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Kitabı oku: «Mare nostrum», sayfa 13

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Permitió que el beso se pasease por su mejilla, llegando hasta su boca. Esta caricia estaba ya aceptada: tenía la fuerza de la costumbre. Por esto no se resistió á ello, recordando los precedentes, pero el miedo al abuso la hizo retirarse de la ventana.

– Veamos el palacio encantado que me ha prometido mi flirt – dijo alegremente, para distraer la insistencia de Ulises.

En el centro había una mesa de tablas mal cepilladas y rudos pies. Los manteles y los platos disimularían luego este horror. Sus ojos, pasando despectivamente por las sillas viejas, las paredes de suelto empapelado y los cromos de marcos verdosos, tropezaron con algo obscuro, rectangular y profundo que ocupaba todo un ángulo de la pieza. No se sabía si era un diván, una cama ó un catafalco fúnebre. Las mantas pardas que lo cubrían evocaban en la memoria los lechos de cuartel ó de presidio.

«¡Ah, no!…» Freya dió un salto hacia la puerta. Ella no podría comer al lado de este mueble inmundo, por el que había pasado lo peor de Nápoles. «¡Ah, no! ¡Qué asco!»

Ulises estaba junto á la puerta, temiendo que los descubrimientos de Freya fuesen más allá, tapando con su espalda aquel cerrojo que era el orgullo del camarero. Balbuceaba excusas, pero ella se engañó al notar su insistencia, creyendo que pretendía cerrarle el paso.

– ¡Capitán, déjeme salir! – dijo con voz colérica – . Usted no me conoce. Eso es para otras… ¡Atrás, si no quiere que le tenga por un grosero!…

Y lo empujó en su salida, á pesar de que Ulises le dejaba franco el paso, repitiendo sus excusas, haciendo recaer toda la responsabilidad en la torpeza del sirviente.

Se detuvo ella ante el emparrado, súbitamente tranquilizada al verse en pleno aire. Buscó la mesa más lejana y fué á sentarse de espaldas al cuarto.

– ¡Qué antro!… – dijo – . Venga aquí, Ferragut. Estaremos mejor al aire libre, contemplando el golfo… ¡Venga y no sea niño!… Todo está olvidado. Usted no tiene la culpa.

El viejo camarero, que volvía con manteles y platos, no hizo el menor gesto al ver á la pareja instalada en la terraza. Estaba acostumbrado á estas sorpresas. Evitó los ojos de la señora, como un reo convicto, y miró al señor con el mismo aire desolado que empleaba para anunciar el agotamiento de un plato puesto en la lista. Sus gestos de muda protección intentaban consolar á Ferragut de su fracaso. «¡Paciencia y tenacidad!… Victorias más difíciles había visto él en su clientela.»

Antes de servir la comida puso sobre la mesa, á guisa de aperitivo, una botella ventruda de vino del país, un néctar de las laderas del Vesubio, con un lejano sabor de azufre. Freya tenía sed y le inspiraba recelo el agua de esta trattoria. Ulises necesitaba olvidar su reciente fracaso… Y los dos hicieron sus libaciones á los dioses, pero con absoluta pureza, sin que una gota de agua viniese á cortar la diafanidad de piedra preciosa del vino.

Un grupo de cantores y bailarines invadió la terraza. Una joven cobriza, hermosa y sucia, con el pelo revuelto, grandes aros en las orejas y un delantal de rayas multicolores, bailó bajo el emparrado, moviendo en alto un pandero que era casi del tamaño de una sombrilla. Dos chicuelos vestidos de antiguos lazaroni, con gorro rojo y las piernas remangadas, acompañaron dando gritos la agitada danza de la tarantela.

El golfo se coloreaba de rosa, como si creciesen en sus entrañas, bajo los rayos oblicuos del sol, inmensos bosques de corales. El azul del cielo también se tornó rosado, y las montañas se incendiaron al reflejar el astro agonizante. El penacho del Vesubio era menos blanco que en la mañana. Su columna nebulosa, rayada con estrías rojizas por la luz moribunda, parecía reflejar el fuego interior.

