamó con gran urgencia á Cotoner, y éste se presentó, mostrándose alarmado por los términos del aviso.
– No es nada grave – dijo Renovales. – Necesito que me digas dónde fué enterrada Josefina. Quiero verla.
Era un deseo que se había formado lentamente en su pensamiento durante varias noches; un capricho de las interminables horas de insomnio que arrastraba en la obscuridad.
Hacía más de una semana que se había trasladado al dormitorio grande, escogiendo entre la ropa de cama, con una minuciosidad que asombró á la servidumbre, las sábanas más usadas, las que evocaban con sus bordados los antiguos recuerdos. No encontró en estos lienzos aquel perfume de los armarios que tanto le perturbaba; pero algo había en ellos, la ilusión, la certeza de que su tejido había rozado muchas veces la carne querida.
Renovales, después de exponer su deseo á Cotoner, sobriamente y con gesto duro, creyó necesario excusarse. Era vergonzoso que él no supiese dónde estaba Josefina; que no hubiera ido aún á visitarla. El dolor de su muerte le había dejado sin voluntad… después, ¡el largo viaje!..
– Tú corriste con todo, Pepe; tú arreglaste el entierro. Dime dónde está; llévame á verla.
No se había preocupado hasta entonces de los restos de la muerta. Recordaba el día del entierro, su dolor teatral, que le había hecho permanecer en un rincón del estudio, con la cara oculta entre las manos. Los amigos íntimos, los escogidos, que llegaban hasta su retiro, vestidos de negro y con tristeza fúnebre, le cogían una mano apretándola con efusión. «¡Valor, Mariano! ¡Ánimo, maestro!» Y fuera del hotel un patear incesante de caballos; la verja negra de apretada muchedumbre; los carruajes en doble fila hasta perderse de vista; los reporters yendo de un grupo á otro, inscribiendo nombres.
Todo Madrid estaba allí… Y se la habían llevado al lento paso de unos caballos de penachos ondeantes, entre lacayos de la muerte, con blancas pelucas y doradas cachiporras; y él no se había acordado más de ella, no había sentido la curiosidad de conocer el rincón fúnebre, donde se ocultaba para siempre, bajo los ardores del sol que resquebrajan la tierra, bajo las interminables lluvias de la noche que chorrearían sobre sus pobres huesos. ¡Ah, malvado! ¡Ah, miserable, por el más afrentoso de los olvidos!..
– Dime dónde está, Pepe… Llévame; quiero verla.
Suplicaba con la vehemencia del remordimiento: quería verla en seguida, cuanto antes, como un pecador que teme morir y pide á gritos la absolución.
Cotoner accedió á este viaje inmediato. Estaba en el cementerio de la Almudena, un camposanto cerrado desde mucho tiempo. Sólo iban á él los que tenían tradicionales derechos sobre un pedazo de su suelo. Cotoner había querido enterrar á la pobre Josefina cerca de su madre, en el mismo recinto donde se oxidaba el oro de la losa que ocultaba al «malogrado genio de la diplomacia». Quiso que descansase entre los suyos.
En el camino, Renovales sintió cierta angustia. Veía pasar con ojos de sonámbulo, al través de los vidrios del carruaje, las calles de la población: después bajaban una rápida cuesta; jardines mal cuidados, en los cuales, junto á los árboles, dormitaban vagabundos ó se peinaban mujeres con la cabeza al sol; un puente; suburbios míseros con casuchas de lugarejo; luego el campo, caminos en cuesta y al final un bosque de cipreses sobre una tapia y remates de edificios marmóreos, ángeles extendiendo las alas con una trompeta en los labios, grandes cruces, flameros montados sobre trípodes, y un cielo límpido, de intenso azul, que parecía reir con indiferencia sobrehumana de la emoción de aquella hormiga que se apellidaba Renovales.
Iba á verla; á poner sus plantas en la misma tierra, última sábana de su cuerpo; á aspirar un aire en el que subsistía tal vez algo de aquel calor, que era como la respiración del alma de la muerta. ¿Qué la diría?..
Al entrar en el camposanto miró al guardián, un hombre feo, lúgubre, con una palidez amarillenta y grasosa de blandón. ¡Aquel hombre vivía á todas horas cerca de Josefina!.. Sintió un impulso de generosidad, de agradecimiento: tuvo que contenerse, pensando en su acompañante, para no entregarle todo el dinero que llevaba encima.
Sus pasos resonaron en el profundo silencio. Sintiéronse rodeados de la rumorosa calma de un jardín abandonado, en el que eran más los kioscos y las estatuas que los árboles. Anduvieron bajo ruinosas columnatas que repercutían sus pasos con extraño eco; sobre losas que devolvían la sonoridad de sus huellas, con ese estruendo sordo de los lugares huecos y obscuros. La nada estremecida en su desierto por un ligero rozamiento de vida.
