Kitabı oku: «Espacio y jerarquía», sayfa 3

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Este proceso de multiplicación exponencial que participa en el desarrollo, crecimiento y regeneración del organismo humano tiene un rígido contrapeso, y si al trazo libre se opone la forma prefijada y a la curva fractal la línea recta, al desbordamiento simbólico se le equilibra con la regla gráfica. En la fase de regulación normativa se desarrolla una dogmática del espacio que coincide probablemente en el tiempo con una disciplinación de la figura que se imprime, y no es arbitrario suponer la aparición de un graphothétes o legislador en el ámbito de la expresión simbólica encargado, entre otras funciones, de fundamentar sólidamente las representaciones como si fueran estatuas de las cosas. Ese legislador pudo introducir la distinción entre normas imperativas que sancionan la recta escritura y normas que otorgan a los miembros de una colectividad facultades o atributos gráficos especiales. Así quedaría fijado el contraste entre norma agendi y facultas agendi en el espacio del signo escrito: por la primera se ordena; por la segunda se van creando arquetipos de referencia que cohesionan el espacio de la representación.

La fase de regulación normativa permite: i) contener la forma con el fin de fijar un contenido intercambiable que pueda ser entendido rápida o instantáneamente; ii) impedir la circulación indiscriminada de caracteres; iii) disciplinar y adiestrar a través de una pedagogía tipográfica; y iv) rebajar las pulsiones representacionales a fin de consolidar la escritura alfanumérica. Quien así actúa no solo ejercita sobre otro sus facultades de dominio, que son muchas, también proporciona la regla que va siempre delante de cualquier experiencia figurativa y evita de ese modo la desintegración de un grupo social determinado en la convicción de que cualquier cuerpo que aumenta a otro con su propia sustancia se consume en ese mismo proceso.

La carta decisiva de la regulación normativa de la escritura es la de la historia, a saber, es desde el mismo momento en que se impone una escritura sobre otras que da comienzo verdaderamente la historia por cuanto los acontecimientos quedan reducidos a sucesos computados, medibles y evaluados. En efecto, en la medida en que la escritura condensa lo que pasa y lo embute en un tiempo que se puede contar o enumerar, empieza efectivamente la Historia, con mayúscula, la Historia del hombre que coincide, no por casualidad, con su dominación y sometimiento según cálculo, número y razón.

Las fases de desbordamiento simbólico y regulación normativa conviven durante un tiempo sin llegar a imponerse definitivamente una sobre otra: por una parte, un anhelo intrínseco, un impulso de la escritura por trascender desde la inmanencia de la representación su propio contexto y desbordarse en una plétora de significados; por otra, un intento de frenar y ahormar ese desbordamiento a través de un ordenamiento coercitivo que puede encontrarse en todas las instituciones humanas, pues reglas, leyes y códigos pertenecen tanto a los fenómenos biológicos como gramaticales, jurídicos como poéticos. La normatividad de la escritura cristaliza en una serie de disciplinas en las que no solo hay violencia física (marca, raspadura, marchamo), también simbólica (perímetro, color, forma) y conativa (reglamentos, pautas, preceptos). En todo caso, la fluidificación de la escritura no se ve inicialmente detenida por el intento de sujetarla a un conjunto de reglas o a una serie de principios inamovibles: lo decisivo estriba en el entre, en ese espacio lacunar que representa fidedignamente la ípsilon y que, de suyo, invita a transitar regiones imposibles, abrir de par en par esclusas interiores y adentrarse por cauces imaginarios porque hay espacios que, como los complejos coloidales, son a la vez fluidos y dispersos, líquidos y sólidos, gelatinosos y cristalinos.

