Kitabı oku: «Los argonautas», sayfa 3
–No quiero oírte—decía tapándose los oídos—. ¡Calla, por Dios! Me repugnas cuando recuerdo esas cosas… Acabaré por no quererte.
En sus viajes la acometían repentinos celos cada vez que Fernando miraba a una viajera de buena presencia. Luego fue él quien se sorprendió, preguntando con sorda irritación para desentrañar los misterios del pasado. ¿Qué existencia había sido la de Teri antes de que ellos se conociesen? ¿Por qué murmuraban tanto de su vida en aquella corte septentrional? ¿Por qué se había separado de su marido?… Debía hablar sin miedo; él lo aceptaba todo por adelantado: no había sido en su tiempo.
Pero Teri movía la cabeza negativamente, con una tenacidad reflexiva en el gesto y unos ojos de misterio, como mujer que sabe que en amor las confesiones francas no se olvidan ni se perdonan.
–Todo mentiras… calumnias. Nada tengo que contarte. Olvida eso; no te atormentes… No hubo nada; y aunque algo hubiese… ¡yo no te conocía entonces, no te conocía!
Y con esta exclamación cerraba y justificaba todo su pasado.
Ella miraba a Fernando como algo propio que le pertenecía para siempre. Más de una vez había protestado en los hoteles de la facilidad con que daban alojamiento a ciertas aventureras, con grave peligro de la paz matrimonial. A fuerza de titularse «Madame Ojeda» había olvidado su verdadera situación, y se indignaba, con todo el fervor que inspira el derecho de propiedad, sólo al pensar que alguna mujer pudiera arrebatarle «su marido».
Cuando fatigados de tantos viajes recalaban en Madrid y vivían separados por algún tiempo, él en casa de su hermana, ella con una tía a la que consideraba como una segunda madre, esta separación parecía enardecer sus celos. Al verse Teri por las tardes en el cerrado dormitorio, adonde llegaba suave y quejumbroso el sonido de «la campana de don Miguel», tenía de pronto exabruptos coléricos.
–Ya vives en tu Madrid, donde has hecho tantas picardías… ¡A saber si estarás engañándome con alguna, grandísimo ladrón!
Después de estas explosiones de ira se apelotonaba contra él, humilde y tímida.
–Es porque tengo miedo de perderte, de que otra me quite a mi hombre. Quisiera asegurarte para siempre, tenerte atado de una patita como un jilguero. Di: si nos casáramos, ¡qué tranquilidad!… Tú que sabes tanto, contesta: ¿llegaremos a casarnos alguna vez?…
También Fernando, que durante los primeros meses sólo veía en María Teresa una conquista más, una mujer elegante y hermosa que halagaba su masculina vanidad, sufría de pronto iguales cóleras. Él, que al principio no deseaba saber y olvidaba voluntariamente el pasado con todas las vaguedades calumniosas que había oído acerca de Teri, sentíase poseído de pronto por una curiosidad dolorosa y malsana, un deseo de gozar cruelmente haciéndose daño, y aprovechaba los momentos de abandono para hacerla hablar, queriendo conocer sus amores antiguos.
–¡Cuando te digo que no he tenido ninguno!…—protestaba ella—. Créeme: tú has sido el primero y serás el último.
Ponía en sus ojos el asombro ingenuo y en su voz la infantil humildad de la mujer que necesita ser creída… Ojeda también necesitaba creer. ¡Para qué fatigarse en esta cacería del pasado! Y con repentina confianza, deseaba lo mismo que su amante, un casamiento que consolidaría su felicidad.
El egoísmo del amor estallaba en María Teresa con deseos crueles.
–¡Ay, cuándo se morirá Joaquín!… ¡Para lo que sirve en el mundo!
Joaquín era el marido, y ella, por informes de sus amigos o por las cortas entrevistas que tenía con el viejo al volver a España, calculaba las probabilidades de su muerte.
–Está peor; casi chochea. Esto va a terminar de un momento a otro.
