Kitabı oku: «Los argonautas», sayfa 8
–Además—interrumpió Maltrana—, basta leer la descripción que hacen Las Casas y otros historiadores del tipo físico del Almirante: bermejo, cariluengo, la nariz aguileña, pecoso, enojadizo, elocuente y muy duro para los trabajos.
–La codicia es notoria en él; pero codiciosos fueron igualmente todos los que intervinieron en sus descubrimientos. Es verdad que los otros iban francamente por el oro, y Colón, además del oro, deseaba servir a su religión conquistando millones de almas. En realidad, nadie pensó que estas expediciones pudiesen tener un resultado científico. Iban a la India porque era rica; iban en busca de la tierra del Gran Kan, soberano de la China, preocupados únicamente con sus tesoros. Colón se embarcó llevando una carta de los reyes para el Gran Kan, escrita en latín, carta que le acreditaba como embajador extraordinario, y apenas en las costas de Cuba (que él creía tierra firme) pudo entender por la mímica de los indígenas que en el interior vivía un gran monarca, mostróse regocijado, adivinando en este cacique humilde al rico emperador de Catay.
Enviaba tierra adentro con sus papeles diplomáticos a un judío converso en Murcia, que por conocer algunas lenguas orientales iba con él de intérprete, y este mensajero, después de larga marcha, sólo encontraba un jefe de tribu a la sombra de su techumbre de hojas, rodeado de concubinas bronceadas.
–Yo admiro—continuó Ojeda—la ilusión casi infantil que acompaña a Colón hasta la muerte, haciéndole encontrar en todas partes riquezas y recuerdos bíblicos. La isla Española es el Ofir de Salomón con sus áureas minas; un gran río forzosamente debe venir del Paraíso; una montaña es una pera, centro del mundo, y en el pezón está la cuna del género humano; la costa de Veragua es el Áurea de donde sacó el rey David tres mil quintales de oro, dejándolos en testamento a su hijo. No ve una tierra nueva sin cantar Salve Regina «y otras prosas», como él dice en su lenguaje… Y este mismo soñador piadoso da lecciones de astucia y traición a su teniente el caballero aragonés Mosén Pedro Marguerit para que prenda a Caonabo, belicoso cacique, y le recomienda que le envíe emisarios con buenas palabras hasta que éste venga a visitarle. «Y como por ser indio anda desnudo—le dice poco más o menos—, y si huyese sería difícil haberlo a las manos, regaladle una camisa y vestídsela luego, y un capuz, y un cinto por donde le podáis tener e que no se os suelte.»
Pasó ante los dos amigos, muy erguida, con el libro bajo el brazo, la dama norteamericana, que hasta entonces había estado leyendo en su sillón. Varias veces sorprendió Fernando, por encima del volumen, unos ojos claros fijos en él, y que al encontrarse con los suyos volvían hacia las páginas.
–La hora del té—dijo Maltrana—. Estas inglesas la adivinan con una exactitud cronométrica… Si le parece, no bajaremos hasta luego. Debe estar repleto el jardín de invierno.
Encendieron cigarrillos y quedaron los dos con los ojos entornados contemplando las espirales de humo que se desarrollaban sobre el fondo azul.
–Otra mentira que me irrita—dijo Isidro a los pocos momentos—es la de las persecuciones que la ignorancia de la Iglesia hizo sufrir al Almirante. Yo no tengo nada que ver con la Iglesia, pero reconozco que esta invención es una de las necedades más grandes, si no la mayor, que podemos apuntarnos en nuestra cuenta los que figuramos en el gremio de los impíos. El vulgar extranjero, que tiene un patrón hecho, siempre el mismo para las cosas de España, pensó que al haber descubierto Colón un nuevo mundo del que no tenía noticia el Dios de la Biblia, forzosamente debieron perseguirle las gentes de Iglesia con mortales odios. Hasta hay cuadros célebres que representan el llamado «Congreso de Salamanca», con obispos muy puestos de mitra y báculo (algo así como el coro episcopal de La Africana) que discuten geografía y gritan anatema contra el impío, apartándose de él. Y Colón se muestra arrogante y sereno, como un tenor que sabe de antemano que triunfará en el último acto…
Ojeda rio de las palabras de Maltrana.