Alfileres

¿Qué sucede cuando la letra que se clava sobre arcilla, madera o bronce se convierte en la ley positiva que sanciona de manera expresa los preceptos que constituyen el derecho público o privado de un pueblo? ¿Por qué en la asignación administrativa de límites, cualesquiera que estos sean, jurídicos, topológicos o sociales, teológicos, físicos o económicos, la escritura codificada resulta crucial? Si bien el ser humano produce a lo largo de la historia formas de representación simbólica que subvierten el pseudoorden de lo racional, desvalorizan las convenciones y los artificios colectivos y transgreden las categorías fijas y los procedimientos normativos, un intrincado sistema de conceptos y reglas expulsan hacia la periferia las alternativas gráficas que, aun a pesar de su pervivencia y momentánea aceptación, no pueden competir en igualdad de condiciones con un discurso metódico, tipificado y autosemejante. Tablas de piedra; leyes que se llevan en la mano y en el corazón; planchas de arcilla o madera forradas de láminas de oro en las que se determinan elípticamente cantidades, listas de precios y tarifas; recapitulaciones; prescripciones; códigos que se articulan según el esquema retórico prótasis-apódosis; listas con las que se establecen posiciones y se marcan límites; complicados textos legales… nada revela tan profundamente la fascinación que el sapiens experimenta por la fijación y el orden espacial como la grafía con la que se impone una forma de vida precisa y regulada.

Frente a esta escritura unificante y sintética la otra, la representación escrita desbordante, aunque espontáneamente interiorizada, poco o nada puede hacer. Dos clases, por tanto, de escritura: una, centrípeta que, desde los muchos, atrae o impele a quienes no se ajustan a regla gráfica alguna a que se dirijan hacia un centro común; otra, centrífuga, subterfugio de los pocos en su afán desestabilizador, que apunta contra las estructuras normativas y aleja del centro. En la primera, tanto el trazo de la letra como la palabra que graba el tañedor de cursivas constituyen términos finales por cuanto no llevan a ningún sitio fuera de ellas mismas; en la segunda, las pinceladas gráficas tienen una sintaxis diferente, gustan de la paradoja y el oxímoron para indicar aquello que trasciende el signo y exhortan a recorrer una vía discrecional como la que ofrece el grafiti. La representación centrífuga, en último extremo, abre sendas de transfiguración y heterogeneidad que desplazan al individuo desde lo permanente a lo provisional, proporcionándole una intensísima experiencia de la conexión entre las cosas. Así lo constata Aurora Luque cuando escribe en «La siesta de Epicuro» lo que sigue:

ojalá que los dioses

me abandonaran. Todos.

Despertarme, de pronto,

desprovista de mapas,

limpia de certidumbres

añosas, despojada

de falacias y fábulas,

desnuda de pronombres

y atuendos de palabras

–sobre todo.

(2008: 10)

La escritura codificada es el tejido desde el que se organiza la convivencia. Aquí urdir es ordenar, como ligar es legislar: pasar los hilos por el telar y entrelazarlos adecuadamente, confeccionar con lana o lino una toga, peplo o manto después del cardado, bataneo y prensado de las telas es algo que guarda relación proporcional con la disposición armónica con la que se distribuyen las piezas humanas en una colectividad gracias a la pastosa textura de la ley. Los sistemas jurídicos en general, del edicto de Ammisaduqa a la ley de las XII tablas, del digesto del sanguinario Justiniano al ordenamiento de las tahurerías de Alfonso X el Sabio, declaran y fijan cómo cabe actuar y vivir y determinan, en última instancia, cómo hay que ser. De este entramado legal hay dos aspectos, estandarización y rectitud, que llaman poderosamente la atención. Ambos tienen que ver con el trasvase de la convivencia desde un recipiente geométrico a otro legal.

La convivencia, es decir, vivir en común según ciertos principios jurídicos, éticos y políticos, es algo que requiere ciencia y hábito y solo se resuelve respetando escrupulosamente un sistema métrico basado en la equiponderancia y la igualdad. De hecho, algunos de los documentos alfanuméricos más antiguos son de naturaleza contable y describen, no por casualidad, transacciones, es decir: se fija en tablas metrológicas la correspondencia entre una mercancía y una cantidad estipulada y, por tanto, lo que se anota, además de un registro contable, es una equiparación entre magnitudes que guardan entre sí una relación arbitraria. Un kur de potasa por un siclo de plata; el alquiler de un buey para pisar la mies por dos celemines de cebada; etcétera. Quien aplica y está al cuidado de la ley debe distribuir las normas como quien distribuye la tierra, a saber, en lotes iguales, preferentemente regulares y acotados por rectas isométricas.

