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Kitabı oku: «La maja desnuda», sayfa 17

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Pero era imposible. El silencio entre ellos sería para siempre. Habría de quedar por toda una eternidad con esta confesión en el pensamiento, sin poder comunicársela, sintiendo su pesadez abrumadora. Ella se había ido con el rencor y el desprecio en el alma, olvidando los primeros tiempos de amor, y eternamente ignoraría que éstos habían tenido un reverdecimiento después de su muerte.

No podía echar una mirada atrás; ella no existía; ya no existiría nunca. Todo cuanto él hiciese y cuanto pensase, las noches de insomnio llamándola con súplica cariñosa, las largas contemplaciones ante sus imágenes, todo lo ignoraría. Y cuando él muriese á su vez, el silencio y el aislamiento entre ambos aun se haría más grande. Las cosas que no había podido decirla se extinguirían con él, y los dos se desmenuzarían en la tierra, extraños el uno al otro, prolongando en la eternidad su error lamentable, sin poder aproximarse, sin poder verse, sin una palabra salvadora, condenados á la nada, pavorosa y sin límites, sobre cuya dureza infinita resbalaban imperceptibles los deseos y los dolores de las criaturas.

El artista infeliz se revolvió con la rabia de su impotencia. ¿De qué crueldad vivían rodeados? ¿Qué burla sombría, feroz, implacable, era aquella que los empujaba, unos hacia otros, para después separarlos por siempre, ¡por siempre! sin que pudieran cambiar una mirada de perdón, una palabra que rectificase sus errores y les permitiera reanudar su eterno sueño, con nueva paz?..

La mentira; siempre el engaño en torno del hombre, como una atmósfera protectora que le preserva en su marcha, al través del vacío de la vida. Mentira aquella tumba con sus inscripciones: allí no estaba ella; sólo encerraba unos despojos, iguales á todos, que nadie podría reconocer, ni él mismo que tanto los había amado.

Su desesperación le hizo levantar los ojos al espació, de luminosa limpidez. ¡Ah, el cielo! ¡Mentira también! Aquel azul celestial, con sus rayos dorados y sus juegos caprichosos de nubes, era una imperceptible película, una ilusión de los ojos. Más allá de la telaraña engañosa que envolvía la tierra, estaba el verdadero cielo, el espacio sin fin, y era negro, de una lobreguez fatídica, con un chisporroteo de lágrimas ardientes, de infinitos mundos, lamparillas de la eternidad en cuya llama vivían otros enjambres de invisibles átomos: y el alma glacial, ciega y cruel de la tenebrosa inmensidad, reía de sus pasiones y sus anhelos, de las mentiras que fabricaban incesantemente para acorazar su efímera existencia, queriendo prolongarla con la ilusión de un alma inmortal.

Todo mentiras que la muerte se encargaba de desenmascarar, cortando la marcha á los hombres en su dulce camino escalonado de ilusiones, echándoles fuera de él, con la misma indiferencia que sus pies habían aplastado y puesto en fuga los rosarios de hormigas que avanzaban entre la hierba sembrada de huesos.

Renovales sintió la necesidad de huir. ¿Qué hacía allí? ¿Qué le importaba el desolado vacío de aquel rincón de la tierra? Antes de alejarse con la firme resolución de no volver más, buscó en torno de la tumba una flor, unas briznas de hierba, algo que le acompañase como recuerdo. No; Josefina no estaba allí, bien lo sabia él; pero sintió el anhelo de los enamorados, ese apasionado respeto por las cosas que tocó alguna vez la mujer amada.

Despreció una mata de flores silvestres que crecía abundosa en la parte inferior de la tumba. Las quería de cerca de la cabeza, y cogió unos pequeños botones blancos, inmediatos á la cruz, pensando que sus raíces habrían tocado tal vez el rostro de la muerta, que conservarían en los pétalos algo de sus ojos, algo de su boca.

Volvió á casa desalentado, triste, con el vacío en el pensamiento y la muerte en el alma.