Los muertos que dormían allí estaban bien muertos, sin la leve resurrección del recuerdo, en completo abandono, consumiéndose en la podredumbre universal, anónimos, separados por siempre de la vida, sin que de la inmediata colmena de gentes viniese nadie á reanimar con llantos y ofrendas la efímera personalidad que tuvieron, el nombre que les rotuló por un instante.
Las coronas pendían de las cruces, negras, deshilachadas, con un hervidero de insectos en sus briznas. La vegetación exuberante y monótona, libre del martirio de los pasos, se extendía por todas partes, desuniendo con sus raíces las piedras de las tumbas, haciendo saltar los peldaños de las sonoras escalinatas. Las lluvias, con su lenta filtración, producían desplomes del terreno. Algunas losas se cuarteaban, dejando entreabiertos profundos hoyos que exhalaban un hedor de tierra mojada y estiércol cocido.
Había que andar con cierta precaución, temiendo que el terreno sonoro y hueco se abriese de pronto: había que evitar repentinas depresiones, en las cuales, junto á una lápida hundida de canto, con letras de pálido oro y nobiliarios escudos, asomaba un cráneo pequeño, de débil osamenta; el armazón de una cabeza de mujer, entrando y saliendo por el negro portal de sus órbitas un rosario de hormigas.
El pintor caminaba estremecido, con la tristeza de una decepción inmensa, dudando de sus más grandes entusiasmos. ¡Y esto era la vida!.. ¡Y así acababa la humana belleza! ¡Para esto serviría el receptáculo de hermosas sensaciones que llevaba sobre sus hombros, y allí iría á parar con toda su soberbia!..
– Aquí es – dijo Cotoner.
Se habían metido entre unas filas de tumbas apretadas, rozando, al pasar, los adornos envejecidos que se desmenuzaban y caían á su contacto.
Era una sepultura sencilla, una especie de féretro de blanco mármol, que se elevaba unos dos palmos sobre el suelo, llevando en su parte superior un alto remate, semejante á la cabecera de una cama, y terminado por una cruz.
Renovales permaneció frío. ¡Allí estaba Josefina!.. Leyó varias veces la inscripción, como si no pudiera convencerse. Era ella; las letras reproducían su nombre, con una breve lamentación del marido inconsolable, que á él le pareció falta de sentido, artificial, vergonzosa.
Había venido pensando, con estremecimientos de inquietud, en el terrible momento de descubrir el último lecho de su Josefina. ¡Sentirse cerca de ella, pisar el suelo que guardaba la esencia de su cuerpo! No podría resistir este trance; lloraría como un niño, caería de rodillas, sollozando con angustia de muerte…
Y bien; ya estaba allí: tenía la tumba ante sus ojos, y sin embargo, permanecían secos, miraban en torno, fríamente, con extrañeza.
¡Allí estaba!.. Lo creía por la afirmación de su amigo, por aquel rótulo declamatorio puesto sobre la tumba; pero nada le avisaba la presencia de la muerta. Permanecía insensible, mirando con curiosidad á las inmediatas sepulturas, sintiéndose en su interior un monstruoso deseo de burla, no viendo en la muerte más que su mueca sardónica de bufón de la última hora.
Á un lado, un señor que descansaba bajo el interminable catálogo de sus títulos y condecoraciones; una especie de conde de Alberca, que se había dormido en la solemnidad de su grandeza, esperando el trompetazo del ángel para comparecer ante el Señor con todos sus pergaminos y cruces. Al otro, un general que se pudría bajo un mármol grabado de cañones, fusiles y banderas, como si quisiera infundir espanto á la muerte. ¡En qué burlesca promiscuidad había venido á acostarse Josefina, para dormir su último sueño! Al través de la tierra mezclábanse los jugos de todos aquellos cuerpos, se unían y amalgamaban, con el definitivo beso de la nada, sin haberse conocido durante la vida. Ellos eran los últimos dueños de su cuerpo, los eternos y definitivos amantes; se la arrebataban en su presencia y para siempre, indiferentes á las preocupaciones efímeras de los vivos. ¡Ay la muerte! ¡Que burlona atroz! ¡Qué cinismo frío el de la tierra!..
Sentía disgusto, tristeza, asco, de la insignificancia humana… pero no lloraba. Sólo tenía ojos para lo externo y lo material; para la forma, preocupación constante de su pensamiento. Al verse ante la tumba, apreció únicamente su vulgar humildad, con cierta vergüenza. Era su mujer: la esposa de un gran artista.