–Imagínese—continuó éste—el salto que hubiese dado el autor de Las Profecías, el amigo de Isaías y de Esdras, al ocurrírsele la idea de que podía existir un nuevo mundo desconocido por el Dios del Génesis, y cuyos habitantes no procedían de Adán y Eva, ni de la dispersión de los hijos de Noé. Cuando menos, se habrá creído objeto de una alucinación diabólica, y de atreverse a enunciar su pensamiento, no hubiera sufrido pena mayor que la de encierro por demencia… Pero Colón sólo hablaba de ir al antiguo mundo conocido por el camino de Occidente, y esto nada tenía de herético, fundamentándolo además en autores clásicos y Padres de la Iglesia. No hubo otro congreso que una controversia por encargo real, con los profesores de la Universidad de Salamanca, y en esta disputa científica, celebrada en el convento de San Esteban, el profesorado se mostró contrario al descubridor, mientras los monjes dominicos y otros religiosos aceptaban sus planes como verosímiles. Esto se comprende. Los frailes miraban al mismo Colón como un allegado suyo, y además eran sacerdotes de vida popular, habituados al contacto con las poblaciones de la costa que hablaban frecuentemente de tierras nuevas. La ciencia fue la única que se opuso a los proyectos del descubridor, como tantas veces la hemos visto oponerse a toda innovación…
Calló Maltrana, como para reflexionar mejor, y luego añadió:
–Yo no me burlo por eso de los catedráticos de Salamanca ni los considero ignorantes. Sabían lo que podía saberse en su época y defendían sus conocimientos. Un niño de hoy sabe más que ellos y puede reírse de su ciencia; pero falta saber cómo reirán los escolares del siglo xxv de los sabios que ahora veneramos. Nadie ha guardado un extracto de esta disputa de Salamanca; únicamente se sabe que los catedráticos negaban a Colón que en unos años pudiese ir y volver, como afirmaba, desde España a la costa oriental de Asia. Y en esto tenían razón: ellos estaban en lo cierto. Poseían una idea más exacta del tamaño de Asia y del tamaño de la tierra; daban al Océano desconocido un espacio semejante al que ocupan el Atlántico y el Pacífico juntos, y lo tenían por inmenso e infranqueable para los medios de navegación de entonces. Pero los pobres sabios de Salamanca, lo mismo que Colón, ignoraban la existencia de América, y América, cansada de vivir en el misterio, salió al paso del navegante, el cual murió ignorándola. Y resultó que los que tenían una noción de la tierra más aproximada a la verdad quedaron ante la Historia como unos borricos, y el visionario que basaba sus planes en que «el mundo es más chico que dicen, y seis partes de él están enjutas y una sola con agua», aparece como un sabio consagrado por el triunfo…
–Así es—dijo Ojeda—. Hay que imaginar por un momento que no hubiese existido América; suprimir en hipótesis el Nuevo Mundo, y ver a Colón, que creía la tierra una tercera parte más pequeña y las costas de Asia a unas setecientas leguas de las Canarias, lanzándose con sus barquitos Océano adelante, teniendo que navegar por todo el Atlántico y todo el Pacífico hasta encontrarse con las islas del Japón o las costas de la China.