La sensible María Teresa, que se apiadaba de los perros abandonados en la calle y reñía con los cocheros cuando levantaban el látigo sobre las bestias, hablaba fríamente de la muerte, como si únicamente tuviera entrañas para su amor y el resto del mundo careciese de interés. Ojeda la escuchaba con cierto remordimiento. ¡Desear la muerte de un pobre señor que no les había hecho daño alguno y al que inferían desde lejos diariamente un sinnúmero de misteriosas ofensas! ¡Qué cobardía!… Pero el egoísmo amoroso acabó por despertar en él igualmente, con una crueldad implacable. Aquel viejo estúpido, por el privilegio de su riqueza, la había poseído el primero, había paladeado las mismas dichas que él pero con el encanto de la novedad. Bien podía morirse… ¡Que se muera!
Y se murió de pronto, mientras ellos estaban muy lejos; y al regresar a Madrid a toda prisa, aturdidos por la feliz noticia, les salió al encuentro algo que no habían conocido hasta entonces: el valor del dinero, lo difícil que es echarle la mano encima cuando se empeña en huir, la necesidad material y prosaica sobre la que descansan todas las ilusiones y deseos de la vida.
Don Joaquín se había ido del mundo sin dejar a su mujer otra renta que una pensión del gobierno como viuda de ministro plenipotenciario: un poco más de lo que ella pagaba a su doncella en París. Una parte de su fortuna procedía de la primera esposa y pasaba a los hijos; la otra parte, que era considerable, aparecía donada en vida a los mismos hijos, que habían vuelto a su gracia en los últimos años.
La primera idea de la impetuosa María Teresa fue comprar un revólver e ir matando por turno a los hijos y las hijas de su marido, a más de yernos y nueras, sin perdonar a los nietos. ¡Raza maldita! ¡Ladrones! ¿Y para esto había sacrificado los primeros años de su juventud a un viejo tonto, renunciando al amor?… Pero no; él era bueno y la quería. Muchas veces le había asegurado que dejaba las cosas bien arregladas para después de su muerte. Eran los otros, que intentaban robarla… Y desistiendo de la compra del revólver, se lanzó en las aventuras de un pleito con el fervor apasionado que despiertan en algunas mujeres los incidentes, embrollos y peleas de todo litigio. Ella demostraría que la familia de su marido había abusado de la flojedad mental de éste en los últimos meses, para despojarla con documentos falsos.
Fernando acogió el contratiempo con frialdad. En el fondo de su ánimo le había repugnado siempre que el dinero del viejo entrase en su casa al unirse él legalmente con María Teresa.
–No te apures; tal vez sea mejor así. Cuenta sólo conmigo. Yo trabajaré si es preciso.
Pero también a él le aguardaba otra sorpresa por boca de su cuñado, hombre de orden que hacía algún tiempo deseaba rendirle cuentas. Varias hipotecas pesaban sobre sus bienes desde la época en que Fernando llevaba una vida alegre, y a esto había que añadir las fuertes cantidades que adeudaba a la familia. Los viajes con Teri habían devorado mucho dinero. Ojeda quedó perplejo, como si despertase ante el montón de papeles que le presentaba el ingeniero, y lo repelió con gesto de gran señor. Nada adelantaba con examinarlos; lo que decía su cuñado debía ser cierto. El pobre hombre se excusó con humildad. Había tardado en hablar, por miedo a que Fernando se disgustase; él estaba dispuesto a todos los sacrificios; pero tenía dos hijos, Lola andaba en trámites para darle el tercero, y temía sus protestas de mujer ordenada y económica que no quiere dejarse arruinar por un hermano. El ingeniero tenía un proyecto… ¿Por qué no se casaba con una mujer rica? ¡Con su figura y su nombre! ¡Un Ojeda!… Él sabía mejor que nadie lo que representaba este apellido.
–No; prefiero trabajar. Yo saldré adelante.
Y vendiendo bienes para reunir fondos, Fernando se lanzó en los negocios con una ceguera que no admitía consejos. Además, jugó fuerte en el club hasta la madrugada, en busca de fugitivas ganancias. ¡Ay, su amor!, ¡su pobre amor humillado y envilecido por las preocupaciones del dinero!… ¡Adiós las inconsciencias del pájaro errante, el desprecio por las previsiones del mañana!… Sus besos tenían muchas veces el crispamiento de caricias desesperadas; quedábanse de pronto absortos los dos y tenían miedo de preguntarse en qué pensaban. Algunas tardes, en el desorden del lecho, el tañido de «la campana de don Miguel» sorprendía a Ojeda hablando seriamente de un gran negocio, de una combinación con amigos del club, indiferente y frío ante la carne adorada que no podía contemplar en otros tiempos sin cubrirla de fogosas caricias.
