Kitabı oku: «Los argonautas», sayfa 35
Debían bajar juntos, pero solamente para almorzar en un buen hotel, dándose explicaciones a los postres los dos rivales; y él, por amor a la buena amistad y la concordia, iría hasta el sacrificio, pagando el champán a toda la compañía… Pero el señor Maltrana cerraba los oídos a tales intentos de seducción. Además, el belga no cejaba en su guerrera tenacidad.
Un joven argentino iba desde el día anterior detrás de Maltrana, participando con cierta admiración en sus preparativos, ayudándole en la busca de las armas, consultando a los camaradas que conocían los alrededores de Río Janeiro para escoger el lugar del combate. Nunca había presenciado duelos, y mostraba gran interés por ver uno de cerca.
Nacido en una provincia del interior, con la tez algo cobriza, las cejas en ángulo y el pelo duro y espeso, «el amigo Gómez», como le llamaba Isidro con su fraternal exuberancia, mostraba un entusiasmo reconcentrado al hablar de armas y peleas. Aunque vestía a la última moda, con minuciosa corrección, repitiendo los gestos y frases aprendidos durante un año de gran vida europea, este gentleman de tez amarillenta se ponía de color de ladrillo y le brillaban los ojos siempre que giraba la conversación sobre actos de valor, y escenas de muerte, como si resucitase en su sangre la acometividad de los abuelos españoles y de los abuelos indígenas, entreverados en luengos siglos de peleas.
Había oído muchos tiros y visto caer algunos cadáveres. Por tradiciones de familia se mezclaba allá en su provincia en las cosas de la política. Cada elección era una batalla. Los peones iban a votar en cuadrilla detrás de él con el revólver o el cuchillo al cinto. Insultaban los del gobierno: intervenía la policía en favor de éstos; descarga general de una parte y de otra; muertos que se desplomaban sobre la urna de la elección, balazos curados secretamente en un rancho apartado, sin intervención de médicos y de jueces… ¡y hasta la otra!… Él sabía con qué gestos mueren los hombres; pero desafío tal como aparece en comedias y novelas, no había visto ninguno, y sentía impacientes deseos de presenciar esta ceremonia mortal, respetándola de avance como algo misterioso, de imponente liturgia, digno de asombro cual todas las cosas extraordinarias que había admirado en Europa. Por esto agradecía los ademanes protectores de Maltrana, su promesa de llevarle con él para que presenciara el encuentro en lugar preferente, sin perder detalle.
Acabó de detenerse el Goethe junto a un amplio muelle lleno de gentío. Entre las familias que esperaban a los pasajeros, vestidas todas de colores claros y con sombreros de paja, destacábanse algunos grupos de cargadores negros, que eran objeto de admiración para los niños y criadas de a bordo. El muelle estaba cerrado por una verja, detrás de la cual formábanse en filas los automóviles de alquiler esperando a los desembarcantes. La Avenida Central abría en último término su amplia perspectiva, con edificios de diversos estilos rematados por torres puntiagudas, y aceras de pedernales blancos y negros formando mosaico.
Empujáronse los viajeros en las inmediaciones de la escala, que descansaba ya sobre el muelle. Todos querían salir a un tiempo, como si a sus espaldas se desarrollase un peligro, y apenas pisaban tierra llamábanse unos a otros, formando grupos. Caminaban con lentitud, cual si extrañasen el suelo firme, aceptando inmediatamente las ofertas de los guías y los conductores de automóviles. Sentían un ansia de novedad, de verlo todo de una vez, como descubridores que acabasen de abordar a una tierra desconocida.
Disponían de poco tiempo. Junto a la escala, el mayordomo y los camareros repetían a los fugitivos que el buque iba a partir a las doce en punto: ni un minuto de retraso.