Dentro de mi muy limitado conocimiento del asunto, se me alcanza que la ley, originalmente un vocablo religioso referido a un conjunto de fórmulas de carácter ritual, pasa al campo jurídico para designar todo precepto dictado por la autoridad competente con el que se prescribe o condena en consonancia con la justicia. Dado que los sujetos de derecho que pueblan una región o territorio se comportan como los fenómenos atmosféricos, es decir, de manera estocástica pues, efectivamente, las voluntades y deseos de cada uno van siempre al ritmo de sus afanes, se necesitan fórmulas precisas que obliguen y prohíban o, si se prefiere, impongan y limiten las acciones de los sujetos jurídicos ligándolas según recta razón: la ley escrita es la suma, la razón más clara y perfecta que cabe concebir. Bien mirado, lo que se quiere hallar es la función lineal del buen vivir, esto es, la correspondencia que asocia a cada individuo de un conjunto X una serie de mandatos y preceptos de un conjunto X’. De este modo se obtiene una línea geodésica, un cordel o, mejor, una vara que es a la vez instrumento de medición y medida ella misma: si hay que vivir con rectitud, equilibrio y mesura es porque previamente se fijan por derecho esas cualidades al tiempo que se muestran por vía negativa.

Si uno piensa en los lictores y en cómo azotan en el foro a los culpables con las ramas de olmo o abedul de sus fasces se entiende rápidamente la doble función de un instrumento enhiesto que, como el gnomon o la regla o, por qué no, como el dispositivo punitivo de la colonia penitenciaria de Kafka, mide y es medida. Así, cuando Ulpiano, siguiendo en esto a Celso, describe el derecho como ars boni et aequi, y antes de él Teseo parece que resuelve la stásis o discordia violenta entre los atenienses introduciendo la equidad y la igualdad (isos kai homoios) –aunque, si retrocedemos todavía más en el tiempo, la potencia dominante en la que Hammurapi convierte a Babilonia se debe, en gran parte, a que impone la equidad o ámbito de lo recto (mīšarum) a las gentes que ocupan las cuencas inferiores del Tigris y el Éufrates–, unos y otros no hacen sino asignar como valor absoluto de la convivencia la rectitud. Como se afirma en De Sphaera et Cylindro (2010: 68), la recta es la línea más pequeña que tiene los mismos límites o, quizá, la menor de las líneas que comparten los extremos y cuyo centro debe buscarse tanto en la bisectriz que divide el ángulo en dos partes exactamente iguales como en el punto medio que corta por la mitad las estrías de la tierra política. Aquí, en la ciudad, el centro de gravedad es el equilibrio que solo logra un código legislativo rectilíneo y una proporcionada aplicación de la norma legal escrita.

La rectitud jurídica está, de algún modo, ligada al movimiento. Los geómetras griegos matizan la línea con el adjetivo eutheia, que es tanto la recta como el movimiento rápido, una carrera que es hermosa y buena a la vez. Con ello dan a entender que una línea es sobre todo un arañazo que necesita enderezarse, un raspado que tiene que ser dirigido correctamente. El espacio de la vida en común también debe propiciar movimientos que sean buenos y hermosos, o sea, disciplinados, en el tránsito de una posición a otra, y hacer manifiesto que así como hay una medida común para objetos geométricos diferentes, así también hay normativamente decretos con los que se consigue el encaje de los múltiples corpúsculos que conforman una unidad política cualquiera: patricios y plebeyos, magistrados y sacerdotisas, capataces y esclavos, propietarios y proletarios, todos deben regirse por un sistema jurídico que garantice un movimiento acompasado y una equidad perfecta.