Pero en la atmósfera cálida de su vivienda, la amada muerta salió á su encuentro; la vió junto á él, sonriéndole desde el fondo de los marcos, irguiéndose en los grandes lienzos. Renovales sintió en torno de su cara un aliento cálido, como si aquellas imágenes respirasen á la vez, llenando la casa con la esencia de recuerdos que parecía flotar en el ambiente. Todo le hablaba de ella; todo lo llenaba este indefinible perfume del pasado. Allá arriba, en la fúnebre loma, había quedado la mísera envoltura, la corteza perecedera. No volvería más. ¿Para qué? La sentía á su alrededor: lo que de ella restaba en el mundo, conservábase encerrado en la casa, como queda la fuerte esencia en el pomo roto y abandonado… En la casa, no. La muerta estaba en él, la llevaba dentro, la percibía en su interior, como esas almas errantes de las leyendas que se refugian en un cuerpo ajeno, pugnando por compartir la morada con el alma señora de la envoltura. No en vano habían vivido tantos años de existencia común, unidos primero por el amor, luego por la costumbre. Sus cuerpos habían dormido en íntimo contacto durante media vida, tocándose de la frente á los pies, abandonándose á la inconsciencia del sueño, mezclando sus sudores, cambiando por los abiertos poros ese calor de las horas intimas que es como la respiración del alma. La muerta se había llevado una parte de la vida del artista. En sus restos, que se desmenuzaban en la soledad del cementerio, había una parte del marido, y éste, á su vez, sentía algo extraño y misterioso que le encadenaba al recuerdo, que le hacía experimentar á todas horas el deseo de aquel cuerpo, complemento del suyo, que se había desvanecido ya en la nada.

Renovales se encerró en su hotel, con aire taciturno y gesto hosco, que infundieron miedo al criado. Si se presentaba el señor Cotoner, debía decirle que había salido. Si llegaban cartas de la condesa, podía dejarlas en un cacharro antiguo de la antesala, donde se amontonaban las tarjetas inútiles. Si era ella la que se presentaba, debía cerrarle la puerta. No quería ver á nadie: deseaba pintar sin ningún género de distracción. La comida se la serviría en el mismo estudio.

Y trabajó solo, sin modelo, con una tenacidad que le hacía permanecer derecho ante el lienzo, hasta que se desvanecía la luz. Algunas veces su criado, al entrar al anochecer en el estudio, encontraba intacto el almuerzo sobre una mesa. Por la noche, en la soledad del comedor, eran los atracones mudos, el devorar silencioso y taciturno, por la imperiosa necesidad animal, sin ver lo que comía, con los ojos perdidos en una contemplación lejana.

Cotoner, algo picado por esta orden extraordinaria que le impedía el acceso al estudio, presentábase por la noche y en vano intentaba animarle con noticias del mundo exterior. Notaba en los ojos del maestro una luz anormal, un estrabismo de locura.

– ¿Cómo va esa obra?..

Renovales contestaba con un gesto vago. Ya la vería… más adelante.

Su gesto de indiferencia repetíase al oir que le hablaba de la condesa de Alberca. Cotoner describía la alarma de aquella señora, su asombro por la conducta del maestro. Le había llamado para tener noticias de Mariano, para lamentarse, con los ojos húmedos, de esta ausencia. Había estado dos veces en la puerta del hotel, sin poder entrar; se quejaba del criado y de aquella obra misteriosa. Al menos que le escribiera, que contestase á sus cartas, repletas de lamentos y ternuras, que ella no sospechaba cerradas aún y en profundo olvido, entre una nube de amarillentas cartulinas. El artista escuchaba esto con un encogimiento de hombros, como si le hablasen de los dolores de un planeta lejano.

– Vamos á ver á Milita – decía. – Esta noche no tiene teatro.

En su aislamiento, lo único que le ligaba al mundo exterior, era el ansia de ver á su hija, de hablarla, como si la amase con nuevo cariño. Era carne de su Josefina; había vivido en sus entrañas. Tenía la salud y el vigor de él, nada en su exterior recordaba á la otra; pero su sexo ligábala estrechamente á la imagen adorada de la madre.