Ella, por su parte, hablaba del pleito, la gran empresa de su vida, con todas las vehemencias del interés material y del odio. Pasaban por su boca adorable palabras curialescas, términos del procedimiento, aprendidos con pronta asimilación en sus conferencias con los abogados. El triunfo era seguro, pero habría que esperar un poco. Y mientras tanto, su exterior señoril iba sufriendo una transformación, que no se escapaba a los ojos de Fernando. Transcurrían meses y meses sin que algo fresco viniera a adornar su belleza, ávida en otra época de costosas novedades. Al sucederse las estaciones reaparecían los mismos vestidos del año anterior, hábilmente retocados. Su guardarropa de París podía sacarla de apuros por mucho tiempo. Hablaba con entusiasmo de pobres costurerillas de Madrid que, bajo sus indicaciones, hacían prodigios en el arreglo de ropas y sombreros. Las joyas vistosas, primeros regalos con que el marido había domado sus esquiveces de jovenzuela, sólo se mostraban de tarde en tarde, después de misteriosos cautiverios en poder de prestamistas. Algunas habían desaparecido para siempre.
María Teresa hacía elogios de la generosidad de su tía. Ella se ocupaba de su mantenimiento y sus diversiones, orgullosa de ostentarla a su lado en teatros y fiestas. Era capaz de darle toda su fortuna: pero tenía hijas, y éstas batallaban a todas horas contra la influencia de su prima.
A veces, con una timidez ruborosa y huyendo la vista, preguntaba a Ojeda por el estado de sus negocios. «¡Si tuvieras un dinero que necesito!»…
Y cuando él, con apresuramiento, satisfacía su demanda, María Teresa parecía arrepentirse.
–¡Qué vergüenza! ¡Yo pidiéndote dinero!… Es para algo importante; ya sabes… el pleito. Pero en fin, como hemos de casarnos, todo lo nuestro debe ser común. Cuando yo salga con la mía, ya no tendrás que trabajar, ¡pobrecito mío!, ya no penarás con tus negocios.
Los tales negocios no podían marchar peor. En menos de un año había sufrido Fernando dos pérdidas considerables en empresas ilusorias a las que le arrastraron ciertos amigos del club tan inexpertos como él. El juego contribuía igualmente a disminuir su fortuna. De tarde en tarde una ganancia le inspiraba gran fe en el porvenir, y traía como consecuencia regalos y generosidades para Teri. Después de estos breves períodos de optimismo, reaparecía la silenciosa cólera al ver desmoronarse lentamente sus esperanzas.
En esta situación, cuando no sabía qué hacer y se sentía dominado por un desaliento mortal, pasó por Madrid un español rico, residente en Buenos Aires, tío de su cuñado. Aquel hombre, que había huido de su tierra acosado por la pobreza treinta años antes, hablaba de millones con asombrosa familiaridad y se burlaba de la mediocridad de los negocios peninsulares. Las conversaciones con este señor, que comía muchas veces en casa de su sobrino, escuchado y admirado por toda la familia cual un héroe triunfante, fueron para Ojeda como otros tantos latigazos aplicados a su voluntad dormida. La ascensión realizada por este antiguo rústico y otros muchos de su clase, ¿por qué no intentarla él?… Y con esfuerzo corajudo, temblando como si confesase una infidelidad amorosa, expuso sus propósitos a María Teresa. Quería partir; necesitaba ser rico para ella, sólo para ella. Aquel pariente de su cuñado prometía ayudarle, y él, con los restos de su fortuna, podía intentar en América algo fructuoso y de rápido éxito.
Fernando insistía especialmente en la rapidez de su viaje. Asunto de un año, o dos cuando más; y aún así, podría ir y volver algunas veces. Ella debía hacerse la ilusión de que amaba a un militar que salía para la guerra, pero una guerra sin peligro de muerte.