Observo, por tanto, un paralelismo entre quien averigua a partir de una esfera un área limitada y plana igual a la superficie de la esfera y quien determina después de realizar un censo cuánto hay que desplazar las líneas imaginarias que rodean una ciudad para dar cabida a todos los ciudadanos que la integran: si la línea recta reúne propiedades escalares en virtud de su medida y unidad, y vectoriales por cuanto los puntos que la conforman están unidos en una misma dirección, la ley escrita se caracteriza tanto por su carácter regulador con el que mide, ajusta y computa las unidades que conforman el tejido social, como ordenador en relación con preceptos y mandatos que actúan como patrón normativo uniformador. En este sentido, hay que hacer notar que mīšarum, isos o aequus apuntan en sus respectivas lenguas tanto a lo equitativo como a lo liso y plano, a lo uniforme. Y es que la igualdad es un valor estándar que no admite surcos entre dos o más objetos idénticos que, además, son simétricos y transitivos. Entonces, ¿qué contratiempos sobrevienen cuando las divisiones y desacuerdos forman pústulas alrededor de los folículos civiles? ¿Qué pasa si las rugosidades y los lazos, pero también los episodios turbulentos no encajan en un sistema jurídico equivalente? ¿Cuáles son las consecuencias del divorcio entre un derecho codificado obsoleto y un derecho vivo que muestra una vitalidad diferenciada? En todos estos casos debe imaginarse un espacio insólito desde el que fundamentar un nuevo y corregido orden social que sustituya al antiguo. Ello se logra, principalmente, imponiendo otras reglas de juego que, a modo de alfileres, prenden a los sujetos individuales a la ley mientras van cosiendo a punta de escoplo los decretos con los que se consigue la subsunción de los diferentes elementos que conforman una comunidad en una unidad política mayor.

Conviene, en todo caso, no perder de vista que la escritura normativa codificada en los estrechos márgenes del derecho positivo tipifica casi siempre una realidad ya superada y, además, que los textos posteriores que remiendan la abundante y no siempre coherente legislación pecan de intervencionismo en la medida que intentan agotar la realidad en su afán de legislar toda situación posible o supuesta. Frente a los documentos legales grabados por escribas regios subsiste un abigarrado corpus consuetudinario que recoge los nombres olvidados y el lenguaje de los cuerpos y de las propiedades concretas de las cosas: la hidra de Lerna no renuncia, inventa tentáculos rectodivergentes de comunicación horizontal y deja en suspenso la camisa de fuerza normativa que amenaza y anemiza la vida. No obstante, la ola de la ley escrita llega siempre a su orilla y si, de un lado, solo ella tiene capacidad jurídica para sistematizar la legislación civil y reformar el ordenamiento público y privado, de otro, puede resolver los problemas metodológicos relativos a la producción del propio derecho, sancionar pactos y aplicar normas por mor del poder coercitivo del Estado.

En este sentido, no dejan de ser inquietantes las afinidades electivas entre la fijación de preceptos legales, la conformación de Estados fuertes y la distribución ortogonal del espacio. Las grandes ciudades imperiales, Tenochtitlán, Daxing, Kahun, Patallacta, Angkor, Washington o Roma, y las civilizaciones que crecen a su alrededor tienen en común no solo la sumisión de la mayoría al poder de la autoridad, la manipulación de los grupos sociales más desfavorecidos o la administración tributaria corrupta, sino también y sobre todo una distribución del espacio urbano según un modelo cuadriculado y compacto. Como señala Spiro Kostof (1996, I: 67), en este modelo arquitectónico domina el ángulo recto, las líneas que dibujan las calles corren en paralelo unas junto a otras y la disposición de los edificios está coordinada formalmente. En efecto, los historiadores de la Antigüedad narran que, una vez celebrados los sacrificios a los dioses, Rómulo convoca a todos los ciudadanos en el Palatino. Tras dibujar la figura de un cuadrado alrededor de la colina, lleva a cabo dos acciones: de un lado, traza mediante un arado una zanja continua en la que se emplazará la futura muralla que va a rodear la ciudad; de otro, establece el derecho tras comprobar que no puede unir en un solo cuerpo a la multitud convocada en asamblea. Asimismo, en el Kaogong Ji o Khao-Kong ki en la traducción de Biot (1975, II: 288), un documento insertado en el Tcheou-li hace más de dos mil años para uso de los supervisores administrativos de los artesanos de la corte de la dinastía Zhōu basado en principios jerárquicos confucianos, se indica lo siguiente: que al establecer una ciudad los constructores o albañiles reales (tsiang-jîn) se sirven de una cuerda colgante tanto para nivelar el terreno como para delimitar el perímetro urbano. Después, deben trazar un cuadrado cerrado por murallas que se extienden a lo largo de nueve li (aproximadamente cuatro kilómetros y medio) por el que transcurren nueve calles principales longitudinales y nueve latitudinales cada una con tres carriles y en cuyo centro y orientado hacia el sur se alza el palacio soberano, núcleo y punto topométrico de la ciudad. También en las Ordenanzas de descubrimiento, nueva población y pacificación de las Indias dadas por Felipe II en Segovia en 1573, la autoridad real impone a virreyes, presidentes, audiencias y gobernadores que, así como lleguen al lugar donde se ha de establecer una población, se haga la planta del lugar, repartiéndola por sus plazas, calles y solares a cordel y regla comenzando desde la plaza mayor y desde allí sacando las calles a las puertas y caminos principales. Hay que dejar tanto compás abierto, se lee en el escrito, que, aunque el número de habitantes vaya en aumento, se pueda siempre proseguir en la misma forma. Es decir, las ciudades americanas van a trazarse según un diseño en damero: la yuxtaposición de calles rectilíneas desde la Plaza Mayor conforma un espacio de cuatro ejes de simetría ternarios que al proyectarse sobre el plano forma, como la esfalerita, la galena o la pirita, una estructura arquitectónica cúbica.

