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2. Las formas de gobierno según Montesquieu

En este capítulo esquematizaré las principales características del gobierno republicano, monárquico y despótico,[1] según la descripción que de ellos hace Montesquieu en los primeros doce libros de Del espíritu de las leyes. Posteriormente, en el tercer capítulo, compararé estas formas de gobierno para descubrir cuáles son las formas de gobierno más pacíficas y cuáles las que tienden a la guerra.

República

Uno de los criterios más recurridos para clasificar las distintas formas de gobierno es la cantidad de personas que tienen acceso al ejercicio de la soberanía. “La fuerza general puede ponerse en manos de uno solo o en manos de muchos”.[2] Ésa es la primera distinción fundamental entre la república y las otras dos formas de gobierno. En la monarquía y en el gobierno despótico, el poder está concentrado en la figura del príncipe. En la república, una multitud de personas participa del poder soberano.[3]

La república, de acuerdo con Montesquieu, puede organizarse de dos maneras. Si la fuerza general está puesta en manos de todo el pueblo es una democracia. Si sólo está puesta en las manos de una parte del pueblo es una aristocracia.[4]

El principio de la democracia (la pasión que la pone en movimiento) es el amor por la igualdad, el amor a la patria, el amor a las leyes, la anteposición del bien público sobre el privado. En pocas palabras, es la virtud política. Por otro lado, el principio de la aristocracia es la virtud de la moderación.[5] Estudiemos a detalle cada una de estas formas de la república.

Democracia

En la democracia (o Estado popular, como en ocasiones le llama Montesquieu), el pueblo, dueño del poder soberano, es al mismo tiempo monarca y súbdito. Monarca, porque tiene toda la fuerza y toda la autoridad para decidir sobre sí mismo. Súbdito, porque se ve obligado a obedecer las determinaciones que él mismo tomó.[6]

El mecanismo por excelencia, dice Montesquieu, a través del cual el pueblo ejerce la soberanía, es el sufragio. Por tal motivo, las leyes que regulan cómo votar, sobre qué asuntos se pueden votar y quiénes pueden votar son tan importantes como las leyes en la monarquía sobre quién es el monarca y cómo debe gobernar.[7]

Es indispensable, para que la democracia sea democracia, que todos los ciudadanos puedan participar de la soberanía a través del sufragio. Sin embargo, que todos puedan votar no significa que todos puedan ser votados para ocupar un cargo público. En ese sentido, Montesquieu exalta las divisiones en clases establecidas en Atenas y Roma para determinar quiénes eran aptos para ocupar un puesto público. Solón dividió al pueblo en cuatro clases. Los jueces podían ser elegidos de entre cualquiera de las cuatro clases. Sin embargo, los magistrados sólo podían ser electos de entre las primeras tres clases.[8] Servio Tulio hizo lo mismo en Roma, de forma que tanto Solón como Servio diseñaron sus sistemas electorales para que tuvieran mayor peso los votos de los acomodados y marginar el voto de los pobres.[9]

La razón de la distinción del pueblo en clases (para discriminar quiénes pueden ocupar cargos públicos y quiénes no) es la siguiente: todo el pueblo, el conjunto de todos los ciudadanos, tiene una habilidad admirable para elegir a quiénes confía su autoridad. Siempre está enterado de quién ha estado en batalla y podría ser un buen general, de quién ha ejercido como juez sin aceptar soborno alguno, de quién es hábil en los negocios y podría ser un buen edil, etc. El pueblo decide a quién confiere autoridad dependiendo de su fama y de sus méritos.[10]

No obstante, conocer de la fama de sus conciudadanos no los hace a ellos mismos automáticamente aptos para encargarse de los negocios, conducir la guerra o aprovechar oportunidades comerciales.[11]

Del mismo modo que la mayoría de los ciudadanos que tienen suficiencia para elegir no la tienen para ser elegidos, el pueblo, que tiene capacidad suficiente para darse cuenta de la gestión de los demás, no está capacitado para llevar la gestión por sí mismo.[12]

Esta tesis de Montesquieu, a la luz de la experiencia del siglo xxi, es sumamente problemática, pues el pueblo podría ser víctima de una campaña de marketing (de transformación de la percepción) en pro de un incompetente o de una campaña de desprestigio en contra de una persona perfectamente capacitada para un cargo público.

