Kitabı oku: «La maja desnuda», sayfa 18
Aun tuvo para él una mirada de conmiseración, de esa ternura que siente toda mujer ante la desgracia, aunque aflija á un desconocido. ¡Pobre Mariano! Todo había acabado entre ellos. Evitó el tuteo; le tendió los dedos de su diestra enguantada, con un ademán de gran señora inabordable. Habían pasado mucho tiempo en esta situación, en la que sólo hablaban sus ojos.
– Adiós, maestro; ¡cuidarse!.. No se moleste acompañándome; conozco el camino. Siga su trabajo: pinte mucho…
Taconearon sus pies nerviosamente al alejarse sobre el pavimento encerado, que ya no habían de pisar nunca. El revoloteo de su falda esparció por última vez en el estudio su estela de perfumes.
Renovales respiró con más libertad al verse solo. Terminaba para siempre el error de su vida. De esta entrevista no le quedaba otro escozor que la indecisión de la condesa ante el retrato. La había reconocido antes que Cotoner, pero también había vacilado. Nadie se acordaba de la muerta; sólo él guardaba su imagen.
Aquella misma tarde, antes de que llegase su viejo amigo, recibió el maestro otra visita. Su hija se presentó en el estudio, adivinándola Renovales antes de que entrase, por el estrépito de alegría y de vida exuberante que parecía marchar ante sus pasos.
Venia á verle; le había prometido una visita desde muchos meses antes. Y el padre sonrió con indulgencia, recordando ciertas quejas de la última entrevista. ¿Nada más venía por verle?..
Milita se hizo la distraída, examinando el estudio que no había visitado en mucho tiempo.
– ¡Calla! – exclamó. – ¡Si es mamá!
Miraba el retrato con cierto asombro, pero el artista se mostró satisfecho de la prontitud con que la había reconocido. ¡Al fin, su hija! ¡El instinto de la sangre!.. El pobre maestro no vió la ojeada á los otros retratos que había guiado á la joven en su inducción.
– ¿Te gusta? ¿Es ella? – preguntó ansioso como un principiante.
Milita respondía con cierta vaguedad. Sí, estaba bien; tal vez un poco más hermosa que había sido. Ella no la conoció nunca así.
– Es verdad – dijo el maestro. – Tú no la viste en sus buenos tiempos. Pero así era antes de que tú nacieses. Tu pobre madre era muy hermosa.
Pero la hija no mostró gran emoción ante esta imagen. Le parecía extraña. ¿Por qué estaba la cabeza en un extremo del lienzo? ¿Qué pensaba añadir? ¿Qué significaban aquellos trazos?.. El maestro se excusó con cierto rubor, temiendo comunicar su pensamiento á la hija, súbitamente dominado por una pudibundez paternal. Ignoraba aún lo que haría; tenía que decidirse por un vestido que encajase bien. Y en un acceso de súbita ternura, se humedecieron sus ojos y besó á su hija.
– ¿Te acuerdas mucho de ella, Milita?.. ¿Verdad que era muy buena?
La hija sintióse contagiada por la tristeza del padre, pero fué un momento nada más. Su vigor, su salud, su alegría de vivir, repelían pronto las impresiones tristes. Sí, muy buena; se acordaba de ella con frecuencia… Tal vez decía verdad: pero estos recuerdos no eran profundos ni dolorosos: la muerte le parecía una cosa sin sentido, un incidente remoto y poco temible que no turbaba la serena calma de su equilibrio físico.
– ¡Pobre mamá! – añadió á guisa de oración. – Para ella fué un consuelo el marcharse. ¡Siempre enferma, siempre triste! ¡Con una vida así, más vale morir!..