No es necesario multiplicar los ejemplos: la ciudadcuadrícula es un artefacto homogéneo pero flexible en el que poder estatal, ley escrita y geometría ortogonal se cruzan y, en el entrecruzamiento, se apoyan y refuerzan, consolidándose como sistemas reglados dominantes.

Debe precisarse, sin embargo, que al igual que hay pueblos sin Estado, hay sociedades regidas por leyes no escritas y organizadas espacialmente según principios no ortogonales: Zomia no es una utopía, sino una realidad cuestionada por los sólidos mecanismos de absorción de un sistema normativo que ha ido extendiéndose como resultado de la devoción trascendente y el fanatismo político, militar y religioso de los líderes y las masas que conforman imperios y civilizaciones. Y sobre esto mismo leo en Black Elk Speaks que el jefe siux oglala Alce Negro cuenta al poeta John G. Neihardt que todo lo que hace un indio es circular porque el poder del mundo siempre obra en círculos y tiende a la redondez (2000: 127). Por eso el sol sale y se pone siguiendo una órbita circular, el cielo tiene forma redondeada o las aves construyen sus nidos como los alfareros sus vasijas, o sea según patrones circulares. No obstante, los wasichus – término lakota que puede traducirse por aquel que acapara las cosas materiales, es decir, el avaro o codicioso, que en este contexto apunta directamente al varón caucásico de procedencia europea– les han forzado a vivir en cajas cuadradas despojándolos de todo su potencial. Porque, añade Alce Negro, no hay poder en un cuadrado y, a diferencia del tipi, las casitas grises de troncos en las que son realojados los neutralizan y, en última instancia, acaban con sus vidas al privarles de la potencia del círculo.

Cada indio tiene su visión determinada y definitoria o la busca con ahínco en la soledad y el silencio, visión que comporta acontecimientos, no fantasiosos sino imaginables, es decir, reales. Sin la redondez del tipi, el indio pierde su conexión con el todo: el nudo vital, gordiano, que le une a la naturaleza es cortado por el largo cuchillo del wasichu que lo arroja al cada vez más vasto vertedero de la extinción. Esta concepción periférica de la realidad, una forma de camaradería espiritual con los reinos vegetal y animal y un modo de ser que liga simultáneamente unas cosas con otras, pierde su sentido benéfico al chocar con una cultura de la rectitud que aniquila el magnetismo que congrega a todo lo viviente.

El plano que se materializa en un emplazamiento, como la ley que se estampa en un decreto, resuelve el problema de la sujeción al espacio con la misma rapidez con la que se declara que la línea recta bien trazada es la que reposa de manera igual sobre sus puntos. Plano y ley, representación urbana y jurídica, son fuerzas cohesivas que imprimen una dirección vertical, de arriba abajo, gracias a unas reglas estandarizadas que aglutinan lo que internamente tiende a la barahúnda y el tumulto –Haussmann contra la Comuna de París–. Por tanto, no importa si lo que mide es una vara, una cuerda o una rama: la clave estriba en ajustar con buen oído las cuerdas y macillos del instrumento normativo que hace posible la convivencia estable y armoniosa: flemática, no flebítica.