Sin embargo, algo de verdad hay en esta idea. La naturaleza ha dado a los individuos distintas habilidades e intereses. No todos los individuos del pueblo tienen la misma habilidad para atender el comercio, la guerra o la administración. Más aún, existen ciertas actividades (e.g. la conducción de una batalla) que requieren de resoluciones inmediatas, que no pueden esperar a la larga deliberación de la asamblea. Por tal motivo, afirma Montesquieu que “el pueblo que detenta el poder soberano debe hacer por sí mismo todo aquello que pueda hacer bien; lo que no pueda hacer bien lo hará por medio de sus ministros”.[13]

En la democracia, la toma de decisiones y la ejecución de los negocios del Estado corren a cargo de cuatro instituciones: la asamblea de todos los ciudadanos, el senado, los tribunales y las magistraturas. Cuando se reúne una asamblea y toma alguna decisión, puede decirse en estricto sentido que la totalidad del pueblo ha hablado. Por tal motivo, dice Montesquieu, es de suma importancia determinar cuál es el mínimo de ciudadanos requeridos para declarar abierta una asamblea.[14]

Así como los monarcas necesitan de un consejo o de un senado para que los guíe, la democracia necesita también de un senado. Dicho senado tiene dos funciones. Decidir sobre todas las situaciones en las que sería ineficiente esperar a la deliberación o actuación de la asamblea de los ciudadanos, y preparar la presentación de todos los asuntos sobre los que la asamblea puede decidir con eficacia o que no pueden ser aprobados bajo ningún concepto sin el consenso de la asamblea (e.g. promulgación de leyes permanentes, nombramiento de funcionarios, etc.). Los senadores pueden ser electos ya sea directamente o nombrando ciertos magistrados para que los elijan (votación indirecta).[15]

En una democracia, es indispensable que sea el pueblo quien promulgue las leyes en asamblea y que el senado legisle sólo en los casos convenientes. Montesquieu cita como ejemplo de buena práctica en este ámbito a Atenas y Roma, en las que el Senado podía promulgar leyes con una vigencia de un año y sólo podían volverse perpetuas si así lo decidía el pueblo en asamblea.[16]

Respecto del nombramiento de jueces y magistrados, Montesquieu afirma que “la elección por sorteo es propia de la democracia; la designación por elección corresponde a la aristocracia”.[17] El sorteo no ofende a nadie, no es motivo de injuria ni conspiración. Bajo el mecanismo del sorteo, todos los ciudadanos guardan una esperanza razonable de servir a su patria. Pero la designación de funcionarios por sorteo tiene defectos evidentes, que deben ser controlados siguiendo el ejemplo de Solón.[18]

Los senadores y jueces de la Atenas democrática se nombraban por sorteo, mientras que los cargos militares, dada su especial gravedad, eran designados por elección. Las magistraturas civiles que exigían un gran gasto (que manejaban mucho dinero), eran electas; mientras que el resto de magistraturas eran asignadas por sorteo. Además, a esas magistraturas civiles restantes sólo se podía acceder si el interesado se presentaba el día del sorteo y era examinado por los jueces.[19] Cualquier ciudadano podía acusar de indignidad para el cargo al interesado y, terminado su periodo de funciones, tal individuo sufría un segundo examen para evaluar su gestión. Para cada plaza, se sacaban en el momento del sorteo dos cédulas, una con el nombre del primer candidato y otra en caso de que el primero fuera rechazado por los jueces.[20]

Con todos estos controles, dice Montesquieu, Solón logró que cualquier persona incapacitada para el cargo sintiera vergüenza y no depositara la cédula con su nombre para participar en el sorteo. En ese sentido, simultáneamente era un mecanismo por sorteo, pero con tintes de elección (por haber filtros para entregarle el puesto al ἄριστος).[21]

En una democracia es también de suma importancia la legislación en torno a si los votos deben emitirse públicamente o en secreto. Para el caso del pueblo, propone Montesquieu, la votación debe ser pública, como la asamblea ateniense, en la que los ciudadanos votaban a mano alzada. Sin embargo, los miembros del senado deben poder votar en secreto para prevenir intrigas.[22]

Las intrigas son en extremo perjudiciales en el senado y en el cuerpo de nobles (en el caso de la aristocracia y la monarquía). Por el contrario, dice Montesquieu, es natural (y deseable) que el pueblo se apasione por los asuntos políticos.[23]

La desgracia de una república no es que en ella no haya intrigas, cosa que ocurre cuando se corrompe al pueblo con dinero: entonces se interesa por el dinero, pero no por los negocios públicos, y espera tranquilamente su salario sin preocuparse del Gobierno ni de lo que en él se trata.[24]

Aquí aparece por primera vez una idea que Montesquieu defenderá sistemáticamente en Del espíritu de las leyes, a saber, que la típica señal de que la república se ha corrompido (que ha dejado de funcionar como república), es que los ciudadanos pierden interés en los asuntos públicos. Si los ciudadanos no se intrigan, si no se apasionan por los negocios del Estado, la república queda paralizada.