Había en sus palabras cierta amargura; el recuerdo de una juventud compartida con aquella eterna enferma, de humor desigual, y en un ambiente entristecido por la sequedad hostil con que se trataban los padres. Además, su gesto era glacial. Todos hemos de morir: que los débiles se vayan antes, y dejen el sitio á los fuertes. Era el egoísmo inconsciente y cruel de la salud. Renovales veía de pronto el alma de su hija, por este desgarrón inesperado de su franqueza. La muerta los conocía bien á los dos. Era suya, toda suya. Él también poseía este egoísmo del fuerte que le había hecho aplastar la debilidad y la delicadeza, puestas á su amparo. Á la pobre Josefina sólo le quedaba él, arrepentido y en eterna adoración. Para los demás, no había pasado por el mundo: ni en su hija perduraba el dolor de su muerte.
Milita volvió la espalda al retrato. Se olvidaba de su madre y de la obra de papá. ¡Chifladuras de artista! Ella había venido á otra cosa.
Se sentó junto á él, casi lo mismo que horas antes se había sentado otra mujer. Acariciábale con su voz cálida, que tomaba cierta entonación de arrullo felino. Papá, papaíto… era muy desgraciada… Venía á verle, á contarle sus pesares.
– Sí; dinero – dijo el maestro algo molesto por la falta de emoción con que hablaba de su madre.
– Dinero, papaíto, ya lo sabes; ya te lo dije el otro día. Pero no es eso sólo. ¡Rafael… mi marido! ¡esto es una vida imposible!
Y relataba las insignificantes contrariedades de su existencia. Para no creerse en prematura viudez, tenía que acompañar á su marido en el automóvil, interesarse en sus excursiones que antes le parecían una diversión y ahora le resultaban intolerables.
– Una vida de peón caminero, papá; siempre tragando polvo, contando kilómetros. ¡Á mí que me gusta tanto Madrid! ¡que no puedo vivir fuera de él!..
Se había sentado en las rodillas de su padre, le hablaba con los ojos puestos en los suyos, acariciándole la cabellera, tirándole de los bigotes, con travesuras de niña… casi lo mismo que la otra.
– Además, es roñoso; por él iría como una cursi; todo le parece demasiado… Papaíto, sácame de este apuro; son dos mil pesetas nada más. Con esto me arreglo, y no te molestaré con nuevos empréstitos… Anda, papaíto dulce. Mira que las necesito en seguida, que por no incomodarte he aguardado hasta el último momento.
Renovales se agitaba molestado por el peso de su hija; una soberbia moza que caía sobre él con abandonos de niña. Irritábale su confianza filial. Su perfume de mujer le hacía recordar aquel otro que turbaba sus noches, esparciéndose por la soledad de las habitaciones. Parecía haber heredado la carne de la muerta.
La rechazó con cierta rudeza, y ella tomó esta repulsión por una negativa á sus súplicas. Se entristeció su cara, pusiéronse llorosos sus ojos, y el padre se arrepintió de su brusquedad. Le extrañaban sus incesantes peticiones de dinero. ¿Para qué lo quería?.. Recordaba los grandes regalos de su boda, aquella abundancia principesca de ropas y alhajas que se había exhibido allí mismo, en los estudios. ¿Qué le faltaba á ella?.. Pero Milita miraba á su padre con asombro. Había transcurrido más de un año desde entonces. Bien se veía que papá era un ignorante en estos asuntos. ¡Iba ella á usar los mismos vestidos, los mismos sombreros, iguales adornos, en un periodo larguísimo, interminable… de más de doce meses? ¡Qué horror! ¡Qué cursilería! Y aterrada por tanta monstruosidad, comenzaron á asomar sus tiernas lagrimitas, con gran inquietud del maestro…
Calma, Milita; no había por qué llorar. ¿Qué deseaba? ¿dinero?.. Al día siguiente la enviaría todo el que necesitase. Guardaba poco en casa; tenía que pedirlo al Banco… operaciones que ella no comprendería. Pero Milita, alentada por su victoria, insistió en la petición con una tenacidad desesperante. La engañaba; no se acordaría de ella al día siguiente; conocía bien á su padre. Además, necesitaba el dinero en seguida; compromisos de honor (y lo afirmaba con gravedad), miedo á las amigas por si se enteraban de sus deudas.