Teri le escuchaba pálida, con los ojos lacrimosos, pero acabó por aprobar su resolución. Sí, debía partir; era mejor que trabajase en un ambiente más propicio y favorable que el del viejo mundo.
Para amortiguar su pena intentaron embellecer el próximo viaje con reminiscencias románticas y optimismos tradicionales. Él iba a ser como los paladines de los viejos romances, que salían a correr luengas tierras para hacer presentes a su dama. Volvería trayendo millones, y otra vez conocerían la existencia opulenta, con viajes de lujo por todo el mundo, grandes hoteles, automóvil a perpetuidad, y podrían sacar del cautiverio de la usura los collares de perlas y las joyas luminosas. Un sacrificio de dos años: ni uno más. Todos saben que en América basta este tiempo para que un hombre inteligente conquiste riquezas. ¡Las consiguen allá tantos imbéciles!… Recordaban algunas comedias en las que el protagonista enamorado sale al final del primer acto camino del Nuevo Mundo para hacer fortuna, y al empezar el segundo ya es millonario y está de vuelta. Se notan en él algunas transformaciones que no le van mal: unas cuantas canas prematuras, la faz tostada, las facciones más enérgicas y angulosas; pero sólo han transcurrido quince minutos desde que bajó el telón hasta que vuelve a subir. En la realidad, no serían quince minutos, serían quince meses: tal vez dos años; pero bien podía hacerse el sacrificio de este tiempo a cambio de afirmar la felicidad.
Así habían pasado las últimas semanas, hablando del viaje, discutiendo sus preparativos, forjándose ilusiones sobre los resultados, pero viéndolo siempre en lontananza; hasta que, de pronto, les avisaba el zarpazo de lo inmediato, de lo inevitable. Y Ojeda, al despertar de esta vertiginosa evocación de recuerdos que sólo había durado algunos segundos y abarcaba todo un período de su existencia, se vio caminando por el Salón del Prado, en una noche fría, al lado de una mujer que marchaba con desmayo, como si al término del paseo la esperase la muerte, evitando las palabras de él, evitando su mirada.
–Hasta aquí nada más—dijo Teri al llegar cerca de la fuente de Cibeles—.No, no me beses: me haría mucho daño; no tendría fuerzas para irme… La mano tampoco… No; ¡adiós!, ¡adiós!
Lo apartó de ella como si fuese un extraño; volvía la cabeza por no verle. De pronto, llamando a un coche para que la aguardase, huyó.
Fernando quedó inmóvil largo rato viendo cómo se alejaba con lento traqueteo el vehículo de alquiler hacia la Puerta de Alcalá. Dentro de la caja vetusta y crujiente se alejaban sus esperanzas, la razón de ser de su vida. ¡Y así eran en realidad las grandes separaciones, los hondos dolores: sin palabras sonoras, sin frases elocuentes; completamente distintas de como se ven en los teatros y en los libros!…
Las horas anteriores a la partida, transcurridas en el hotelito de su cuñado, allá en lo alto de la Castellana, se le aparecían ahora como un tormento de la intimidad familiar. En su habitación el equipaje en desorden y su viejo sirviente ocupado con los últimos preparativos; en el comedor los hijos de Lola, que no querían acostarse sin despedirse de él. «Tío, tráenos un loro… Tío, una mona… Cuando vuelvas, acuérdate, tío, de traer un negrito…» Y su hermana, que había tomado un aire protector con la emoción de la partida, le sermoneaba maternalmente. A ver si hacía allá una vida más seria y remediaba sus locuras. El marido aprobaba la cordura conyugal con afirmaciones optimistas. Tenía la certeza de que Fernando iba a triunfar: su tío le aguardaba allá, y era hombre que podía ayudarle mucho. Y llevado de su exactitud en los negocios, aburríale una vez más con el relato de las gestiones que estaba haciendo para liquidar en efectivo los restos de su fortuna, y los plazos y forma en que iría remitiéndole las cantidades.