Pensó en los escultores más célebres, todos amigos suyos: hablaría con ellos; labrarían una sepultura imponente, con estatuas lacrimosas y originales símbolos de la fidelidad, de la dulzura y del amor: un sepulcro digno de la compañera de Renovales… Y nada más; su pensamiento no iba más allá; su imaginación no podía traspasar la dureza del mármol, penetrando en el oculto misterio. La tumba estaba muda y vacia: en el ambiente no había nada que hablase al alma del pintor.
Permaneció insensible, sin que le turbase emoción alguna, sin dejar de ver un solo instante la realidad. El cementerio era un lugar feo, triste, repugnante, con su atmósfera de pudridero. Renovales creía percibir un lejano hedor de carne frita esparcido en el viento, que inclinaba el puntiagudo plumero de los cipreses, que movía las viejas coronas y el ramaje de los rosales.
Miró con cierta hostilidad al silencioso Cotoner. Éste tenía la culpa de su frialdad. Su presencia le cohibía, impidiendo toda efusión. Aunque amigo, era un extraño; un obstáculo entre él y la muerta. Se interponía entre los dos, impidiendo aquel diálogo mudo de amor y perdón con el que venia soñando. Volvería sin su acompañante. Tal vez el cementerio fuese distinto en la soledad.
Y volvió: volvió al día siguiente. El guardián le hizo un saludo amable, adivinando un parroquiano de los que proporcionan ganancias.
El cementerio le pareció más grande, más imponente, en el silencio de una mañana tranquila y luminosa. No tenía con quién hablar, no oía otro ruido humano que el de sus propios pasos. Subía escalinatas, atravesaba galerías, dejando tras él su indiferencia, pensando, con inquietud, que cada vez se separaba más de los vivos, que la puerta, con su empleado sórdido, estaba ya lejos, y que él era el único viviente, el único que pensaba y podía sentir miedo, en aquella ciudad lúgubre de miles y miles de seres, envueltos en un misterio que les hacía imponentes, entre los ruidos sordos y extraños de ese más allá que espanta con su negrura de abismo sin fondo.
Al llegar ante la tumba de Josefina, se quitó el sombrero.
Nadie. Los árboles y los rosales se estremecían bajo el viento, hasta perderse de vista en las encrucijadas de los panteones. Unos pájaros piaban sobre su cabeza, en una acacia, y este rumor de vida, rasgando el susurro de la solitaria vegetación, esparcía cierta tranquilidad en el espíritu del pintor, borraba el miedo infantil que había sentido antes de llegar allí, cruzando las columnatas de pavimento sonoro.
Permaneció mucho tiempo inmóvil, abstraído en la contemplación de aquella caja de mármol, partida oblicuamente por la luz del sol; una parte de color de oro y otra con la blanca superficie azulada por la sombra. De pronto se estremeció, coma si despertase oyendo una voz… La suya. Hablaba alto, con un impulso irresistible de exteriorizar á gritos su pensamiento, de animar con algo que significase vida este silencio mortal.
– Josefina, soy yo… ¿Me perdonas?..
Era una ansia infantil de oir la voz del más allá, derramando sobre su alma un bálsamo de perdón y olvido; un deseo de arrastrarse, de llorar, de empequeñecerse, de que ella le escuchase, de que sonriera desde el fondo de la nada, viendo la gran revolución que se había operado en su espíritu. Quería decirla – y se lo decía mudamente, con el lenguaje de la emoción – que la amaba, que había resucitado en su pensamiento, ahora que la había perdido para siempre, con un amor que no tuvo nunca pura ella en su existencia terrenal. Sentíase avergonzado de verse ante su tumba; avergonzado de la desigualdad de su suerte.
Le pedía perdón de vivir, de sentirse vigoroso y joven todavía, de amarla sin realidad, con loca esperanza, cuando la había dejado partir indiferente y frío, con el pensamiento en otra mujer, esperando su muerte con el más criminal de los anhelos. ¡Miserable! ¡Y él estaba en pie! ¡Y ella, la buena, la dulce, oculta para siempre; perdida y deshecha en las entrañas de la eterna insaciable!..
