Kitabı oku: «Los argonautas», sayfa 11
La compañera de Fernando fue transformándose al marchar entre los gritos y risas de este alborozo general. Percibía él ahora con mayor intensidad el perfume misterioso escapándose de las profundidades del escote. Hasta creyó sentir en el puño una ligera crispación de la mano de Maud, un movimiento tal vez inconsciente, un leve roce despertador que se ensanchaba en ondas de emoción hasta los extremos de su organismo, y unas veces le hacía caminar como si volase y otras parecía clavarle en el suelo. Era tal vez una caricia irreal, imaginada más bien que sentida, pero idéntica a otras que perduraban en su recuerdo… Además, el mismo roce de curvas armoniosas al marchar; igual encontrón con unas durezas de contacto fulminante. La pesadumbre del brazo femenil se hacía por momentos más sensible. Un hombro desnudo se apoyaba en él, dejando sobre el paño negro del smoking tenues manchas de velutina.
Al volver hacia ella una mirada ávida y encontrarse con sus ojos no sentía extrañeza, como si los conociera desde mucho antes. Eran grises; los que él llevaba en su recuerdo eran negros, con reflejos de ámbar; pero unos y otros le miraban de igual modo, con una expresión invitadora. Fernando sintió el temblor que avisa la llegada de la fortuna, la emoción que precede a los grandes triunfos… ¡La vida es hermosa!… Y un estremecimiento del brazo adorable pareció responderle ensalzando mudamente la belleza de una existencia que puede elevarse, gracias al amor, por encima de todas las realidades.
Se vieron de pronto debajo de las banderas y las guirnaldas eléctricas. La música, apelotonada en un extremo del comedor, había cambiado de ritmo, y las parejas, así como iban entrando, giraban enlazadas siguiendo las caricias de un vals.
Instintivamente se recogió Maud la cola del vestido, apoyó Ojeda un brazo en su talle, y experimentaron cierta sorpresa al verse entre los danzarines demasiado numerosos, que chocaban con rudos encuentros de codos y de grupas. La ilusión, el champán y el deseo, fermentando sordamente en él, parecieron explotar de pronto, removidos por las vueltas de la danza. Su brazo retenía enérgicamente el talle de Maud, como temeroso de que pudiese huir; mirábanse en las pupilas con una fijeza agresiva, lo mismo que los luchadores que quieren reconocerse bien en el último instante, antes de caer el uno en brazos del otro.
Balbuceaba Ojeda sin saber ciertamente lo que decía. Hablaba ahora en castellano, y su súplica incoherente era una especie de música sin palabras, cuya vaguedad producía en él cierta emoción.
–Di que sí… di que quieres… Sería yo tan dichoso… ¡tanto!…
Ella sonrió, agradeciendo tal vez que hablase en su idioma, lo que le evitaba la obligación de entenderle y de ruborizarse. Al mismo tiempo, sus ojos se entornaban para mirarlo con una expresión de caricia anticipada.
Cesó la música; las parejas se retiraron dándose el brazo. Maud se inclinó un momento para corregir un desorden de su falda, y al incorporarse mostró un gesto de altivez, como si hubiese recordado algo que le devolvía a su glacial serenidad.
Se dirigió a la puerta seguida de él, que en su exaltación no se daba cuenta de este cambio repentino. Continuaba hablando en español, repitiendo la misma súplica con un tuteo pasional. Y ella, por dos veces, sonriendo de las dificultades de su pronunciación, le dio la respuesta en el mismo idioma:
–No compregndo… no compregndo.
En el antecomedor le tendió una mano para despedirse. Se retiraba a su camarote: gustaba de acostarse temprano; esta noche había sido extraordinaria. Ojeda se ladeó como si intentase cortarla el paso, al mismo tiempo que su voz se hacía más suplicante. ¿Irse? ¿Dejarlo en la soledad de aquella fiesta, donde todo le era extraño y antipático?… Se sentía enfermo.