Ojeda se vio solo en el muelle. Casi todos los pasajeros estaban ya en la Avenida. Isidro había salido de los primeros, con la gravedad de un notario, vestido de negro, sin soltar el bolso, volviendo la cabeza para recontar su gente: los adversarios, los padrinos, «el amigo Gómez» en clase de protegido suyo y dos jóvenes argentinos agregados a la partida con el carácter de espectadores. Habían ocupado tres automóviles, saliendo en fila a toda velocidad, piloteados por Gómez, que señalaba el rumbo desde el pescante del primer vehículo. ¡A morir los caballeros!…
Aceptó Fernando los ofrecimientos de un chófer mulato, y fiado a su capricho, emprendió una excursión por Río Janeiro. Casi tendido en el automóvil contempló el desfile de calles y paseos, que volvían ahora a su memoria como vagas imágenes de viajes anteriores, pero con grandes reformas.
Corrió la Avenida, poco concurrida a aquella hora matinal. Sus preocupaciones de europeo le hicieron sentir extrañeza al ver junto a los negros mal pergeñados y las negras hinchadas, de jeta monstruosa, con un pañuelo arrollado sobre la cabeza crespa, otros de la misma raza vestidos elegantemente, moviendo con petulancia su bastón y con una flor en la solapa. Damas de idéntico color ostentaban las últimas modas de París, balanceando con orgullo las caderas y sus enormes vecindades, avanzando el belfo desdeñoso bajo el ala de un sombrero floreado.
Luego pasó por las avenidas de Bota Fuogo y Beira-Mar, viendo a un lado el terso azul de las ensenadas y al otro palacios y hoteles modernos con sus jardines de tropical vegetación, en los que predominaba la hoja ancha y abaniqueante. De vez en cuando abríanse en estas masas de construcciones recientes calles angostas con una doble fila de palmeras. Extendían sus plumajes a una altura tres o cuatro veces mayor que la de los edificios, rectas como los fusteles de una columnata, alineadas lo mismo que una tropa de soldados viejos, y ofreciendo en el fondo la rápida visión de un palacete de láctea blancura.
Otras veces era una iglesia la que aparecía igualmente blanca, de una alba intensidad, sólo comparable a la de la espuma, con caperuza de tejas verdes y azules, y en torno de ella gráciles palmeras y rosales gigantescos.
Fernando, ante estos vestigios de la época del Imperio, evocaba en su imaginación el típico caballero del Brasil tradicional, tal como lo había visto en libros y grabados: galante en sus maneras, sentimental y poético como un lusitano, la cara enjuta y pálida, con ancha perilla, sudando bajo la levita negra y el cilindro lustroso del sombrero de copa, un quitasol bajo el brazo y unos pantalones blancos de hilo por toda concesión al clima de su país esplendoroso.
El automóvil lo llevó hasta una playa a través de desfiladeros y túneles perforados en el basalto, después de los cuales reaparecía el caserío. Siguió caminos abiertos en cornisa entre la bahía luminosa y unas pendientes casi verticales cubiertas de bosques de un verde metálico. Atravesó suburbios poblados por gente de raza africana, en los cuales el sonido de la trompa hacía asomar a las puertas unas negras enormes, tetudas, encorvadas por el volumen de sus vientres colgantes, y hacía correr tras de las ruedas un sinnúmero de pequeños diablos desnudos, con la cabeza como una bola de estopa aceitosa, y ostentando en mitad de su abdomen el ombligo en relieve igual a un botón.
Pasó Ojeda mucho rato en el Jardín Botánico, admirando las gigantescas palmeras. Resquebrajadas por una larga vida, sonoras al golpe lo mismo que columnas huecas, iban saltando cual escamas de vejez los ramajes secos y las cortezas, con un estrépito agrandado por la altura del desplome. La proximidad de una montaña, cerrando el paso a toda brisa, hacía más intenso el calor.
Huyó sudoroso de este invernáculo, y otra vez le llevó el automóvil a la Avenida como si diese por agotadas las novedades de la ciudad. El chófer hablaba de los hermosos alrededores, se ofrecía para llevarle a Tijuca, ponderando la maravillosa frondosidad de sus bosques.