Sintió Ulises la placidez amistosa que inspiran los paisajes contemplados en la infancia. El había visto muchas veces este mismo panorama, con sus bailarinas y su volcán, allá en su caserón de Valencia: lo había visto en los abanicos del llamado «estilo romántico» que coleccionaba su padre.

Freya experimentó una emoción igual á la de su compañero. El azul del golfo era de una intensidad rabiosa allí donde no reflejaba el sol; las costas parecían de ocre; las casas tenían unas fachadas chillonas; y sin embargo, todos estos elementos discordes se compenetraban y se fundían en un ambiente armonioso, discreto, de dulce elegancia. La vegetación temblaba bajo la brisa con arreglo á una medida. El aire era musical, como si en sus ondas vibrasen las cuerdas de invisibles arpas.

Esta era para Freya la verdadera Grecia imaginada por los poetas, no las islas de rocas quemadas y desnudas de vegetación que había visto en sus excursiones por el archipiélago helénico.

– ¡Vivir aquí el resto de mi vida! – murmuró con los ojos húmedos – . ¡Morir aquí, olvidada, sola, feliz!…

Ferragut también quería morir en Nápoles… ¡pero con ella!… Y su imaginación pronta y exuberante describió las delicias de una vida á dos, de amor y de misterio, en cualquiera de las pequeñas «villas» con jardín asomadas sobre el mar en la ladera de Possilipo.

Los bailarines habían pasado á una terraza interior, donde era más grande la concurrencia. Entraban nuevos clientes – casi todos formando parejas – así como iba cayendo el día. El camarero hizo pasar al comedor cerrado á unas mujeres pintarrajeadas y con grandes sombreros, seguidas de unos jóvenes. Por la puerta entreabierta salió un ruido de persecuciones, de choques y saltos, con brutales carcajadas y risas de sofocante cosquilleo.

Freya volvió la espalda, como si le ofendiese el recuerdo de su paso por este antro.

El viejo camarero se ocupaba ahora de ellos, empezando á servir la comida. A la botella de vino vesubiano, completamente agotada, había sucedido otra distinta, que perdía poco á poco su contenido.

Los dos comieron poco; pero sentían una sed nerviosa, que les hizo tender la mano hacia el vaso frecuentemente. El vino de Freya era melancólico. La dulzura del crepúsculo parecía hacerlo fermentar, dándole el acre perfume de los recuerdos tristes.

Sintió nacer el marino en su interior la fiebre agresiva de los sobrios cuando caen en la embriaguez. De estar con un hombre, habría entablado una discusión violenta bajo cualquier pretexto. Encontró sin sabor las ostras, la sopa marineresca, la langosta, todo lo que hacía sus delicias otras veces al comer solo ó con una amiga de paso en este mismo sitio.

Miraba á Freya con ojos enigmáticos, mientras en su pensamiento empezaba á bullir la cólera. Sentía odio al recordar la arrogancia con que ella le había tratado huyendo del cuarto. «¡Farsante!…» Se estaba divirtiendo con él. Era una gata juguetona y feroz prolongando la agonía del ratón caído en sus zarpas. En su cerebro hablaba una voz brutal, como si le aconsejase un homicidio. «¡De hoy no pasa!… ¡de hoy no pasa!…», se repitió varias veces, dispuesto á las mayores violencias para salir de una situación que consideraba ridícula.

Y ella, ignorante de los pensamientos de su compañero, engañada por la inmovilidad de su rostro, seguía hablando con la mirada perdida en el horizonte, hablando con voz queda, lo mismo que si se contase á sí misma sus ilusiones.

La dominaba como una obsesión el momentáneo proyecto de vivir en una, casita de Possilipo, completamente sola, llevando una existencia de aislamiento monacal con todas las comodidades de la vida moderna.