Oía á su Milita en un éxtasis sonriente, agradeciendo el interés que mostraba por su salud.

– ¿Estás enfermo, papaíto? Te encuentro desmejorado. Tienes una mirada que no me gusta… Trabajas mucho.

Pero él la tranquilizaba moviendo sus fuertes brazos, hinchando su pecho vigoroso. Nunca se había sentido mejor. Y se enteraba, con una minuciosidad de abuelo bondadoso, de los pequeños disgustos de su existencia. Su marido pasaba el día con los amigos; ella se aburría en casa, y sólo encontraba entretenimiento en las visitas ó en las compras. Y á continuación surgía un lamento, siempre el mismo, que el padre adivinaba desde las primeras palabras. López de Sosa era un egoísta, un tacaño para ella. Su vida de despilfarro, sólo alcanzaba á sus placeres y á su persona, pretendiendo hacer economías sobre los gastos de su mujer. La quería, á pesar de esto. Milita no osaba negarlo: ni amantes ni ligeras infidelidades; ¡buena era ella para tolerarlas! Pero sólo encontraba dinero para sus caballos, para sus automóviles; hasta sospechaba que iba gustándole el juego, y su pobrecita mujer que viviese desnuda, que llorase con interminable súplica cada vez que la presentaban una cuenta, alguna insignificancia de mil ó dos mil pesetas.

El padre tenía para ella generosidades de amante. Sentíase capaz de derramar á sus pies todo lo que había amontonado en largos años de trabajo. ¡Que viviese feliz, ya que amaba á su marido! Las inquietudes de ella le hacían sonreir con desprecio. ¡El dinero! ¡La hija de Josefina, triste por tales necesidades, teniendo él en su casa tantos papeles sucios, mugrientos, insignificantes, por cuya adquisición había penado, y que ahora miraba con indiferencia!.. De estas entrevistas salía siempre entre vehementes abrazos y bajo una lluvia de besos ruidosos de aquella grandullona, que expresaba su alegría manoseándolo irrespetuosamente, como si fuese un niño.

– Papaíto, ¡qué bueno eres!.. ¡Cuánto te quiero!

Una noche, Renovales, al salir de casa de su hija acompañado de Cotoner, dijo á éste con cierto misterio:

– Ven por la mañana. Te enseñaré aquéllo. Aun está atrasado, pero quiero que lo veas… Sólo tú. Nadie podrá juzgar mejor.

Después añadió con una satisfacción de artista:

– Antes sólo podía pintar lo que veía… Ahora soy otro. Me ha costado mucho, ¡mucho!.. pero tú juzgarás.

Y había en su voz la alegría de las dificultades vencidas, la certidumbre de una grande obra.

Cotoner acudió al día siguiente, con el apresuramiento de la curiosidad, y entró en el estudio cerrado para todos.

– ¡Mira! – dijo el maestro con ademán soberbio.

El amigo miró. Frente á la luz había un lienzo en un caballete; un lienzo gris en su mayor parte, sin otro color que el del preparado, y sobre éste, rayas confusas y entrelazadas, delatando cierta indecisión ante los diversos contornos de un mismo cuerpo. Á un lado una mancha de colores, que era lo que el maestro señalaba con su mano: una cabeza de mujer, que se destacaba vigorosa sobre el crudo fondo de la tela.

Cotoner quedó absorto. ¿Aquello lo había pintado realmente el gran artista? No veía la mano del maestro. Aunque él fuese un pintor insignificante, tenia buen ojo y adivinaba la indecisión, el miedo, la torpeza, la lucha con algo irreal que se escapa, negándose á entrar en el molde de la forma. Saltaba á la vista la inverosimilitud de los rasgos, la rebuscada exageración; los ojos enormes, monstruosos en su grandeza; la boca diminuta como un punto; la piel de una palidez luminosa, sobrenatural. Solamente en sus pupilas había algo notable: una mirada que venía de muy lejos, una luz extraordinaria que parecía traspasar el lienzo.