En la terraza de un café se agitó una sombrilla con movimientos de saludo. Luego, dos personas abandonaron una mesa, corriendo hacia el automóvil, que se detuvo instantáneamente. Eran Nélida y su hermano.
Sonrió ella a Fernando, como si nada hubiese ocurrido entre los dos, acariciándole con sus ojos. El hermano experimentó una rápida simpatía por Ojeda a verle en automóvil, y sonrió igualmente, alabando el buen aspecto del vehículo. Se contenía para no saltar al pescante tomando asiento al lado del conductor.
Nélida se lamentó de la pesadez de sus padres. Imposible ver nada con estos viejos. Habían dado un rápido paseo por la ciudad, y allí estaban, en la terraza del café, agobiados por el calor, hablando de volverse al buque, sin fuerzas para emprender una nueva excursión. Y ella y su hermano protestaban, ansiosos de verlo todo.
–Llévanos contigo—murmuró al oído de Fernando.
Y sin esperar su aprobación, dio algunos pasos hacia el café para hablar con sus padres, pero sin acercarse a ellos. «Papá, mamá: nos vamos con el doctor Ojeda.» Tampoco se tomó el trabajo de escuchar su respuesta. Dio un empujón al hermano. «Anda, zonzo; trépate en el automóvil al lado del chófer.» Y mientras el «zonzo» la obedecía, ella se sentó junto a su amante. Partió el vehículo a toda velocidad, sin que ninguno de ellos pudiese oír las recomendaciones que hacía la madre, incorporada en su asiento.
Ojeda no sabía adónde ir, y consultó a Nélida. «A un sitio lindo», repitió ésta varias veces. Y el chófer, como si después de tales palabras fuese imposible una equivocación, emprendió el camino de Tijuca.
Ella tomó una mano del amante entre las suyas, y al recostarse en el asiento casi descansó la cabeza en su hombro. Mostrábase arrepentida de su escena en el buque pocas horas antes. Fernando conocía su carácter; debía perdonarla. Y con este deseo de perdón, faltó poco para que lo besase en plena calle.
Pasaban junto a ellos otros automóviles descubiertos con pasajeros del Goethe. Parecía haberse multiplicado su número prodigiosamente al fraccionarse en grupos. Casi todos los vehículos que rodaban a aquella hora por la ciudad estaban ocupados por ellos. Se les veía igualmente en los tranvías o estacionados en las puertas de tiendas y cafés. Saludábanse con espontáneo gozo, manoteando y gritando cual si fuesen compatriotas que se tropezaban después de larga ausencia.
Alarmado Fernando por estos encuentros, recomendó a la joven cierta prudencia en su actitud. Podían verlos: después serían los comentarios en el buque. Además, señalaba al hermano, sentado a dos pasos de ellos, mostrándoles la espalda, mientras intentaba asombrar al chófer con su vasta erudición en marcas de automóviles. Pero Nélida levantó los hombros. ¡Lo que le importaba aquel tonto! ¡Ojalá arreglase Dios las cosas de modo que cayese del asiento y las ruedas lo convirtiesen en papilla!…
Luego apretaba la mano de Fernando con más fuerza, mirándose en sus ojos.
–Viejito mío, di que me perdonas… ¡Ay, si tú quisieras! ¡si tú quisieras!
Otra vez despertó en ella el deseo de la fuga. Hablaba de esto sin recato, como si el hermano no pudiese oírla. Aquel infeliz no existía para ella: lo despreciaba. Y sin embargo, por una contradicción de su carácter, sentía a la vez gran miedo pensando en lo que podría decir cuando llegase a Buenos Aires.
Aún estaban a tiempo. Ella imploraba la conformidad de Fernando poniendo unos ojos suplicantes. Abandonarían al hermano con cualquier pretexto, y éste se volvería al buque con sus padres, cansado de esperar.