– Y sin embargo – siguió diciendo – , este ambiente no es favorable á la soledad; este paisaje es para el amor. ¡Envejecer lentamente dos que se amen, ante la eterna belleza del golfo!… ¡Lástima que no haya sido yo amada nunca!…

Esto fué una ofensa para Ulises, que le hizo expresarse con toda la agresividad que hervía en el fondo de su mal humor. ¿Y él?… ¿No la amaba y estaba dispuesto á probárselo con toda clase de sacrificios?…

Los sacrificios como prueba de amor dejaban fría á esta mujer, acogiéndolos con un gesto escéptico.

– Todos los hombres me han dicho lo mismo – añadió – ; todos prometen matarse si no se les ama… y en la mayor parte de ellos no es mas que una frase de retórica pasional. Y aunque se maten de verdad, ¿qué prueba esto?… Quitarse la vida es una resolución de un minuto, que no da lugar á arrepentimiento; una simple ráfaga nerviosa, un gesto que se hace muchas veces pensando en lo que dirá la gente, con el orgullo frívolo del actor que desea caer en buena postura. Yo sé lo que es eso. Un hombre se mató por mí…

Ferragut, al oír las últimas palabras, sacudió su inmovilidad. Una voz maliciosa cantó en su cerebro: «¡Ya van tres!…»

– Le vi moribundo – continuó ella – en una cama de hotel. Tenía una mancha roja como una estrella en el vendaje de su frente: el agujero del pistoletazo. Murió agarrado á mis manos, jurando que me amaba y que se había matado por mí… Una escena penosa, horrible… Y sin embargo, estoy segura de que se engañaba á sí mismo, de que no me amaba. Se mató por vanidad herida al ver que me alejaba de él, por testarudez, por gesto teatral, por influencia de sus lecturas… Era un tenor rumano. Esto fué en Rusia… Yo he sido artista un poco de tiempo…

El marino quiso expresar el asombro que le producían las diversas mutaciones de esta existencia andante y misteriosa que cada vez mostraba una nueva faceta; pero se contuvo, para oír mejor los crueles consejos de la voz maligna que hablaba en su pensamiento… El no pretendía matarse por ella… Muy al contrario: su agresividad silenciosa la examinaba como una víctima próxima. Había en sus ojos algo del difunto Tritón cuando columbraba en la costa una falda mujeril lejana y fugitiva.

Freya siguió hablando.

– Matarse no es una prueba de amor. Todos me han prometido desde las primeras palabras el sacrificio de su existencia. Los hombres no saben otra canción… No les imite, capitán.

Quedó pensativa largo rato. El crepúsculo avanzaba rápidamente. Medio cielo era de ámbar y el otro medio de azul nocturno, en el que empezaban á parpadear las primeras estrellas. El golfo se adormecía bajo la capa plomiza de sus aguas, exhalando una frescura misteriosa que se comunicaba á las montañas y los árboles. Todo el paisaje parecía adquirir la fragilidad del cristal. El aire silencioso temblaba con exagerada sonoridad, repitiendo la caída de un remo en las barcas, pequeñas como moscas, que se deslizaban abajo por la copa del golfo, prolongando las voces femeninas é invisibles que se perseguían en las arboledas de las alturas.

Los sirvientes fueron de mesa en mesa colocando bujías encerradas en faroles de papel. Los mosquitos y falenas, revividos por el crepúsculo, zumbaron en torno de estas flores de luz rojas y amarillas.

Volvió á sonar la voz de ella en el ambiente crepuscular, con la misma vaguedad que si hablase en sueños.

– Hay un sacrificio mayor que el de la vida, el único que puede convencer á una mujer de que es amada. ¿Qué significa la vida para un hombre como usted?… Su profesión la pone en peligro todos los días, y cuando descansa en tierra le creo capaz de arriesgarla por el más fútil motivo…

Hizo una nueva pausa y continuó:

– El honor vale más que la vida para ciertos hombres; la respetabilidad, la conservación del lugar que ocupan. Sólo me convencería un hombre que arriesgase por mí honra y posición, que descendiese á lo más bajo, sin perder su voluntad de vivir… ¡Eso es un sacrificio!