Hasta aquí la radiografía de la organización política de la democracia. Pero demos un paso atrás. ¿Cuál es el principio de la república, la pasión humana que la pone en movimiento?

Recordemos, la naturaleza es la configuración particular que hace a una forma de gobierno ser esa forma de gobierno y no otra. El principio es la motivación afectiva para obrar dentro de esa forma de gobierno particular, es el entramado de incentivos para la acción (política, económica y moral) en determinado gobierno. El principio de cada gobierno demarca el tipo de satisfacciones a las que uno puede acceder y el catálogo de censuras a las que uno puede ser acreedor. El principio de cada forma de gobierno no es accidental, se desprende de su naturaleza y es indispensable para su funcionamiento.[25]

El principio de la democracia es la virtud política: “Lo que llamo virtud en la república es el amor a la patria, es decir, el amor a la igualdad. No se trata de una virtud moral ni tampoco de una virtud cristiana, sino de la virtud política”.[26] El hombre de bien en la república “no es el hombre de bien cristiano, sino el hombre de bien político, que posee la mencionada virtud política. Es el hombre que ama las leyes de su país y que obra por amor a ellas”.[27]

La virtud política en Montesquieu tiene muchos sinónimos. Amor a la igualdad, amor a las leyes, amor a la patria y anteposición del bien público sobre el privado. ¿Por qué el principio de la democracia es la virtud política? Podría pensarse que simplemente es un resabio platónico y aristotélico. La virtud es considerada el resorte de la república simplemente porque Montesquieu tuvo una importante formación clásica y coincide con Platón y Aristóteles en que la educación permite el despliegue más pleno de las potencias humanas.

No es el caso, esa lectura es demasiado simplista. Montesquieu escribe esta obra con criterios estrictamente arquitectónicos. La virtud no es el resorte de la república porque sea buena o porque sea bonita, sino porque en la monarquía y en el gobierno despótico basta que el príncipe dé la orden para que caminen los asuntos del Estado. En la monarquía los nobles tienen el incentivo de obedecer al príncipe porque desean mayores títulos y precedencias. En el gobierno despótico los sirvientes obedecen por temor al príncipe y para participar del saqueo del tesoro del Estado y de los individuos. Pero la naturaleza de la república es que no haya jerarquías, todos los ciudadanos tienen igual ejercicio de la soberanía. Ningún vizconde o duque tiene poder para obligar mi participación de esa soberanía. Nadie tiene autoridad para obligarme a votar, ni para poner atención al examen de la gestión de algún funcionario, ni para entrar en el sorteo para ocupar algún cargo público. Si los ciudadanos no se automotivan para participar y estar enterados de los negocios del Estado, la vida política queda paralizada.[28]

La monarquía y la tiranía son formas de gobierno relativamente fáciles de mantener. El monarca está por encima de las leyes, tiene todos los incentivos para mantenerse en esa cómoda posición. La nobleza, en la medida en que siga aumentando su honor, títulos y precedencias, obedecerá al príncipe y a las leyes monárquicas con lo que perpetuará así el régimen. El tirano, por otro lado, tiene a sus súbditos atemorizados y a los “ministros de sus codicias y ejecutores de sus venganzas”[29] sobornados mediante toda clase de bienes y deleites a cambio de su lealtad.[30] Pero la democracia enfrenta un dilema que ninguna de las otras formas de gobierno enfrenta, el dilema de la libertad.

El pueblo en una democracia no recibe sus mandatos de un tercero ajeno (e.g. un príncipe), sino que se da la ley a sí mismo. El pueblo decide su propia forma de vida y nombra por poder y autoridad propia a sus gobernantes. Enfrenta la consecuencia más angustiosa de la libertad, la de tener que ser congruente con las decisiones que uno mismo ha tomado.