Pero Ojeda acogió tales proposiciones con una sonrisa de conmiseración. Era una loca: inútil todo esfuerzo para disuadirla. Ella apeló entonces a las lágrimas, último recurso femenil; y Fernando, para distraerla, comenzó a ensalzar la belleza del paisaje. Interrumpía sus desesperadas reflexiones con llamamientos para que fijase los ojos en la tupida arboleda y la maravillosa vista de la bahía. El remedio fue eficaz.
–¡No me quieres, me has engañado!—gemía Nélida—. Me dejas ir al encuentro de mi hermano. Tú serás responsable de lo que ocurra.
Y cuando más afligida parecía, la vista de un arroyuelo entre las peñas, de un árbol enorme, o del mar lejano ofreciéndose a través de la columnata de troncos, la hacían incorporarse en su asiento a impulsos del entusiasmo y sonreír, complacida, mientras unas lágrimas retrasadas se desplomaban de sus párpados, enrojeciendo su nariz.
El automóvil había dejado atrás los suburbios de Río Janeiro. Subía por un camino tortuoso, entre bosques, hacia el poblado de Boa Vista, y a cada revuelta agrandábase el panorama y era más fresco el viento.
A un lado de la pendiente extendía la montaña su rápido declive de rocas obscuras, de una rugosidad paquidérmica. El humus fecundo, la temperatura tropical, la humedad que manaba por todas partes, habían cubierto estas laderas de prodigiosa vegetación.
Surgía de la tierra amontonada entre los bloques negros, de las grietas y oquedades de la piedra, como si ésta tuviese en aquel paisaje maravilloso un poder de fecundidad. Estos árboles, de un verde obscuro, eran de hojas charoladas, sin la más tenue veladura de polvo, cual si estuviesen recién lavados. Sus troncos no alcanzaban un diámetro grande, más bien parecían gráciles y débiles por su recta esbeltez y su altura enorme. La humedad que refrescaba continuamente sus raíces les hacía crecer apretados como los tallos de la hierba. El ansia de recibir la caricia del sol impulsábalos hacia arriba atropelladamente, pugnando por sobrepasarse unos a otros. Eran a modo de hebras de una inmensa cabellera verde.
La fuerza vital de cada árbol expandíase en línea recta, sin encontrar espacio suficiente para ensancharse en tal aglomeración. Los troncos, esbeltos y altísimos, tenían en su remate una copa reducida, pero su enorme cantidad formaba una compacta masa verde, una bóveda que mantenía al suelo en perpetua sombra. Al filtrarse los rayos de sol por el caparazón de hojas, llegaban a la tierra húmeda como varillas de oro atravesando oblicuamente la penumbra del subterráneo.
En esta semiobscuridad movíanse insectos de alas vistosas; correteaban escarabajos de colores; desarrollaban su serpenteo los hilos de agua rezumados por la piedra, uniéndose en arroyos que descendían rumorosos por los bordes del camino. Sobre la masa uniforme del bosque elevaban las palmeras sus alminares empenachados. Algunos troncos faltos de hojas cubríanse de colgantes pabellones de fibras, semejantes a vestiduras que cayesen en andrajos.
Al otro lado del camino, por entre la empalizada de los troncos y las copas de los árboles crecidos en la pendiente, mostrábanse a cada revuelta la ciudad y la bahía. Las masas de techumbres rojas y pardas estaban igualadas por la distancia. Avenidas y calles formaban un entrecruzamiento regular de blancas cintas. Notábase en ellas el movimiento humano como un tenue hormigueo. A trechos lo cortaba el rápido deslizamiento de algunos puntos brillantes: automóviles y tranvías. Emergían muchas torres sobre este caserío: unas, albas o rosadas, con caperuzas de tejas de colores; otras, de férreo y puntiagudo casquete, con paredes de cemento. Y sirviendo de fondo al panorama, la enorme y tranquila copa de la bahía, con su terso azul moteado de buques, orlada de blancos pueblecitos y encerrada entre montañas negras de perfiles casi humanos.