Ferragut se sintió alarmado por tales palabras. ¿Qué sacrificio deseaba proponerle esta mujer?… Pero se calmó al seguirla escuchando. Todo era una hipótesis de su desordenada imaginación. «Está loca», afirmó de nuevo en su cerebro el consejero interior.

– He soñado muchas veces – continuó ella – con un hombre que robase por mí, que matase si era preciso, y fuese á pasar el resto de sus años en una cárcel… ¡Pobre ladrón mío!… Yo viviría únicamente para él, pasando día y noche junto á las murallas de su prisión, espiando las rejas, trabajando como una mujer del pueblo para enviar buena comida á mi bandido… Eso es amor, y no las mentiras frías, los juramentos teatrales de nuestro mundo.

Ulises repitió su comentario mental: «Decididamente está loca.» Pero este pensamiento se reflejó en sus ojos con tal claridad, que ella lo adivinó.

– No tenga miedo, Ferragut – dijo sonriendo – . No pienso exigirle tal sacrificio. Todo esto que hablo son fantasías, inventos imaginativos para llenar el vacío de mi alma. Culpa del vino, de nuestras exageradas libaciones á los dioses, que hoy han sido sin agua… ¡Mire usted!

Y señaló con una gravedad cómica las dos botellas vacías que ocupaban el centro de la mesa.

Había cerrado la noche. En el cielo obscuro parpadeaban los infinitos ojos de la luz sideral. La taza inmensa del golfo reflejaba sus destellos como helados fuegos fatuos. Los farolillos del restorán trazaban manchas purpúreas sobre los manteles, viéndose en torno de ellas los rostros de los que comían, con violentos contrastes de luz y de sombra. De los cuartos cerrados se escapaban escandalosos ruidos de besos, persecuciones y caídas de muebles.

– ¡Vámonos! – ordenó Freya.

Le molestaba este estrépito de orgía vulgar, como si deshonrase la majestad de la noche. Necesitaba moverse, caminar en la obscuridad, aspirando el fresco de la misteriosa lobreguez.

En la puerta del jardín vacilaron ante los ofrecimientos de varios cocheros. Freya fué la que desechó sus ofertas. Quería volver á pie á Nápoles, siguiendo el suave descenso del camino de Possilipo, después de la larga inmovilidad en el restorán. Su rostro estaba acalorado y rojo por el abuso del vino.

Ulises la dió el brazo y empezaron á avanzar en la sombra impulsados insensiblemente en su marcha por la facilidad de ir cuesta abajo. Freya sabía lo que representaba este viaje. A los primeros pasos se lo avisó el marino con un beso en el cuello. Iba á aprovecharse de todos los recodos del camino; de los altos en ciertos lugares descubiertos para columbrar el golfo fosforescente á través de la arboleda; de los largos espacios de sombra, cortada sólo de tarde en tarde por los reverberos públicos ó las linternas de carruajes y tranvías…

Pero estas libertades de su acompañante eran ya cosa aceptada: ella había dado el primer paso en el Acuario. Además, estaba segura de su serenidad, que mantendría al enamorado en el límite que ella quisiera fijarle… Y convencida de su fuerza para reaccionar á tiempo, se abandonó lo mismo que una mujer vencida.

Jamás había tenido Ferragut una ocasión tan propicia. Era una cita á solas en el misterio de la noche, con un amplio espacio de tiempo por delante. Lo único molesto era la necesidad de marchar, de unir á los abrazos y los juramentos de amor una incesante actividad ambulatoria. Ella protestaba, saliendo de su arrobamiento, cada vez que el enamorado le proponía sentarse al borde del camino.

La esperanza hizo que Ulises obedeciese á Freya, deseosa de llegar cuanto antes á Nápoles. Allá abajo, en la curva de luces vecinas al golfo, estaba el hotel, y el marino lo veía como un lugar de felicidad.

– ¡Di que sí! – susurró en el oído de ella, cortando las palabras con besos – . ¡Di que será esta noche!…

Ella no contestaba, abandonándose en el brazo que el capitán había pasado por su talle, dejándose arrastrar como si estuviese medio desvanecida, entornando los ojos y ofreciendo su boca.