–¡Un absurdo!—interrumpió Maltrana—. Una cosa imposible, teniendo en cuenta lo que eran las carabelas, su escaso repuesto de víveres y la necesidad de descansar en oportunas escalas. Hubiesen perecido al insistir en la empresa, o lo que es casi seguro, se habrían vuelto. Para llegar solamente a las Antillas, el mismo Colón sintió desmayar su voluntad en el primer viaje más de una vez, lo que no es raro, pues la fe más sólida flaquea al verse sumida en lo desconocido. Cuando llevaba navegadas setecientas leguas, comenzó a pensar con inquietud si el Asia estaría más lejos de lo que él creía, y fue entonces cuando Pinzón el mayor, el férreo Martín Alonso, con la testarudez de los hombres enérgicos, que esperan salir de un mal paso atropellándolo todo, le gritaba desde su carabela: «¡Adelante, adelante!».
–Ahí tiene usted otra patraña, amigo Isidro: la pretendida mala fe de Pinzón con el descubridor; sus manejos para sublevarle la gente; el intento de las tripulaciones españolas de echar al agua al Almirante, volviéndose luego a su país; el plazo de tres días que concedieton para morir si no encontraba tierra…
–¡Qué leyenda estúpida!—exclamó Maltrana—. Al vulgo le place ver los personajes históricos a su gusto, como héroes de novela folletinesca que arrostran toda clase de asechanzas para que al fin triunfe su inocencia en el último capítulo. La actuación de un traidor, de un personaje sombrío y fatal, es necesaria para que por un efecto de contraste resalte con mayor relieve la grandeza magnánima del protagonista. Y en esta novela colombiana, el traidor es el honrado Martín Alonso, que lo puso todo en la empresa del descubrimiento para no sacar nada y perder encima la vida. Usted conoce la verdadera historia. Cuando Colón, vagabundo de incierta nacionalidad, andaba por Palos no sabiendo qué hacer, Pinzón le escuchó y le animó con sus informes de viejo navegante del Océano convencido de la existencia de nuevas tierras.
Los reyes concedían su licencia al aventurero para el primer viaje, pero con esto no se adelantaba su realización. La Tesorería real había librado con gran esfuerzo un millón de maravedíes, procedente de unos censos de Valencia, pero la cantidad era insuficiente. Colón llevaba una orden para que en el puerto de Palos le facilitasen embarcaciones, pero nadie le obedecía. En aquellos tiempos de nacionalidad apenas formada y comunicaciones difíciles, el poderío de los monarcas sólo era verdadero allí donde ellos estaban presentes. Las órdenes reales, cuando iban lejos, se acababan y no se cumplían. Colón, con el mandato de los monarcas, intentó alistar gente, pero los marineros reclutados a la fuerza se desbandaban y huían. Tal fue su desesperación, que hasta pensó en tripular las naves con hombres sacados de las cárceles.
Y en este apuro, cuando veía su empresa próxima al fracaso, Martín Alonso Pinzón, el rico de Palos, el armador, que podía descansar para siempre de las penalidades del Océano, se ofreció con gallardo arranque a interesarse en la expedición y aventurar en ella parte de sus bienes, la mitad de lo que habían dado los monarcas. Él buscó y preparó buenas embarcaciones y «puso mesa», según el lenguaje de la época, para alistar marineros, ofreciéndose confianza a los que quisieran hacer el viaje y anunciando que él iría también. Esto bastaba para que acudiera la mejor gente de toda la costa y todos los preparativos se efectuasen con rapidez…
–Tenemos el relato del primer viaje escrito por el mismo Almirante, su Diario de navegación, que no puede ser más monótono. Viento favorable, buena mar, indicios de tierra, maderas que flotan, pájaros que cantan en los mástiles de las carabelas como anunciando la proximidad de costas invisibles. Pero esto era un fondo poco interesante para la figura del héroe, y muchos años después de su muerte, ciertos historiadores ganosos de dar emoción trágica a sus relatos, inventaron lo de la sublevación de las tripulaciones que, asustadas, querían retroceder, y la amenaza al Almirante de echarlo al agua si no descubría tierra en el plazo de tres días. Y Pinzón juega en todo esto el papel de un traidor cauteloso, que fomenta los miedos ridículos de una marinería acostumbrada a navegaciones más azarosas… En el relato de su viaje, el Almirante, que era de carácter receloso y muy dado a ver traiciones y asechanzas en todas partes, no dice una palabra de intentos de revuelta, y varias veces, durante la navegación, aproxima su nave a la de Martín Alonso, le llama, entablan amistosa plática desde el puente, y se envían con una cuerda la famosa carta de Toscanelli para esclarecer sus dudas.
–Colón—dijo Ojeda—era de mayores conocimientos científicos que su consocio el marino de Palos; pero reconocía en éste más pericia en el arte de navegar, en el manejo de los buques y de los hombres… Hubo, efectivamente, un plazo de tres días; pero este plazo no se lo dieron al Almirante sus marineros, sino que fue él quien se lo concedió a Pinzón, que solicitaba cambiar de rumbo. Notábase a ambos lados de los buques señales de tierra, pero el Almirante continuaba siempre en la misma dirección, creyendo estar entre las islas de Cipango, o sea en el archipiélago japonés. «Todo aquello se vería a la vuelta.» Él deseaba llegar cuanto antes a tierra firme, al Imperio de Catay, a la China, para visitar al Gran Kan, entregarle sus credenciales y hacer acopio de oro. Pero Martín Alonso, menos iluso, consideraba necesario tocar cuanto antes en alguna tierra, y don Cristóbal acabó por acceder a que cambiase de rumbo, con la condición de que si en tres días no encontraban costa volverían al primitivo…
Y apenas se sigue la ruta de Pinzón, surge la pequeña isla antillana, etapa primera del gran descubrimiento, que dura luego más de un siglo… Tal vez nadie hizo tanto por la gloria de Colón como su consocio al cambiar de rumbo. Imagínese usted si el Almirante, en su prisa de ver al Gran Kan, sigue la primera dirección y va a dar en las costas actuales de los Estados Unidos. De seguro que no vuelve, y el mundo se queda sin tener noticia de su descubrimiento.
–Sí; no vuelve—dijo Ojeda—. Es muy probable, es casi seguro. Para la pequeña expedición, que sumaba en conjunto unos noventa hombres, y no había hecho verdaderos preparativos de guerra, fue una suerte abordar en los archipiélagos paradisíacos del mar de las Antillas, con sus poblaciones mansas, tímidos rebaños humanos en los que cazaban su alimento los caníbales de las otras islas. Si los tres barquitos con su puñado de tripulantes se encuentran, al tocar tierra, con los indios feroces de la América del Norte o los belicosos aztecas de Méjico, de seguro que no vuelven… ¡y se acabó Colón!
–Sólo al final del viaje—continuó Maltrana—habla el Almirante de su compañero, con cierto encono. Al navegar por las costas de Cuba tuvieron mal tiempo, y Colón se refugió con su carabela en un abrigo de la costa, mientras el otro, marinero más atrevido y confiado en su habilidad, seguía adelante. Estuvieron separados unos días, y esto bastó para que Colón sospechase que Martín Alonso había tenido de los indios noticias de mucho oro e iba a buscarlo por su cuenta, como un amigo infiel. ¡Disputa de consocios que se temen y se vigilan!… Y el caso fue que iguales riquezas encontraron el uno y el otro… ¡nada! A su vuelta, el Almirante, que montaba una carabela, por haber perdido su nave mayor en un bajo, tiene que refugiarse en las Azores (donde intentan prenderle los portugueses), y luego en Lisboa, donde otra vez corre el peligro de verse preso. Mientras tanto, Martín Alonso afronta la tormenta sin hacer escala alguna y llega directamente a España, pero tan derrotado y enfermo, que muere inmediatamente. Y nadie le devuelve el medio cuento de maravedíes que puso en la empresa (cantidad que fue sin duda la que se atribuyó a Colón en su testamento como gasto hecho por él); se esparce el silencio en torno de su nombre; luego, cuando reaparece, es para que algunos autores le atribuyan intentos poco leales; y el vulgo se ha imaginado, durante siglos, al honrado Martín Alonso como una especie de barítono de ópera barbudo, sombrío, envidioso que intriga, rodeado de un coro de marineros, contra la gloria y la vida del tenor.
–Pero usted no negará, Maltrana, que el Almirante fue perseguido y maltratado de resultas de su gobernación en Santo Domingo. Acuérdese de Bobadilla, el comisionado de los reyes, acuérdese de cómo lo envió con grillos a España.
–Sí; reconozco que lo trataron «con descortesía», éstas fueron las palabras de la reina Isabel, su decidida protectora. Lo trataron sin respeto a su edad y sus méritos; con arreglo a los duros procedimientos judiciales de aquella época; procedimientos que el mismo Colón empleaba igualmente con sus inferiores. Pero que fuese una injusticia caprichosa, como quiere la leyenda, esto es discutible. Se puede ser un gran argonauta descubridor de tierras y un pésimo gobernante.
–Hay, además, que tener en cuenta las ilusiones que había fomentado en todos los que le siguieron en el segundo viaje, gente aventurera, levantisca y ansiosa de enriquecerse. Iban a las minas del rey Salomón, a Ofir, a Cipango; no había más que agacharse para recoger bolas de oro. Y se encontraron allá con que todo faltaba, y para recolectar un poco de oro había que sufrir horriblemente. El gobernador, con el ansia de amontonar riquezas y contrariado por los obstáculos, mostrábase huraño, atribuyendo la falta de éxito a la pereza de los individuos de la colonia. Y hubo rebeliones, batallas entre los conquistadores; y Colón, que tenía la mano pesada y el carácter autoritario, castigó duramente a sus inferiores.
–Los castigaba como si quisiera vengarse en ellos de persecuciones sufridas por sus ascendientes… Cuando Bobadilla llegó a la isla, enviado por los reyes en vista de las súplicas y quejas de los colonos, el Almirante había ahorcado en la semana anterior siete españoles, cinco más estaban en la fortaleza de Santo Domingo esperando el instante de morir con la cuerda al cuello, y su hermano el Adelantado tenía otros diez y siete metidos en un pozo, para enviarlos igualmente a la horca. Bobadilla no fue, en sus procedimientos, más que un justiciero expeditivo a estilo de la época. El mismo Las Casas, amigo del Almirante, reconoce que era «persona de rectitud». Al ser enviado Colón a España preso y con grillos, la reina lamentó mucho tal «descortesía», pero no lo repuso en el gobierno de la isla, prohibiéndole además que volviese a ella. Se echó tierra al asunto, porque doña Isabel deseaba, según un autor de la época, «que las verdaderas causas de lo ocurrido quedasen ocultas, pues más quería ver a Colón enmendado que maltratado». Y el mismo Colón, en una carta, confesaba haber cometido faltas que necesitaban el perdón de los reyes, «porque mis yerros—decía—no han sido con el fin de hacer mal».
Maltrana añadió, después de una breve pausa:
–También existe otro embuste legendario: la muerte de Colón en Valladolid, en plena miseria, pobre víctima de la ingratitud del rey Fernando. ¿Qué más podía hacer éste por él? El antiguo vagabundo era Almirante, cargo el más honorífico de la nación, pues lo había creado un monarca para uno de sus tíos. Su hijo, de obscuro origen e incierta sangre, lo había casado el rey Fernando con una sobrina suya. Gozaba, además, Colón, por capitulaciones públicas, la décima parte de todo lo que se ganase en la India. Pero como de allá no venía nada, según confesión del mismo don Cristóbal, de aquí que no poseyese riquezas. En cuanto a morir en la miseria, como supone el vulgo, basta decir que el testamento de Colón lo firman siete criados suyos, y este lujo de servidumbre no significa indigencia.
–Tiempos eran aquéllos de pobreza—dijo Ojeda—. Los mismos reyes andaban siempre apurados de dinero, la Hacienda pública era menos regular que ahora, y la nación, esquilmada por las guerras con los moros y la de Nápoles, no podía ayudar mucho a unos descubrimientos que sólo habían dado como resultado el hallazgo de islas improductivas en las que morían los hombres. Algo olvidado murió el Almirante. La gente, en España y fuera ella, no prestó atención al suceso: el descubridor se había sobrevivido a su fama. En los ocho años que siguieron al primer descubrimiento se habló mucho de él; luego, en los cinco últimos, el silencio y la indiferencia. Había ido a conquistar las riquezas de Oriente, y nadie veía las tales riquezas: era simplemente el descubridor de unas islas de la extrema Asia. Él también lo creía así; y sólo años después, cuando Núñez de Balboa encontró el Pacífico llamado mar del Sur, fue cuando Europa pudo enterarse de el Asia de Colón era un mundo nuevo que tenía otro Océano a espaldas.
–La facilidad con que Europa entera acogió los relatos de un obscuro piloto italiano, Américo Vespucio, el cual, atribuyéndose glorias ajenas, bautizó con su nombre el nuevo continente, demuestra cuán olvidado estaba Colón, no en España, sino fuera de ella. Este bautizo de América es injusto, pero no carece de lógica. Colón sólo había descubierto el Asia, y en esta fe murió. Américo Vespucio fue el primero que hizo saber al mundo (gracias a las sucesivas exploraciones de los marinos españoles) que esta mentida Asia era un continente nuevo, y los editores franceses, alemanes; italianos de sus escritos dieron su nombre a las lejanas tierras. Un cínico atrevimiento de librería que ha triunfado para siempre… Pero el vulgo, amigo Ojeda, quiere que sus héroes sean desgraciados, para amarlos con la simpatía de la conmiseración. Vea usted a Goethe el más grande tal vez de los poetas de nuestra época. Lo admiramos pero no nos inspira una simpatía familiar, porque fue dichoso en su existencia; tuvo amores con grandes damas, desempeñó altos cargos palaciegos, gobernó un país, vivió en la hartura. Nos gusta más Homero, ciego y vagabundo; Cervantes, que, según la gente, no tuvo qué cenar cuando terminó el Quijote; Shakespeare, cómico de lengua y empinando el codo en las cervecerías; Beethoven, pobre sordo… y Colón, muriendo de hambre sobre unas pajas, sin haber recibido blanca por sus descubrimientos.
–Mucho hay de eso—dijo Ojeda con exaltación—pero yo admiro al Almirante, fuese de donde fuese y tuviera la sangre que tuviera, como un soñador enérgico, que no descansó hasta levantar una punta del misterio que envolvía al mundo. Admiro en él sus errores estupendos y las teorías bizarras que por caminos tortuosos le llevaron hasta la verdad. Es el último grande hombre de la Edad Media, el nieto de los alquimistas, de los viajeros maravillosos, de los sabios rabínicos, de los navegantes árabes, de los iluminados cristianos, que abre a la vida moderna la mitad del planeta para que se ensanche. A mí me conmueven sus candideces y sus ignorancias cuando va por el mundo nuevo viendo en todas partes los vestigios del mundo antiguo. Me causan deleite las descripciones que hace en sus cartas de la tierras que descubre: los suelos «follados» por las patas de misteriosas «animalías»; la caza en las selvas a los «gatos paúles», nombre que en su tiempo se daba a los monos; la visita que recibe a bordo, en el último viaje, de «dos muchachas muy ataviadas, la más vieja de once años, que traían polvos de hechizos escondidos», y ambas, según dice el viejo Almirante a los reyes, «con tanta desenvoltura que no harían más unas p…». ¡Y qué energía la del hombre!
Ojeda hablaba con cierta emoción del último viaje del nauta, siempre en busca del oro que huía ante él; viaje de trágico dolor, en plena ancianidad, con una pierna ulcerada, los ojos casi ciegos, teniendo a su lado al hijo pequeño, pobre infante que cree haber arrastrado a la muerte. Los buques están encallados, las tripulaciones hambrientas y sublevadas, los indios de Jamaica se muestran hostiles; nada puede esperar ya de los hombres, pero se consuela con visiones celestes que se le aparecen de noche sobre el alcázar de popa y le hablan… También lo admiraba en los peligros del regreso de su primer viaje; peligros en los que le iba algo más que la existencia: la pérdida de la gloria que consideraba entre sus manos. Una tempestad que volcaba muchos navíos dentro del río de Lisboa alcanzábale en pleno Océano montando una carabela maltratada por la navegación en los mares de la India y que hacía agua por todas partes.
–Cree que Pinzón se ha perdido en el otro buque y que sólo queda él para dar al mundo la gran noticia: la gran noticia que todos ignorarán si él perece. Tal vez otros descubridores del Mar Tenebroso sufrieron este revés del destino luego de reconocer las tierras nuevas. ¡Morir con el secreto!…
Y Colón escribe en varios pergaminos la reseña de su descubrimiento, los mete en toneles y arroja éstos a las olas, sin que los marineros sospechen lo que encierran, pues creen que se trata de un acto de devoción para apaciguar a los elementos. La tempestad arrecia, y el Almirante hace traer tantos garbanzos como personas van en la carabela; señala uno con un cuchillo, y revolviéndolos en su bonete, invita a la chusma a meter la mano. El que saque el garbanzo marcado con una cruz irá de romero a Santa María de Guadalupe llevando un cirio de cinco libras… Y es el Almirante el que saca el garbanzo. Luego echan las mismas suertes para ir en romería a Santa María de Loreto, «en la Marca de Ancona, tierra del Papa», y como le toca a un simple proel, Colón le promete ayudarle con sus dineros para el viaje. La borrasca va en aumento; al día siguiente vuelven a echar suertes para velar toda la noche en Santa Clara de Moguer, y otra vez designa el garbanzo al Almirante.
Pero como estas promesas no logran domar a las potencias hostiles del Océano y la carabela se tumba, falta de lastre—una imprevisión del Almirante—, y los bastimentos de comida están casi agotados, hacen el voto de ir todos, apenas lleguen a tierra, en procesión y en camisa hasta la primera iglesia que encuentren bajo la advocación de la Virgen.
–Y cuando el temporal los echa al fin en Lisboa, llevaba Colón más de doce días de inmovilidad en su banco de popa, dormitando a ratos, con las piernas mojadas por la lluvia y las olas. Esa prueba fue la más tremenda de su vida. ¡Poseer una verdad que iba a conmover al mundo y morir con ella!… Pero basta de Colón amigo Maltrana. Ya hemos hablado bastante; vamos a tomar el te.
Abandonaron sus asientos, y al dirigirse a una de las escalerillas para descender al paseo, notaron en el mar varias curvas negras y veloces que asomaban un instante sobre el agua, sumiéndose y reapareciendo más lejos entre burbujeo de espumas.
–Son atunes—dijo Maltrana—. O tal vez sean delfines… ¡Quién sabe!
–De seguro que no son sirenas—repuso Ojeda.
Caminaron algunos pasos, y añadió:
–Es lástima que no queden sirenas. Y sin embargo, aún las había en tiempos de Colón… ¿No sabe usted eso? Él vio salir tres «muy altas sobre el mar», cerca de la embocadura de un río de Santo Domingo. Y dice Las Casas que al Almirante no le llamaron la atención, porque había visto otras muchas en sus navegaciones de mozo, por las costas de Guinea y la Manegueta, y que las sirenas no son tan hermosas como las pintan, «pues en cierto modo tienen forma de hombre en la cara».