El chófer iba mostrando con patriótico orgullo las nuevas bellezas que ofrecía el paisaje a cada vuelta de su volante. Daba nombres a las aglomeraciones de caseríos y a los picos gibosos de las cumbres. Hablaba de las bellezas de Tijuca, que aún estaban por ver: la Cascatinha, una caída de agua más allá del Alto de Boa Vista; la Cascada Grande; la Mesa do Imperador, las Grutas de Agaziz, la «Gruta de Pablo y Virginia».
Nélida palmoteó de entusiasmo al oír el último nombre. Quería ver cuanto antes este lugar. Recordaba vagamente un libro que había leído con el mismo título. Era una historia de amor, y esto bastaba para excitar su curiosidad.
–Vamos a ver en seguida lo de Pablo y Virginia—exigió con su ímpetu de niña caprichosa—. Debe ser muy lindo… Yo no sabía que eran de este país.
Llegó el automóvil al Alto de Boa Vista, extensa plaza limitada por el bosque y unas casas bajas, con jardines en el centro y un kiosco de conciertos. Volvió el vehículo a sumirse en la penumbra de la arboleda por un camino estrecho y pendiente. La vegetación era más densa, más salvaje, aglomerándose en los declives de barrancos y precipicios. Pasaba el camino de una altura a otra sobre puentes de un solo arco. El ruido del automóvil hacía correr vertiginosamente sobre sus cuatro patas a extraños roedores que tomaban el sol junto a la ruta. En la maleza adivinábase un misterioso rebullimiento de animales ocultos que escapaban despavoridos, tronchando ramas secas y haciendo llover hojas.
Cerca de la Cascatinha, al pasar una revuelta del camino solitario, vieron tres automóviles parados, y cerca de ellos un ir y venir de hombres. Ojeda presintió inmediatamente quiénes eran éstos, al mismo tiempo que el hermano de Nélida creía reconocerlos, llamándolos por sus nombres.
Se habían tropezado con Maltrana y su tropa. Iban a caer en pleno desafío. Fernando se puso de pie, gritando imperiosamente al chófer para que retrocediese. Tuvo que imponer su voluntad a los dos acompañantes, que parecían entusiasmados por el encuentro. Los agarró del brazo para que no saltasen a tierra mientras el chófer evolucionaba penosamente en el estrecho camino dando la vuelta.
El hermano quiso reunirse con sus amigos, como si en esta soledad pudiesen hacerle algún obsequio. Nélida miraba ansiosamente, temblándole de emoción las alillas de la nariz. ¡Qué interesante!… ¡Ver cómo se peleaban los hombres!… ¡Y tal vez alguno de los dos quedase herido!… Hablaba de esto como de un hermoso espectáculo que iba a perder por culpa de Ojeda. No se le ocurrió por un momento que ella podía ser la causa original de este suceso.
Intentó hacer frente a Fernando. Protestaba de sus imposiciones, y le habló de usted, para dar mayor dureza a su protesta.
–Quiero ver todo Tijuca; quiero ir adonde vivieron Pablo y Virginia. Acuérdese de su promesa: un hombre debe tener palabra.
Él contestó que el buque partía a las doce, y la visita a todo el bosque necesitaba muchas horas. En cuanto a Pablo y Virginia, ni eran del Brasil ni la gruta tenía de ellos otra cosa que el nombre.
–Yo quiero verlos…—repitió Nélida—. Eso lo dice usted por engañarme. No me da la gana de volver a la ciudad.
Pero Ojeda se acordó oportunamente del mercado de Río Janeiro, donde estaban a la venta toda especie de animales de los que produce el trópico: monos de diverso pelaje, loros parleros, vistosos papagayos. La ofreció un regalo para someterla a la obediencia: podía escoger entre estas maravillas de la fauna brasileña. Y bastó tal promesa para que, olvidando a los que dejaba a su espalda, volviese al amoroso tuteo.
–¿De veras, mi viejo?… ¿Vas a regalarme un monito pequeño… así… así?—y achicando la distancia entre ambas manos, se imaginaba un simio de inverosímil pequeñez—. ¿No te parece mejor un loro de los que hablan?… ¿Dices que me regalarás las dos cosas?… ¡Ah, mi viejito rico… mi negro!
Y como estaban en pleno bosque, se fue sobre Ojeda, besándolo a espaldas del hermano.
La rápida aparición del automóvil en las inmediaciones de la Cascatinha había producido cierta alarma en Maltrana y sus compañeros. El testigo pacificador, que tanto había rogado a Isidro para impedir el lance, sintió gran miedo y no menor contento al notar la llegada del automóvil. Sin duda era la policía, que, avisada por alguien del buque, venía a sorprenderlos. Y lo mismo pensaron los demás.
Por esto cuando el automóvil dio la vuelta, alejándose, desearon todos finalizar el acto cuanto antes, evitándose una sorpresa que consideraban inminente.
Llevaban dos horas de vagar por los alrededores de Río Janeiro. Los jóvenes argentinos que guiaban a la comitiva habían indicado varios lugares adecuados para el encuentro. Llegaban a ellos, y siempre les salían al paso transeúntes molestos, o veían próximas algunas casas que parecían vomitar niños y perros atraídos por la presencia de los automóviles.
Un chófer, sin adivinar cuál era el propósito de los viajeros, había propuesto la excursión a Tijuca. Y después de pasado el Alto de Boa Vista, al rodar en pleno bosque, les había seducido el bello panorama de la Cascatinha.
–Aquí—ordenó Isidro con su autoridad indiscutible—. Jamás se habrá efectuado un desafío con tan hermoso telón de fondo. ¡Lástima que no venga con nosotros un operador cinematográfico! ¡Qué cinta pierde el mundo!…
Apartábase la ladera de la vecindad del camino, formando un exiguo valle. La roca aparecía entre los árboles cortada verticalmente, y desde lo más alto de ella desplomábase una masa de agua chocando con las puntas salientes del basalto. Hervía esta agua en varias caídas con blancos espumarajos. El menudo polvo que levantaban sus burbujeos tomaba los reflejos del iris bajo la luz del sol. Ennegrecidas y sudorosas las piedras por la humedad, brillaban cual si fuesen bloques metálicos. La vegetación tropical movía las anchas manos de sus hojas goteantes.
Hundíase la cascada en una pequeña laguna, corriendo después, espumosa y susurrante, por los pendientes canalizos entre las peñas. La vegetación enmarañada y las rocas sueltas sólo dejaban descubierto y accesible un reducido espacio de suelo desigual.
Maltrana pensó en las dificultades que ofrecía este terreno para el combate, pero le sedujo su belleza y no quiso ir más lejos. ¿Dónde encontrar decoración más interesante para una muerte posible? Había que elevar la voz, pues el choque de las aguas dominaba todos los otros ruidos. Era a modo de los trémolos orquestales que dan en el teatro un realce conmovedor a palabras y gestos. Isidro se sintió más grande en este ambiente húmedo y sonoro. El bosque inmóvil parecía contemplarlo con sus mil ojos verdes, entre asombrado y curioso.
Comenzó a dar órdenes a los otros padrinos, que lo seguían como los neófitos siguen al gran sacerdote de un culto nuevo. «¡Que se retirasen los automóviles un poco más allá de la cascada! No convenía que los conductores presenciasen el acto.»
Y Maltrana fue obedecido. Los chóferes hicieron retroceder sus carruajes; pero luego, con las manos a la espalda, fingiendo distracción, volvieron socarronamente al mismo sitio, ganosos de saber en qué iba a parar este misterio.
Con el mismo éxito se libró de otro testigo importuno: un chicuelo obscuro de color, desnudo de piernas y con gran sombrero de paja, que al ver llegar la comitiva se apresuró a salir de un toldo de cañas, limpiando un vaso en un arroyo y ofreciéndolo después lleno de agua hasta los bordes.
Era el espíritu guardador de la cascada. Bajo su sombrajo, sobre una mesita, tenía varios botes de cristal con azucarillos y otros dulces, ennegrecidos y acartonados por el tiempo. Pasaba las horas en absoluta soledad, contemplando el revoloteo de los pájaros de colores en las frondosidades inmediatas, extrayendo melodías del monótono canturreo de las aguas, hablando tal vez con el pensamiento a las náyades de la Cascatinha, que le mostraban en su gracioso rebullir sus grupas de blanca espuma y aterciopelado iris.
–Toma, «menino», y márchate de aquí.
Maltrana hizo que uno de los testigos le diera unas monedas para que se fuese, y además le llamó «menino»—lo único que sabía de portugués—, con lo cual creyó halagarlo.
Pero el «menino» se guardó los cuartos, y en vez de marcharse se pegó a él, como si adivinase la importancia de su persona. Y ya no pudo moverse sin encontrar ante su paso al mulatillo con el sombrero echado atrás, elevando sus ojos hasta los de él, bebiendo con la mirada sus palabras y sus gestos, como si estuviese en presencia de un prestidigitador y no quisiera perder detalle.
Se resignó Isidro a estas desobediencias, vulgares tropiezos de la realidad… Pero había que proceder con rapidez. ¡Adelante!
Midió a grandes zancadas un espacio de veinte metros, que era el convenido en un papel que llevaba en la mano. Un poco mayor resultaba la distancia marcada por sus pasos. Pero era él quien había propuesto los veinte metros, y con el mismo derecho podía medir treinta o cuarenta si le daba la gana… Un detalle sin importancia. ¡Adelante también!
Después de fijar con una rama el sitio de cada adversario, se hizo atrás, contemplando el terreno como un artista que abarca su obra en conjunto. Resultaba algo desigual. Uno de los dos iba a quedar muy en alto, con el vientre casi al nivel de la cabeza de su contrincante. Pero había de conformarse con los defectos del terreno: las circunstancias no permitían gran minuciosidad en los preparativos. Un detalle igualmente baladí. ¡Adelante otra vez!
Sólo entonces volvió la cabeza, fijándose en sus compañeros. A un lado estaban los padrinos, que seguían sus operaciones con respetuoso silencio, no osando aportar a ellas su ignorancia perturbadora. Más allá, con discreta separación, los dos enemigos, que se volvían la espalda, muy ocupados en seguir la caída de las aguas o el revoloteo de los pájaros sobre las copas de los árboles.
El amigo Gómez, con su curiosidad ávida de trágicos sucesos, le había seguido en estos preparativos. Tras de él iba el mulatillo, abriendo los ojos cada vez con mayor asombro al no comprender nada de tales brujerías. Los dos jóvenes argentinos agregados a la expedición se habían subido a la cumbre de una roca, y allí estaban sentados con las piernas colgantes. Abajo podían verlo todo igualmente, pero ellos se consideraban simples espectadores, y habían querido ocupar un lugar de preferencia, un palco, en vez de permanecer mezclados con los artistas.
Sorteó Maltrana, echando una moneda en alto, el lugar de cada uno de los combatientes. Luego los acompañó a sus respectivos sitios con una gravedad fúnebre. Él los apreciaba mucho, «¡mis queridos amigos!» pero en lances tales desaparece el afecto, y sólo habla el deber, el terrible deber.
Al tener a cada uno en su puesto, lo palpaba minuciosamente, extrayendo de sus ropas la cartera, el monedero, las llaves, los papeles, todo lo que pudiera ser un obstáculo para la bala mortal. A continuación le abrochaba la chaqueta, le subía el cuello, para que el blanco de la camisa no sirviese de punto de mira, los manoseaba a los dos cariñosamente, lo mismo que una madre manosea a sus niños antes de enviarlos al paseo. Pero su bondad no iba más allá del tacto. En cambio, ¡la mirada autoritaria y cruel!… ¡la voz, que parecía un esquilón fúnebre al formular sus pavorosas recomendaciones!…
El implacable director iba a poner las armas en sus manos dentro de breves momentos, pero antes dictó a uno y a otro los detalles del combate, para que no surgiesen errores. Cuando los dos estuvieran listos, él daría la voz de «¡Fuego!», añadiendo: «¡Uno… dos… tres!». En el espacio comprendido entre estos tres números debían disparar. El que hiciese fuego antes o después, «quedaría descalificado… sería un felón, un miserable… y el menosprecio de todo el mundo que tiene honor caería sobre él, persiguiéndolo durante toda su existencia.
¡Terrible Maltrana! Revolvía los ojos con una expresión anonadadora al hablar de felonías y traiciones, como si dispusiera de horrorosos castigos para los culpables. Su voz adoptaba un tono pavoroso, y los dos contendientes ya no pensaron desde este momento en fijar bien su puntería ni en la posibilidad de ser heridos. Su única preocupación fue no incurrir en el enojo de aquel hombre que podía marcarlos con un estigma eterno ante el mundo del honor; seguir sus lecciones cual discípulos obedientes; disparar—fuese la bala adonde fuese—dentro del término marcado. «Fuego: uno, dos, tres.
Luego de esto se decidió Maltrana a abrir la maletilla de mano que encerraba su arsenal. Extrajo de ella dos revólveres iguales recogidos en el buque, y con pausada solemnidad los abrió, para que todos los padrinos examinasen su interior. El amigo Gómez, como experto en armas, presenciaba la ceremonia.
–¡No hay más que una cápsula!—exclamó escandalizado, cual si acabase de descubrir una irregularidad.
Maltrana le miró severamente. Joven: las condiciones del combate habían sido establecidas de antemano por las personas serias allá presentes. Se cambiarían dos balas nada más.
–Pero en cada revólver no hay más que una—protestó el señorito mestizo.
–Joven—volvió a decir Maltrana con una condescendencia protectora—: cambiar dos balas significa que cada combatiente sólo dispara una.
Y como sospechase cierto conato de gesto burlón en la faz cobriza y los ojos estrechos de Gómez, añadió:
–No se necesita más para matar a un hombre. Todos los que yo he visto morir tuvieron bastante con una bala. No lo olvide usted, joven.
El joven se calló, arrepentido de su audacia, sintiendo respeto por aquel hombre extraordinario que había presenciado tantos combates y muertes.
Para borrar el mal efecto de sus objeciones, se prestó a ser portador de la valija de las armas hasta el lugar que ocupaban los adversarios. Los tres padrinos, dando por finalizado su trabajo preparatorio, que no podía ser más pasivo, se hicieron atrás instintivamente algunos pasos. Iba a hablar la pólvora.
Maltrana, extrayendo un revólver de su encierro, montaba la llave y lo puso en la mano del barón, alejándose luego hacia el otro combatiente. Gómez dio un consejo rápido al belga, que quedaba en guardia con el arma en alto.
–Compañero, apunte a los pies. Yo conozco los revólveres; siempre envían la bala por arriba. Créame: a los pies… siempre a los pies, y hará carne seguramente.
Luego, en el lado opuesto, dio el mismo consejo con voz queda y ojos relucientes de entusiasmo. «A los pies, compañero. Tírele a los pies, y le mete la bala en la barriga. Yo sé algo de esto…» Los dos le agradecieron su bondadosa indicación con un leve saludo. Pero tenían aspecto de preocupados; pensaban en otras cosas; aguzaban el oído para no sufrir las consecuencias de un retraso fatal: repetían mentalmente lo mismo: «Uno, dos, tres…».
Fue a colocarse Maltrana al margen de la línea de fuego, entre los dos combatientes algo más cerca del alemán, que era el que ocupaba el lugar alto. Sospechó un instante que estaba demasiado cerca y podía alcanzarle una bala en su desvío. Pero él era el director, todo lo había organizado y todos le debían obediencia. Las armas estaban cargadas por él, y no era aceptable ni correcto que un proyectil se permitiese la insolencia de ir en su busca.