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Kitabı oku: «Los enemigos de la mujer», sayfa 29

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Un hombre estudioso la amaba; un antiguo secretario de su padre el gobernador colonial. Sólo una vez se habían confesado este amor. Luego continuaron su vida como siempre, guardando cada uno su secreto, poniendo la realización de sus ilusiones en un porvenir indeterminado… Pero llegaba la guerra.

El había corrido de los primeros á alistarse como voluntario: «Mary, soy soldado.» Y Mary había respondido: «Hace usted bien.» Se escribían de tarde en tarde breves cartas. Tenían cosas más importantes que hacer. El no poseía la hermosura y la fuerza del héroe, como los hermanos de lady Lewis. Hasta sospechaba ésta que su aspecto era poco militar, á causa de los torpes movimientos de una vida vegetativa acostumbrada á encorvarse sobre la mesa de escribir. Pero cumplía su deber, y más de una vez le habían citado por sus frías audacias.

Nunca se realizarían los deseos de los dos. Aunque ella alcanzase á vivir después de la guerra, continuaría su existencia presente en los hospitales civiles, en los países remotos azotados por las epidemias. El tal vez se casase con otra, ó tal vez permanecería fiel á su recuerdo, dedicándose por su parte á remediar el dolor de los hombres. Mas vivirían alejados, yendo adonde les llamase su deber, pensando á todas horas uno en el otro, pero sin verse, como los monjes letrados y las religiosas apasionadas que en otros siglos llenaban su existencia con una amistad espiritual sostenida desde sus lejanos monasterios.

Miguel volvió á admirar esta abnegación. Lady Lewis pertenecía al pequeño grupo de elegidos que desconocen el egoísmo y ansían sacrificarse por el bien; á las eternas santas que existieron antes del nacimiento de las religiones, y que continuarán floreciendo lo mismo cuando la duda haya acabado de arruinar las creencias actuales.

– Usted es un ángel – dijo el príncipe.

– No – protestó ella-: yo soy una amorosa, una gran amorosa.

Lubimoff sonrió con cierta lástima.

– ¿Amorosa usted, lady?..

Ella siguió hablando, como si le molestase la extrañeza de su oyente. ¿Qué era el amor de los otras mujeres comparado con el suyo? Ponían su ternura, su deseo de sacrificio, en un solo hombre. Más allá de él no encontraban nada digno de interés. Ella amaba á todos los hombres, ¡á todos! hasta aquellos enemigos que había cuidado muchas veces en las ambulancias del frente. Estaban engañados; y si realmente habían sido perversos y deseaban continuar siéndolo, ella sólo les veía en su estado actual, tendidos en una cama, con las carnes rotas, amenazados por la muerte. Eran unos desgraciados nada más, y esto bastaba para que olvidase su origen.

Deseaba el triunfo de los suyos, porque los otros representaban la exaltación de la fuerza brutal, la divinización de la guerra, y ella quería que no hubiese más guerras. ¡El amor imperando sobre el mundo entero!.. Harta desgracia era que los hombres no pudieran suprimir con igual facilidad la pobreza, el dolor y la muerte, divinidades negras que nos toman al nacer y con las que batallamos hasta el último momento.

– Yo amo todo lo que vive: las personas, los animales, las flores. ¿Qué es al lado de esto el amor entre hombre y mujer, que las gentes consideran el único amor y no es mas que el egoísmo de dos seres apartados de sus semejantes, viviendo sólo para ellos?.. Mi amor también es un egoísmo, lo reconozco; tal vez algo peor: un orgullo. ¡Si usted conociese mis alegrías cuando he salvado de la muerte á uno de mis flirts, á uno de esos pobres heridos que no veré más!.. No me admire, príncipe, no me compadezca. Soy únicamente una pobre mujer: ¡nada de ángel! Además, muy mala; tengo mis remordimientos, como todos.

– ¡Usted, lady!.. – volvió á exclamar el príncipe con un gesto de incredulidad.

