Kitabı oku: «Los argonautas», sayfa 5
Se detuvo un momento para añadir con expresión de misterio:
–Y además hay el cuarto del tesoro. Ahí no he entrado yo, amigo Ojeda. Es un cuarto blindado, en el que no penetra ni el comandante. Un oficial responsable guarda la llave. Pero he estado en la puerta, y le confieso que sentí cierta emoción. ¿Sabe usted cuánto dinero llevamos bajo de nuestros pies? Quince millones; pero no en papelotes, sino en oro acuñado y reluciente, en libras esterlinas y monedas de veinte marcos. Los embarcaron en dos remesas en Hamburgo y Southampton: es dinero que los Bancos de Europa envían a los de la Argentina para hacer préstamos a los agricultores, ahora que se preparan a recoger las cosechas. Y en todos los viajes de ida o vuelta nunca va de vacío el tal tesoro. Me han contado que los millones están en cajas de acero forradas de madera y con precintos, de lo más monas: quince kilos cada una; ochenta mil libras apiladitas en el interior… Diga, Fernando, ¿no le tienta a usted esta vecindad? ¿No le conmueve?…
Ojeda hizo un movimiento de hombros, como para indicar la inutilidad de una respuesta.
–Con mucho menos que tuviéramos—continuó Maltrana—, usted no se vería obligado a meterse en aventuras de colonización y yo viviría hecho un personaje. ¡Lástima que no estemos en los tiempos heroicos y románticos, cuando Lord Byron y Espronceda cantaban el pirata! Sublevábamos usted y yo a la gente de tercera, echábamos al mar al capital y a todos los tripulantes, desembarcábamos en una isla a los pasajeros serios, destapábamos los miles de botellas y toneles que hay en los almacenes, y nos íbamos… ya se vería adonde, con todas las mozas rubias, polacas y vienesas de la compañía de opereta que viene abajo. Por supuesto que usted y yo dormiríamos en el cuarto del tesoro, sobre esas cajas interesantes. ¿Qué le parece la idea?
–Hombre, me gusta—dijo Fernando riendo—. Es todo un programa; reflexionaré sobre ello.
–Pero los tiempos presentes no son de acciones grandes—añadió Maltrana—, y los héroes tienen que expatriarse, para remover terrones o lustrar zapatos, al otro lado del Océano… No pensemos en ser superhombres gloriosos; seamos mediocres y continuemos nuestra descripción… Sobre la cubierta principal está la que llaman cubierta superior. En la proa y la popa alojamientos de marineros, hospitales, almacenes de útiles de navegación, cocinas para los emigrantes, y entre ambos extremos, camarotes y más camarotes para la gente de primera clase, peluquerías, baños y gabinetes de aseo por todos lados. Y aquí termina el verdadero caso del buque, lo que puede llamarse el vaso navegante, la construcción igual y uniforme de una punta a otra, sin desigualdades en la cubierta.
Quedó perplejo Isidro, como si le ocurriese un pensamiento nuevo.
–No sé si habrá notado lo que yo, amigo Ojeda; pero apenas subí a este trasatlántico me fijé en una particularidad, tal vez por mi desconocimiento de la navegación actual y por la costumbre de ver barcos antiguos en los libros. En otros tiempos, cuando se navegaba batallando, el hombre colocó torres en los dos extremos de la nave y quedaron establecidos los castillos de proa y de popa. En el de delante iban los combatientes; en el centro, bajo e indefenso, la chusma; en la popa, el jefe y su séquito. Al venir tiempos de paz y seguridad, los progresos de la arquitectura naval fueron rebajando los castillos esculpidos como altares, con mascarones, tritones y ondinas; pero la popa continuó siendo el lugar de honor, el aposento de los privilegiados. Y tal es la fuerza de la rutina, que, hasta hace pocos años, en los buques de vapor el sitio de preferencia era la popa, sobre la hélice que lo hace temblar todo y donde es más violento el balanceo. Sólo ayer, como quien dice, se han enterado de que en una nave en movimiento el punto medio es el que menos oscila, y los antiguos castillos de proa y de popa se han corrido uno hacia otro, juntándose en el centro, que es para el pasajero el lugar de mayor estabilidad. Ahora los buques parecen montañas vistos desde lejos; antes eran monstruos de dos cabezas unidas por un cuerpo casi a flor de agua… Desde lo alto de esta cubierta central no adivinamos siquiera la existencia de la popa y de la proa, que están tres pisos por debajo de nosotros. El castillo central es un mundo aparte. Las gentes viven en sus compartimientos sin enterarse de lo que pasa en el resto de la embarcación. Tal vez sea yo el único que salga de él en todo el viaje. Los privilegiados encuentran satisfechas sus necesidades sin abandonar este barrio lujoso, y ni por curiosidad bajan las escaleras que conducen a los barrios pobres… Pero hay que reconocer que en éstos el vecindario es sucio y hay en ellos un hedor de rancho agrio.
Maltrana hizo un movimiento de hombros, como indicando que iba a terminar su descripción.
–Lo demás ya lo conoce usted, pues pertenece al radio en que nos movemos. La cubierta llamada de salón, porque en el lado de proa tiene el salón-comedor, y después de el los camarotes de lujo, y las cocinas de las gentes de primera, con la repostería, la panadería, las bodegas y frigoríficos para el servicio diario. Yo voy siempre después de media noche a echar una ojeada a la cocina. Espectáculo interesante ver cómo sacan el pan de los hornos: ¡un perfume suculento! Una noche vendrá usted conmigo… Sobre esta cubierta está la que llaman de paseo, con el salón de música y el jardín de invierno; más allá, el comedor de los niños y los domésticos particulares de los pasajeros; y en la parte que mira a popa, el fumoir, o mejor para nosotros, el «café», que parece uno de los establecimientos de su clase en tierra firme. Sobre la cubierta de paseo, la de los botes, en la que estamos ahora; y más por encima, esta toldilla que sirve de techumbre a los camarotes del alto personal del buque y tiene en la parte delantera el puente, con su cuarto de derrota para el oficial de guardia y su depósito de cartas de navegación.
Calló Isidro, como si ya no encontrase nada qué contar; pero luego añadió sonriente:
–Y todavía hay alguien que vive más arriba de esta montaña de pisos: el muecín del buque, el vigía o serviola que va de noche en lo que llaman el «nido». El tal nido es esa especie de púlpito de acero en el que sólo cabe una persona y que está adosado al palo trinquete. De noche, cuando la campana del puente marca el paso de cada media hora, el vigía contesta allá arriba con otra campana y grita a través de la bocina unas palabras que, en la obscuridad, parece que vienen de las nubes. Es un bramido en alemán como los que suelta el dragón que mata Sigfrido en la selva. Anoche me explicaron lo que dice el serviola al oficial del puente. «Sin novedad; todas las luces van encendidas.» Las luces son las de posición del buque. Y si calla, porque se duerme, va a terminar el sueño amarrado a la barra.
–Todo eso lo sé; yo he navegado algo…—dijo Ojeda—. Pero más que el buque me interesa los que van en él. Usted, en su calidad de duende, debe conocerlos a todos.
Isidro levantó la cabeza con orgullo. ¡A todos, sí señor! No había en el barco pasajero mejor relacionado que él. Por las mañanas abordaba a los primeros que subían a la cubierta. «Buenos días, señor. ¿Qué tal la noche?» Había gentes afectuosas que le contestaban con agradecimiento, entablando amistosa conversación, como si se conociesen de larga fecha; otros, recelosos y huraños, respondían con gruñidos o continuaban su paseo. Las familias argentinas habían acogido al principio su desbordante familiaridad con una extrañeza altiva. ¡Viajan tantos aventureros hacia su país!… Pero al notar que no era gringo, sino gallego puro, se ablandaban, mostrándose más comunicativas, como si encontrasen algo en él que les hacía recordar a sus ascendientes. Algunas niñas hasta le habían preguntado si era amigo del rey y en qué época del año se daban los bailes de corte… Con los que no podían entenderles se expresaba en fuerza de cortesías y guiños, que provocaban risas comunicativas. Las artistas de opereta prorrumpían, al verlo, en carcajadas y frases incomprensibles.
–Aunque parezca inmodestia, debo declarar que aquí he caído de pie. Soy de lo más simpático a estas gentes; si presentase mi candidatura para algo, ni uno sólo me negaría el voto. Todos amigos… ¡Y qué mezcla! Vienen ricos de fortuna indiscutible, como ese doctor y su inmensa tribu que hicieron el viaje con nosotros desde Madrid; la viuda de Moruzaga, otra argentina, con sus cinco hijas, unas niñas modositas y simpáticas que recitan monólogos en francés, se entienden entre ellas en inglés, y a veces, por condescendencia, hablan conmigo en castellano; y con ellos otros propietarios de menos brillo, pero igualmente sólidos, que vuelven a sus estancias del interior. ¡Gentes interesantes y buenas! Yo las venero. Si pusieran de dos en dos sus vacas y ovejas, de seguro que llegarían de aquí a Buenos Aires; si colocasen en fila las gavillas de trigo que cosechan al año, podría formarse con ellas un cinturón que abarcase el globo terráqueo.
Ojeda acogía con sonrisas estas hipérboles, y su amigo pareció amoscarse.
–Sí señor; así es, y no rebajo nada. Da orgullo tener amigos como éstos… Viene también un archimillonario, un gringo, que es rey de no sé qué; creo que del carbón en el puerto de Buenos Aires, o del lino, o del maíz; no lo recuerdo. Los demás ricos se alejan de él porque no es de su clase, porque aún queda memoria de cuando iba con zapatones de clavos y comía, polenta en las tabernas del muelle. Es un fundador de dinastía; un Bonaparte que lucha por hacerse reconocer de las otras familias reales, ennoblecidas por la tradición. Sus nietos serán gentes distinguidas, pero él paga su triunfo aguantando murmuraciones y desprecios. Me alegro de que lo traten mal. ¡Hombre más orgulloso! Apenas me contesta cuando lo saludo; parece que tenga miedo de que le pida algo. Su mujer, más joven que él, es una especie de cocinera frescachona, en la que usted seguramente se habrá fijado. Yo creo que no se despoja ni para dormir del uniforme de su riqueza: a las siete de la mañana ya está en la cubierta con un collar de perlas, tamañas como huevos de gorrión, y tan escandalosamente llamativas que cualquiera, a no conocer su fortuna, las creería falsas… Y para completar la cuadrilla de los ricos, vienen tres compatriotas nuestros, dos de Buenos Aires y uno de Montevideo, antiguos tenderos que llevan cuarenta años en América… Excelentes personas; honradotes, campechanos y un poco burdos. Me regalan buenos consejos, no me prestarían cinco duros si se los pidiese, y dejan que pague yo cuando tomamos algo. Se los presentaré un día de éstos. Empiezan invariablemente sus sermones morales de un modo que inspira entusiasmo. «Ustedes los periodistas, que son medio locos…» «Usted, que no hará nada en América porque es hombre de pluma…» Y todos ellos convienen en que para hacer camino hay que haberse educado detrás de un mostrador, iniciándose en el sublime arte de vender por cincuenta lo que vale diez, gastando sólo dos de los cuarenta de ganancia.
Reflexionó Maltrana un buen rato para reunir sus recuerdos.
–Y de los ricos de América creo haber terminado la lista. Pero aún viene gente más interesante. Un obispo italiano que viaja a expensas de una familia acomodada. Son gentes establecidas de antiguo en un barrio de allá que llaman la Boca. Lo traen a todo gasto, para enseñarlo a sus amigos y conocidos y decirles: «No crean que somos cualquiera cosa en nuestro país. Miren este Monseñor, que es pariente nuestro». Y lo rodean con veneración, como si fuese la bandera de la familia; lo llevan del brazo, «Monseñor, por aquí», «Monseñor, por allá»; y el pobre jornalero eclesiástico llegado a obispo parece un sonámbulo, aturdido por tantos cuidados y honores. Yo creo que le obligan todas las noches a que se ponga la cruz de oro sobre el pecho para entrar en el comedor, y si se olvida le riñen… Viene otro cura, un abate francés de barbas luengas, con aire de marino, que ha sido contratado para dar conferencias católicas en un teatro de Buenos Aires. Iniciativa de las señoras argentinas residentes en París, que desean borrar el sabor de impiedad que han dejado otros oradores viajeros. Y también tenemos un conferencista de temas sociológicos, que creo es italiano. Hay para todos los gustos… Y cinco o seis cocotas francesas, que van allá por sexta vez porque han recibido buenas noticias de la cosecha, las personas más tranquilas, calladas y modositas de a bordo; y todo el rebaño de cabras rubias y locas de la compañía de opereta; y un sinnúmero de comisionistas de modas y joyería, machos y hembras; y unas dos docenas de comerciantes alemanes establecidos en América, cuadrados, bonachones, calmosos, pero que sacan unas uñas de tigre cuando hablan de negocios… y judíos, muchos judíos. Según he leído, en el primer viaje de Colón ya se embarcaron dos en las carabelas, y desde entonces no han cesado de ir. En el Nuevo Mundo sólo hay preocupaciones de raza para el negro, y como nadie se fija en los judíos, éstos pierde el rencor que inspira la persecución y acaban por confundirse con los demás… A propósito; también viene un barquero de París, un señor condecorado, de barbas rojas y largas, que usted habrá visto por las mañanas en el paseo con las piernas envueltas en una piel y estudiando mamotretos llenos de cifras. Va al Brasil por sus negocios. Su mujer ostenta a todas horas un collar enorme de perlas; pero son menores que las de la esposa del gringo, y esto hace que las dos se miren con el rabillo del ojo apretando los labios…
Vaciló un momento para reconstituir en su memoria la lista de los ausentes.
–Hay también unos americanos del Norte, en los que habrá usted reparado por el ruido que mueven. Van afeitados, con pantalones anchos y un botón en la solapa, insignia de no sé que Sociedad de su país. A todas horas destapan champaña en el fumadero; piden la caja de cigarros, y meten la mano para abarcar muchos de una vez, cantan a gritos y son el tormento de los músicos, pues siempre están exigiendo que toquen: ¡Miusic! ¡Miusic!… Viene también sola una dama yanqui, alta, buena moza. Su marido la espera en Río Janeiro; tiene no sé qué negocios en el interior del Brasil… Y varias muchachas alemanas que van a casarse a América sin conocer a sus novios. El matrimonio, según parece, se arregla por cartas y retratos. El colono o el mecánico que llega a establecerse en los pueblos de la Argentina o las selvas brasileñas, envía una carta a su pueblo: «Remítanme una muchacha de éstas y las otras condiciones. Ahí van tres mil marcos para ropa y el pasaje. Y la muchacha se embarca sin conocer al futuro esposo más que en un busto fotográfico, y su única preocupación es que al verle resulte de buena estatura… Hay también… Pero aquí, amigo Ojeda, no sé qué decir…
Pareció dudar Maltrana, y al fin añadió:
–Hay una señorita que va con sus padres, la gentil Nélida, mezcla de caracteres y sangres que desorienta al más listo, y le confieso que me da mucho que pensar. Su padre es alemán, su madre de una de las repúblicas del Pacífico; ella nació en la Argentina, pero desde los nueve años ha vivido en Berlín. Es esa muchacha que usted habrá visto en el paseo, acompañada siempre de hombres; muy alta, esbelta, con la falda corta, tan ceñida, que no puede dar un paso sin que la tela moldee todo su cuerpo. Lleva el pelo cortado como una melena de paje, lo mismo que las cupletistas… Yo no he conocido hasta ahora pájaros de esta especie. Allá en Madrid la gente es de menos complicaciones… Tenemos también unos cuantos muchachos bien trajeados, de vaga nacionalidad, que hablan con soltura diversos idiomas. No los he calado bien. Pueden ser comisionistas de comercio que fingen aires de personaje, barones arruinados en busca de una americana rica, o ladrones elegantes como los de las novelas. ¡Vaya usted a saber!… Pero aquí termina mi relato por ahora. Ya vuelve la gente de tierra. Vamos abajo a oír sus impresiones de Tenerife.
En la cubierta de paseo continuaba la bulliciosa feria. Los pasajeros habían terminado sus compras, y eran ahora las camareras del buque y los stewards los que aprovechaban los últimos momentos para hacer sus adquisiciones con mayor baratura. En el viaje de regreso el Goethe no tocaba en Tenerife para hacer carbón, y ellos, con el pensamiento puesto en Hamburgo, compraban vistosas telas, pañuelos y manteles, para hacer regalos a los que les esperaban allá.
Maltrana se detuvo junto a un indostánico que regateaba con una joven. Estaba ella en el quicio de una puerta, temerosa de dejarse ver a la luz del sol y mostrando al mismo tiempo su casi desnudez, cubierta con un simple kimono rosa que transparentaba el contorno de su cuerpo. Los brazos y parte del pecho delataban la frescura de un baño reciente. Se había levantado tarde y acababa de subir a toda prisa a la cubierta para hacer sus compras antes de que se marchasen los vendedores. El hombre cobrizo ensalzaba la riqueza de una túnica azul con ramajes y pájaros blancos que ella tenía entre sus manos.
–Me pide dos libras, ¿qué le parece?—dijo la joven sonriendo a Maltrana, mientras éste daba con el codo a su compañero.
Ojeda adivinó por esta señal que era Nélida. Ella le miró sonriente, con la misma sonrisa que dedicaba a todos los hombres. Por primera vez se fijaba en él. Fernando la vio más alta, más joven que Teri, pero con un aspecto vulgar y atrevido que le fue antipático. Sólo sus ojos de pupilas de ámbar, que tomaban con la luz un reflejo de oro, le recordaron ¡ay! los otros. Tal vez no eran iguales; pero él los llevaba abiertos y brillantes en su imaginación, y la más leve semejanza le hacía creer en una identidad completa.
–Me quedo con esto—dijo Nélida mirando amorosamente la asiática vestidura—. Pero no tengo dinero: habrá que pedir las dos libras a mamá… ¿No han visto ustedes a mamá?
Y sin aguardar respuesta, desapareció escalera abajo entre el revoloteo de la tela rosa, semejante a tenue nube, que transparentaba la firme silueta de su cuerpo desnudo.
Aparecieron en el paseo los excursionistas llegados de tierra. Pegábanse a los flancos del trasatlántico las lanchas de vapor para devolverle su cargamento humano. Las mujeres, llevando grandes ramos de flores, corrían hacia sus camarotes o charlaban con las amigas que se habían quedado en el buque, lo mismo que si regresasen de una larga expedición. ¡Venían de España!, ¡ya conocían España! Un país más que añadir a sus relatos de viajes.
Los hombres, con sus anchos sombreros empolvados, los gemelos pendientes de un hombro y empuñando todavía el bastón de paseo, hablaban solemnemente de su viaje. Para muchos, era el primer suelo que habían pisado después de su salida de Hamburgo o de París. El buque se había detenido muy poco en Vigo y en Lisboa. Comentaban a coro el atraso y la pereza de aquella tierra. Todas las lecturas antiguas sobre España, todos los prejuicios y errores tradicionales reaparecían de golpe con sólo un paseo de dos horas por una isla de África. El «doktor» alemán que pedía una corrida de toros a las siete de la mañana, alardeaba de sus conocimientos hispánicos llamando «cuadrilleros» a todos los que había encontrado en tierra vistiendo uniforme militar. También hablaba de familiares de la Inquisición, recordando a los curas gordos y morenos que salían de la iglesia, en busca del casero chocolate, luego de decir su misa.
Se lamentaba un joven belga, al que muchos llamaban «barón», de las calles en cuesta y de los coches. ¡Ni un solo automóvil!… Las mujeres, asomadas a las ventanas como odaliscas.
–Y pensar—dijo Ojeda a su amigo—que tal vez alguno de éstos escribirá un artículo titulado «Mi viaje a España».
Un hombre subido de color, con vistosa corbata y pantalones recogidos a la inglesa, esforzaba su acento lento y meloso para expresar indignación.
–¡No me diga!… ¡Valiente zoquete fui en bajar! Cuatro veces he ido a Europa, y nunca he querido conoser la España. Ahí no hay adelantos: ahí no hay nada. A mí déme usted la Inglaterra… Ojalá nos hubiesen descubierto los ingleses. Yo estoy por la sivilisasión, ¿sabe, amigo?… Mucha sivilisasión.
Maltrana sonrió, al mismo tiempo que lo mostraba a su amigo.
Ese que habla es Pérez… Pérez de no sé qué republiquita de las que dan cara al Pacífico. Me han dicho que en su país para ser algo hay que probar que se desciende de ocho abuelos indios y media docena de negros. El blanco queda abajo. Desde la bendita independencia no han podido rascarse con tranquilidad. Todos los años corren a un presidente, y de vez en cuando fusilan al que alcanzan y queman el cadáver para que no deje semilla. «Y yo estoy por la sivilisasión, ¿sabe, amigo?…» Vámonos allá para no oírle.
Se sentaron en el extremo del paseo que daba sobre la proa, entre las ventanas del salón y una gran vidriera desde la cual se abarcaba toda la parte anterior del navío. En el castillo de proa algunos marineros empezaban los preparativos para levar el ancla. Oficiales y contramaestres recorrían la cubierta empujando a los vendedores haciéndoles cerrar a toda prisa sus fardos, cortando bruscamente la tenacidad de los últimos regateos. Deslizábanse los paquetes colgando de cuerdas desde las bordas a los botes que cabeceaban en torno de la escala. Los nadadores lanzaron sus últimos gritos: «Caballero, un marco. Eche un marco, caballero, que va el vapor».
–Confieso, amigo Ojeda—dijo Maltrana—, que siento la emoción del que ve ante la boca negra de una caverna y se pregunta: «¿Qué habrá dentro?…». Aquí, la caverna es azul y luminosa, pero la inquietud no por esto resulta menor… ¿Qué voy a encontrar más allá de esta isla? ¿Cuándo volveremos por aquí? Afortunadamente, contamos con el apoyo de la esperanza… la esperanza buena y equitativa para todos, pues a todos los que vamos en este cascarón nos asiste por igual… Yo hago este viaje por ganar dinero, por el ansia de saber qué es eso de la riqueza; y no lo hago sólo por mí. Tengo un hijo, y aunque uno se ría de ciertos burgueses que justifican sus malas acciones y sus latrocinios con la cualidad de padres de familia, crea usted que esto de la paternidad nos impulsa a grandes cosas y nos hace valerosos como héroes… Usted también va allá por el ansia de dinero. Un hombre de su clase, que tiene lo que usted tenía en Madrid (¡yo lo sé todo!), no cambia de vida sin un motivo poderoso.
–Yo…—dijo Fernando con perplejidad—sí… por el dinero, como usted… Y ¡quién sabe! Tal vez por algo que no es la riqueza; por otros deseos menos explicables.
Había reflexionado mucho durante la noche anterior, y ahondando en sus decisiones, encontraba en ellas motivos inconscientes, no sospechados hasta entonces, que le hacían avanzar con un empujón tan rudo como el deseo de riqueza. Parecía cantar en sus oídos la poética romanza de Heine, en la que describe cómo el caballero Tannhauser se arrancó de los brazos de Venus por sólo el gusto de conocer de nuevo del dolor humano. «¡Oh Venus, mi bella dama! Los vinos exquisitos y los tiernos besos tienen ahíto mi corazón. Siento sed de sufrimientos. Hemos bromeado mucho, hemos reído demasiado: las lágrimas me dan ahora envidia, y es de espinas y no de rosas que quiero ver coronada mi cabeza…» El hombre vive en eterno descontento. Tal vez huya él también, como el poeta amante de la diosa, por hartura de felicidad y sed de dolores.
De pronto, junto a ellos, rompió a tocar la banda de música una marcha triunfal. El techo del paseo y los gruesos cristales del mirador temblaron con el rugido armonioso de los cobres.
–Ya zarpa el buque—dijo Maltrana levantándose de un salto—. Mire usted cómo se va moviendo la isla. ¡Nos vamos!, ¡nos vamos!… Eso que toca la música es magnífico; jamás he oído nada tan solemne; es el saludo a la esperanza, la gran marcha triunfal de la ilusión.
Y como poseído de un irresistible deseo de movilidad, huyó de su amigo.
¡La esperanza!… Ojeda, sin abandonar su asiento tornó a verse lejos, muy lejos, como en la tarde anterior. Estaba en París, y María Teresa volvía de una excursión a las tiendas de modas. Esta vez era un libro su única compra. Lo había adquirido en los almacenes del Louvre, entusiasmada por su baratura y hermosa encuadernación. ¡Adorable Teri! ¡Siempre mujer! Ella, a la que concedía Fernando más talento que a muchas hembras literarias, compraba sus libros en las tiendas de modas entre una pieza de encajes y una docena de guantes.
Era una traducción francesa de las tragedias de Esquilo. En días sucesivos leyeron con las cabezas juntas, como los amantes adúlteros del poema dantesco. «¡Qué hermoso!—exclamaba ella—. ¿Y dices que esto tiene miles de años? ¡Si es de lo más moderno! ¡Si parece de ahora!…» Llevada de su caprichosa imaginación, lamentaba que las palabras nobles y melancólicas de Prometeo no fuesen acompañadas de música. «Una música de Wagner, ¿me entiendes?, de nuestro amado don Ricardo… O mejor de Beethoven: algo así como la Novena sinfonía». Fernando recordaba la escena que los había hecho comulgar a los dos en el estremecimiento de la admiración. Prometeo está encadenado a la roca, y en torno de él, chapoteando las olas, las clementes oceánidas, las ninfas del mar, se apiadan del suplicio del héroe. «¿Qué has hecho, desgraciado, para que así te castiguen los dioses?» «He enseñado a los mortales a que no piensen en la muerte» contesta Prometeo. «¿Y cómo lo conseguiste?» «Les he hecho conocer la ciega esperanza».
Y durante miles y miles de años reinaba sobre el mundo la divinidad benéfica y consoladora que el héroe sombrío había dado a los humanos, pagando esta generosidad con el tormento de sus entrañas rasgadas por el águila, «perro alado de Zeus». Ella conducía los rebaños de hombres en armas; ella había aleteado ante las proas de los descubridores; ella conmovía con su paso quedo el silencio cerrado donde meditan sabios y artistas; ella guiaba las muchedumbres ansiosas de bienestar y amplio emplazamiento que se descuajan de un hemisferio para ir a replantarse en el otro.
Fernando la vio; la vio venir, con sus ojos entornados, por encima del azul del mar, como una burbuja de oro desprendida del sol, como un harapo de luz que acabó por detenerse sobre el filo de la proa, lo mismo que las imágenes divinas que adornaban las naves de los primeros argonautas.
Sus alas se tendían majestuosas en el éter como velas cóncavas; su túnica arremolinábase atrás, en pliegues armoniosos, impelida por el viento. Era igual a la Victoria de Samotracia, y lo mismo que a ella, le faltaba la cabeza.
Por esto acabó de conocerla Ojeda. Ella no piensa, ella no tiene ojos…
Era la esperanza, la ciega esperanza que con el avance de su torso señalaba al Sur.