Mientras Ulises iba repitiendo súplicas y caricias, la voz de su cerebro cantaba victoria. «¡Ya está!… ¡Esto es hecho!… Lo que importa es meterla en el hotel.»

Llevaban caminando cerca de una hora y se imaginaban que sólo habían transcurrido unos minutos.

Al llegar á los jardines de la Villa Nazionale, cerca del Acuario, se detuvieron un instante. Había más luz y menos gente que en el camino de Possilipo. Huyeron de los faros eléctricos de la vía Caracciolo, que reflejaban en el mar sus lunas de nácar. Los dos, instintivamente se aproximaron á un banco, buscando la sombra de ébano de los árboles.

Freya se había serenado de pronto. Parecía irritada contra ella misma por su abandono durante la marcha. La excitación de los besos, incesantemente renovada, le había hecho ansiar una entrega inmediata, con el exasperamiento del deseo… Al verse ahora cerca del hotel recobró su energía, como en presencia de un peligro.

– ¡Adiós, Ulises! Mañana nos veremos… Voy á pasar la noche en casa de la doctora.

El marino se apartó un poco, con el tirón de la sorpresa. «¿Era una broma?…» Pero no: no podía dudar. El tono de sus palabras delataba una firme resolución.

Suplicó humildemente para que no se marchase, con voz entrecortada y fosca. Al mismo tiempo el consejero mental le decía rencorosamente: «¡Se está burlando de ti!… Hora es ya de que esto acabe… Hazla sentir tu autoridad de hombre.» Y esta voz tenía el mismo timbre que la del difunto Tritón.

De pronto ocurrió una cosa violenta, brutal, innoble. Ulises se arrojó sobre ella como si fuese á matarla, la oprimió en sus brazos, y los dos, hechos un solo cuerpo, cayeron sobre el banco, jadeando, luchando. La sombra se rasgó con el blanco relampagueo de un oleaje de ropas interiores removidas. Pero esto sólo duró un instante.

El vigoroso Ferragut, temblando de emoción y de deseo, sólo disponía de la mitad de sus fuerzas. Saltó repentinamente hacia atrás llevándose las dos manos á un hombro. Experimentaba un dolor agudísimo, como si uno de sus huesos acabase de quebrarse. Ella le había repelido con una certera presión de la hábil esgrima japonesa, que emplea las manos como armas irresistibles.

– ¡Ah… tal! – rugió lanzando el peor de los insultos femeninos.

Y cayó sobre ella otra vez, como si fuese un hombre, uniendo á su ansia amorosa un deseo de maltratarla, de envilecerla, haciéndola su esclava.

Freya le aguardó á pie firme… Viendo el brillo glacial de uno de sus ojos, Ulises, sin saber por qué, se acordó de Ojo de la mañana, el reptil compañero de sus danzas.

En este ataque de toro furioso quedó detenido por un simple contacto en la frente, un diminuto círculo metálico, una especie de dedal helado que se apoyaba en su piel.

Miró… Era un pequeño revólver, un juguete mortífero de relumbrante níquel. Había aparecido en la mano de Freya saliendo del secreto de sus ropas, ó tal vez de aquel bolso de oro cuyo contenido parecía inagotable.

Ella, puesto un dedo en el gatillo, le contempló fijamente. Se adivinaba su familiaridad con el arma que tenía en la mano. No debía ser la primera vez que la sacaba á la luz.

La indecisión del marino fué breve. Con un hombre, su garra se hubiese apoderado de la mano amenazante, torciéndola hasta romperla, sin que le inspirase miedo el revólver. Pero tenía enfrente á una mujer… Y esta mujer era capaz de herirle, colocándolo al mismo tiempo en una situación ridícula…

– ¡Retírese, señor! – ordenó Freya con tono ceremonioso y amenazante, como si hablase á un extraño.

Pero fué ella la que se retiró finalmente al ver que Ulises daba un paso atrás, quedando meditabundo y confuso. Le volvió la espalda, al mismo tiempo que desaparecía de su mano el revólver.

Antes de alejarse murmuró varias palabras que no pudo entender Ferragut, mirándole por última vez con ojos despectivos. Debían ser terribles insultos, y por lo mismo que los profería en un idioma misterioso, él sintió más profundamente su menosprecio.

– No puede ser… Se acabó, ¡se acabó para siempre!…

Dijo esto repetidas veces antes de volver al hotel, y lo pensó durante toda una noche de vigilia, cortada por pesadillas angustiosas. Bien avanzada la mañana le despertaron del sopor final las trompetas de los bersaglieri.

Pagó su cuenta en el despacho del gerente y dió la última propina al portero, anunciándole que horas después vendría un hombre del buque á llevarse su equipaje.

Estaba alegre, con la alegría forzosa del que necesita amoldarse á los acontecimientos. Se felicitaba por su libertad, como si esta libertad la hubiese conquistado voluntariamente y no le fuese impuesta por el desprecio de ella. Le dolía el recuerdo del día anterior, viéndose ridículo y grosero. Era mejor no acordarse de lo pasado.

Se detuvo en la calle para lanzar una última mirada al hotel. «¡Adiós, maldito albergo!… Nunca volvería á verle. ¡Ojalá se quemase con todos sus habitantes!»

Al pisar la cubierta del Mare nostrum, su forzada satisfacción fué en aumento. Sólo aquí podía vivir, lejos de las complicaciones y mentiras de la vida terrestre.

Todas las gentes del buque, que en las semanas anteriores temían la llegada del malhumorado capitán, sonrieron ahora, como si viesen la salida del sol después de una tormenta. Distribuyó buenas palabras y palmadas afectuosas. El trabajo de recomposición iba á terminarse al día siguiente… ¡Muy bien! Estaba contento. Pronto volverían á navegar.

Saludó en la cocina al tío Caragòl… Este era un filósofo. Todas las mujeres del mundo no valían para él lo que un buen arroz. ¡Ah, grande hombre!… Seguramente iba á llegar á les cien años. Y el cocinero, halagado por tantas alabanzas, cuyo origen no acertaba á comprender, respondía como siempre: «Así es, mi capitán.»

Tòni, silencioso, disciplinado y familiar, le inspiraba no menos admiración. Su vida era una vida recta, firme y llana como el camino del deber. Cuando los oficiales jóvenes hablaban en su presencia de ruidosas cenas al saltar á tierra con mujeres de distintos países, el piloto se encogía de hombros. «El dinero y lo otro deben guardarse para casa», decía sentenciosamente.

Ferragut había reído muchas veces de la virtud de su segundo, que se paseaba encogida y soñolienta por una gran parte del planeta, sin permitirse distracción alguna, para despertar con una tensión arrolladora siempre que los azares de la carrera le llevaban á vivir unos días en su casa de la Marina.

La pobre esposa, morena, enjuta y obediente, le veía llegar con alegría y con susto, como si fuese una tormenta de lluvia interminable. Cuando Tòni se sentía héroe, sus hazañas iban más allá del cero de la decena. Y con el impudor tranquilo del virtuoso que todo lo deja en casa, calculaba las fechas de sus viajes por la edad de sus ocho hijos: «Este fué á la vuelta de Filipinas… Este otro, después que hice el cabotaje en el golfo de California…»

Su serenidad de varón ordenado, incapaz de perturbarse con frívolas aventuras, le hizo adivinar desde el primer momento el secreto de los entusiasmos y las cóleras del capitán. «Debe vivir con una mujer», se dijo al verle instalado en un hotel de Nápoles y al sufrir su mal humor en las rápidas apariciones que hacía á bordo.

Ahora, al escuchar sus regocijados comentarios sobre la tranquila vida de Tòni y su filosófica cordura, volvió á decirse mentalmente, sin que el capitán pudiese adivinar nada en su rostro: «Ya ha roto con la mujer: se ha cansado de ella. ¡Más vale así!»