Y ella, para que el otro no dudase, se apresuró á contar el gran pecado de su existencia. Viajando por Andalucía había visto al borde de un río unos muchachos que intentaban ahogar á un perro vagabundo, arrojándole piedras. Mary cayó sobre ellos, loca de cólera, apaleándolos con su quitasol. Uno de los chicuelos lloró, arrojando sangre por las narices… Este mal recuerdo había perturbado muchas de sus noches. Ahora no podía ver á un niño sin acariciarlo con la vehemencia del remordimiento.

También había sostenido disputas en varios países con los carreteros que golpean á sus bestias, con los dueños de hotel que no le permitían guardar en su habitación los perros y gatos sin dueño encontrados en las calles.

Antes de la guerra, su lástima era toda para los animales. La humanidad sabe defenderse. Pero ahora, las matanzas de seres uniformados desviaban su dulce ternura hacia los hombres. Estaban más faltos de cariño y protección que las pobres bestias.

El recuerdo de sus flirts, que á estas horas se removían en sus camas cubiertos de vendajes, ansiosos de la presencia de lady Lewis, ó permanecían en un banco con los ojos inmóviles vueltos hacia el sol, negándose á pasear por faltarles el suave apoyo de su brazo, le hizo abandonar su asiento. «¡Adiós, príncipe!» Los enamorados la esperaban.

Puesta de pie, recordó el motivo de su visita, hablando de nuevo con aquel tono que revelaba su firme voluntad.

Era inútil que buscase á la duquesa. La pobre, después de tantas desorientaciones en su vida, acababa de encontrar el verdadero sendero, el mismo que ella, más afortunada, había seguido en plena juventud. La virgen dolorosa habló con naturalidad del pasado de Alicia. Lo conocía todo. En el silencio de Villa-Rosa, la otra se había confesado desesperadamente, sin que la enfermera sintiese escándalo ni asombro. ¡Qué representaba esta catástrofe moral de una simple persona, cuando el mundo veía á cada minuto los más inauditos crímenes!..

– Partió esta mañana, y está muy lejos… ¡muy lejos! – dijo la lady – . Es posible que jamás vuelvan á verse… Yo le escribiré que usted la perdona, y esto le proporcionará la tranquilidad que necesita en su nueva existencia.

El príncipe la fué acompañando hacia la salida de sus jardines. Durante el camino volvió á lamentarse. Necesitaba exteriorizar el desaliento en que le había dejado la resistencia de la inglesa á decirle el paradero de Alicia.

– Soy muy desgraciado, lady.

– Lo creo – contestó ella – . Mis desgracias son más grandes que las de usted, pero las sobrellevo mejor.

Para Mary, la vida era á modo de una balanza. En un platillo caía el infortunio: nadie se libraba de este peso; pero había que equilibrar el espíritu colocando en el platillo opuesto algo grande, un ideal, una esperanza. Ella había encontrado el contrapeso necesario: el amor á todo lo existente, el sacrificio por los semejantes, la abnegación en todos los momentos.

¿Qué tenía el príncipe para contrabalancear las sacudidas del destino?.. Nada. Seguía viviendo como en los años de paz, pensando únicamente en él. Era todavía como habían sido los demás hombres antes de que la guerra los sacase de su individualismo egoísta, haciendo reflorecer las virtudes de la solidaridad y el sacrificio. Por eso bastaba un simple obstáculo á sus deseos, un desengaño amoroso, algo que sólo puede perturbar la vida de un adolescente, para que se considerase desgraciado… ¡Ah, si tuviera un ideal superior! ¡Si pensara menos en él y más en los hombres!

Se estrecharon los manos junto á la verja.

– ¡Adiós, lady! – dijo el príncipe inclinándose.

De estar don Marcos presente, hubiese reconocido esta voz. Era la misma de la tarde del desafío, cuando encontró á la inglesa con los dos ciegos; una voz hermosamente grave, en la que parecían gotear lágrimas.

Toledo sólo apareció algunos instantes después, saliendo del pabellón del jardinero, para encontrarse con el príncipe, que regresaba pensativo hacia su «villa».

Lubimoff habló para darle una orden con tono duro.

– Me marcho á París… Quiero salir mañana; arregla lo necesario.

Luego, al fijar sus ojos en el coronel, continuó, con voz más dulce:

– Creo que nunca volveré aquí… Voy á vender Villa-Sirena.

XII

Don Marcos desciende por los jardines públicos hacia la plaza del Casino, en conversación con un militar.

Ya no es el ceremonioso coronel que besaba manos viejas y nobles en los salones de juego y asistía como inevitable comensal á los almuerzos de todas las familias linajudas de paso en el Hotel de París. Nada recuerda en su persona los levitones forrados de terciopelo, los sombreros de seda blanca y demás esplendores de su elegancia original. Va sobriamente vestido de obscuro, y su aspecto tiene algo de rústico; revela al hombre que vive en el campo, gusta de cultivar la tierra y se siente cohibido al volver á la existencia urbana. Lleva puestos los guantes, lo mismo que en sus buenos tiempos; pero ahora es por necesidad. Sus manos le recuerdan cierto exiguo jardín en torno de una «villa» diminuta, con cinco árboles, doce rosales y unos cuarenta arbustos más, que conoce uno por uno, dándoles nombres propios, cuidándolos y regándolos fervorosamente hasta encallecer sus dedos.

El militar también marcha como un hombre de campo, mirando á todos lados curiosamente. Un áspero bigote cubre su labio superior, uno de esos bigotes duros y agresivos que surgen después de largos años de continua rasura. Su uniforme es viejo, desteñido por el sol y las lluvias. El paño amarillento tiene el color neutro de la tierra. Su brazo derecho pende inerte del hombro y se mueve al ritmo del paso, con el vaivén de las cosas inanimadas. La mano va cubierta de un guante cuya rigidez acusa el relieve de algo duro y mecánico. La otra mano se apoya en un garrote, y una pipa humea en su boca. Sobre sus bocamangas casi se confunde con el color de la tela un breve y único galón de oficial.

– Diez meses y veinte días – dice Toledo – que Su Alteza salió de aquí… ¡Qué de cosas han ocurrido!

El militar es el príncipe Lubimoff: un Lubimoff que parece más fuerte, más sereno y decidido que el del año anterior, á pesar de su brazo artificial. La cabeza tiene las mismas canas de antes, discretamente esparcidas; pero el bigote, al crecer libremente, ha surgido casi blanco.

Las patillas del coronel son de la misma tonalidad. Con la desaparición de sus elegancias cesaron igualmente los cuidados de tocador, y el gris discreto de un teñido prudente ha dejado paso al blanco de una franca vejez.

Don Marcos señala la plaza hacia la que se dirigen los dos.

– ¡Si hubiese visto Su Alteza esto la noche del armisticio!

La noticia del triunfo hacía correr á todas las gentes. Bajaban de Beausoleil, subían de La Condamine, llegaban del peñón de Mónaco. Por primera vez después de cuatro años, se iluminaban de arriba á abajo las fachadas del Casino, de los hoteles y cafés. La plaza estaba repleta de gente. Todos parpadeaban deslumbrados, después de la larga noche en que les había tenido sumidos la amenaza submarina. Unos cuantos instrumentos de cobre rugían la Marsellesa, y la muchedumbre, siguiendo las banderas de los países aliados, daba vueltas en torno del «queso», como las falenas alrededor de la luz, no queriendo salir de la plaza.

De pronto se había formado una larga línea danzante, una farándula, que empezó á correr y saltar, agrandándose en cada una de sus contorsiones. Todos se agregaban á ella, por el contagio del entusiasmo; el oficial unía su mano con la del soldado; las graves señoras levantaban las piernas y perdían el sombrero; las señoritas tímidas gritaban, con los cabellos sueltos; los rostros femeninos tenían esa expresión de locura entusiástica que sólo se ve en los días de revolución. Los cojos saltaban, los ciegos creían ver, los mancos se agarraban con sus muñones á la fila serpenteante. La Marsellesa parecía un himno milagroso, comunicando á todos una nueva fuerza. ¡La paz!.. ¡la paz!

En una de sus evoluciones, la cabeza de la humana serpiente remontaba las gradas del Casino, La farándula quería meterse en el atrio, en las salas de juego, para arrastrar entre sus anillos al público, á los croupiers, á las mesas. Toda actividad interesada debía cesar en esta hora de generosa alegría.

– ¡Ay, los jugadores! ¡Qué enfermedad la del juego, marqués! Al llegar á la plaza se quitaban el sombrero ante las banderas, faltaba poco para que llorasen, cantaban una estrofa de la Marsellesa. «¡Viva Francia! ¡Vivan los aliados!..» Y á continuación se metían en el Casino para apuntar su dinero al mismo número de la fecha celebre ó á otras combinaciones sugeridas por la paz.

Los porteros, con aire de viejos gendarmes, formaban en masa heroicamente para rechazar con sus pechos, sus panzas y sus puños la farándula revoltosa que pretendía introducirse en el solemne palacio. Parecían indignados. ¿Cuándo se había visto tamaña insolencia?.. Buena era la paz, y el pueblo debía regocijarse; ¡pero meterse en el Casino como un motín danzante, para interrumpir el funcionamiento de una industria honrada!.. Y habían acabado por repeler gradas abajo aquella fila de señoras desgreñadas por el entusiasmo, de militares condecorados que olvidaban repentinamente sus enfermedades v sus heridas.

El príncipe y Toledo llegan á la plaza y se dirigen á la izquierda del Casino, donde está el Café de París.

Lubimoff se sienta á una mesa, en un ángulo saliente del café que las gentes apodan «el Promontorio». El coronel permanece derecho. Ha pasado la tarde con el príncipe, y necesita volver á su casa. Ya no tiene la independencia de antes; alguien vive con él, y su nueva situación le impone obligaciones ineludibles.

Ve con la imaginación la casita que habita en lo alto de Beausoleil, rodeada de un pequeño jardín. Todo es suyo por escritura pública. Pero la suerte de su propiedad no le inquieta: nadie se llevará sus paredes y sus árboles. Lo que le tiene nervioso es cierto suboficial americano, joven y membrudo, que siente la manía de pasear en torno de su vivienda, y ciertos ojos claros que le siguen hambrientos desde una ventana, cierta boca carnuda que le sonríe, ciertas manos que él cree haber sorprendido de lejos arrojando una flor, y cuya propietaria le grita furiosa todos los días para convencerle de que ha visto visiones.

Don Marcos se ha casado.

Pocas semanas después de marcharse el príncipe, un gran cambio se realizó en su existencia. Villa-Sirena era ya de aquel nuevo rico, constructor de autocamiones y aeroplanos, que también había comprado el palacio de París. El coronel, al darle posesión, sólo se acordó de alabar los méritos del jardinero y su familia.

Lubimoff, antes de marcharse al frente, se había ocupado de la suerte de su «chambelán», asegurándole una pensión de diez mil francos al año y enviando además cierta cantidad para que comprase una casa. Ya que deseaba morir en Monte-Carlo, debía tener su pequeña Villa-Sirena.

Al poco tiempo de jardinear en su propiedad, viendo abajo la plaza del Casino, Toledo fué en busca de Novoa. Era su mejor amigo; además, era español, y tenía el deber de servirle en la circunstancia más importante de su vida. Lo necesitaba como padrino de boda. El profesor quedó estupefacto al enterarse de que se casaba con la hija del jardinero. ¡Una muchacha que podía ser su nieta!.. Era desafiar al destino, correr á sus años en busca de la desgracia que ya presagiaba su nombre.

– Piense usted, don Marcos, que la juventud tiene sus derechos.

– Y la vejez sus deberes – contestó el coronel con bondad, resignándose ante el porvenir.

Ahora, de pie ante el príncipe, balbucea con timidez y confusión porque va á abandonarlo.

– Me espera Madó: la pobrecita sale muy poco. Le gusta que la lleve por las tardes al concierto en las terrazas. Son las cinco.

Y cuando el príncipe asiente con un movimiento de cabeza, echa á andar precipitadamente. Luego, más lejos, casi empieza á correr cuesta arriba, jadeando y sin sentir el cansancio. Desea llegar á su casa pronto, y tiene miedo de llegar. Madó sólo le convence cuando está al alcance de sus gritos. Se estremece pensando que puede de nuevo ver visiones.

Al quedar solo el príncipe, se borran poco á poco de sus ojos el vaso que tiene delante, las mesas inmediatas, el gentío sentado en torno del «queso». Su visión se contrae y se hunde, para contemplar otras imágenes que guarda su memoria.

Llegó en la mañana á Monte-Carlo. Sólo van transcurridas unas horas, ¡y ha visto tanto!..

Recuerda unas frases de su amigo Lewis; frases tristes, dichas en uno de los almuerzos en Villa-Sirena: «La vida es rara y desigual en su curso. Transcurre el tiempo sin que surjan sucesos extraordinarios, y de pronto, las horas valen meses, los días son años, y pasan en unos minutos cosas que en otras ocasiones necesitarían siglos…» ¡Qué de muertes en el espacio relativamente breve que le separa de su última salida de Monte-Carlo!..

Lubimoff ve en su memoria el corto y agitado período después de su llegada á París: su ingreso en la Legión extranjera, el grado de subteniente concedido al antiguo capitán de la Guardia imperial, su ida al frente después de haber distribuído y colocado el millón y medio producto de la venta de Villa-Sirena, la dura vida de campaña, los combates, la muerte acompañando con una generosidad lúgubre los avances de la ofensiva triunfal. Recuerda su encuentro con un legionario que le llama y al que tarda en reconocer: ¡Atilio Castro! Un Castro que ya no sonríe irónicamente, que contempla la vida con gravedad y parece convencido ahora del valor de sus acciones. Como pertenecían á distintas compañías, ya no se vieron más. Un anochecer lo encontró después de un combate, pero tendido en el suelo entre otros cadáveres, con la frente rota, la masa cerebral al descubierto. El rictus de la muerte era en él una sonrisa serena. ¡Pobre Castro!.. ¿Qué sería de doña Clorinda?..

El príncipe deja de pensar en esto. Otros cadáveres le atraen. Evoca una visión reciente: su llegada á Monte-Carlo después de haber vivido mucho tiempo en un hospital. Al bajar del tren, Toledo examina con emoción el brazo mecánico que disimula imperfectamente el brazo amputado. Ha sufrido varios meses las consecuencias de una herida fatal y estúpida, recibida sin gloria pocos días antes del armisticio.

Sube á la risueña casita de don Marcos, que será, la suya mientras permanezca aquí. Allá abajo, avanzando sobre el mar, encuentra el promontorio de Villa-Sirena, que es de otro, y vuelve la vista para evitar que renazcan ciertos recuerdos. Esto hace que tropiece con los ojos de Madó, la señora de Toledo; unos ojos que consideran sin duda más interesante al príncipe Lubimoff bigotudo, avejentado y con uniforme, que cuando era el elegante amo de sus padres. ¡Pobre coronel!.. Y huye de la mirada tentadora, de la boca carnuda y purpúrea que parece desafiarle al sonreir.

Después del almuerzo sigue un camino que asciende por la montaña formando ángulos; ve un muro de piedra, pasa una puerta, contempla un instante un monumento rematado por un gallo enorme.

Toledo se descubre. ¡Paz á los héroes! Luego señala la entrada de la fúnebre construcción.

– El pobre Martínez está ahí.

Bajan por unas gradas de piedra á una segunda sección del cementerio, escalonado en la montaña. En esta meseta sólo hay tumbas á ras del suelo, losas sepulcrales guardadas por un rectángulo de cadenas ó simplemente con orlas de flores. Un instinto estético parece influir en la parquedad de los ornamentos. Desde estas explanadas se ve una gran extensión de costa verde moteada de blanco por las «villas» y las poblaciones; los Alpes de color de rosa, los cabos de rocas purpúreas, el azul profundo y denso del Mediterráneo, el azul flúido y suave de un cielo sin nubes. Y las tumbas sonríen en esta Naturaleza esplendorosa, difundiendo, al entreabrirse bajo la acción del calor, un ligero vaho de sebo, un tufillo de estearina líquida.

Busca el coronel entre ellas, leyendo los nombres.

– Aquí, marqués.

Señala una losa con una simple inscripción: «Mary Lewis.»

– Lo mismo que un pájaro, Alteza. Un amanecer la encontraron muertecita en su cama del hospital. No dió un grito, no se quejó; se fué como había vivido… Las enfermeras cuentan que el cadáver sonreía; un cadáver ligero como una pluma.

En torno de la tumba se ennegrecen varias coronas, lo mismo que si las hubiese chamuscado un incendio. Toledo rebusca entre estas ofrendas de las compañeras de la difunta, hasta señalar un manojo de rosas frescas que empiezan á marchitarse.

– Debe ser de lord Lewis – sigue diciendo – . Cuando le va mal en el Casino, sube á ver á su sobrina. Su Alteza sabrá seguramente que, con la muerte de lady Lewis, él es ahora lord… verdaderamente lord.

Levanta el príncipe sus hombros. ¡Vanidades humanas en este lugar, que da á todas ellas un carácter grotesco!..

Don Marcos adivina su impaciencia, y mientras descienden dos escalinatas más, va dando explicaciones.

– La inglesa se fué antes que la otra; por eso la enterraron arriba. ¡Han muerto tantos en los últimos meses!..

Llegan á la última meseta del cementerio, la más baja, un campo cuadrado de tierra rojiza, en el que no hay losas, ni columnas truncadas, ni cadenas. Pequeños montículos que afectan la forma de un féretro indican el lugar de las sepulturas. Algunos tienen cruces de madera. De una de éstas pende el retrato de un soldado joven en el centro de una corona depositada por sus padres.

Dos hombres asoman su busto á ras del suelo y vuelven á hundirse después de vaciar sus palas: abren una tumba para alguien que va á llegar. Miguel se fija en el campaneo lúgubre que viene de abajo, desde una iglesia de la ciudad invisible, á través del éter vibrante y luminoso.

El coronel insiste en sus explicaciones.

– Es una sepultura provisional, sin losa, sin nombre. Con motivo de la guerra, era imposible enviar la muerta á París. Estará aquí el tiempo que exige la ley, y luego, esa señorita que es su heredera la trasladará al panteón del cementerio de Passy, donde está enterrada su madre.

Duda un poco examinando los montículos, y al fin se detiene ante uno de ellos, quitándose el sombrero.

– Aquí es.

Lubimoff no puede contener su extrañeza. «¿Aquí?..» Ve un túmulo de tierra sin adorno alguno, sin nada que lo diferencie de los otros, y que no le infunde ninguna emoción. Mira con inquietud á su acompañante. ¿No se habrá equivocado?.. ¿No estarán ante la sepultura de un pobre militar muerto de sus heridas?

El coronel, ofendido por la duda, repite con energía: «Aquí es.» Se acuerda de que fué el único hombre que figuró en el entierro. Tres enfermeras, la señorita Valeria y él, nada más, siguieron el féretro hasta estas alturas.

¡Pobre duquesa de Delille!.. Se conmueve Toledo al recordar su muerte inesperada. Lady Lewis la había enviado al frente. Su nacimiento en los Estados Unidos facilitó que la admitiesen en el personal sanitario de las divisiones americanas que se batían en Château-Thierry.

Escuchando el príncipe las explicaciones de don Marcos, recuerda una confesión de Alicia. Era torpe de manos; su voluntad, ansiosa de hacer el bien, flaqueaba por falta de medios materiales en el momento de la acción. Sin duda por esto la habían expedido á las pocas semanas otra vez á la Costa Azul, para que prestase sus servicios en un hospital más tranquilo que las ambulancias del frente.

Toledo no la había visto. Vivía en las inmediaciones de Monte-Carlo sin que él lo sospechase. La primera noticia que tuvo de ella fué la de su muerte; una muerte que deja pensativo al coronel siempre que la recuerda.

Se infectó con un instrumento de cirugía que acababa de ser empleado en una operación. Tal vez fué por torpeza de sus manos; tal vez… ¡quién sabe! Don Marcos cree que la duquesa estaba cansada de vivir.

– Una muerte horrible, marqués. Yo no la vi: celebré no verla. Me contaron que estaba negruzca é hinchada. Además, pasó muchas horas de suplicio, apoyándose en la cabeza y los talones, hecha un arco, sobre la cama, con el cuerpo dilatado por los más atroces sufrimientos. El tétanos. ¡Morir así una gran dama tan hermosa, tan elegante!.. Pero en medio de tales suplicios tuvo serenidad para dictar sus disposiciones testamentarias. La señorita Valeria ha heredado Villa-Rosa y varios centenares de miles de francos: todo lo que ganó ella una noche en el Sporting. En cuanto á Su Alteza…

Le interrumpe el príncipe con un ademán. Sabe hace tiempo, por las cartas de don Marcos, que Alicia se acordó de él en su último instante, dejándolo heredero de sus minas de plata en Méjico, de todo lo que poseía al otro lado del mar: nada por el momento, tal vez en el porvenir una fortuna casi igual á la que Lubimoff tenía antes en Rusia.

Permanece con los ojos fijos en la sepultura. Ve sobre las laderas del túmulo un musgo fino, un bosque minúsculo que abre sus ramajes al soplo de la primavera, y entre cuyas hojas se mueven diminutas flores. Unas mariposas negras ó verdes moteadas de rojo aletean sobre esta selva rumorosa de vida naciente, como aletearon las monstruosas aves prehistóricas sobre las primeras vegetaciones del planeta.

Miguel establece una relación entre estos insectos y el espíritu que habitó el organismo que se deshace cerca de sus pies, bajo un metro de tierra. Sus colores variados y desacordes le hacen pensar en el alma de la muerta. También, minutos antes, otra mariposa blanca revoloteando sobre las flores traídas por Lewis le ha hecho ver el alma pueril y sublime de lady Mary.

Ahora, sentado en el café, su emoción es mayor que en el cementerio. Ve las cosas á través del recuerdo, espiritualizadas, limpias de los sedimentos de la realidad.

¡Pobre Alicia! ¡pobre engañada de la vida!.. La Venus triunfadora, la Helena del «banco de los viejos», la beldad centro de lo existente, ansiosa de admiración más que de amor, está en un mísero cementerio, entre cadáveres de soldados, y tal vez aceleró con voluntaria torpeza su salida de un mundo en el que no encontraba lugar, repelida por sus propias acciones.

Nuestra existencia no es mas que un resultado de la voluntad. Formamos la vida á nuestra imagen; en vano nos quejamos contra el destino: somos lo que queremos ser. Alicia sólo podía terminar de un modo extraordinario, de acuerdo con su existencia anterior. El también ha vivido como no viven los demás hombres, y morirá con una muerte distinta á la de ellos.

No siente dolor ni despecho. Se extraña de haber podido odiar á Martínez y deseado á esta mujer con tanta vehemencia. Sólo conoce ahora la melancolía de una tristeza enorme con el recuerdo de estos seres que ya no son, que empiezan á morir segunda vez al quedar olvidados por los que les conocieron. Unicamente pueden inmortalizarse en la memoria del príncipe, pobre memoria destinada á perecer á su vez dentro de unos años.

Intenta con la imaginación atravesar la masa de tierra que cubre á la muerta; pretende ver en la más densa de las sombras. Sólo han transcurrido unos meses de descomposición: su personalidad aún no se ha disuelto enteramente. La ve como era en la vida y al mismo tiempo como es ahora. Su carne se deshace en arroyuelos pútridos que corren por los pliegues de las ropas chamuscadas. Forzosamente sonríe á todas horas en la obscuridad: ya no tiene labios. Sus ojos sirven de abrigo á las prolíficas moscas de la tumba, que engendrarán millones de millones de destructores. Y este anonadamiento de algo que existió, pensó y amó está aún en sus preliminares.

A los devoradores de las partes blandas sucederán los irresistibles artífices del hueso. Miriadas de trabajadores microscópicos laborarán el esqueleto, limpiándolo de las últimas impurezas adheridas á su andamiaje, desmontando las sabias articulaciones, raspando el cemento que adhiere las vértebras. Un día, la mandíbula inferior se despegará, rodando hasta la cavidad abdominal, una mandíbula cuyos dientes conocieron el esplendor de la sonrisa y la caricia del beso. Otro día, el cráneo, al partirse en piezas el espigón que le sirvió de soporte, rodará también, confundiéndose con el polvo de los costillares, con los huesecillos de los pies que marcaron el ritmo de un paso ondulante. Dentro de unos siglos, las revoluciones y las guerras tal vez sacarán á la superficie este cráneo. ¿Por qué no?.. Lubimoff acaba de ver en el frente numerosos cementerios removidos por el cañón, con los muertos emergiendo de la tierra, tal como los levantó el estallido de las granadas… Y cuando alguien, en lo futuro, con la eterna curiosidad del príncipe shakespiriano, tome en su diestra el cráneo de Alicia, no podrá decir si perteneció á una dama ó á una moza de posada, si fué de una beldad ó de una negra…

Miguel evoca con irónica tristeza sus ilusiones y sus deseos concentrados en esta nada, y siente la necesidad de olvidar el cadáver. Sus ojos, que miran hacia dentro, ven la minúscula vegetación, los pintarrajeados insectos, todo lo que la primavera ha puesto sobre una tumba sin nombre. Esto es lo que una vida que se consideró superior á las otras ha dejado como único rastro de su existencia. Tal vez en la corola de las florecillas hay una gota del alma de Alicia, y las mariposas la beben para continuar su ebrio revuelo sobre las tumbas.

¡La primavera! El príncipe levanta su pensamiento sobre el dolor individual. Recuerda lo que ha visto en un pedazo de mundo asolado por la bestialidad de los hombres: ciudades en ruinas; pueblos que sólo levantan sus muros un metro sobre el suelo, como las urbes descubiertas después de un cataclismo; granjas incendiadas; campos interminables esterilizados, perforados, vueltos al revés por un cañoneo de cinco años; muchas tumbas… miles de tumbas… millones de tumbas. Las mujeres, vestidas de negro, van por los caminos titubeando á través de los escombros y de los embudos abiertos por los proyectiles monstruosos. Perdieron sus hijos, vieron fusilar sus maridos; ahora exploran el suelo en busca de su casa que fué…

Pero el invierno de la guerra ha terminado; ya llega la primavera de la paz. Y la misma mano verde que pone florecillas y mariposas sobre la tumba anónima cuelga olorosas guirnaldas de los muros ennegrecidos por el incendio, tapiza con terciopelo vegetal las pendientes abiertas por las explosiones, hace gorjear los pájaros y rebullir los insectos sobre las sepulturas, guía la serpenteante enredadera por el leño negro de las cruces, como si quisiera convertirlas en tirsos…