– Me ha costado mucho. Ninguna obra me hizo sufrir tanto. Esto es la cabeza nada más. ¡Lo más fácil! Después vendrá el cuerpo; una desnudez divina, como nunca se haya visto. Y tú solo la verás; ¡sólo tú!

El bohemio ya no miraba el cuadro. Contemplaba con extrañeza al pintor, asombrado de aquella obra, desconcertado por su misterio.

– Ya ves, ¡sin modelo! ¡Sin la realidad delante! – continuó el maestro. – No he tenido más guía que esos: pero es el mejor, el definitivo.

Esos eran todos los retratos de la muerta, descolgados de las paredes, colocados en caballetes ó en sillas, formando un apretado círculo en torno del lienzo empezado.

El amigo no pudo contener su asombro, no pudo fingir más tiempo, vencido por la sorpresa:

– ¡Ah! ¡Pero es!.. ¡Pero… has querido pintar á Josefina!

Renovales se echó atrás con violenta sorpresa. Josefina, sí; ¿quién había de ser? ¿Dónde tenía los ojos? Y su mirada iracunda trastornó á Cotoner.

Éste volvió á contemplar la cabeza. Sí; era ella, con una belleza que parecía de otro mundo; extremada, espiritualizada, como si perteneciese á una humanidad nueva, libre de groseras necesidades, en la que se hubiesen extinguido los últimos restos de la animalidad ancestral. Contemplaba los numerosos retratos de otros tiempos, y reconocía sus rasgos en la nueva obra; pero animados por una luz que venía de dentro y cambiaba el valor de los colores, dando al rostro una novedad extraña.

– ¡La reconoces por fin! – dijo el maestro, que seguía ansiosamente la impresión de su obra en los ojos del amigo. – ¿Es ella? Di, ¿no te parece igual?

Cotoner mintió con cierta conmiseración. Sí, era ella; por fin la veía bien. Ella, pero más hermosa que en vida… Josefina nunca había sido así.

Ahora era Renovales el que miró con extrañeza y lástima. ¡Pobre Cotoner! ¡Infeliz fracasado, paria del arte, que no había podido salir de la muchedumbre anónima y carecía de otra sensibilidad que la del estómago!.. ¡Qué sabía él de aquellas cosas! ¡Por qué consultarle!..

No había reconocido á Josefina, y sin embargo, este lienzo era su mejor retrato; el más exacto.

Renovales la llevaba en su interior; la contemplaba sólo con recogerse en su pensamiento. Nadie podía conocerla mejor que él. Los demás la tenían olvidada. Así la veía… y así había sido.

IV

La condesa de Alberca logró introducirse una tarde en el estudio del maestro.

La vió llegar el criado, como otras veces, en un coche de alquiler, atravesar el jardín, subir las escaleras del vestíbulo y entrar en el recibimiento, con un paso agitado de mujer resuelta que marcha ante ella rectamente y sin vacilación. Intentó cerrarle el paso con respeto, yendo de un lado á otro, saliéndola al encuentro cada vez que avanzaba ladeándose para burlar este obstáculo. ¡El señor trabajaba! ¡El señor no recibía! ¡Era una orden severa y sin excepción!.. Pero ella siguió adelante, con el ceño duro, una luz de fría cólera en los ojos, una resolución manifiesta de abofetear al criado si era preciso, de pasar por encima de su cuerpo.

– Vamos, buen hombre, apártese usted.

Y su entonación de gran señora, altiva é irritada, hizo temblar al pobre sirviente, que no sabía ya cómo oponerse á esta invasión de faldas rumorosas y fuertes perfumes. En una de sus evoluciones, la bella señora tropezó con una mesa de mosaico italiano, en cuyo centro estaba el antiguo jarrón. Su mirada descendió instintivamente, hasta el fondo de la vasija.

Fué un instante nada más, pero bastó á su curiosidad femenil para reconocer los sobrecillos azules, de blanca orla, que asomaban las puntas cerradas ó mostraban los lomos intactos, entre el montón de cartulinas. ¡Esto más!.. Su palidez se hizo intensa, tomó un tinte verdoso, y con tal impulso siguió adelante la dama, que el criado no pudo detenerla y quedó á su espalda desalentado, confuso, temiendo la cólera del señor.