Hobbes sostiene que anular o negar un acto que se ha realizado por propia voluntad es el equivalente (en la vida práctica) de negar en lógica lo que uno sostenía al inicio de una discusión, es una contradicción (en este caso, una contradicción práctica).[31]

El pueblo es simultáneamente monarca (porque se da las leyes a sí mismo) y súbdito (porque se obliga a obedecerlas).[32] Tiene la tentación permanente de suavizar las leyes, de quitarles efectividad, de sentirse superior a ellas (pues él es autor de todas ellas). La democracia es, en palabras de Didier Carsin, la forma de gobierno más frágil y exigente (la que requiere de más disciplina)[33] porque esta forma de gobierno es espejo de la libertad individual. Darse la ley a uno mismo, gobernarse a sí mismo, todo ello suena muy hermoso; pero el primer desafío a la libertad no viene del exterior (e.g. alguien que se opone a mi libertad), sino del interior, y es el desafío de ser constante con el curso de acción que uno ha decidido.

La virtud política de la que habla Montesquieu no es exactamente idéntica a la virtud descrita por Platón y Aristóteles. No es una excelencia reservada para los mejores, no es un efecto de la razón sobre la afectividad, sino un sentimiento (una motivación afectiva).[34] “La virtud en una república es sencillamente el amor a la República. No es un conjunto de conocimientos, sino un sentimiento que puede experimentar el último hombre del Estado tanto como el primero”.[35]

La virtud política comparte diversas manifestaciones de la virtud platónica y aristotélica (autodominio, gobierno de las propias pasiones en aras de un bien mayor), pero es esencialmente un sentimiento, es amor, y en tanto que sentimiento no requiere de un entrenamiento intelectual demasiado complejo para experimentarlo.[36] Es indispensable que sea así, de lo contrario, la democracia se tornaría en una aristocracia, un régimen político en el que el ejercicio de la soberanía estaría reservado para un grupo selecto de individuos que han alcanzado la excelencia de las virtudes clásicas.

Lo propio de la democracia es que todos los ciudadanos participen del ejercicio de la soberanía. Montesquieu tiene que postular un principio (una motivación afectiva para la acción) que alcance a todos y cada uno de los habitantes de la democracia, requisito que no se exige en ninguna de las otras formas de gobierno.

En la aristocracia, la monarquía y el gobierno despótico no es indispensable que todos los habitantes del Estado participen activamente en la preservación del régimen, basta que un grupo de individuos esté motivado para conservarlo. En la aristocracia esos individuos motivados son los nobles o aristócratas, en la monarquía son los nobles, en el Estado despótico son los vasallos del príncipe. Aunque el pueblo no quiera preservar la monarquía, los nobles harán cumplir las leyes y la voluntad del príncipe en aras de obtener honor (mayores títulos y precedencias). Aunque el pueblo no quiera preservar la aristocracia, los aristócratas harán cumplir la ley para conservar su estatus privilegiado. Aunque el pueblo no quiera preservar el gobierno despótico, los sirvientes del príncipe (por temor a su poder y para disfrutar la discrecionalidad de la que gozan cuando ejecutan la voluntad del príncipe) sembrarán con violencia el temor y la obediencia al déspota.[37]

Pero la democracia no funciona así. Ningún grupo está especialmente privilegiado en términos de derechos políticos. No hay nobles, no hay vasallos con mayor autoridad, no hay aristócratas. Si cada ciudadano no asume la responsabilidad de mantener por sí mismo su forma de gobierno, la democracia está condenada a colapsar, a morir por apatía. “The republic will only ‘go’, to coin a phrase, on virtue, just as some motors will only go on petrol. Withouth virtue the republic will fall, as will monarchy without honor, despotism without fear”.[38]

Montesquieu no es ingenuo, sabe que debe existir algún tipo de motivación o incentivo para que cada régimen se mantenga. En la democracia, ese incentivo es el amor a la república y a las leyes. Dicho amor, advierte Didier Carsin, no significa en Montesquieu un nacionalismo, amor a las raíces o a una pertenencia étnica.[39]

Nada habría más tedioso que tener que obedecer la ley por deber (coerción interna) o por una positividad meramente externa.[40] En la democracia, suscribe Montesquieu, hay una motivación afectiva detrás de la obediencia a las leyes, a saber, un intenso amor. Tal obediencia no es resultado de una obligación, sino la conducta que inevitablemente se sigue del enamoramiento, el cuidado del objeto amado.

La república no existe “más que en los corazones de sus ciudadanos”.[41] Ésa es la razón por la cual Montesquieu afirma que la educación de los miembros de una república debe ser una educación en la virtud política.[42]

En el gobierno republicano se necesita de todo el poder de la educación. En los gobiernos despóticos, el temor nace por sí mismo de las amenazas y los castigos; en la monarquía el honor se ve favorecido por las pasiones que a su vez favorece, pero la virtud política es la renuncia de uno mismo, cosa que siempre resulta penosa.

[…] el gobierno es como todo el mundo: para conservarlo hay que amarlo. Nunca se oyó decir que los reyes no amasen la monarquía o que los déspotas odiasen el despotismo.[43]

El gobierno democrático exige una educación que produce un amor que no tenemos naturalmente. El egoísmo de la monarquía y el temor del gobierno despótico son sensaciones muy primitivas que podemos experimentar desde niños. Son emociones fáciles de sentir y que permiten la conservación de ambas formas de gobierno. Pero el sacrificio, la anteposición del bien público sobre el privado, no es algo con lo que se nace, sino que se aprende. En palabras de Didier Carsin: el hombre no nace ciudadano, se hace ciudadano. Debe sufrir una metamorfosis para dejar de ser una creatura egoísta y poder participar de un proyecto político común.[44]

La virtud política, como señalé hace un momento, tiene muchos sinónimos: amor a la patria, amor a la igualdad, amor a las leyes, anteposición del bien público sobre el privado. Ahora explicaré qué significa cada uno.

La naturaleza de la democracia, recordemos, es que todos los ciudadanos sean iguales entre sí. Tal afirmación tiene profundos impactos educativos. Para que la democracia se preserve como democracia, todos los ciudadanos deben “gozar de la misma felicidad y de las mismas ventajas, disfrutar de los mismos placeres y tener las mismas esperanzas, lo cual sólo puede conseguirse mediante la frugalidad general”.[45]

Para poder amar la igualdad (la característica distintiva de la democracia) se requiere de una educación en la frugalidad, en la moderación de los placeres. Una persona que ha experimentado grandes e intensos placeres toda su vida, advierte Montesquieu, encontrará odiosa la vida de la democracia. ¿Por qué conformarse con unos cuantos placeres modestos, cuando se pueden obtener grandes goces sensuales? Una persona que ha crecido experimentando intensos placeres egoístas está incapacitada para vivir en una democracia. Conoce las bondades de la vida licenciosa y, si se le introduce a la vida democrática, no hará más que añorar los excesos perdidos. En cambio, quien ha sido educado desde pequeño en la frugalidad, disfruta esos pocos placeres a los que está acostumbrado.

En la medida en que podemos satisfacer menos nuestras pasiones particulares, nos entregamos más a las generales. ¿Por qué los monjes le tienen tanto cariño a su orden? Precisamente por lo que tiene de insoportable. Su regla les priva de todo aquello en que se apoyan las pasiones comunes; así pues, sólo les queda la pasión por la Regla que les aflige. Cuanto más austera es, es decir, cuantas más inclinaciones cercena, con más fuerza crecerán las restantes.[46]

Si cada ciudadano no aprende a participar políticamente por amor a la república, a aumentar el tesoro público sobre el privado, a gozarse en lo mismo en que se gozan sus conciudadanos, la apatía y la desigualdad penetrarán en su corazón. Ningún vizconde, ningún visir puede obligar al ciudadano a participar de la vida política. Sólo el ciudadano puede automotivarse por amor a hacerlo. La meta de esta educación frugal (de esta educación en el amor a la democracia) es que el ciudadano no tenga mayor aspiración que prestar grandes servicios a su patria (acrecentando el tesoro público, participando de la defensa de la república, etcétera).[47]

Si hay ciudadanos que pueden gozar de placeres más intensos que el resto de sus conciudadanos, habrá terreno fértil para la envidia y el egoísmo.[48] ¿Si mi riqueza me permite acceder a placeres más intensos que los demás, por qué he de compartirla con ellos? ¿Por qué he de vivir como esos monjes menesterosos? Si la riqueza es el instrumento para obtener una vida de placeres, ¿qué me impide quitársela a ese individuo que la posee?

Uno podría preguntarse razonablemente, ¿quién se cree Montesquieu para afirmar que los ricos y los disolutos no pueden vivir en una democracia? ¿No encontramos hoy muchas democracias en las que son los principales protagonistas de la vida pública?

Le pido al lector que guarde en su memoria esa objeción porque en el tercer capítulo la respuesta de Montesquieu será central para determinar por qué la república es la forma más pacífica de gobierno. De momento basta con haber expuesto las condiciones arquitectónicas indispensables para que la democracia pueda existir como democracia, y podemos ahora analizar la segunda forma posible de la república, la aristocracia.

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