La ley escrita y la reordenación del espacio habitable logran con la ayuda de auxiliares tenaces el acuartelamiento de la población, el censo o identificación numerada por medio de la recolección individual de datos biográficos y circunstanciales, temperamentales y caracteriológicos, es decir, exotéricos, el control de las gentes y el afianzamiento del sentimiento de pertenencia al grupo. Ello evita, entre otras cosas, que en el interior del campamento civil dominen los desarreglos y se extienda la corrupción de las costumbres. En cualquier caso, la dominación legal con la administración burocrática de la vida nunca es perfecta porque las zonas de disidencia, con sus acciones fluidas y sus relaciones transitorias, nómadas, cada una de las cuales tiene una intensidad y un recorrido diferente, no dejan cicatrizar la inestabilidad que late en las agrupaciones humanas: las palabras y los seres gravitan según leyes impredecibles y, como los cristales que se apiñan al azar en un caleidoscopio, dan pie a la formación de figuras caprichosas e infinitas en las que uno queda atrapado cada vez que se asoma a su brocal.

Nudos

¿Cuáles son las ataduras y ligámenes con las que coser rectamente el orden que se fija por ley? ¿Con qué clavos, roblones o estopas se calafatean los cuerpos que se mueven en una extensión definida y, en cierto modo, clausurada? Además de la ley y el croquis, para amarrar con fuerza las relaciones humanas a un espacio métrico parcialmente acotado es de suma importancia confeccionar unos nudos trascendentales con los que arbolar las cuadernas del buque en el que navega una tribu o clan. Esos nudos trascendentales, por cierto, determinan las prácticas culturales de contenido espiritual porque sintetizan experiencias soteriológicas y anímicas con el criterio de demarcación de la normatividad celeste.

Efectivamente, entre dharma, jiao, nomos, sharía o torah hay algo más que una cierta continuidad semántica: en todos estos términos se oye por debajo el murmullo de la observancia de los ritos y el deber de cumplir unas reglas eternas. La ley celeste es el vínculo, y no uno más entre otros, sino uno de los más firmes, que encrasa el espacio y cuaja la aleatoriedad en la que oscila el sapiens.

En este punto, quizá no esté de más traer a colación una idea en la que ya Posidonio de Apamea (1988, II: 654) repara, a saber, que la ley sagrada, punto arquimédico de toda tipología espiritual, es como una voz enviada desde el cielo ante la que no cabe sino obedecer pues, de lo contrario, se pone en tela de juicio la arquitectura social en su totalidad y, más grave todavía, se niega el carácter sagrado de un precepto que vivifica y compacta los lazos comunitarios. La tradición hebrea, que tan bien se amolda a la descripción del cielo como trono y la tierra como escabel, subraya este hecho en la halajá al establecer que los dictámenes, ritos y preceptos morales y jurídicos, las costumbres y la jurisprudencia rabínica, las instrucciones divinas comunicadas por los levitas mediante instrumentos oraculares, todo ese corpus doctrinario no es sino la voluntad del dios revelada en la ley escrita. Solo esta ley o, con propiedad, la Ley, la del dios, Yahvé, es, como se canta en los salmos, la que reúne en torno a sí perfección, rectitud y pureza: ella asegura el camino de la completa equidad e igualdad jurídicas.

Cabe suponer que la subordinación de la ley civil a la ley celeste es una constante que se da en todo sistema basado en la fe con independencia de cuáles sean las coordenadas geográficas en las que se localiza ese sistema de creencias. No obstante, las generalizaciones suelen conducir a error y las denominaciones geográficas son convenientes, pero carecen de contenido objetivo suficiente: el problema consiste en precisar qué tipo de leyes trascendentes se encuentran en cada sistema particular porque, como de hecho sucede, aquellas pueden ser muy diferentes entre sí.

Y piénsese al respecto en la ternera o vaca, segunda de las suras donde los memoriones recogen una verdad revelada al profeta que va a ser clave en el derecho sagrado musulmán por cuanto se prescribe a los cadíes la venganza equitativa en caso de asesinato. He observado anteriormente el valor axiológico de la equidad en el marco de la ley y no hace falta insistir sobre este punto. Sin embargo, es pertinente hacer hincapié en la fórmula que ata indefectiblemente a los usuarios de estos especialísimos artículos doctrinales, a saber, que la venganza no solo está permitida, sino que debe cumplirse por fuerza. El que las autoridades responsables de administrar la justicia y la paz no tomen venganza supone una violación de la ley aún más grave si cabe que el homicidio perpetrado: al desobedecer la norma revelada, quien así actúa pone en peligro la preservación de la vida en la comunidad de los fieles, atenta, por tanto, contra la seguridad, base de la convivencia como supo ver bien el estagirita y, por último pero no menos importante, introduce una práctica jurídica empírica que cuestiona la infalibilidad del profeta y la uniformidad de la escritura coránica.

Y no se me escapa lo que a propósito de la venganza explica Rafael Sánchez Ferlosio en su deslumbrante ensayo Cuando la flecha está en el arco, tiene que partir (2016: 284), a saber, que renunciar a la venganza supone renunciar a la identidad del yo consigo mismo, lo que es tanto como autonegarse el yo de la renuncia, pues la venganza, como el yo, son instituciones colectivas antes que individuales que restauran autoafirmativamente un linaje puesto en cuestión por cualquier agravio recibido. Desde aquí es más fácil entender por qué en una sura posterior se igualan venganza y vida, términos equipotentes en el islam en la medida en que la no represalia acarrea una muerte indigna, mientras que la venganza consumada confirma una ley eterna grabada con caracteres cúficos.

Dejando aparte lo despótico del método, la consagración canónica de una escritura es uno de esos fenómenos que muestra a las claras el poder de sometimiento y adhesión ciega que pueden alcanzar determinados manuscritos. En todo caso, debe recordarse que el corpus de un sistema de creencias articulado en torno a la fe no se soporta sino desde sí mismo porque la fe en nada se sustenta. Al contrario, es ella la que, como el magma solidificado que ocupa el cráter de un volcán extinguido, sostiene desde el barro negro del dogma.

¿Qué es lo que uno se encuentra al girar la rueda de las prácticas espirituales? ¿Y qué ocurre cuando el eje de la mirilla de la ley celeste y el eje marcado por la experiencia espiritual no coinciden? Son claros, por abundantes, los matices en la legalidad trascendente, una legalidad que casi nunca se amolda al dictado de una sola mano. Aunque a primera vista pudiera parecerlo, no creo irme muy lejos si sostengo que, en materia de experiencias trascendentales, las diferencias son mayores que las superficies de contacto.

Un ejemplo de lo que quiero decir lo vemos en el Tao Te Ching cuando narra que el hombre tiene por ley la tierra, la tierra tiene por ley el cielo, el cielo tiene por ley al tao y el tao se tiene por ley a sí mismo (2004: XXV). La secuencia sugiere, en primer lugar, que los seres humanos se rigen por una norma jurídica ligada a las cosas concretas y terrenales, pero, y es el segundo aspecto que quiero destacar, esa legalidad necesita a su vez de un contrafuerte metafísico para desplegarse en toda su amplitud. Sin ese contrafuerte, sin una estructura cósmica que aglutina seres y cosas en un orden social revelado, la ley se volatiliza como se evapora el agua de un aljibe en verano. Sin embargo, hay un tercer elemento de la secuencia que amplía la hermenéutica trascendente, pues al hacer de esa norma espiritual camino, despliegue o difusión –línea es otra de las posibles acepciones–, el tao muestra y se muestra: se muestra como el paso con el que se traspasa el límite de toda experiencia posible y, a su vez, muestra que ese traspié depende en última instancia de una acción cotidiana y banal que pone en marcha la trama de la realidad. Ya el ideograma que representa al tao, en el que uno de los caracteres suscita la impresión sensorial de la partida o el movimiento, sugiere esa posibilidad continua y dinámica y prueba, de algún modo, que la proyectada trascendencia solo se eleva a partir de los agregados empastados que asfaltan una costra caliza, concreta y permanente.

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