Renovales, alarmado por el fuerte taconeo en la madera del pavimento y el roce de unas faldas rumorosas, se dirigió hacia la puerta, en el mismo instante que la condesa hacia su entrada con expresión teatral.

– Soy yo.

– ¿Usted?.. ¿Tú?..

La turbación, la sorpresa, el miedo á esta entrevista, hicieron balbucear al maestro.

– Siéntate – dijo con frialdad.

Se sentó en un diván y el artista permaneció de pie ante ella.

Miráronse con cierta extrañeza, como si no se reconociesen después de esta ausencia de semanas que pesaba en su memoria como si fuese de años.

Renovales la miraba fríamente, sin que su cuerpo se estremeciera á impulsos del deseo, como si fuese una visita vulgar de la que necesitaba librarse cuanto antes. Le extrañaban su palidez verdosa, la boca apretada por un mohín de disgusto, la mirada dura, de brillo amarillento, la nariz que parecía encorvarse buscando el labio superior. Estaba irritada, pero al fijar los ojos en él, perdieron éstos su dureza.

Su instinto de mujer se tranquilizó al contemplarle. También él parecía otro, en el abandono de su aislamiento; el pelo alborotado, la barba enmarañada, revelando el descuido de la preocupación, la idea fija y absorbente, que hace olvidar el aseo de la persona.

Se desvanecieron instantáneamente sus celos, la cruel sospecha de sorprenderle, apasionado de otra mujer, con una veleidad de artista. Ella conocía los signos exteriores del enamoramiento; la necesidad que siente el hombre de embellecerse, de hacerse grato, extremando los cuidados de su adorno.

Con ojos de satisfacción revisaba su abandono, fijándose en las ropas sucias, en las manos descuidadas, en las uñas largas manchadas de color, en todos los detalles que revelaban falta de aseo, olvido de la persona. Indudablemente era una locura pasajera de artista, un capricho tenaz de laborioso. Su mirada brillaba con una luz de fiebre, pero no revelaba lo que ella había sospechado.

Á pesar de esta certidumbre tranquilizadora, como Concha iba dispuesta á llorar y traía sus lágrimas preparadas, aguardando impacientes en el borde de los párpados, se llevó las manos á sus ojos, encogiéndose en un extremo del diván, con gesto trágico. Era muy desgraciada; sufría mucho. Había pasado unas semanas horribles. ¿Qué era aquello? ¿Por qué desaparecería sin una explicación, sin una palabra, cuando ella le amaba mas que nunca, cuando sentía impulsos de abandonarlo todo, de dar un escándalo enorme, viniendo á vivir con él para ser su compañera, su esclava?.. Y sus cartas, sus pobres cartas, abandonadas, sin abrir, como si fuesen molestas peticiones de una limosna. ¡Ella, que había pasado las noches en vela, poniendo sobre los pliegos toda su alma!.. Y había en su acento un estremecimiento de despecho literario; la amargura de que hubieran quedado en el misterio todas las cosas bonitas que alineaba con sonrisa de satisfacción, después de largas reflexiones… ¡Los hombres! ¡Su egoísmo y su crueldad! ¡Qué torpeza adorarles!

Seguía en su llanto, y Renovales la miraba como si fuese otra mujer. Le parecía ridícula en este dolor que trastornaba su rostro, que lo afeaba, borrando su sonriente impasibilidad de hermosa muñeca.

Intentó excusarse, pero sin calor, sin deseos de convencer, para no mostrarse cruel en su silencio. Trabajaba mucho, era ya hora de volver á su antigua existencia de fecunda labor. Ella olvidaba que era un artista, un maestro de cierto nombre, que tenía sus deberes con el público. No era como aquellos señoritos que podían dedicarla el día entero y pasar la existencia á sus pies, cual un paje enamorado.

– Hay que ser serios, Concha – añadió con una frialdad pedantesca. – La vida no es un juego. Yo debo trabajar y trabajo. Hace no sé cuántos días que no salgo de aquí.