Lloraba: lloraba, por fin, con esas lágrimas cálidas y sinceras que atraen el perdón. Era el llanto por tanto tiempo deseado. Ahora sentía que los dos se aproximaban, que estaban casi juntos, que sólo les separaba una lámina de mármol y alguna tierra. Veía con la imaginación sus pobres restos, los huesos tal vez cubiertos por la podredumbre epílogo de una vida, y los amaba, los adoraba con una pasión serena, por encima de las miserias terrenales. Nada de lo que había sido Josefina podía causarle repugnancia ni horror. ¡Si él pudiera abrir aquella caja blanca! ¡Si pudiera besar los últimos escombros del cuerpo adorado, llevárselos con él, para que le acompañasen en su peregrinación, como las divinidades domésticas délos antiguos!.. Ya no veía el cementerio; no oía los pájaros ni el susurro de las ramas; creía vivir en una nube, sin contemplar otra cosa en la densa niebla que aquella tumba blanca, la marmórea caja, último lecho del adorado cuerpecillo…
Ella le perdonaba: su cuerpo surgía ante él, tal como había sido en su juventud, como había quedado en los lienzos pintada por su mano. Su mirada profunda se fijaba en la suya; su mirada de los tiempos de amor. Le parecía oir su voz, la voz de entonaciones infantiles, la que reía, admirando pequeñas insignificancias, en la época feliz. Era una resurrección; la imagen de la muerta estaba ante él, formada, sin duda, por moléculas invisibles de su ser, que flotaban sobre la tumba, por algo de su esencia vital que aún aleteaba en torno de los restos materiales, con cierto retardo de dolorosa despedida, antes de emprender la carrera á las profundidades de lo infinito.
Su llanto incesante seguía derramándose en el silencio, con una profusión de dulce desahogo: su voz, entrecortada por los suspiros, hacía callar á los pájaros infundiéndoles momentáneo pavor. «¡Josefina! ¡Josefina!» Y el eco de estos lugares sonoros contestaba con rugidos sordos y burlones, desde las lisas paredes de los mausoleos, desde el término invisible de las columnatas.
El artista, con impulso irresistible, pasó una pierna sobre las cadenas enmohecidas que rodeaban la tumba. ¡Sentirla más cerca! ¡Suprimir la corta distancia que los separaba! Burlar á la muerte con un beso de amor resucitado, de intenso agradecimiento por el perdón!..
El cuerpo enorme del maestro cubrió la blanca caja, abarcándola en sus brazos extendidos, como si quisiera desprenderla del suelo y llevársela con él. Sus labios buscaron ansiosos la parte más alta de la losa.
Quiso adivinar el sitio que cubría el rostro de la muerta, y entre rugidos de fiera herida, comenzó á besarlo, moviendo su cabeza, como si quisiera estrellarla contra el mármol.
Una sensación en los labios de piedra caldeada por el sol; un sabor de polvo, insípido y repulsivo, se extendió por su boca. Renovales se incorporó, se puso de pie, como si despertase, como si resurgiese de pronto el cementerio, hasta entonces invisible. El lejano hedor de carne chamuscada volvió á herir su olfato.
Ahora veía la tumba, como la había visto el día anterior. Ya no lloraba. La inmensa decepción secó sus lágrimas, mientras en su interior sentía acrecentarse el ansia del llanto. ¡Horrible despertar!.. Josefina no estaba allí; en torno de él sólo existía la nada. Era inútil buscar el pasado en el campo de la muerte. Los recuerdos no podían prender en esta tierra fría, conmovida en sus entrañas por el pulular del gusano, por el hervor de la materia en putrefacción. ¡Ay, dónde venía á buscar sus ilusiones! ¡De qué estercolero hediondo quería hacer resurgir las rosas de sus recuerdos!..
Veía con la imaginación, tras aquel mármol antipático, el pequeño cráneo con su mueca burlona, los huesos frágiles envueltos en sus últimos andrajos de piel, y esta visión le dejaba frío, indiferente. ¿Qué tenía él que ver con estas miserias? No; Josefina no estaba allí. Había muerto de veras, y si alguna vez llegaba á verla no sería cerca de su tumba.
Lloraba otra vez, pero sin lágrimas exteriores, con un llanto que se derramaba hacia adentro: lloraba la amargura de su soledad, el no poder cambiar con ella un pensamiento. ¡Tantas cosas que tenía que decirla y que le quemaban el alma!.. ¡Cómo la hablaría, si una fuerza misteriosa se la devolviese por un instante!.. Imploraría, su perdón; se arrojaría á sus pies, lamentando el error de su vida, el doloroso engaño de haber permanecido junto á ella, indiferente, acariciando falsas ilusiones que encerraban el vacío, para rugir ahora en el tormento de lo irreparable, con la sed de un amor loco que adoraba á la muerta después de despreciar á la viva. La juraría mil veces la verdad de esa adoración póstuma, de este deseo excitado por la muerte. Y luego, la acostaría otra vez en su lecho eterno y se alejaría tranquilo, con la conciencia en paz, después de la delirante confesión.