Se afirmó aún más en esta creencia al escuchar los planes de Ferragut. Tan pronto como el buque quedase listo, irían á fondear en el puerto comercial. Le habían hablado de cierto cargamento para Barcelona, un flete de ocasión; pero mejor era esto que ir de vacío… Si el cargamento se demoraba, partirían con lastre. Deseaba reanudar cuanto antes sus viajes. Cada vez eran más escasos y buscados los buques. Ya era hora de salir de esta inercia forzosa.

– Sí, ya es hora – respondió Tòni, que en todo un mes sólo había bajado dos veces á tierra.

El Mare nostrum abandonó el lugar de su reparación, yendo á fondear frente á los muelles de comercio, brillante y rejuvenecido, sin ningún desperfecto que recordase sus recientes averías.

Una mañana, cuando el capitán y el segundo estaban en el salón de popa, indecisos entre salir aquella misma noche ó esperar cuatro días más, como lo solicitaban los dueños de la carga, se presentó el tercer oficial, un joven andaluz, que parecía emocionado por la noticia de que era portador. Una señora muy hermosa y muy elegante – el joven apoyó con su admiración estos detalles – acababa de llegar en un bote, y sin pedir permiso había subido la escala, metiéndose en el buque como si fuese su vivienda propia.

A Tòni le dió un vuelco el corazón. Su rostro moreno tomó una palidez de ceniza. «¡Cristo!… ¡la de Nápoles!» El no sabía quién era la de Nápoles, no la había visto nunca, pero tenía la certeza de que llegaba como un estorbo fatal, como una calamidad inesperada. ¡Tan bien que marchaban las cosas!…

El capitán hizo girar su sillón, despegándose de la mesa, y en dos saltos salió á la cubierta.

Algo extraordinario perturbaba á los tripulantes. Todos estaban arriba, como si una atracción poderosa los hubiese arrancado de los sollados, del fondo de las bodegas, de los metálicos corredores de las máquinas. Hasta el tío Caragòl sacaba su cara episcopal por la puerta de la cocina, llevándose una mano cerrada en forma de telescopio á uno de sus ojos, sin llegar á distinguir claramente la anunciada maravilla.

Freya estaba á pocos pasos, con un traje azul que tenía algo de marino, como si esta visita al buque impusiera á su elegancia la necesidad de imitar el porte de las multimillonarias que viven en un yate. Los marineros fingían trabajos extraordinarios para aproximarse á ella, limpiando cobres ó encerando maderas. Sentían la necesidad de respirarla, de vivir en el ambiente perfumado que la envolvía, siguiendo sus pasos.

Al ver al capitán le tendió una mano simplemente, lo mismo que si se hubiesen visto el día anterior.

– ¡No se quejará usted, Ferragut!… Como no le encontraba en el hotel, he sentido la necesidad de visitarle en su buque… Deseaba conocer su casa flotante. Todo lo de usted me interesa.

Parecía otra mujer. Ulises se dió cuenta del gran cambio que se había efectuado en su persona durante los últimos días. Sus ojos eran atrevidos, incitantes, de un impudor tranquilo. Toda ella parecía ofrecerse. Sus sonrisas, sus palabras, su modo de marchar por la cubierta hacia las cámaras del buque, denotaban una resolución de dar fin cuanto antes á su larga resistencia, cediendo á los deseos del marino.

A pesar de los anteriores fracasos, éste sintió de nuevo la alegría del triunfo. «¡Ahora va á ser! Mi ausencia la ha vencido…» Y al mismo tiempo que paladeaba la dulce satisfacción del amor y el orgullo triunfantes, un vago instinto le sugirió la sospecha de que esta mujer, repentinamente transformada, tal vez le quería menos ahora que en los días anteriores, cuando se resistía, aconsejándole que huyese.

En el comedor hizo la presentación de su segundo. El rudo Tòni experimentó el mismo deslumbramiento que había perturbado á todos los del buque. ¡Qué mujer!… En el primer instante excusó y comprendió la conducta de su capitán. Luego, sus ojos quedaron fijos en ella con una expresión de alarma, como si su presencia le hiciese temblar por la suerte del vapor.

Acabó por sentirse cohibido delante de esta señora que examinaba el salón como si fuese á quedarse en él para siempre.

Freya se interesó unos momentos por la peluda fealdad de Tòni. Era un verdadero mediterráneo, tal como ella se los imaginaba: un fauno perseguidor de ninfas. Ulises rió de los elogios dirigidos á su segundo.

– Debe tener dentro de los zapatos – continuó ella – unas pezuñitas lindas como las de las cabras. Debe saber tocar el caramillo. ¿No lo cree así, capitán?…

El fauno, enfurruñado y rabioso, acabó por marcharse, saludando torpemente al salir. Ferragut sintió un gran alivio con esta ausencia, pues temía alguna palabra ruda de Tòni.

Al quedar sola con Ulises, corrió de un lado á otro por la gran cámara.

– ¿Aquí es donde vive usted, querido tiburón?… Déjeme que lo vea todo, que lo registre todo. Me interesa lo suyo: no dirá ahora que no le quiero. ¡Qué orgullo para el capitán Ferragut! Las señoras vienen á buscarle en su buque…

Interrumpió su parloteo irónico y amoroso para defenderse suavemente del marino. Este, olvidando lo pasado y queriendo aprovechar la felicidad que se le ofrecía de pronto, abrazaba á la visitante, besándola en la nuca.

– ¡Luego… luego! – suspiró ella – . Ahora déjeme ver. Siento una curiosidad de niña.

Abrió el piano, el pobre piano del capitán escocés, y unos acordes tenues y lloriqueantes, producto de una desafinación de varios años, conmovieron el salón con la melancolía de los recuerdos que resucitan.

Era una música igual á la de las cajas melódicas que se encuentran olvidadas en el fondo de un armario, entre las ropas de una vieja difunta. Freya declaró que esta música olía á rosas secas.

Luego, abandonando el piano, abrió una tras otra todas las puertas de los camarotes que daban al salón. En la del dormitorio del capitán se detuvo, sin querer pasar del umbral, sin soltar el picaporte de bronce que mantenía en su diestra. Ferragut, detrás de ella, la empujaba con suave traición, repitiendo al mismo tiempo sus caricias en la nuca.

– No, aquí no – dijo ella – . ¡Por nada del mundo!… Seré tuya, te lo prometo: te doy mi palabra. Pero donde yo quiera, cuando á mí me parezca… ¡Muy pronto, Ulises!

El sintió toda la voluptuosidad de estas afirmaciones, hechas con una voz acariciadora y sumisa; todo el orgullo de este tuteo espontáneo, que equivalía á una primera entrega.

La llegada de un acólito del tío Caragòl les hizo recobrar su tranquilidad. Traía dos enormes vasos llenos de un cocktail rojizo y espumoso; embriagadora y dulce mixtura, resumen de todos los conocimientos adquiridos por el cocinero en su trato con los borrachos de los primeros puertos del mundo.

Ella probó el líquido, entornando los ojos como una gata golosa. Luego prorrumpió en alabanzas, elevando el vaso de un modo solemne. Ofrecía su libación á Eros, el más bueno de los dioses. Y Ferragut, que siempre había sentido cierto pavor ante las infernales y gratas mixturas de su cocinero, apuró de un trago su vaso, para unirse á la invocación.

Todo quedó concertado entre los dos. Ella daba las órdenes. Ferragut volvería á tierra, aposentándose en el mismo albergo. Continuarían su vida de antes, como si nada hubiese ocurrido.

– Esta tarde me esperarás en los jardines de la Villa Nazionale… Sí, allí donde quisiste matarme, ¡bandido!…

Antes de que pudiese evocar la imagen de aquella noche de violencia, Freya se adelantaba á sus recuerdos con una astucia femenil… Era Ulises el que había querido matarla; lo afirmaba ella, sin admitir respuesta.

– Iremos á visitar á la doctora – continuó – . La pobre desea verte, y me ha rogado que te lleve. Se interesa mucho por ti desde que sabe que te amo, ¡pirata mío!…

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
550 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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