Pero ella le atajó con su ironía helada.
–Debe ser el estómago. Vea al médico… A mí no me impresionan esas quejas; ya sabe que no soy poetical.
Fernando insistió. Le esperaba una noche horrible: no podría dormir.
–Yo le enviaré con la doncella unos sellos que dan sueño.
¡Oh, si ella quisiera!… ¡Si le permitiese ir detrás de sus pasos al encuentro de la felicidad!
–No compregndo… no compregndo.
Repitió su súplica en inglés, y ella lo miró entonces de abajo arriba, sin odio, sin escándalo, con extrañeza, como en presencia de un atentado a las buenas formas sociales, asombrada de la rapidez con que aquel hombre pretendía suprimir de golpe todas las esperas prudentes establecidas por la costumbre.
–Good night—dijo fríamente.
Y le volvió la espalda, alejándose por el corredor que conducía a los camarotes de preferencia, erguida y majestuosa.
Desconcertado por esta escena que nadie había visto, sintió Ojeda un deseo de huir, como si fuese a estallar en torno de él una explosión de carcajadas. Arriba, en la cubierta, sólo quedaban los paseantes tenaces, y en el café los jugadores de poker, para los cuáles no había músicas ni bailes que pudiesen alejarlos del tapete verde. La familia italiana rodeaba a su prelado, empujándolo cariñosamente. ¡Ánimo, ilustrísima! Debía descender al salón para echar un vistazo a la fiesta y lucir la cruz de oro. Aquí no estaban en tierra, y la vida de a bordo permite mayores libertades. Hasta el abate de las conferencias andaba por las cercanías del baile, asomando su cara barbuda. «El mar… es el mar, Monseñor.»
Persistió en Fernando la misma sensación de desconcierto y de miedo al tropezarse con los paseantes, cual si éstos pudiesen adivinar lo que había ocurrido abajo. Le molestaba la música, por creerla igual a una risa burlona. Otra vez necesitaba huir en busca de obscuridad y silencio. Y tomó una de las escaleras que conducían a la cubierta de los botes.
Arriba creyó despertar con el fresco de la noche, como los ebrios que reciben de pronto una corriente de aire. Hasta allí le había acompañado un sentimiento de despecho; la cólera de su orgullo varonil herido por el fracaso; el escozor de una situación ridícula. Pero ahora le atormentaba el remordimiento; sentía vergüenza de él mismo, deseaba empequeñecerse, desaparecer, como si una mirada iracunda le espiase en la sombra.
–Muy bien, señor Ojeda—murmuró irónicamente—; se está usted portando como un caballero.
Y dejándose caer en un banco, añadió con rabia:
–¡Eres un canalla; un canalla que merece la muerte!
Sólo habían transcurrido unos minutos, y se preguntaba con extrañeza si era él mismo el que danzaba abajo, enloquecido por el perfume de una señora a la que sólo conocía desde unas horas antes, balbuceando como un mozuelo atrevidas proposiciones. ¡Ah, miserable sin voluntad!… Abandonaba con rudo tirón su vida anterior, marchaba aventuradamente al otro hemisferio, todo por una mujer, y a las primeras jornadas, cuando aún brillaban sobre sus cabezas las mismas estrellas, arrastrábase con súplicas viles ante una desconocida a impulsos de un deseo fulminante que hacía reír.
Sentía vergüenza al recordar las palabras que había escrito en la tarde anterior, imitando la firmeza de los héroes wagnerianos. «Y cuando estemos alejados, ¿quién podrá separarnos?…» Un solo día había bastado para que olvidase sus juramentos. Aún no habría salido a aquellas horas su carta de Tenerife, y ya estaba lo mismo que Sigfrido, olvidado de Brunilda, humillándose amoroso a los pies de una Gotunda que se burlaba de él. Y esto lo había hecho por voluntad espontánea, sin necesitar filtros de olvido.
Cerraba los puños amenazándose a sí mismo; pero un sentimiento de tristeza y desaliento sucedía a esta indignación. Deseaba ocultarse, como si en su vergüenza necesitase más sombra, más silencio, y huyó otra vez, siempre hacia lo alto, remontando la escalera de la última toldilla, cerca del puente.
Aquí, calma absoluta; la escasez de luz hacía más visible el azul profundo del cielo, más intenso el fulgor de los astros. La torre de la chimenea destacaba su obscura masa sobre el espacio punteado de resplandores; las vedijas de humo, al escaparse de su boca, empañaban por unos instantes el brillo de las constelaciones. El balanceo del barco hacía pasar las estrellas de un lado a otro de los mástiles, como luciérnagas juguetonas que saltasen entre palos y cordajes.
Ojeda experimentó la sensación de paz que desciende del cielo nocturno sobre los grandes dolores. Había momentos en que deseaba llorar, lo mismo que un niño que implora perdón. «¡Teri!… ¡Teri!» Ella viviría a aquellas horas seguramente pensando en él. Tal vez estaba ya en París, y en medio de los ruidos del bulevar, en un teatro o en una fiesta, su imaginación se apartaba de lo inmediato para seguir con angustia la marcha de un buque que sólo conocía de nombre. ¡Ay, si ella supiese! ¡Si ella pudiese ver!…
Se analizaba Ojeda con una minuciosidad cruel. No era digno de la dicha que había acompañado los mejores años de su existencia. Y sin embargo, él no se creía responsable; era su alma, el sexo de su alma, completamente distinto y divergente de su sexo material. Hombre como los otros, agitado y dominado por una virilidad rápida en sus impulsos, bestia de presa capaz de atropellar y matar, lo mismo que los varones prehistóricos, cuando le perturbaba la embriaguez del deseo, reconocía sin embargo que su alma era femenil, como las de la mayor parte de los humanos. Bastaba la visión de una carne desconocida, una sonrisa, una ojeada, para que diese al olvido juramentos y compromisos.
Se insultaba fríamente, y para aminorar su culpa, incluía en esta vergüenza a todos sus semejantes. «Nos consideramos muy hombres, y tenemos un alma de cortesana. Estamos a la espera de lo que llega, crédulos y fatuos para aceptar como una fortuna la primera hembra que nos mire, ágiles y prontos para nuevos deseos, olvidando el ayer con la inconsciencia de una profesional…»
De nuevo el recuerdo de la carta con los juramentos de Sigfrido volvió a su memoria. Aquel héroe membrudo, que con la espada partía yunques y mataba dragones, tenía igualmente un alma de mujer. Apenas separado de Brunilda, la olvidaba, fijando sus ojos en otra. En cambio, ella, la femenina walkyria, era el hombre en esta asociación amorosa. Su alma varonil y fuerte pertenecía a la aristocracia de los que prolongan un amor único hasta el más alto idealismo, ennobleciendo de este modo los instintos de la carne. Era el andrógino de las remotas leyendas, hombre y mujer a un tiempo; la personificación del verdadero amor, que domina la sed de nuevos deseos, desconoce la curiosidad que inspira lo extraño y anhela confundirse con el ser que ama, hasta suprimir toda dualidad y que los dos sean eternamente uno solo.
Y Teri era así. Con su charla de pájaro y su carácter en apariencia frívolo, era el varón fuerte e inconmovible. Expuesta a las tentaciones de otros hombres que la deseaban, no había vacilado jamás. Y él era la mujer sin voluntad, el alma débil y vulnerable a todo deseo, el instinto caprichoso que había que vigilar de cerca y tener siempre de la mano como a un niño enfermo.
Cuando juraba ser fiel con los más solemnes juramentos, poniendo por testigos el amor y la vida, nunca estaba seguro de decir verdad. Sentía la sospecha de que al día siguiente una blancura entrevista, un revoloteo de faldas, lo armonioso de una línea, el ritmo de un paso, la simple novedad de lo ignorado, podían hacerle correr fuera de su camino lo mismo que una bestia en celo. Y así era él: así la mayoría de sus semejantes. Y este animal, que, enloquecido por lo que considera amor, tiene en el momento supremo de su dicha movimientos simiescos, gesticulaciones demoníacas, zarpazos de fiera, es el más noble de la creación, el único depositario de la verdad. ¡Qué dirían de los hombres las tranquilas estrellas si alguna vez habían seguido sus actos con sus guiños luminosos!… ¡Ah, miseria!
Pasaba el tiempo sin que tuviese fuerzas para abandonar aquel banco lejos de la luz. Temía volver al ruido de abajo. Retardaba el instante de entrar en su camarote, como si de los tabiques pudieran desprenderse, saliendo a su encuentro, los recuerdos que había clavado con la fijeza de sus ojos en las horas nocturnas de melancolía.
Tres veces sonó la campana mientras él estaba allí, inmovilizado por el abatimiento, y otras tantas contestó desde lo alto del trinquete el baladro del serviola anunciando que las luces de posición seguían encendidas. Un oficial paseaba por el puente con la espalda algo encorvada y las manos en los bolsillos, deteniéndose a cada vuelta para sondear con sus ojos la obscuridad. Fernando le encontró cierto aire de monje yendo y volviendo con igual número de pasos por su claustro de acero. Junto a una luz oculta, que esparcía una tenue mancha rojiza—el resplandor de la bitácora—, estaba otro hombre, con los brazos en cruz, abarcando la rueda reguladora de la dirección del buque. Y acurrucado en su minarete, en medio de las tinieblas perforadas por luminosos parpadeos, existía el centinela invisible, el ronco cantor de las horas, espía avanzado que escrutaba los hostiles misterios de la noche y del mar.
Contemplábalos Ojeda con respeto y envidia, sumidos en su gravedad silenciosa que tenía algo de sacerdotal; insensibles a la música y los rumores de fiesta que venían de abajo; huyendo de los reflejos luminosos que esparcía el buque sobre sus costados como un halo de gloria; avanzando la cabeza en la noche para husmearla mejor; indiferentes al mundo alegre y variado que invadía las entrañas de la nave en cada viaje; sólidamente adheridos al testuz del monstruo cuya marcha guiaban, como el cornac guía al elefante montado en su frente. Eran hombres ocupados en algo más importante que balbucear deseos al paso de una hembra. La vida les había impuesto una obligación y la cumplían severamente, sin conocer arrepentimientos ni vergüenzas.
El trabajo disciplinado por la responsabilidad se le apareció como la función más noble y envidiable. Estos ermitaños del puente y de la cofa tendrían, a no dudar, su vida de pasión lo mismo que todo el mundo; conocerían el amor, que es algo indispensable para la existencia; llevarían en su alma la flor del recuerdo. Tal vez el oficial iba acompañado en sus paseos por la imagen de alguna fraulein rubia y sensible que contaba los días en un puerto anseático aguardando la vuelta del buque; tal vez los marineros contemplaban en el espejo de su rudimentaria imaginación a la compañera ventruda y mal calzada con su grupo de pequeñuelos carillenos y peliblancos.
Desde su asiento, a través del marco de una ventana, veía también al telegrafista escribiendo con la cabeza baja e interrumpiendo su escritura para escuchar el lenguaje chirriante de los aparatos. Atendía mecánicamente a otros pensamientos perdidos en la noche a una distancia de centenares de millas, y apenas terminada la conversación recuperaba su pluma. Bien podía ser que escribiese a su amada llenando el papel con versos ingenuos y simples, como la florecilla azul que apunta en el alma de toda pasión germánica.
Y al adivinar el amor en estos esclavos de la responsabilidad que velaban por la suerte del pueblo flotante, lo veía único, noble, rectilíneo, lo mismo que el deber y la disciplina que mantenían a todos en sus puestos.
Oyó pisadas en la toldilla. Una silueta avanzaba titubeante, explorando los rincones. Era Maltrana, que al reconocerlo se dirigió hacia él, lamentando su desaparición… ¿Qué hacía allí? ¿Por qué no estaba abajo?… Y acompañaba sus palabras con grandes risas y cariñosos palmoteos. Fernando vio en sus ojos el brillo de una extraordinaria agitación. Al hablar esparcía su boca un vaho alcohólico.
–La gran noche, amigo Ojeda; y eso que aún estamos, como quien dice, al principio. Esos muchachos son encantadores. Tenemos concertada una pequeña reunión con varias chicas de la opereta para cuando termine el baile y se acueste la gente seria. ¿Y Nélida? Una valiente. Se ha deslizado fuera del salón, mientras emborrachaban a su hermanito los amigos de la banda. Su primer flirt, el alemán que se titula pariente y viene con ella desde Hamburgo, anda loco por todo el buque sin poder encontrarla. Yo soy el único que sabe dónde está: ¡yo lo sé todo! La he visto entrar cautelosamente en su camarote, como una gata estremecida, y llegar después de ella al barón belga… Y el otro busca que busca. ¡Lo más divertido!… Pero ¿qué tiene usted? ¿Por qué esta triste?…
Fernando experimentó un deseo egoísta de comunicar su desaliento y su amargura a este amigo regocijado.
–Soy un miserable que siente asco de sí mismo. Un verdadero miserable.
Quedó Maltrana indeciso, no sabiendo qué gesto adoptar ante una afirmación tan inesperada… Luego se encogió de hombros y volvió a reír, como si leyese en el pensamiento de Ojeda.
¡Un miserable!… ¿Y qué? Él también lo era; y todos en el buque lo eran igualmente. Y así como el viaje fuera haciéndose más largo y avanzase el Goethe la proa en los mares luminosos y cálidos, todos iban a sentirse poseídos por esta miseria que avergonzaba a Fernando… ¡Quién sabe si alguno llegaría a rugir y a andar a cuatro patas, como los libertinos de las leyendas convertidos en bestias!…
–Ya nos limpiaremos de pecados al llegar a tierra, amigo mío. Aquí debemos vivir con arreglo al ambiente. La responsabilidad no es nuestra. El culpable es ése… el gran impuro, el eterno fecundador que aún guarda en sus entrañas el secreto genésico de los primeros latidos de la vida.
Y Maltrana, borracho, señalaba el mar obscuro, increpándolo con una furia cómica… Pasaban sobre su lomo, lo arañaban cruelmente con la quilla, bien comidos, el pensamiento en reposo, los miembros en huelga, y él se vengaba de este rudo despertar enviándoles un hálito excitante que esparcía el deseo y la locura.
–¡Ah, grandísimo tentador!… ¡Galeoto con mostachos de algas!… ¡Celestina de arrugas verdes!
Por algo habían florecido en las islas mediterráneas los pueblos adoradores de Afrodita, que hicieron vibrar todas las cuerdas del arpa de la voluptuosidad; por algo se habían elevado en las costas las blancas columnatas de los santuarios de amor, con sus rebaños de cortesanas sagradas; por algo los poetas sacerdotales habían hecho nacer a Venus de la espuma de las olas.
V
A las diez de la mañana iban colocando los músicos sus atriles al final de la cubierta, entre el fumadero y una barandilla, sobre la explanada de popa. Ensanchábase el paseo en este lugar, ofreciendo el aspecto de una terraza de café con mesas al aire libre y arbolillos redondos plantados en cajones verdes.
Rompía a tocar la banda una «Marcha granadera» del tiempo de Federico el Grande, con estruendosos alaridos de trompetería, y poco a poco la gente iba poblando el paseo.
El buque, húmedo, sombreado, limpio, parecía sonreír como un dormilón que se despabila con las frías abluciones matinales. Desde mucho antes caminaban los madrugadores por la azulada penumbra de la cubierta, saludándose al paso y comunicándose noticias de la noche anterior. Algunos, vestidos con pijamas o medio desnudos bajo un largo gabán, descendían del gimnasio y se deslizaban rápidamente en busca de sus camarotes.
Aparecían las primeras señoras, yendo tras breve paseo a arrellanarse en los sillones. Bandas de muchachos aprovechaban la ausencia de los mayores para hacer suya toda la cubierta. Niñeras de diversa nacionalidad, con una criatura al brazo, formaban amigables grupos, mirándose sonrientes sin entenderse. Otras empujaban cunas con ruedas, en cuyo interior una cabeza abultada, de suaves cabellos, aparecía medio dormida entre puntillas y lazos. Una tropa de niños con fusiles de latón daba la vuelta al buque, golpeando el húmedo entarimado con marciales patadas. Eran rubios, morenos o bronceados, mostrando en la variedad de sus tipos la amalgama étnica del continente americano, en el que sus padres les habían hecho nacer. Un hijo de doctor Zurita, que iba al frente sable en alto marcando el paso, gritaba con el imperio de una casa triunfadora: «A ver gringo, avanza un poco… Un… dos. Un… dos. Tú, gallego, hazte pa atrás».
Fernando, apoyado en la barandilla a corta distancia de los músicos, seguía con los ojos el lento balanceo del castillo de popa, sobre el cual aleteaba una ronda de gaviotas. Eran aves enormes repletas de pescado y desperdicios de los buques, con alas poderosas, blancas y combadas, semejantes a velas.
Seguían al trasatlántico desde Canarias, habituadas a esta soledad azul, inmensa para los ojos del hombre, y en la que su instinto husmeaba la vecindad invisible de la costa de África y del archipiélago de Cabo Verde. Volaban en espiral sobre la popa, abanicando algunas veces con sus alas a los pasajeros de tercera clase. Otras se tendían en fila sobre el camino blancuzco y espumoso que dejaban abierto las hélices en la llanura del Océano. Parecían inmóviles sobre el vapor, que marchaba y marchaba con el jadeante ímpetu de sus pulmones de acero, y cuando quedaban atrás bastábales un par de aletazos para volver a colocarse verticalmente sobre él. Sonaba el chapoteo de un objeto en el mar: una espuerta de residuos de cocina, un madero, un bote de conservas vacío, e inmediatamente se desplomaban, con las plumas encogidas, balanceándose sobre las ondulaciones oceánicas lo mismo que los cisnes de un lago. Y así que terminaban la exploración del objeto flotante o engullían los residuos, retornaban al buque impetuosas como proyectiles.
Un murmullo de gente invisible subía hasta el paseo en las breves pausas de la música. Ojeda, al inclinarse sobre la baranda, recibió en su olfato un hedor de comida agria. La vasta explanada de popa, libre a aquella hora de toldos, aparecía ocupada por los emigrantes septentrionales. Formaban cuadros sentados en los camarancheles de las escotillas. Otros, por encima de ellos, ocupaban, como si fuesen bancos, los mástiles de las grúas colocados horizontalmente. Algunos, con aire señoril, dormían arrellanados en sillones plegadizos de lona vieja, recuerdo de anteriores viajes.
Correteaban bandas de muchachos medio desnudos, yendo a refugiarse entre las rodillas femeninas en los azares de su persecución. Viejos con luengas barbas, gorros de piel de cordero y peludos gabanes, permanecían en cuclillas mirando el mar, como fakires en éxtasis. Unos jóvenes tendidos sobre el vientre, con la quijada entre las manos, escuchaban la lectura en alta voz de un camarada. Junto a la borda, otros hombres barbudos fumaban en largas pipas, y de vez en cuando sus manos rojas y escamosas se hundían bajo las sotanas forradas de pieles para agitar con fuertes rascuñones los harapos invisibles.
Tenían que abrirse paso los marineros en esta muchedumbre compacta e inmóvil que bebía sol y aire fuera del encierro de los sollados. Sobre un montón de cables, un emigrante de cabeza rapada movía el arco de su violín, sin que el más leve sonido llegase hasta el paseo donde rugían los cobres. En la plataforma del castillo de popa, entre botes, maromas y salvavidas, pululaban los pasajeros de tercera clase que gozaban de preferencia: tenderos ambulantes; rusas y alemanas con grandes sombreros de paja, que, agarradas del talle, hablaban de sus diplomas académicos y de la posibilidad de entrar en el seno de una familia del Nuevo Mundo para enseñar idiomas a los niños; jóvenes melenudos con trajes de buen corte, pero de raída tela, siempre con un libro en la mano. Eran los aristócratas de esta parte del buque, que, aislados en su altura, miraban con desdeñosa conmiseración al rebaño de abajo y con envidia revolucionaria a los del castillo central.
Filas de ropas puestas a secar se balanceaban en la explanada sobre los grupos de cabezas. El suelo, regado a plena manga poco antes, estaba cubierto de cáscaras de frutas, secreciones de garganta y residuos de alimentos. Cabelleras femeniles tendidas al sol recibían la exploración venatoria de los peines. De la blancura incierta de algunas camisas, rígidas y acartonadas por el líquido seco, emergían ubres como harapos, adaptando su arrugada flacidez a las bocas lloronas de los pequeños. Otras madres, con el hijo en las rodillas, desenvolvían tranquilamente sus fajas y pañales, dando a la luz los olvidos hediondos de la inconsciencia infantil.
No tenía Fernando más que ladear un poco la cabeza, volviendo los ojos al interior de la cubierta, y recibía en su olfato inmediatamente la esencia de los licores que burbujeaban con mezcla de soda en las mesas del café, el perfume de agua de Colonia que iban esparciendo las mujeres, como un recuerdo de su baño matinal. Parecía ser de un planeta distinto la vida que se desarrollaba cuatro metros por encima de la muchedumbre emigrante. Los camareros iban de grupo en grupo ofreciendo grandes bandejas cargadas de emparedados y tazas de caldo: el segundo refrigerio de la mañana. Las señoras exhibían con afectada modestia sus trajes de verano recién extraídos de los cofres y cambiaban mutuos cumplimientos. Muchos pasajeros iban vestidos de blanco de pies a cabeza, e igualmente de blanco los domésticos del buque, los músicos y los oficiales. Había momentos en que el castillo central parecía invadido por una tripulación de Pierrots.
Pasó Mrs. Power, sola como siempre en sus matinales paseos, erguida y sin mirar a nadie, con un sombrero de tul elegante y vistoso. Fernando sintió al verla indecisión y timidez; pero ella, deteniéndose un momento, vino en su auxilio. Le saludó, preguntando con un retintín irónico cómo había pasado la noche. Sonreía protectoramente, dando a entender que perdonaba a Ojeda su travesura de niño grande. Todo estaba olvidado… Y le tendió una mano antes de alejarse, continuando su marcha de ritmo varonil.
Transcurría el tiempo sin que la cubierta se viese tan poblada como en otras mañanas. Muchos sillones permanecían vacíos. Las graves señoras alejaban a sus hijas para conversar entre ellas con voz de misterio y gestos de indignación, como si comentasen algo escandaloso. No había aparecido aún ninguno de aquellos jóvenes de cuya amistad hablaba Maltrana con entusiasmo. También él permanecía invisible, y lo mismo Nélida con su escolta de adoradores.
El doctor Zurita pasó junto a Ojeda aspirando el humo de su tercer cigarro matinal.
–Poca gente—dijo—. Anoche, según parece, hubo farra larga. Debe haber abajo un tendal de muertos y heridos… ¡Qué muchachada tan viva! ¡Cosas de la edad!…
Y siguió adelante, sonriendo con una tolerancia de veterano al pensar en las locuras de la «muchachada». Estaba tranquilo por haberle dicho su ayuda de cámara andaluz que los hijos mayores roncaban en sus camarotes con la fatiga de una noche pasada en claro, pero sin desperfectos visibles.
La música siguió desarrollando su programa matinal como si sonase en el vacío. Pasaban las señoritas formando grupos, lo mismo que en las plazas de las pequeñas ciudades alrededor del kiosco de los conciertos; pero les faltaba en este continuo girar el encuentro con los jóvenes, el acompañamiento de un amigo, miradas curiosas y simpáticas que las persiguiesen.
Sólo quedaban ellas en la cubierta. Los hombres graves eran buscados por el mayordomo, que a fuerza de invitaciones y ruegos conseguía meterlos en el fumadero. Se iba a formar allí por aclamación el comité organizador de las fiestas con que se celebraría el paso de la línea equinoccial.
Terminó el concierto, retirándose los músicos con atriles e instrumentos, y entonces fue cuando Maltrana hizo su aparición. Lo vio Fernando asomar la cabeza por la puerta de una escalera tímidamente. Después de largos titubeos avanzó al fin con cierto encogimiento. Vestía un traje blanco, rutilante, majestuoso, sobre el cual parecía destacarse con mayor relieve la fealdad grandiosa de su cara, a la que encontraban algunos cierta semejanza con la de Beethoven viejo.
En su marcha cautelosa, torcía el rostro hacia el lado del mar, bajando los ojos como si temiese ser visto. Ante los grupos de nobles matronas, su cortesía pudo más que el miedo. «Buenos días…» Pero las damas contestaron su saludo a flor de labios, siguiéndole con ojos severos y mirándose después entre ellas… «También éste era de los culpables.» Y todo el peso de su indignación se descargó mudamente sobre Maltrana, el primero que osaba presentarse ante ellas.
Ojeda, al estrecharle la mano, se fijó en su tendencia a volver la cara hacia el mar, rehuyendo el lado izquierdo, y con súbito movimiento le hizo ponerse de frente.
–Pero criatura ¿qué tiene usted ahí?…
Señalaba, riendo, una hinchazón lívida de la sien que se extendía hasta un ojo.
–No es nada—balbuceó Isidro—; poca cosa… Ya le explicaré.
Y para desviar la conversación, se miró de los pies al pecho con gesto de orgullo.
–¿Eh?… ¿qué me dice del trajecito? Tengo otro a más de éste… ¡Cualquiera adivina que es obra de doña Margarita, mi patrona!
Pero Ojeda no se dejó desorientar por tales palabras, y siguió riendo con los ojos puestos en la contusión que desfiguraba a su amigo.
–Cuando se canse de reír, avise—dijo Maltrana, algo amostazado—. Pero ¿no ve usted que nos están mirando esas dignas señoras?… Las conozco, y no quiero perder su amistad. Hablan con mucha soltura de los escándalos de Europa; tienen el propósito decidido de no asustarse de nada, para que no las tomen por unas atrasadas; pero todo es puro exterior, y cuando se despojan de los trajes y los añadidos de París, resultan idénticas a nuestras damas de provincias… Al pasar frente a sus camarotes miro algunas veces por la puerta entreabierta: en el lavabo, marquitos portátiles con imágenes milagrosas nacionales o de importación; en un boliche de la cama, un rosario y más estampas… Tengo miedo de que me echen la culpa a mí, que soy el más infeliz. Me temo que por dejar en buen lugar a sus niños y a los amigos de sus niños, digan que fui yo quien organizó lo de anoche… Y yo tengo interés en estar bien con todo el mundo, en conservar mis amistades.
Fernando no pudo contener su impaciencia. «Pero ¿qué era lo de anoche?…» Maltrana sonrió, como si recordase algo, y dijo, remedando a su amigo, con entonación dramática:
–Soy un miserable… Un miserable que siente asco de sí mismo.
Pero antes de que Fernando pudiera enojarse por este recuerdo, se apresuró a añadir: