Kitabı oku: «Los argonautas», sayfa 17
Al ir hacia proa, vio apoyados en la barandilla a Ojeda y Mrs. Power, mirando el mar, con los codos y los flancos en apretado contacto. La brisa retorcía como espirales de fuego algunos rizos de la norteamericana que se escapaban de un sombrerillo de tela de oro.
–¡Bien empieza el día para éstos!…—murmuró Isidro—. Y la yanqui parece una niña con ese casquete gracioso de paje veneciano. ¡Qué pedazo de mujer!… Buenos días, señora.
Saludó sin detener el paso, con una reverencia que juzgaba graciosa, «la reverencia de peluca blanca y tacones rojos», según el la titulaba, y vio por un instante unos ojos irónicos y una boca bermeja que contestaban a su saludo.
–Otro que fuese inmodesto—siguió murmurando Maltrana—llegaría a tener sus pretensiones sobre esta señora. No puede verme sin reírse… Así empiezan, según opinión general, las grandes pasiones; y el amigo Ojeda, si no estuviese ciego, como todos los enamorados, debería mirarme con cuidado… Pero dejémonos de pompas y vanidades y atendamos a nuestros amigos. Allí viene uno… Buenos días, monsieur.
Se cruzó con el hombre «fúnebre y misterioso», su vecino de camarote, vestido de luto como siempre y con el rostro cuidadosamente afeitado. Apenas dobló su digna tiesura con una ligera inclinación de cabeza. Luego envolvió a Maltrana en una ojeada fugaz de sus pupilas azules y duras, y siguió adelante, contestando con voz seca: «Bonjour, monsieur».
Rio Isidro, mientras el otro se alejaba como ofendido por el saludo.
–El amigo Sherlock Holmes está enfadado. Se acuerda todavía de la broma de la otra noche. ¡Mal corazón!… ¡Como si todos estuviésemos obligados a vivir tristes y vestidos de luto, como él!… ¿Qué hará en este momento la princesa que guarda encerrada en el camarote?… ¡Y no haber descubierto yo todavía este misterio! ¡Qué vergüenza!
Cesó de pensar en el hombre negro y su incógnita cautiva al volver a la banda de estribor. Dos parejas permanecían inmóviles, en íntima conversación, entre los pasajeros que caminaban por este lado del buque siguiendo su marcha matinal. En último término, hacia la proa, Ojeda y Mrs. Power continuaban acodados en la barandilla. En el extremo opuesto, o sea cerca de Isidro, estaba de pie Manzanares al lado de un sillón de junco con almohadones bordados, en el que aparecía casi tendida una mujer rubia, con un brazo caído y un volumen en la mano. Los ojos del comerciante fijábanse con avidez en la nuca perfumada por las matinales abluciones y todas las blancuras inmediatas revelarlas por la entreabierta penumbra de la blusa. De aquí saltaba su mirada a las redondeces de las piernas, envueltas en calada seda, emergiendo entre el follaje sedoso de las faltas.
Maltrana se acercó a él como si hubiese olvidado la escena de poco antes.
–Aquí le quería pillar, calaverón, tenorio de la calle Alsina… De seguro que está usted declarando su amor a esta señorita, en estilo de factura.
Visiblemente irritado Manzanares por la burlona intervención, se apresuró, sin embargo, a contestar, temiendo que Isidro persistiese en sus bromas.
–No señor; hablábamos de cosas serias, de cosas de allá. La señorita deseaba conocer mi opinión sobre la próxima cosecha.
¡Ah, la cosecha!… Maltrana sonrió al recordar que la próxima cosecha en la República Argentina era el principal motivo de conversación para una gran parte de los que iban en el buque, y un pretexto de continua consulta para aquella francesa rubia, que figuraba en el registro del buque como viajante en modas y sombreros, profesión que hacía torcer el gesto a muchos maliciosamente.
También a él le había hecho la misma consulta mademoiselle Marcela la primera vez que se había aproximado a su sillón, atraído por la novedad de su habla castellana incrustada de palabras francesas e italianismos del léxico popular de Buenos Aires.
Era este viaje el quinto que emprendía a las riberas del Plata, y mostraba una pericia de navegadora trasatlántica en su amabilidad con el personal del buque que mejor podía servirla, en la reserva discreta con que se mantenía aparte de los pasajeros de una clase social superior—especialmente de las señoras, modo seguro de evitarse desprecios y malas palabras—, y en su acierto al escoger su lugar en la cubierta, colocando el mismo sillón de junco, las almohadas y las mantas que le habían acompañado en anteriores viajes. «Yo voy a Buenos Aires casi todos los años—había dicho al curioso Maltrana para cortar sus preguntas insidiosas—. Es mi negocio; viajo por una gran casa de sombreros.» Maltrana, malicioso e incrédulo, pensaba que la hermosa viajera comercial no debía llevar con ella otras muestras que los propios sombreros, un poco fatigados. Para economizar su uso, defendía los postizos de su cabeza rubia con una variedad de gasas de colores adquiridas en los montones de los grandes almacenes de París. Al saber que Isidro iba como ella a la Argentina, le había preguntado por la próxima cosecha, creyéndolo un propietario de aquel país.
Después, con las frecuentes conversaciones, se había establecido entre ellos cierta intimidad. ¡El dinero! ¡Lo que costaba de ganar y lo necesario que era para la vida!… Y la «bella sombrerera», como la llamaba Isidro socarronamente, entornaba los ojos hablando de los sacrificios que impone el negocio; de lo triste que era abandonar su pisito de la Avenida de Ternes, donde todo estaba en orden y a punto para las necesidades de la vida, con el cuidado de una mujer que sabe dar valor a los pequeños objetos y colocarlos en su sitio. Hablaba con ternura infantil de Chifón, un gato obeso y lustroso, y de dos canarios que había confiado a la portera. Otras veces recordaba melancólicamente al «buen amigo» que vagaría por el bulevar esperando su regreso, un joven verdaderamente chic, aunque pobre, con el que estaba en relaciones hacía algunos años. ¡Y las amigas! ¡Y los teatros! ¡Y había que abandonarlo todo por… el negocio! «La vida es triste, decididamente triste.»
Cuando Isidro, que no podía aproximarse a una hembra deseable sin iniciar un intento de posesión, creyó de su deber mostrarse amoroso de Marcela, ésta acogió sus palabras con cierta severidad… ¡Un hombre que iba al Nuevo Mundo en busca de fortuna pensar en fruslerías amorosas que podían quitarle el tiempo necesario para los negocios! La vida es seria, y hay que aprovechar la juventud para asegurarse un porvenir. Luego, cuando se cuenta con el apoyo de los ahorros, puede uno permitirse alguna locura… ¿No sufría ella igualmente por culpa del negocio, teniendo que hacer sus viajes a América siempre que las amigas de allá le escribían que la cosecha era buena y el dinero iba a circular en abundancia?… En todos los puertos llenaba tarjetas postales con frases de intenso amor aprendidas en las comedias. No podía leer seguidamente unas cuantas páginas de aquel volumen amarillo de tres francos cincuenta, pues se escapaba de su brazo caído o quedaba olvidado sobre el sillón. Pensaba en el «buen amigo», el hombre chic y sin recursos, que dejaba por algún tiempo. Se había hecho retratar numerosas veces por un camarero de a bordo que explotaba la instantánea, y estas hojas de papel saldrían camino de París en la primera escala que hiciese el buque, representándola de pie y mirando el mar con aspecto melancólico, o tendida en el sillón con el rostro apoyado en una mano y ojos «de ensueño», haciendo crochet, leyendo… pero siempre pensando en él.