Ella se irguió irritada, apartó las manos de sus ojos, le miró, recriminándole. Mentía; había salido de su encierro, sin ocurrirsele nunca llegar por un momento á su casa.

– Buenos días nada más… Que yo te viese un instante, Mariano; el tiempo necesario para convencerme de que eres el mismo, de que sigues queriéndome. Pero has salido muchas veces; te han visto. Yo tengo mi policía, que me lo cuenta todo. Eres demasiado conocido para que la gente no se fije en ti… Has estado por las mañanas en el Museo del Prado. Te han visto horas enteras contemplando como un bobo un cuadro de Goya; una mujer desnuda. ¡Tu manía que vuelve otra vez, Mariano!.. Y no se te ha ocurrido venir á verme; no has contestado á mis cartas. El señor se siente orgulloso, satisfecho de que le amen, y se deja adorar como un ídolo, seguro de que más le querrán cuanto más grosero sea… ¡Ay, los hombres! ¡Los artistas!..

Gemía, pero su voz ya no conservaba el tono de irritación de los primeros momentos. La certidumbre de que no había de luchar con la influencia de otra mujer, amansaba su orgullo, no dejando en ella más que una queja dulce de víctima que desea sacrificarse de nuevo.

– Pero siéntate – exclamó en medio de sus sollozos, indicándole un lugar en el diván, junto á ella. – No estés de pie; parece que deseas que me vaya…

El pintor se sentó, pero con cierta timidez, huyendo el contacto de su cuerpo, evitando el encuentro de aquellas manos que, instintivamente, iban á él y ansiaban un pretexto para asirle. Adivinaba su deseo de llorar sobre uno de sus hombros, olvidándolo todo, desvaneciendo con una sonrisa sus últimas lágrimas. Así había ocurrido en otras ocasiones, pero Renovales, conociendo el juego, se echaba atrás con cierta rudeza. Aquello no debía comenzar otra vez; no podía repetirse, aunque él quisiera. Había que decir la verdad á toda costa; acabar para siempre; echarse de los hombros el pesado fardo.

Habló con voz fosca, titubeando, la mirada en el suelo, sin atreverse á levantar los ojos por miedo á los de Concha, que adivinaba fijos en él.

Hacía muchos días que pensaba escribirla..¡El miedo á no consignar claramente sus pensamientos!.. ¡Cierto pavor que le hacía dejar la carta para el día siguiente!.. Ahora se alegraba de que hubiese venido; celebraba la debilidad de su criado al dejarla franca la puerta.

Debían hablar como buenos camaradas que examinan juntos el porvenir. Era hora de dar fin á las locuras. Sería lo que Concha deseaba en otros tiempos: amigos, buenos amigos. Ella era hermosa, tenía aún la frescura de la juventud, pero el tiempo no transcurre en vano y él se sentía viejo: contemplaba la vida desde cierta altura, como se contemplan las aguas de un río, sin mojarse en ellas.

Concha le escuchaba con asombro, resistiéndose á comprender sus palabras. ¿Qué escrúpulos eran éstos?.. Después de ciertas divagaciones, el pintor habló con un tono de remordimiento de su amigo el conde de Alberca, un hombre respetable por su misma simplicidad. Su conciencia se sublevaba ante la sencilla admiración del grave señor. Era una infamia este engaño audaz en su misma casa, bajo el mismo techo. Él no tenía fuerzas para continuar: debían purificarse del pasado con una buena amistad; decirse adiós como amantes, sin rencor y sin antipatía, agradecidos mutuamente por la dicha pasada, llevándose, como muertos queridos, los agradables recuerdos…

La risa de Concha, nerviosa, sardónica, insolente, cortó la palabra del artista. Su cruel jocosidad excitábase al pensar que era su marido el pretexto de esta ruptura. ¡Su marido!.. Y volvía á reir con carcajadas que delataban la insignificancia del conde, la falta absoluta de respeto que inspiraba á su mujer, la costumbre de ajustar su vida á sus caprichos, sin pensar nunca en lo que aquel hombre pudiera decir ó pensar. Su marido no existía para ella; jamás le había temido; nunca había pensado que pudiera servirle de obstáculo, y ¡el amante le hablaba de él, presentándolo como una justificación de su alejamiento!..