A las once de la noche se vio Ojeda dentro de un automóvil camino de la estación del Norte, pasando por calles solitarias y dormidas, en las que empezaban a estacionarse los serenos. No había querido que le acompañasen su hermana y su cuñado, evitándose así las últimas expansiones familiares. Cerca de la estación vio, al doblar una esquina, el Teatro Real. ¡Adiós, recuerdos! ¡Adiós, María Teresa! Ella estaría allí en un palco, rodeada de luz, con su tía y sus amigas, tal vez bajo las hambrientas miradas de codicia varonil fijas en las tersas blancuras de su escote. ¡Y él, lejos!, ¡cada vez más lejos!…
Al bajar del automóvil encontró desiertos los alrededores de la estación. Era un tren el suyo de escasos viajeros: un simple coche-dormitorio que por la línea de cintura iba a unirse con el expreso de Portugal en la estación de las Delicias. Cerca de la entrada vio algunos mozos que venían hacia él para apoderarse de sus maletas, y un coche de alquiler inmóvil, con el cochero soñoliento y el caballo husmeando el suelo. Algo blanco, encuadrado por una ventanilla, se agitaba en su obscuro interior. La luz de un farol de gas arrancó de este bulto un reflejo irisado, un fulgor de piedras preciosas. Ojeda, sin darse cuenta de su avance, se vio junto a la portezuela del carruaje… Era ella, envuelta en una capa de seda y pieles, con las plumas de su peinado dobladas por la exigua altura del techo; ella, empolvada, pintada para disimular su palidez, con gruesos brillantes en los lóbulos de sus orejas y una fijeza trágica en los ojos desmesuradamente abiertos.
–Quería verte sin que tú me vieras—murmuró con voz quejumbrosa—.Verte una vez más. Me he escapado del Real… No podía vivir pensando que aún estabas aquí. Y ahora, ¡adiós!… No; besos, no. ¡Adiós!
El cochero, obedeciendo sin duda a una orden anterior, dio un latigazo al caballo, y Fernando tuvo que apartarse. Una rueda pasó junto a sus pies. Al borrarse instantáneamente la visión blanca, columbró la agitación de un pañuelo y creyó oír un gemido.
Los andenes de la estación estaban desiertos, lóbregos. Sólo brillaban las estrellas rojas de unos cuantos faroles, astros perdidos en las tinieblas, bajo el enorme caparazón de hierro de la techumbre. En la vía central una locomotora y un vagón, que, aislados, parecían un juguete.
Fernando vio que sólo iba a tener por compañeros de viaje a los individuos de una familia. ¡Pero qué familia!… Llenaba casi todos los compartimientos del vagón, y en torno de ella y de una montaña de equipajes agitábanse más de doce servidores: porteros de hotel, camareros movilizados, mozos de carga, automovilistas.
Sintióse contento de esta vecindad: empezaba a estar entre los suyos. Aquella familia necesariamente debía ser argentina; una de esas familias que ocupa todo el piso de un gran hotel, llena un vagón entero, alquila el costado de un buque, y estrechamente unida se desplaza de un hemisferio a otro sin abandonar otra cosa que los muebles. El jefe de la tribu daba órdenes y propinas; la señora, alta, carnuda, majestuosa, con el talle algo deformado por la maternidad, leía la guía de ferrocarriles a través de sus lentes de oro. Cerca de ella tres jóvenes elegantes, las hijas, y dos igualmente adornadas, pero de mayor edad: las cuñadas del señor. Un poco más lejos la suegra, venerable matrona vestida de negro, de aire aseñorado y resuelto, que cuidaba de las niñas más pequeñas. Luego los hijos varones, que eran muchos, y a Ojeda le producían el efecto visual de una tubería de órgano cuando por casualidad se colocaban en fila, de mayor a menor. El más grande con la cara afeitada, fumando, y un aire resuelto de hombre que lo sabe todo y nada le queda por ver. Pensó Fernando al examinarle que tal vez llevaba en sus maletas algunas fotografías de bellezas profesionales de París con dedicatorias de pasión: «À mon cher coco de Buenos Aires». Los hermanos pequeños exhibían regocijados varias panderetas adquiridas recientemente, con suertes de toreo pintadas en el parche, y algunas banderillas ensangrentadas procedentes de la corrida de la tarde.
Después venía el personal auxiliar de la familia: un ayuda de cámara andaluz, que lanzaba un che a cada dos palabras para que no le confundiesen con los de la tierra; una institutriz británica, roja y malhumorada; una doncella gallega, con vestido negro y cuello y puños masculinos; otra de pelo cerdoso, achocolatada de tez, los ojos achinados, oblicuos. Y la familia entera con un aspecto de audacia tranquila, de inmutable atrevimiento; robustos, duros y grandes por la alimentación carnívora desde el momento del destete; mirándolo todo con descaro, llamándose a gritos, introduciéndose por las puertas en irrupción arrolladora, como si todo fuese suyo.
Se consideró Ojeda empequeñecido por el número y el esplendor de sus compañeros de viaje. ¡El dinero que costaría mover esta tribu, acostumbrada a vivir siempre en un cuadro de abundancia y comodidades! ¡Lo que tendría detrás de él aquel caballero puesto de chaqué y sombrero de media copa, jefe de la caravana, al que los sirvientes llamaban «doctor»!… ¡A lo que se presta el trigo! ¡Lo que puede dar el vientre de las vacas!…
Pero una confianza repentina se apoderó de él pensando en los ascendientes de esta gente lujosa, toda ella uniformada con arreglo a las últimas novedades de París. Los abuelos, o quién sabe si los padres, habían salido, como él, camino de las tierras nuevas, en busca de fortuna. Como él no, indudablemente peor: en un buque de vela, llevando bajo el brazo los zapatos para prolongar su uso, aceptando los ranchos de a bordo como un regalo desconocido… Tal vez llegaba él un poco tarde, pero raro sería que no le hubiesen dejado alguna migaja. Y mirando a la banda feliz, cual si una simpatía de oculto parentesco le uniese de pronto a todos ellos, murmuró alegremente, con la primera alegría que había experimentado en mucho tiempo: «Allá vamos todos, queridos amigos».
El recuerdo de la noche pasada en el tren, noche de insomnio en compañía de la imagen de Teri envuelta en su capa blanca, con las plumas ondulantes sobre el peinado y dos astros en las orejas, le hizo recordar que tenía ante él una carta sin concluir; y otra vez concentrando su mirada, se vio en el jardín de invierno del trasatlántico.
Estaba solo. No quedaba en el salón ninguna de las extranjeras rubicundas que hacían labores y hojeaban revistas. Los músicos habían desaparecido. El silencio nocturno sólo era cortado por leves crujidos de la madera y el balanceo de los objetos.
Ojeda se decidió a escribir.
Ten fe en nuestro destino. No desesperes: tal vez nuestro amor necesitaba de esta prueba para fortalecerse. Lo importante es que me ames, pues si tú me amas, no hay potencia adversa en el mundo que pueda separarnos… ¿Te acuerdas de aquella tarde en el Real, cuando escuchamos juntos el primer acto de El ocaso de los dioses? Nuestras cabezas, casi unidas, parecían beber la música del mago, y con la música las palabras: palabras de poeta, de uno de los más grandes poetas de amor que han existido, grandiosas y fuertes, dignas de héroes. La walkyria, convertida en mujer, estremecida aún por la sorpresa de la iniciación carnal, se despide de Sigfrido, el héroe virgen que acaba igualmente de conocer el amor. El afán de aventuras, de nuevas empresas, le impulsa a correr el mundo. El hombre no debe permanecer en estéril contemplación a los pies de su amada eternamente. Debe hacer grandes cosas por ella; debe aprovechar la fe y la energía que vierte el amor en el vaso de su alma. Al separarse conocen, lo mismo que nosotros, las primeras amarguras del alejamiento, pero son inconmovibles como semidioses.
»—¡Oh si Brunilda fuese tu alma para acompañarte en tus correrías!—dice ella, ansiosa de seguirle.
»—Es siempre por ella que se inflama mi coraje—contesta el héroe.
»—Entonces, ¿serás tú Sigfrido y Brunilda juntos?
»—Allá dónde yo me halle, los dos estarán presentes.
»—¿La roca donde yo te aguardo quedará entonces desierta?
»—¡No! Porque no haciendo más que uno, allí dónde estés tú estaremos los dos.
»—¡Oh dioses augustos, seres sublimes, venid a saciar vuestras miradas en nosotros!… Alejados el uno del otro, ¿quién nos separará?… Separados el uno del otro, ¿quién podrá alejarnos?…
»—¡Salud a ti, Brunilda, resplandeciente estrella! ¡Salud, valiente amor!
»—¡Salud a ti, Sigfrido, lumbrera victoriosa! ¡Salud, vida triunfante!
»Ellos no lloran, Teri, y se muestran grandes y serenos en su despedida, no porque son hijos de dioses, sino porque tienen una confianza de niños, una fe ingenua y sana en la eternidad de su amor. Seamos como ellos; enjuguemos nuestra lágrimas y miremos de frente las sombras del porvenir sin miedo alguno, con la certeza de que hemos de ser más poderosos que el destino. Digamos igualmente: «Alejados el uno del otro, ¿quién nos separará?… Separados el uno del otro, ¿quién podrá alejarnos?». Allí dónde yo me halle, estaremos los dos; porque los dos no somos más que uno, y dónde tú te encuentres, mi alma irá contigo. ¡Salud, oh Teri, resplandeciente estrella! ¡Salud, radiante amor!…
Cuando hubo cerrado la carta, salió del jardín de invierno con paso algo inseguro por lo movedizo del suelo. Abrió una puerta de gran espesor, semejante a un portón de muralla, y tuvo que llevarse una mano a la gorra al mismo tiempo que le envolvía una tromba glacial. Se vio en uno de los paseos del buque. A un lado, paredes blancas y charoladas reflejando la luz de los faros eléctricos del techo, y sillones abandonados en larga fila; al lado opuesto, una barandilla forrada de lona, ostentando entre columna y columna, como adorno decorativo, unos rollos salvavidas de color rojo con el nombre del buque pintado en blanco: Goethe. Más allá de la baranda, el misterio: una intensa negrura que devoraba el resplandor eléctrico, no dejándole avanzar más que algunas pulgadas en sus entrañas sombrías; espumarajos fosforescentes, rumor sordo de fuerzas invisibles que avisaban su presencia con choques y rebullimientos.
Ojeda vio venir hacia él con paso vacilante a un hombre vestido de smoking que le saludó desde lejos.
–¡Cómo se mueve el amigo Goethe! Ni que acabase de beber en la taberna de Auerbach con los alegres compadres de su poema.
Era Maltrana, que se había preparado para la comida, satisfecho de esta ordenanza suntuaria del buque, de gran novedad para él. Confesaba a Fernando que tenía hambre y se había vestido con anticipación, creyendo adelantar de este modo la llamada al comedor. El aire del mar—según él—convertía su estómago en una jaula de fieras.
–Esta noche va a bailar un poco el vapor, pero al amanecer fondearemos en Tenerife. Fíjese en mí, noble amigo: creo que para un hombre que se embarca por vez primera, no lo hago del todo mal.
De espaldas al mar, abarcaba en una mirada de satisfacción la nítida brillantez del buque, la limpieza del suelo, la prodigalidad del alumbrado, los fragmentos de salón que se veían a través de las ventanas.
–Qué vida, ¿eh, amigo Ojeda?… La comida a sus horas, a toque de trompeta; la mesa puesta cuatro veces al día; un ejército de camareros y doncellas, la mayor parte de los cuales me entienden con dificultad, lo que es una ventaja para prolongar la conversación y conocerse mejor. Cada uno revestido con sus mejores ropas, como si el smoking fuese la casulla del culto del estómago; cerveza fresca como el hielo, música gratis a cada instante, y una adorable sociedad: una sociedad condenada a vivir junta, así se enfade o esté alegre, a mostrarse cada uno con su verdadera fisonomía, pues no hay comediante que sostenga sus fingimientos en una representación tan larga y continua… Y nadie puede huir; y nadie está obligado a pensar ni a hacer nada; y todos nos ofrecemos en espectáculo tales como somos. Comer bien y… lo otro, si es que se presenta una buena ocasión; he aquí el programa… ¡Lástima que nuestra vida no haya sido así siempre!… ¡lástima que no lo sea cuando lleguemos a la otra acera de esta calle azul!