–Yo tengo mi beguin—continuaba ella, en su lenguaje políglota—. Pero hay que ser seria, ¿no? y pensar en la plata para los viejos días. ¡Si fuese una a hacer caso de todos los que dicen ser enamorados! Macanas, che, créame a mí… Además, usted es pobre, y yo no comprendo a un hombre pobre; no tiene significación para mí; no sé qué pueda ser eso. Conozco a muchos que no tienen un sous y resultan simpáticos; pero los trato como camaradas nada más. Gastón, mi amigo, se arruinó, y aunque ahora está en la puré, volverá a tener plata cuando mueran sus tías… No ponga esa cara de cabotin enamorado; no me conmoverá niente. Soy vieja para creer en eso. ¡A me con la pigolita!…
Y para amostrar su incredulidad de negocianta de amor sorda a todos los gestos, palabras y juramentos de los parroquianos, repetía con delectación la frase criolla, final obligado de todos sus discursos: «¡A mí con la piolita!».
No era Maltrana el único que se había aproximado queriendo perturbar con diabólicas propuestas su tranquilidad de argonauta reflexiva y prudente, aquel quietismo monacal de plácidas digestiones y largas siestas, que era para ella el encanto más grande de las travesías oceánicas. Sus ojos de un azul claro, su cabellera rubia cenicienta, su carne blanca, jugosa y de ligeros tonos amarillos semejante a la fresca pulpa de un melón, parecían valorizarse con nuevos encantos así como transcurrían los días. A cada singladura los paseantes desfilaban con más lentitud ante su sillón, echando miradas de través. Aumentaba el número de los señores graves que permanecían de pie cerca de ella contemplando el mar con aire pensativo, mientras de sus labios fingidamente inmóviles dejaban caer proposiciones con acompañamiento de cifras.
Marcela ya no hablaba con Isidro de la gran casa de París que le había confiado su representación. Parecía olvidada de los sombreros, pero seguía aplicando a su verdadera industria una meticulosa prudencia comercial. ¡Los hombres!… Los unificaba en su pensamiento, viéndolos con idéntica contracción de espasmo lúgubre y el mismo ronquido de agonía, eternos gestos con los que terminaba para ella indefectiblemente toda intimidad. Creía de buena fe, con un escepticismo de profesional fatigada, que todos habían venido al mundo sólo para esto y eran incapaces de experimentar otros deseos.
–En todos los viajes es lo mismo, mon cher. Así como nos acercamos al Ecuador, los hombres se ponen locos y hay que sacudírselos como moscas. Y yo, ¡por nada del mundo!… ¡Aunque me ofrezcan mil! ¡aunque me ofrezcan dos mil! Aquí todo se sabe, y aunque no se supiese, es lo mismo. Después, cuando llegamos a Buenos Aires, se dan importancia por las bondades que una ha podido tener en el buque con ellos, y lo cuentan, y es inútil que se traigan buenas toilettes de París y que una mujer se presente bien. Se pierde importancia, se desvaloriza, como dicen allá, y los amigos que esperan con interés vuelven de pronto la espalda… ¡La novedad! ¡El ser de uno nada más, para que pueda darse importancia y sus amigos le tengan envidia! Usted no sabe lo que en América se paga esto, mon cher. Vale tanto como un vestido chic y mucho más que la hermosura… No; aquí, en el buque, nada. Lo repito: aunque me diesen dos mil; aunque me diesen tres mil…
Admiraba Maltrana la facilidad con que esta joven repetía entre muecas de desprecio las cifras de miles y miles, ella que, semanas antes, en su pisito de la Avenida de Ternes llevaría indudablemente la cuenta del gasto diario con el esmero de una mujer ordenada, aunque de mala vida, que desea hacer ahorros para la vejez. Era la influencia del medio, la marcha hacia el país de la esperanza, que trastornaba diariamente en todos los cerebros las tímidas y estrechas apreciaciones del viejo mundo.
En el buque se hablaba a todas horas de cientos de miles de pesos, de campos de leguas y leguas, de terrenos cuyo valor podía centuplicarse en un sólo día. El franco y los céntimos trabajosamente ahorrados quedaban atrás de la popa, se perdían en el horizonte como algo vergonzoso que convenía olvidar. Eran el ensueño y la miseria de una humanidad anterior que afortunadamente no volvería a existir.
–Hay que ser prudente—repitió Marcela—; piense usted en el negocio y no pierda el tiempo en amores. Los que nacemos pobres no debemos permitirnos estas tonterías. Ya se ratraperá usted cuando sea viejo y rico. Entonces se dará el gusto de arruinarse por alguna muchacha que pueda ser su nieta… Y si ahora tiene usted verdadera necesidad de amor, no pierda el tiempo con nosotras: busque entre las personas «bien» que vienen en el buque. Ninguna de nosotras se atrevería a demostrarse como esa señorita alta, del pelo cortado. Al final del viaje va a resultar que somos las más juiciosas de a bordo.
Era notable la ponderación de esta muchacha que administraba su sexo con el mismo tino de un comerciante que sabe ofrecer o retirar el género a tiempo para mantener su valor.
–La cosecha es magnífica—dijo Isidro aquella mañana, apoyándose en un hombro de Manzanares—. No se preocupe, mademoiselle. Todas en el buque dicen lo mismo. Los Bancos no restringirán los créditos, todo el que pida dinero lo tendrá; y marcharán los negocios, y se vivirá bien, «en el mejor de los mundos»… Pero aunque un accidente inesperado diese al traste con esa cosecha que tanto le interesa, usted no debe afligirse. Aquí tiene a monsieur Manzanares, hombre generoso, que, según parece, está enamorado de usted y se dará por contento si puede hacer su felicidad.
–El señor—dijo Marcela sonriendo—ya sabe que en el buque no acepto nada.
–Bueno; pues será en tierra. Y de seguro que está deseando llegar a Buenos Aires cuanto antes, para poner a sus pies todas las blondas y puntillas de su establecimiento.
Manzanares, con el rostro verdoso y una sonrisa feroz, tartajeaba su protesta.
–¡Pero a usted quién le mete!… ¡Usted qué sabe!
Y tomando pretexto de la llegada de otras francesas que se sentaban junto a Marcela y la saludaron con un «¡bonjour!» malicioso al verla tan acompañada, el comerciante intentó retirarse.
–Espérese, amigo—dijo Isidro—; yo también me voy. Estas señoritas tendrán que hablar entre ellas de sus asuntos.
Señalaba a dos compañeras de Marcela que arreglaban sus sillones para tenderse en ellos, fatigadas sin duda de la ascensión desde los camarotes a la cubierta. La de más edad era alta, gruesa, con el pelo teñido de un rojo de llama y las carnes algo flácidas. Sus ojos verdes tenían un brillo imperioso; sus movimientos eran resueltos y varoniles. Ejercía una autoridad indiscutida en aquella parte del buque donde se reunían sus compañeras, y que las graves damas de a bordo llamaban en voz baja «el rincón de las cocotas». Las amigas la oían como un oráculo cuando solicitaban el apoyo de su experiencia. Todas ellas conocían sus viajes por gran parte del globo, sus audaces travesías en el corazón de América como artista cantante. Su vida era una verdadera novela folletinesca, con encuentros de fieras y de bandidos. Y no obstante su pasado enérgico, permanecía horas enteras en el sillón, anonadada por una fatiga sin causa. Descender al camarote era empresa que le hacía reflexionar largamente, acabando por pedir que la sustituyese una de sus amigas.
La compañera era una jovencita de ojos claros y virginales, encogida y tímida algunas veces y otras con audacias de colegiala revoltosa. En el buque llevaba siempre la cabeza al descubierto, libre de velos y sombreros, dejando que flotase su tupida cabellera, de un rubio obscuro, suavemente ondulada. Mostrábase orgullosa de que «todo fuese suyo». Estaba satisfecha de su juventud, que ignoraba el adorno de los falsos cabellos, y de su piel sana, que no conocía el arrebol del colorete.
Maltrana las saludó a las dos como amigo antiguo.
–Buenos días, mademoiselle Ernestina. Soy, como siempre, el más ferviente admirador de su hermosa cabellera… Mis respetuosos homenajes, madame Berta. Saludo el heroísmo majestuoso de la vieja guardia.
Y sin prestar atención a la palabra risueña pero un tanto fuerte con que la exuberante madama contestaba a su saludo, Isidro se apresuró a huir tras de Manzanares, que se había despegado del grupo.
Empezaba el concierto matinal en la terraza del café. Circulaban los camareros con grandes bandejas cargadas de sándwichs y tazas de caldo. La música parecía extraer racimos humanos de las puertas, escotillas y escaleras. Isidro comparaba el buque con un mueble viejo: bastaba que las vibraciones de los instrumentos de metal lo conmoviesen, para que al momento surgieran las gentes de todos sus poros y orificios como rosarios de parásitos. Varias señoras de las más encopetadas pasaron ante él sin volver la cabeza, desconociéndolo al verle en tan mala compañía.
«Estas matronas tan dignas—pensó él—me van a tomar ojeriza si me encuentran mucho aquí. Huyamos; hay que conservar las buenas relaciones.»
Junto a la puerta del café detuvo a Manzanares.
–Es inútil su empeño—le dijo—. Pierde usted el tiempo. Sé bien lo que le han contestado: «En tierra veremos; aquí, ni por dos mil, ni por tres mil…».
–Déjeme tranquilo; no me… jorobe—rugió el comerciante—. No se ocupe más de mí.
Y separándose con un rudo tirón, se metió en el café en busca de sus amigos.
Maltrana se detuvo en la puerta. No osaba meterse en la penumbra de este salón obscuro y humoso durante el día, y que sólo al llegar la noche hacía resaltar la gloria de sus dorados, de sus escudos policromos y de sus vidrieras de colores bajo guirnaldas de luces eléctricas. Las mesas inmediatas a las ventanas ya estaban ocupadas a aquella hora por los sempiternos jugadores de poker. Isidro los contempló con un desprecio admirativo. Empezaban su tarea diaria, que había de concluir pasada media noche, sin más intervalos que los de las comidas.
«¡Qué gentes!—pensó—. Hacen el viaje sin saber dónde están, sin haber echado una mirada al mar. En el comedor comentan entre bocado y bocado los incidentes del juego. Tomaron los naipes a la salida de Boulogne o de Lisboa, y cuando lleguemos al río de la Plata habrá que gritarles: «Ya hemos llegado; ya estamos en Buenos Aires». Y es posible que aún contesten: «Un momento; aguarden para atracar a que concluyamos la última partida…». ¡Y eche usted copas! ¡Y traiga usted cigarros! ¡Y las más admirables de las señoras, que viven codo con codo entre ellos, juntando su rodilla con la del camarada de enfrente, tragando humo y mirando las cartas con ojos de bruja hambrienta!…»
Huyó de allí, volviendo al paseo, donde se encontró con Fernando, que caminaba solo. Isidro vio reflejarse en sus ojos una alegría interior.
–Marchan bien los negocios, según parece. La conferencia de esta mañana ha dado buen resultado… Caminemos un poco… cuénteme usted.
Pero Ojeda, para desviar la conversación, evitando la solicitada confidencia, aminoró el paso y dio con el codo a su amigo.
–Contemple usted y admire, Isidro. Ahí tiene a uno de los grandes sacerdores del culto amarillo, que se prepara a oficiar.
Señalaba con los ojos al banquero, majestuosamente arrellanado en su sillón, con una rica piel junto a los pies a pesar del calor. La amplia barba de un rojo obscuro descendía hasta el mamotreto que tenía en sus manos, extendiendo el serpenteo de los pelos entre las columnas de cifras escritas a máquina. En una silla inmediata estaban apilados con irregularidad otros legajos, a los que llevaba la mano de vez en cuando para hacer compulsas. Junto a él, su esposa, vestida de blanco con gran profusión de blondas de precio, hacía saltar entre los dedos su inseparable ristra de perlas con gesto de aburrimiento. Al pasar los dos amigos ante ella, sus ojos vagos parecieron concentrarse en Fernando con una mirada breve, pero vehemente y curiosa. El banquero daba órdenes a su secretario para que buscase un nuevo legajo en las diversas piezas que componían su departamento de lujo.
–¿Se ha fijado, Isidro, en los títulos de esos mamotretos?—dijo Ojeda al alejarse unos cuantos pasos—. Proyectos de ferrocarriles, obras de salubridad para ciudades, desecación de terrenos, aguas corrientes, tranvías… Ese señor lleva con él toda una civilización. Y todo es para el Brasil: los más de sus negocios están en San Pablo, a juzgar por los rótulos.
–Lo que yo he visto—contestó Maltrana—es la mirada de la señora del collar. Parece que se aburre al lado de tantos papelotes, y creo que mejor preferiría encontrarse al lado de usted charlando como la yanqui. ¡Ah, las mujeres! ¡su deseo de imitación! ¡su rivalidad instintiva! Esa señora no le vio en los primeros días, no existía usted para ella. Pero desde que anda con Mrs. Power acodándose en la borda, ella y muchas otras, cada día más excitadas por la monotonía de la navegación, empiezan a encontrarlo un poco interesante… No es gran cosa, lo reconozco: algo jamona y blanducha… y con ese perfil de pájaro… y esa nariz que no acaba nunca. Debe ser de Oriente: judía, turca, ¡qué sé yo!… Pero una señora que tiene esas perlas merece siempre atención. Debía usted hacerme amigo de ellos. No se tratan con nadie en el buque. Los dos se mantienen aparte, encastillados en su importancia.
Pero Ojeda sonrió, encogiendo los hombros, y dijo malignamente, para irritar a su amigo:
–Si yo fuese brasileño, temblaría sólo al ver los baluartes de legajos que trae ese buen señor. Dentro de pocos años, si le dejan, se habrá comido San Pablo y todos los otros santos que encuentre a mano, las plantaciones de café y hasta el último de los negros. Estos conquistadores europeos son de un estómago insaciable.
–Fernando, no barbarice—dijo Maltrana poniéndose serio—. No sea reaccionario, no sea poeta. Ese hombre se comerá lo que quiera, y hará muy bien si es que le dejan, pues tales son las leyes de la vida; pero va a prestar a la civilización un gran servicio. Hombres como él son los que han hecho la América que nos atrae y los que la harán todavía más grande. Figúrese usted cuando haya convertido en realidades todas las grandes obras que lleva en sus papeles… ¡Qué importa que abuse en cuanto a la recompensa! Sea él quien sea y salgan de dónde salgan los millones que ponga en línea de combate, es un representante del santo capital, un sacerdote, como usted dice, de mi religión, y yo lo venero… ¡Lástima grande que se muestre tan gran señor y sólo me conteste con una mirada fría de sus lentes de concha y un gruñido de mala educación cada vez que intento hablar con él del buen tiempo y de la felicidad del viaje!…
Acababan de doblar la curva del paseo en la parte de proa, y toda la calle de estribor se ofreció ante sus ojos. Maltrana se detuvo, viendo los sillones despegados de la pared y esparcidos hasta obstruir el paso. Eran señoras las que los ocupaban, sólo señoras, y algunos transeúntes retrocedían, no queriendo continuar su marcha a través de estos grupos femeniles que tomaban la cubierta como algo propio, sin importarles dificultar la circulación.
–Mire usted, Ojeda. Ya se está reuniendo «el banco de los pingüinos».
Y ante el gesto de extrañeza de su acompañante, dio una explicación. Este mote de «pingüinos» no era de su cosecha. ¡Que le librase Dios de tamaño atrevimiento!… Los «pingüinos» eran las señoras más notables de a bordo, matronas argentinas que al no poder ocupar el trasatlántico entero, lo mismo que un yate propio, se habían concentrado en esta parte del buque como asustadas y ofendidas del contacto con los demás. Era un muchacho argentino, que regresaba a su tierra después de varios años de vida en París, el inventor de este apodo un día que hablando con Maltrana se lamentaba del carácter de sus compatriotas, tachándolas de hurañas y poco sociables.
–Mire usted a nuestras mujeres, y aprenda, galleguismo—había dicho—. Se han refugiado en un extremo del buque aislándose de las demás gentes. Se mantienen con los codos apretados para que nadie pueda entrar en su grupo. Recuerdan a los pingüinos del Polo Sur, esos pájaros bobos que sólo pueden vivir ala con ala formando filas en las aristas de las rocas.
Y desde entonces, la gente joven, en sus tertulias del fumadero, llamaba «el rincón de los pingüinos» a esta parte del buque donde pasaban el día aisladas del resto del pasaje sus madres, sus hermanas y las respetables amigas de sus familias. Este «rincón de los pingüinos» era mirado poco a poco con cierto respeto, hasta convertirse, algunos días después, en un lugar envidiable. Los paseantes se abstenían de dar la vuelta en redondo a la cubierta y volvían sobre sus pasos para no turbar las conversaciones de las damas. Sólo algún gringo despreocupado o de egoísmo insolente pasaba sobre sus gruesos zapatos por entre los sillones, sin darse la pena de entender el significado de las miradas furiosas que despertaba su atrevida presencia.
Tácitamente, en virtud de un obscuro instinto de todos los pasajeros, se había efectuado en la cubierta una gran división de clases. El costado de estribor era el de la plebe sin valía social, el de los viajeros sin nombre y las pasajeras de vida sospechosa. En este lado, a partir del fumadero, se encontraba «el rincón de las cocotas»; luego, «la sección cómica», o sea, los numerosos sillones de los cantantes masculinos y femeninos de la compañía de opereta; «la gallegada», donde se juntaban los españoles; y el grupo de «la gringada», mucho más numeroso, compuesto de comisionistas alemanes que pensaban penetrar con su muestrario hasta el corazón de América; relojeros suizos, de aspecto bonancible, pero prontos a irritarse con una cólera fría que tardaba mucho en disolverse; pequeños negociantes británicos; agricultores escandinavos establecidos en el extremo Sur; rubias alemanas que iban en busca de sus maridos, y los ganaderos norteamericanos, que al caer la tarde estaban ya medio ebrios. El banquero de la barba roja y sus voluminosos legajos, la esposa y su collar de perlas y el secretario siempre con un cuello de camisa alto y brillante, manteníanse en este lado de estribor entre la gente insignificante, para demostrar con su indiferencia ostentosa que estaban muy por encima de todas las divisiones sociales que se implantasen en el buque.
–Fíjese en el respeto que infunden los «pingüinos»—dijo Maltrana—. Las coristas de opereta pasean cogidas del talle por casi toda la cubierta, riendo, empujándose, mirando a los hombres; pero al dar la vuelta a la parte de proa y llegar adonde estamos, encuentran a nuestras damas haciendo labores de gancho con una majestad de reinas, leyendo Fémina o conversando sobre los méritos y relaciones de sus respectivas familias, e inmediatamente retroceden cerrando el pico. Ninguna tiene valor para deslizarse ante el imponente areópago. La otra noche le propuse por medio de intérprete a una de esas rubias que pasásemos juntos ante los «pingüinos», creyendo enorgullecerla con este sacrificio y que me lo gratificase después. Pero la pobrecita casi palideció de miedo: «Nein… nein», como si le hubiese propuesto echarnos de cabeza al mar.
De la sociedad modesta de estribor, las únicas que pasaban por allí eran doña Zobeida y Conchita. La buena dama de Salta saludaba a las «porteñas» con su aire señoril y bondadoso, a estilo antiguo, y seguía adelante sin permitirse mayores intimidades. Ni aquellas grandes señoras deseaban su amistad, ni ella necesitaba de su apoyo. Las más viejas contestaban a este saludo con cierta simpatía, como si adivinasen en ella algo heredado y común que se iba perdiendo en sus propias personas. Las jóvenes miraban con extrañeza a «la buena mujer», acogiendo sus sonrisas como si fuesen de una antigua criada familiar.
Conchita era menos bondadosa, y pasaba con manifiesta hostilidad entre los grupos que obstruían este pedazo de cubierta perteneciente a todos. Las damas vestidas por los grandes modistos de París tenían miradas de burlona conmiseración para sus trajes de gusto madrileño y manufactura casera. Pero ella erguía la pequeña estatura de maja goyesca, unía los codos al talle y pasaba adelante moviendo las caderas, mirando con sus ojillos punzantes a las favorecidas de la fortuna. Su andar y su gesto parecían decir: «¿Y a mí qué?… ¿Y a mí qué?…».
Cerca de este grupo majestuoso, y buscando su contacto, estaban otras damas, a las que llamaba Maltrana «aspirantes a pingüinos». Eran la esposa y las niñas de Goycochea el español, la señora del millonario italiano, cuyo collar de perlas rivalizaba en valor y continuas exhibiciones con el de la mujer del banquero, sus hijas, la institutriz inglesa y toda la familia de la Boca que traía a su costa a Monseñor.
–Vea, Fernando, con qué aire de sonriente humildad acogen esas señoras cualquiera palabra de los «pingüinos». Son más ricas tal vez que las otras, pueden permitirse mayores lujos, pero no pasan de ser «gente mediana», y las otras son «gente bien», como ellas dicen. Sus maridos, gallegos o gringos, han hecho fortuna como la hicieron los padres o los abuelos de las otras, procedentes también de Europa. No hay entre ellas más diferencia que una generación o dos de vida americana. El origen casi es el mismo. ¡Pero lo que representa socialmente esa diferencia!…
Ojeda asintió, recordando la época de su vida pasada en Buenos Aires como secretario de Legación.
–Ríase usted, Isidro, de las castas sociales de Europa. Allá, casi todos somos unos; la educación y la inteligencia nivelan a las gentes. Pero en estos países democráticos, los ricos de ayer necesitan aislarse, para que los demás crean en su importancia. Además, la continua afluencia de aventureros les obliga a defenderse con un estrecho tacto de codos. La «gente bien» son los que tuvieron en Buenos Aires un bisabuelo tendero poco antes de la Independencia, que vendía pañuelos rojos a los indios, paquetes de mate a los blancos, y compraba esclavos negros para revenderlos en el interior. Todas las mejores familias se enorgullecían de poseer un tenducho abierto, gran riqueza para aquellos tiempos de parvedad. Después, el abuelo se disfrazó de gaucho, sin serlo, para dar gusto al dictador Rosas, y tomó su mate teniendo por sillón un cráneo de caballo. Otro abuelo copió a los románticos franceses en su traje, su peinado y su énfasis, peleando en los muros de Montevideo contra el tirano y disparándole odas y folletos en los momentos de reposo. Además, tuvo que vivir ojo alerta para que el tal déspota no le echase la garra e interrumpiese sus entusiasmos literarios haciéndolo degollar con un cuchillo mellado… Luego, el padre fue el primero que realmente tuvo plata, y empezó a montar la casa y la familia en su rango actual. Creyó en Mitre y peleó por él… Pero la carne ya no se abandonaba en la Pampa como una cosa sin precio, y en vez de fabricar odas se dedicó a cercar con alambre leguas y leguas de tierra, haciéndolas suyas, y a poner la marca propia en los ganados sin dueño…