– Ahora mismo, papaíto. No seas malo; no te diviertas en hacerme rabiar. Debes tener dinero: mucho dinero. Tal vez lo llevas encima… Á ver, papaíto malo, déjame que te registre, déjame ver la cartera… No digas que no; sí que la llevas… ¡sí que la llevas!
Hundía sus manos en el pecho de su padre, desabrochando su chaquetón de trabajo, cosquilleándole audazmente por llegar al bolsillo interior. Renovales se defendía con cierta flojedad. Tonta; perdía el tiempo; ¿dónde estaría la cartera?.. Él no la llevaba nunca en ese traje.
– ¡Si está aquí, mentirosín! – gritó con alegría la hija, persistiendo en su registro. – ¡La toco!.. ¡Ya la tengo!.. Mírala.
Era cierto. El pintor no se acordaba de que la había cogido por la mañana para pagar una cuenta, guardándola luego distraídamente en su chaquetón de pana.
Milita la abrió con una avidez que hizo daño á su padre. ¡Ay, aquellas manos de mujer, temblonas al buscar el dinero! Se tranquilizó pensando en la fortuna que había reunido, en los papeles de diversos colores que guardaba en un mueble. Todo ello sería para su hija, y esto tal vez la salvase del peligro á que la arrastraba su ansia de vivir entre las vanidades y oropeles de la femenina esclavitud.
En un instante sus manos se apoderaron de un buen número de billetes de diversos tamaños, formando un rollo que oprimió fuertemente entre sus dedos.
Renovales protestaba.
– Suelta, Milita, no seas niña. Me dejas sin dinero. Mañana te lo enviaré; deja eso ahora… Es un saqueo.
Ella le evitaba; se había puesto de pie; manteníase á distancia, elevando su mano por encima del sombrero para poner á salvo su botín. Reía con grandes carcajadas de su travesura… ¡Ni uno pensaba devolverle! No sabía cuántos eran; los contaría en su casa; saldría del paso por el momento, y al día siguiente le pediría lo que faltase.
El maestro acabó por reir, sintiéndose contagiado por su regocijo. Perseguía á Milita con el deseo de no alcanzarla; la amenazaba con grotesca severidad; la llamaba ladrona, lanzando voces de socorro, y así corretearon de uno á otro estudio. Antes de desaparecer, se detuvo Milita en la última puerta, levantando con autoridad un dedo enguantado de blanco.
– Mañana, el resto; no hay que olvidarlo… Mira, papaíto, que esto es muy serio. Adiós; te espero mañana.
Y desapareció, dejando en su padre algo de la alegría con que se habían perseguido.
El crepúsculo fué triste. Renovales permaneció sentado ante las imágenes de su mujer, contemplando aquella cabeza disparatadamente hermosa, que á él le parecía el más fiel de los retratos. Su pensamiento fué hundiéndose en la sombra que surgía de los rincones, envolviendo los lienzos. Sólo temblaba en los vidrios una luz pálida, brumosa, cortada por las lineas negras de las ramas exteriores.
Solo… solo para siempre. Tenía el cariño de aquella muchachota que acababa de irse, alegre, insensible á todo lo que no halagase su vanidad juvenil, su hermosura saludable. Tenia la adhesión de perro viejo de su amigo Cotoner, que no podía vivir sin verle, pero era incapaz de dedicarle su existencia por entero, y la compartía entre él y otras amistades, celoso de conservar su libertad de bohemio.
Y esto era todo… Bien poca cosa.
Próximo á la vejez, contemplaba una luz cruda y rojiza que parecía irritar sus ojos, el camino de desolación, yermo y monótono que le aguardaba… y á su final, la muerte. ¡La muerte! Nadie la ignoraba; era la única certeza; y sin embargo, transcurría la mayor parte de la vida sin pensar nunca en ella, sin verla.
Era como una de esas epidemias, en países lejanos, que devoran las existencias á millones. Se habla de ella como de un hecho cierto, pero sin estremecimiento de horror, sin temblores de miedo. «Está demasiado lejos; tardará mucho en llegar.»
Había nombrado muchas veces á la muerte, pero con los labios, sin que su pensamiento abarcase la significación de la palabra, sintiéndose vivir al mismo tiempo, aferrado á la existencia por las ilusiones y los deseos.
La muerte estaba al final de la ruta: nadie podía evitar su encuentro, pero todos tardaban en verla. Las ambiciones, los deseos, los amores, las crueles necesidades animales, distraían al hombre en su marcha hacia ella; eran como los bosques, los valles, el cielo azul y los ríos de tortuoso espejo, que entretenían al caminante, ocultándole el término del paisaje, el límite fatal, la negra garganta sin fondo á la que conducían todos los caminos.
Él estaba en las últimas jornadas. El sendero de su existencia se hacía desolado y triste; la vegetación se empequeñecía; las grandes arboledas trocábanse en líquenes boreales, ralos y miserables. Llegaba hasta él un hálito glacial del lóbrego desfiladero; le veía en el fondo; marchaba irremisiblemente hacia su garganta. Los campos de ilusión, con sus alturas luminosas, que antes cerraban el horizonte, quedábanse atrás y era imposible retroceder. En este camino nadie volvía sobre sus pasos.
Había gastado media vida luchando por la riqueza y por la gloria, esperando cobrar alguna vez los réditos de ésta con los placeres del amor… ¡Morir! ¿Quién pensaba en esto? Era entonces una amenaza remota y sin sentido. Se creía provisto de una misión providencial: la muerte no se atrevería con él, no llegaría hasta que su trabajo estuviese terminado. Le quedaban muchas cosas que hacer… Y bien; todo estaba hecho ya, no existían para él deseos humanos. Todo lo tenía… Ya no se levantaban ante sus pasos torres quiméricas que asaltar. En el horizonte, limpio de obstáculos, sólo se presentaba la gran olvidada… la muerte.
No quería verla; aun le quedaba una gran jornada en este camino que puede crecer, prolongarse, según las fuerzas del caminante, y sus piernas eran vigorosas.
Pero ¡ay! marchar, marchar años y años, con la vista fija en la lóbrega garganta, contemplándola siempre al término del horizonte, sin poder arrancarse un instante á la certeza de que estaba allí, era un martirio sobrehumano, que le obligaría á acelerar el paso, á correr para acabar cuanto antes.
¡Nubes engañosas que encapotasen el horizonte, ocultando esta realidad que amarga el pan, que entenebrece el ánimo y hace maldecir la inutilidad de haber nacido!.. ¡Mentirosos y gratos espejismos que hacen surgir un paraíso de los sombríos yermos de la última jornada! ¡Ilusión, á mí!..
Y el triste maestro agrandaba con el pensamiento el último fantasma de su deseo; colgaba de la imagen amada de la muerta todos los delirios de su imaginación, deseando infundirla nueva vida con una parte de la suya. Cogía á puñados el barro del pasado, la masa del recuerdo, para hacerla más grande, ¡muy grande! que ocupara todo el camino, que cerrase el horizonte como un cerro inmenso, que ocultase hasta el último instante el lóbrego desfiladero término de la jornada.
V
La conducta del maestro Renovales fué motivo de extrañeza, y hasta de escándalo, para todos sus amigos.
La condesa de Alberca mostraba especial cuidado en hacer saber á todos que no la unían con el pintor otras relaciones que las de una amistad cada vez más glacial y ceremoniosa.
– Está loco – decía. – Es un hombre acabado. No queda de él más que un recuerdo de lo que fué.
Cotoner, en su amistad inquebrantable, indignábase al oir ciertos comentarios sobre el ilustre maestro.
– No bebe. Todo lo que dicen por ahí, son mentiras: la eterna leyenda de los hombres célebres…
Él tenia su opinión sobre Mariano: conocía su deseo de una existencia agitada, de imitar en plena madurez las costumbres de la juventud, con un hambre de todos los misterios que creía ocultos en esta mala vida, de la que había oído hablar, sin atreverse hasta entonces á mezclarse en ella.
Cotoner acogía con indulgencia las nuevas costumbres del maestro. ¡Infeliz!
– Estás poniendo en acción las aleluyas de «El hombre malo» – decía á su amigo. – Tienes la voracidad del hombre virtuoso cuando deja de serlo, cerca ya de la vejez. Te pones en ridículo, Mariano.
Pero á impulsos de su fidelidad, se dejaba arrastrar por el maestro en su nueva existencia. Por fin había accedido á vivir con él. Ocupaba, con sus pobres trastos, un gabinete del hotel y cuidaba de Renovales, rodeándolo de una solicitud paternal. El bohemio mostraba por él cierta compasión. Era la historia de siempre: «el que no la hace á la entrada, la hace á la salida», y Renovales, después de una existencia de seriedad y trabajo, lanzábase á la vida desordenada, con aturdimiento de adolescente, admirando los placeres vulgares, revistiéndolos de las seducciones más ilusorias.
Muchas veces, Cotoner le acosaba con sus quejas. ¿Para qué le había llevado á vivir con él?.. Le abandonaba días enteros; quería salir solo; le dejaba en el hotel como un mayordomo de confianza. El viejo bohemio enterábase minuciosamente de su vida. Muchas veces, los alumnos de Bellas Artes, agrupados al anochecer junto al portalón de la Academia, le veían pasar por la acera de la calle de Alcalá, embozado en su capa, con un afectado misterio que atraía la atención.
– Ahí va Renovales. Ese es; el de la capa.
Y le seguían, con la curiosidad que inspira un nombre célebre, en sus idas y venidas por la anchurosa calle, con revuelos de palomo silencioso, como si esperase algo. Algunas veces, cansado sin duda de estas evoluciones, se metía en un café, y la curiosa admiración le seguía, pegando los ojos á los cristales de los huecos. Le veían caído en la banqueta, con aire de desaliento, contemplando sus vagos ojos la copa que tenía delante; siempre lo mismo: cognac. De pronto la bebía de golpe, pagaba y salía rápidamente, con la precipitación del que ha tragado un medicamento. Y otra vez continuaba sus paseos de exploración, con los ojos ávidos, mirando por encima del embozo á todas las mujeres que pasaban solas, volviéndose para seguir la marcha de unos tacones torcidos, el aleteo de unas enaguas morenas, con manchas de barro. Al fin se alejaba con repentina resolución; desaparecía casi pegado á la cola de alguna hembra, siempre del mismo aspecto. Los muchachos conocían las preferencias del gran artista: mujercitas pequeñas, débiles, enfermizas, de una gracia de flor mustia, con ojos grandes, mates y dolorosos.
Una leyenda de extraña aberración se iba formando en torno de él. Sus enemigos la repetían en los estudios: la gran masa, que no puede imaginarse á los hombres célebres con la misma vida que los demás, y los quiere caprichosos, atormentados por hábitos de extraordinaria monstruosidad, comenzaba á hablar con delectación de las manías del pintor Renovales.
En todas las tiendas de carne humana, desde los pisos discretos de apariencia burguesa esparcidos en las vías más respetables, á los antros húmedos y malolientes que arrojan por la noche sus géneros á la calle de Peligros, circulaba la historia de cierto señor, provocando grandes risas. Llegaba embozado, misterioso, siguiendo con apresuramiento el almidonado estrépito de unas faldas pobres que marchaban ante él. Atravesaba el lóbrego portal con cierto miedo, subía la tortuosa escalera que parecía oler á residuos de vida, apresuraba la aparición de las desnudeces con mano ávida, como si le faltase el tiempo, como si creyera morir antes de realizar su deseo, y de pronto las pobres hembras que soportaban con cierta inquietud su silencio febril y el hambre de fiera que lucía en sus ojos, sentían tentaciones de reir, viéndole caer desalentado en una silla, en contemplativo silencio, sin oir las palabras brutales que lanzaban ellas asombradas de la situación; sin hacer caso de sus gestos é invitaciones, saliendo únicamente de este estupor cuando fría y un tanto ofendida, intentaba la hembra recobrar sus ropas. «Más, un momento más.» Casi siempre terminaba esta escena por un gesto de disgusto: una amargura de decepción. Otras veces los maniquíes carnales creían ver en sus ojos una expresión dolorosa, como si fuese á llorar. Huía después apresuradamente, oculto en su capa, con repentina vergüenza, con el firme propósito de no volver, de resistirse á aquel demonio de hambrienta curiosidad que llevaba dentro y no podía ver en la calle un cuerpo femenil sin sentir un deseo vehemente de desnudarlo.
Á oídos de Cotoner llegaban vagamente estas noticias. ¡Mariano! ¡Mariano! Él no osaba echarle en cara las vergüenzas de su vida nocturna: temía una explosión del violento, carácter del maestro; había que dirigirle con prudencia. Pero lo que más provocaba las censuras del viejo amigo, era la gente de que se rodeaba el artista.
El falso reverdecimiento de su vida le hacía buscar la compañía de los jóvenes, y Cotoner se daba á todos los demonios, cuando á la salida de los teatros le encontraba en un café, rodeado de sus nuevos camaradas, todos los cuales podían ser sus hijos. Eran en su mayoría pintores, gente que empezaba; unos con cierto talento, otros sin más mérito que su mala lengua: todos satisfechos de la amistad con el hombre célebre, gozándose, con un orgullo de enanos, en tratarle como si fuese un camarada, bromeando sobre sus debilidades. ¡Ira de Dios!.. Algunos más audaces, hasta le devolvían su tuteo de maestro, tratándole como á una ruina gloriosa, permitiéndose comparaciones entre su pintura y la que ellos harían cuando pudiesen. «Mariano, el arte va ahora por otros caminos.»
– ¡Pero no te da vergüenza! – exclamaba Cotoner. – Pareces un maestro de escuela rodeado de pequeños. Hay para pegarte. ¡Un hombre como tú, aguantando las insolencias de esa gentecilla!
Renovales mostraba una bondad inconmovible. Eran muy simpáticos; le divertían; encontraba en ellos la alegría de la juventud. Iban juntos á los teatros, á los music-halls: conocían mujeres, sabían dónde se ocultaban los buenos modelos: con ellos podía entrar en muchos sitios adonde no se atrevía á ir solo. Sus años, su fealdad grave, pasaban inadvertidos entre esta alegre juventud.
– Me sirven – decía con un guiño de inocente malicia el pobre grande hombre. – Me divierto y me hacen conocer muchas cosas… Además, esto no es Roma: no hay apenas modelos: cuesta mucho encontrarlas y estos chicos son mis guías.
Y hablaba á continuación de sus grandes proyectos artísticos; de aquel cuadro de Friné, con su desnudo inmortal, que había vuelto á surgir en su pensamiento; de aquel retrato amado que seguía en el mismo sitio sin que el pincel pasase de la cabeza.
No trabajaba. Su antigua actividad, que hacía de la pintura un elemento preciso de su existencia, desbordábase ahora en palabras, en deseos de verlo todo, para conocer «nuevos aspectos de la vida».
Soldevilla, el discípulo predilecto, veíase acosado por las preguntas del maestro, cuando de tarde en tarde presentábase en su estudio.
– Tú debes conocer buenas mujeres, Soldevillita: tú has corrido mucho, con esa cara de querubín… Me has de llevar contigo: me has de presentar.
– ¡Maestro! – exclamaba asombrado el joven. – ¡Si aun no hace medio año que me he casado! ¡Si no salgo de casa por la noche!.. ¡Qué bromas tiene usted!
Renovales le respondía con una mirada de desprecio. ¡Un vividor el tal Soldevilla! Ni juventud… ni alegría. Todo lo echaba en chalecos multicolores y cuellos altos. ¡Y qué hormiguita! Se había casado con una mujer rica, ya que no pudo atrapar á la hija del maestro. Además, un desagradecido. Ahora se juntaba con sus enemigos, convencido de que ya no podía sacar más de él. Le despreciaba; ¡lástima de protección que le había acarreado tantos disgustos!.. No era un artista.
Y el maestro volvíase con nuevo cariño hacia sus compañeros nocturnos, aquella juventud alegre, maldiciente y falta de respeto. Á todos ellos les reconocía talento.
La fama de esta vida extraordinaria llegaba hasta su hija con la sonoridad enorme que adquiere todo lo que perjudica á un hombre famoso.
Milita fruncía el ceño, haciendo esfuerzos por contener la risa que le causaba lo extraño de este cambio. ¡Su padre metido á calavera!
– ¡Papá!.. ¡papá! – exclamaba con una entonación cómica de reproche.
Y papá excusábase, como un muchachuelo travieso é hipócrita, aumentando con su turbación las ganas de reir de su hija.
López de Sosa mostrábase indulgente con su ilustre suegro. ¡Pobre señor! ¡Toda la vida trabajando y con una mujer enferma, muy buena, muy simpática, pero que amargaba su vida! Bien había hecho en morirse, y no hacía menos bien el artista en indemnizarse un poco del tiempo perdido.
Con esa masonería instintiva de los que llevan una existencia fácil y placentera, el sportman defendía á su suegro, lo apoyaba, le parecía más simpático, más allegado á él, por sus nuevas costumbres. No siempre había de estar encerrado en su estudio, con aire irritado de profeta, hablando de cosas que pocos entendían.
Se encontraban los dos hombres por la noche en las funciones de última hora de los teatros, en la postrera sección de los music-halls, cuando las canciones y los temblores de las piernas en alto eran acompañados por el público con una tempestad de berridos y patadas. Se saludaban: preguntaba el padre por Milita, sonreíanse con la simpatía de buenos compadres, y cada uno se reunía á su grupo: el yerno con sus compañeros de círculo, en un palco, vistiendo todavía el frac de las reuniones respetables de que venían; el pintor en las butacas, con unos cuantos de los jóvenes melenudos que eran su escolta.
Renovales veía con cierta satisfacción á López de Sosa saludar á las cocottes más elegantes y de mayor precio, sonreir á las divettes, con la confianza de un buen amigo.
Aquel chico estaba admirablemente relacionado, y él acogía esto como un honor indirecto para su personalidad de padre.
Cotoner se veía arrastrado muchas veces por el maestro fuera de su órbita de graves y substanciosas comidas y tertulias entonadas, que seguía frecuentando para no perder unas amistades que eran su único capital.
– Esta noche vienes conmigo – le decía el maestro misteriosamente. – Comeremos donde quieras y después te enseñaré una cosa… una cosa…
Y le llevaba á oir una pieza en un teatro, permaneciendo inquieto, impaciente, hasta que se desplegaba la fila de coristas en la escena. Entonces daba con el codo á Cotoner, sumido en su asiento, con los ojos muy abiertos, pero dormido interiormente, en la dulce somnolencia de una buena digestión.
– Mira… fíjate; la tercera de la derecha, la pequeñita… la que lleva el mantón amarillo.
– La veo, ¿y qué? – decía el amigo con voz agria por este rudo llamamiento.
– Fíjate bien; ¿á quién se parece? ¿Á quién te recuerda?
Cotoner respondía con un bufido de indiferencia. Á su madre se parecería. ¿Qué le importaban á él tales semejanzas? Pero el asombro le sacaba de su quietismo, al oir que Renovales la encontraba un raro parecido con su mujer, indignándose contra él porque no lo reconocía.
– Pero, Mariano… ¿dónde tienes los ojos? – exclamaba con no menos acritud. – ¿Qué tiene esa larguirucha, con cara de hambre, de la pobre difunta?.. Tú en ver un espárrago triste le plantas un nombre: Josefina… y no hay más que hablar.
Aunque Renovales se irritase en el primer momento, ante la ceguera de su amigo, acababa al fin por convencerse. Se había engañado, ya que Cotoner no encontraba la semejanza. Debía acordarse de la muerta mejor que él; la pasión no turbaba su recuerdo.
Pero á los pocos días asediaba otra vez á Cotoner con aire misterioso: «Una cosa… tengo que enseñarte una cosa.» Y dejando la compañía de aquellos efebos alegres que irritaban á su viejo amigo, llevaba á éste á un music-hall y le enseñaba otra hembra escandalosa, que levantaba la seca pierna ó movía el vientre, delatando bajo la máscara de colorete la demacración de la anemia.
– ¿Y ésta? – imploraba el maestro con cierto temor, como si dudase de sus ojos. – ¿No te parece que tiene algo? ¿No te la recuerda?
El amigo estallaba en indignación.
– Tú estás loco. ¿En qué se parece aquella pobrecita, tan buena, tan dulce, tan distinguida, á ese… perro sin vergüenza?
Renovales, después de varios fracasos, que le hacían dudar de la fidelidad de sus recuerdos, no osaba ya consultar á su amigo. Apenas intentaba llevarle á un nuevo espectáculo, Cotoner se echaba atrás…
– ¿Otro descubrimiento?.. Vamos, Mariano; quítate esas ideas de la cabeza. Si la gente se enterase, te creería trastornado.
Pero desafiando su cólera, el maestro insistió una noche con gran tenacidad para que le acompañase á ver á la «Bella Fregolina», una muchacha española, que cantaba en un teatrillo de los barrios bajos, y cuyo nombre de guerra, en letras de á metro, ostentábase en las esquinas de Madrid. Llevaba más de dos semanas de contemplarla todas las noches.
– Necesito que la veas, Pepe. Un momento nada más. Te lo suplico… Creo que ahora no dirás que me equivoco.
Cotoner cedió, vencido por el tono suplicante de su amigo. Aguardaron mucho tiempo la presentación de la «Bella Fregolina», viendo bailes, escuchando canciones con acompañamiento de mugidos del público. Aquella maravilla se reservaba para lo último. Por fin, con cierta solemnidad, entre un murmullo de expectación, preludió la orquesta una música conocida de todos los entusiastas de la divette, un rayo de luz sonrosada cruzó el pequeño escenario, y salió la «Bella».
Era una muchacha pequeña, esbelta, de una delgadez rayana en la demacración. Su cara, de cierta belleza dulce y melancólica, era lo más notable de su cuerpo. Por debajo del vestido negro con hilos de plata, que se abría en ancha campana, mostrábanse sus piernas de frágil esbeltez, con la carne puramente necesaria para cubrir el hueso. Sobre las gasas del escote, la piel pintada de blanco elevábase con ligerísima protuberancia en los pechos, marcando luego las tirantes aristas de las clavículas. Lo primero que se veía de ella eran los ojos, unos ojos límpidos, grandes, virginales, pero de virgen perversa, por donde pasaban las expresiones lividinosas, sin alterar su cándida superficie. Se movía como una novicia, los brazos pegados al talle, los codos salientes, encogida y ruborosa, y en esta posición, iba cantando con voz de falsete enormes obscenidades que contrastaban con su aparente timidez. En esto estribaba su mérito, y el público acogía sus palabras monstruosas con rugidos de júbilo, dándose por satisfecho con esto, sin exigirla que levantase los pies ó moviese el vientre, respetando su rigidez hierática.
El pintor al verla aparecer dió con un codo á su amigo. No osaba hablar esperando su opinión ansiosamente. Con el rabillo de un ojo le seguía en su examen.
El amigo se mostró clemente:
– Sí… tiene algo. Los ojos… la figura… el gesto: la recuerda; es muy parecida… ¡Pero esa mueca de mona que hace ahora! ¡Esas palabrotas!.. No; con todo eso pierde la semejanza.
Y como si le irritase que aquella chicuela, sin voz y sin decoro, se asemejase á la dulce muerta, subrayaba con admiración irónica todas las cínicas expresiones en que terminaban sus couplets.