– ¡Mi marido! – repetía entre los estremecimientos de su risa cruel. – ¡Pobrecillo! Déjale quieto: él nada tiene que hacer entre nosotros… No mientas, no seas cobarde. Habla; otras cosas llevas en el pensamiento. Yo no sé las que son, pero las presiento, las veo desde aquí. ¡Si quisieras á otra!.. ¡Si quisieras á otra!

Pero se interrumpía en esta exclamación sorda de amenaza. Le bastaba mirarle para convencerse de que era imposible. Su cuerpo no olía á amor; todo en él revelaba la paz de una carne en reposo, sin impulsos ni deseos. Era tal vez un capricho de su imaginación, una anormalidad de desequilibrado, lo que le impulsaba á repelerla. Y animada por esta creencia, se abandonó, olvidando su enfado, hablándole en tono cariñoso, acariciándole con un ardor en el que había á la vez algo de madre y de amante.

Renovales la vió pronto junto á él, enlazando los brazos á su cuello, hundiendo las manos con delectación en el revoltijo de su cabellera.

No era orgullosa: los hombres la adoraban, pero su corazón, su cuerpo, toda ella, era para su pintor, para aquel ingrato que tan mal correspondía á su cariño, que la iba á envejecer con tantos disgustos… Súbitamente enternecida, le besaba la frente, con una expresión generosa y pura. ¡Pobrecito! ¡Trabajaba mucho! Todo lo que tenía era cansancio, trastorno, exceso de producción. Había que dejar quietos los pinceles, vivir, quererla mucho, ser felices, tener en reposo aquella frente, siempre contraída por móviles arrugas, como un cortinaje tras el cual pasaba y repasaba, en perpetua revolución, un mundo invisible.

– Deja que te bese otra vez esa frente bonita, para que callen y duerman los duendes que tienes dentro.

Y besaba de nuevo la frente bonita, deleitándose en acariciar con sus labios los surcos y prominencias de esta extensión irregular, atormentada como un terreno volcánico.

Por mucho tiempo su voz mimosa, de exagerado ceceo infantil, resonó en el silencio del estudio. Sentía celos de la pintura, señora cruel, exigente y antipática, que parecía enloquecer á su pobre nene. El mejor día, ilustre maestro, prendía fuego al estudio con todos sus cuadros. Se esforzaba por atraerle á ella, por sentarlo en sus rodillas, meciéndolo como si fuese un niño.

– Á ver, don Marianito: haga usted una risa á su Conchita. ¡Ríase usted, granuja!.. ¡Ríete ó te pego!

Él reía, pero con sonrisa forzada, intentando resistirse al cariñoso manoseo, fatigado de estas infantiles simplezas que en otros tiempos eran su placer. Permanecía insensible á aquellas manos, á aquella boca, al calor de aquel cuerpo que rozaba el suyo, sin despertar la más leve emoción. ¡Y él había amado á aquella mujer! ¡Y por ella había cometido el crimen feroz é irreparable, que le haría arrastrar eternamente la cadena del remordimiento!.. ¡Qué sorpresas las de la vida!..

La frialdad del pintor acabó por comunicarse á la de Alberca. Pareció despertar del ensueño en que ella misma se mecía. Se apartó del amante, examinándolo fijamente, con ojos imperiosos, en los que comenzaba á brillar de nuevo una chispa de orgullo.

– ¡Di que me quieres! ¡Dilo en seguida! ¡lo necesito!

Pero en vano extremaba su ademán autoritario; en vano aproximaba sus ojos á los de él, como si quisiera asomarse á su interior. El artista sonreía débilmente, murmuraba palabras evasivas, negábase á seguirla en estas exigencias.

– Dilo á gritos; que yo lo oiga… Di que me quieres. Llámame Friné, lo mismo que cuando me adorabas de rodillas, besando mi cuerpo.

El nada dijo. Parecía avergonzado por el recuerdo; bajaba la cabeza para no verla.

La condesa se levantó con nervioso impulso. La cólera la hizo plantarse en medio del estudio, con las manos crispadas, el labio inferior temblón, los ojos con un brillo verdoso. Sentía deseos de destrozar algo, de caer en el suelo con violentas contorsiones. Dudaba entre romper una ánfora árabe, próxima, ó abalanzarse sobre aquella cabeza inclinada, clavando en ella sus uñas. ¡Miserable! ¡Tanto que le había amado; tanto que le quería aún, sintiéndose ligada á él por la vanidad y la costumbre!..

– ¡Di si me quieres! – gritó. – ¡Dilo de una vez!.. ¿si ó no?..

Tampoco obtuvo respuesta. El silencio era penoso. Creyó de nuevo en otro amor, en una mujer que había venido á ocupar su puesto. ¿Pero quién era? ¿dónde encontrarla? Su instinto femenil le hizo volver la cabeza, extender la mirada por la próxima puerta, viendo el estudio inmediato, y tras él, el último, el verdadero taller donde trabajaba el maestro. Avisada por misteriosa intuición, echó á correr hacia aquella nave. ¡Allí!.. ¡Tal vez allí! Los pasos del pintor sonaron tras ella. Había salido de su desaliento al verla huir; la perseguía con un apresuramiento de terror. Concha presintió que iba á saber la verdad; una verdad cruel, con toda la crudeza de un descubrimiento á plena luz. Quedó inmóvil, con las cejas fruncidas por un gran esfuerzo mental, ante aquel retrato que parecía reinar en el estudio, ocupando el mejor caballete, en lugar preferente, á pesar del desierto gris de su lienzo.

El maestro vió en la cara de Concha la misma expresión de duda y extrañeza de su amigo Cotoner. ¿Quién era aquélla?.. Pero la vacilación fué más breve: su orgullo de mujer aguzaba sus sentidos. Vió más allá de aquella cabeza desconocida el coro de antiguos retratos que parecía guardarla.

¡Ay! ¡sus ojos de inmensa extrañeza! ¡la mirada de frío asombro que clavó en el pintor, examinándole de cabeza á pies!..

– ¿Es Josefina?..

Él inclinó la frente, con muda respuesta. Pero le pareció una cobardía su silencio; sintió la necesidad de gritar, en presencia de aquellos lienzos, lo que afuera no había osado decir. Era un deseo de halagar á la muerta, de implorar su perdón, confesando su amor sin esperanza.

– Sí; es Josefina.

Y lo dijo avanzando un paso, gallardamente, mirando á Concha como si fuese un enemigo, con cierta hostilidad en los ojos que no pasó inadvertida para ella.

No se dijeron más. La condesa no podía hablar. Su sorpresa rebasaba los límites de lo verosímil, de lo conocido.

¡Enamorado de su mujer… y después de muerta! ¡Encerrado como un asceta, para pintarla con una hermosura que nunca había tenido!.. La vida ofrecía grandes sorpresas, pero esto, seguramente, no se había visto nunca.

Creyó que caía y caía, empujada por el asombro, y al término de esta caída se encontró otra, sin una queja, sin un estremecimiento de dolor, pareciéndole extraño todo cuanto la rodeaba; la habitación, el hombre, los cuadros. Aquello iba más allá de sus sentimientos. Una hembra sorprendida allí, le hubiese hecho llorar, rugir de dolor, revolcarse en el pavimento, amar aún más al maestro, con el atizamiento de los celos. ¡Pero encontrarse con la rivalidad de una muerta! ¡Y además de muerta… su mujer!.. El caso le pareció de una ridiculez sobrehumana: sentía deseos locos de reir. Pero no rió. Recordaba la mirada anormal que había sorprendido en el artista al entrar en el estudio; creía ver ahora en sus ojos una chispa de aquel mismo fulgor.

De pronto sintió miedo; miedo á la soledad sonora de aquella nave; miedo al hombre que la contemplaba en silencio, como si no la conociese, y hacia el cual experimentaba Concha la misma extrañeza.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
25 haziran 2017
Hacim:
360 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain