Kitabı oku: «El islote de los desechos», sayfa 3

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CAPÍTULO 4

Al hablar y contar esta historia, Mathew parecía estar viviendo el momento de esos acontecimientos. Por instantes la pasión lo dominaba al recordar en detalle lo vivido años atrás.

Aunque Raúl prestaba mucha atención al relato, interrumpió a Mathew.

—Si me disculpáis, por favor. Está entrando Lola al bar, iré a recibirla.

Cada uno de los hombres dirigió su mirada a la entrada al tiempo que el español caminaba hasta la mujer.

Con mirada pícara se deleitaron con el físico de la dama. Le adornaba su bien formado cuerpo un vestido negro, de tirantes y bien pegado a su anatomía hasta mitad de sus muslos, sin dejar nada a la imaginación. Zapatos negros de tacón y un andar alegre y coqueto. Pelo rojizo, de corte cuadrado hasta los hombros, y piel muy blanca.

Raúl la recibió con un abrazo y un beso muy corto en la boca. Era más el entusiasmo de él que la emoción de ella ante el encuentro. Intercambiaron un par de palabras y se encaminaron hacia la mesa, donde los caballeros no le quitaban la vista de encima. Al acercarse más, ninguno disimuló su asombro al verla de frente mostrando aquellos senos grandes que casi se le salían por el escote de su vestido ajustado.

—Bien, señores, os presento a Lola, mi novia ―dijo el joven―. Y ellos son mis nuevos amigos, que acabo de conocer ―se dirigió a ella.

Se pusieron de pie y saludaron al tiempo que se presentaba cada uno.

No les pasó desapercibido el olor del perfume suave pero muy sensual que emanaba de la piel de Lola, además de quedar hipnotizados por sus hermosos ojos verdes.

Volvieron a acomodarse en sus lugares, ella se colocó entre Raúl y Kwan.

—¿Así que eres la novia de nuestro joven amigo? ―preguntó sonriendo Andrew.

—Así es ―respondió ella―. ¿Y qué más os ha contado?

—Nada más ―respondió Kwan―. Mathew nos estaba narrando su historia de cuando estuvo prisionero en Alemania junto con nuestro amigo John, que murió dos semanas atrás.

—Pero háblanos un poco de ti, Lola ―le instó Mathew.

—Bueno ―continuó ella―, soy escritora y estoy aquí porque conseguí un contrato con una editorial muy prestigiosa y exigente, así que decidí venir. Me gustó mucho el trato que me dieron y entonces decidí quedarme. El editor tiene muy buenos planes con mis proyectos, me está apoyando mucho.

Mientras ella hablaba, Kwan, sentado a su lado, rozaba su rodilla con la de ella. La chica se dio cuenta, pero no dijo nada, solo le miraba de reojo coquetamente. Eso motivó al solterón a seguir con el juego, cada vez le tocaba más con la pierna, hasta que se decidió a extender su mano disimuladamente y agarrar su muslo carnoso y suave, justo cuando todos alzaron sus vasos para brindar por el nuevo integrante del grupo.

Kwan, siendo el más joven de los amigos, sabía bien conquistar mujeres, era ameno en sus charlas y no tenía complejos de ningún tipo.

Siguió acariciándole la pierna sin remordimiento, la chica era ligera y no le importaba que su novio estuviera presente.

«Esta mujer es una puta», pensó Kwan.

Ella prosiguió contando su motivo de quedarse en Londres.

—Si me ofrecen tantos beneficios, debo aprovechar. Al principio tuve que pagar un lugar para quedarme, pero ahora me han proporcionado un apartamento para vivir. Creo que las condiciones de trabajo y tanta prestación son inmejorables, y por el momento he pensado en no moverme de aquí. Quién sabe, tal vez hasta me quede a vivir aquí.

—Y ¿qué pasara con nuestro amigo Raúl? ―preguntó sonriendo Kwan.

—Bueno, en mi pueblo la gente dice que «tiran más dos tetas que dos carretas», así que ya lo discutiremos en su momento ―dijo dirigiendo la mirada a su novio, que le sonreía un tanto desconcertado por sus palabras.

—Pidamos otra botella —atinó a decir Ethan―, esta ya ha caducado.

Levantó su mano derecha hacia donde Olga se encontraba, le hizo un ademán y ella entendió al instante. Momentos después les ponía en la mesa otro cubo con hielo y una botella nueva, limpiando un poco antes de retirarse.

Levantaron otra vez sus pequeños vasos y brindaron por el momento de estar ahí juntos y por su amigo que partiera.

—Mathew, ¿por qué no continuas con la historia para que Lola la escuche también? —insinuó Raúl.

—Sí ―afirmaron todos.

—Está bien ―dijo el hombre.

CAPÍTULO 5

Berlín era un hervidero de rumores, chismes, noticias falsas y todo tipo de comentarios.

Elizabeth, entonces con seis meses de embarazo y atormentada por la falta de noticias mías, casi al borde de la locura, aguantaba el acoso de las fuerzas de las SS, que cada día se daban el tiempo para hostigarla por la decisión de su esposo, o sea, yo. A pesar de todo, ella era la que siempre daba palabras de consuelo a mis padres, que equivocadamente daban su apoyo al dictador, aun a sabiendas de todo el daño que estaba ocasionando a otras personas inocentes y viendo físicamente como las tropas abusaban de los no simpatizantes del régimen y de todos aquellos que ya eran considerados no deseables para el país.

Aquel día, con los nervios de punta ella fue testigo de lo más horrendo que hasta entonces había visto.

En el transcurso de la mañana llegaron los soldados al edificio de apartamentos donde vivíamos. Con espanto, vio por la mirilla de la puerta como a patadas franqueaban la entrada del apartamento de enfrente. Gritos de angustia salían del lugar, descubrieron a dos familias judías escondidas allí. A todos los sacaron a empujones, no sin antes ordenarles que se quitaran toda la ropa, tanto hombres como mujeres y niños. Luego de esto los expusieron públicamente. Un soldado tomó a un niño de escasos meses por los pies y lo estrelló contra la pared del edificio con tal brutalidad que le reventó la cabeza al bebé. Sin remordimiento alguno, soltó el cuerpo sin vida del niño en el suelo mientras la madre corría enloquecida a levantar los restos de su pequeño.

Partes de su pequeña cabecita quedaron estampadas en la pared y la abundante sangre causada por la cobarde acción quedó esparcida por el suelo ante la mirada incrédula de todos los presentes, que, impotentes y a punto de enloquecer, solo observaban desfallecidos la escena macabra.

A pesar de los ruegos encarecidos de las familias, nadie hizo nada por detener tan monstruosa acción.

Los que por casualidad pasaban por el lugar se hacían los desentendidos y solo atinaban a mirar para otro lado como si nada pasara.

Después de este acto sádico, algunos soldados arrojaron muebles y otras pertenencias de la familia por la ventana hacia la calle. Al mismo tiempo, cual aves de rapiña, saqueaban toda cosa de valor que encontraban en las viviendas. Burlonamente destruyeron cuanto pudieron. Minutos después arrodillaron a todos los miembros de estas familias en la calle, desnudos totalmente, nueve personas en total: niños, mujeres, hombres y un anciano.

Temblando por el intenso frío a la intemperie y avergonzados por estar en esa condición, fueron obligados a golpes a arrodillarse con las manos detrás de la cabeza, al tiempo que los soldados les gritaban todo tipo de improperios y reclamos por haber desarrollado sus negocios y vidas entre la sociedad alemana, les humillaron de la forma más cruel que encontraron. Después de «divertirse» un poco, como lo gritaban los militares, descargaron sus armas contra estas almas indefensas.

Los cadáveres quedaron expuestos por el resto del día, tirados como animales a mitad del camino, hasta el atardecer, cuando un carretón impulsado por caballos y conducido por dos hombres pasaba levantando todos los cuerpos de los desventurados que habían sido asesinados en esa jornada. Dos hombres con rostro sombrío y mirada helada como la temperatura se daban a esta tarea macabra como si fueran la misma personificación de la muerte.

Pasaron muchos días antes de que Elizabeth pudiera dormir un poco, después de tan terrible espectáculo seguía siendo torturada emocionalmente.

Al punto de la locura lloraba sin cesar por la conducta vergonzosa de sus conciudadanos, la angustia la consumía lentamente, los días le parecían eternos y las noches interminables, la desesperación le carcomía el alma.

Cuando acudía en busca de información acerca de su marido, siempre le decían que su esposo se había unido a un grupo de intelectuales que ayudaban a Hitler como consejeros en estrategias de ataque e invasión. Que él estaba concentrado en un centro de operaciones junto con personas muy importantes, y por tanto ella debía colaborar, junto con las damas de las altas esferas, en delatar a cualquiera que hiciera comentarios negativos contra el Estado.

Por lo menos, para ella fue un gran alivio saber que su esposo estaba vivo, aunque siempre dudó que yo estuviera apoyando una causa que nunca aprobé, pues conocía bien mis ideas y convicciones.

Los oficiales de las SS, al recibir la negativa de ella a cooperar, la acusaron de proteger a los enemigos. Así que un día muy temprano llegaron hasta su apartamento, lo pusieron todo patas arriba y rompieron cuanto pudieron, vociferando toda clase de maldiciones contra ella y mis padres.

Mi padre era un hombre muy nacionalista, pero también era muy humanitario, le dolía el sufrimiento ajeno. Por un lado, apoyaba los planes de Hitler, pero, por otro, le molestaba el trato que estaban recibiendo una gran variedad de personas en diversos países por parte de los ejércitos alemanes.

Mi madre no se inmiscuía en cuestiones políticas ni militares, siempre tomó una postura neutral, pero en las conversaciones familiares sobre el tema muchas veces guardó silencio para no contrariar a su marido y hacía como que lo apoyaba para no entrar en discusiones, era una mujer muy sumisa y temerosa.

Los militares ordenaron a todos sus conocidos que no les brindaran ninguna clase de ayuda, ni siquiera cuando estuviera a punto de parir. Entonces se complicó más la tarea de conseguir alimentos y combustible, les cortaron los suministros básicos.

La situación no podía ser peor, la familia llegó a estar en condición de fugitivos en su propio país.

Fue gracias a las buenas amistades que tenía mi padre como pudieron salir adelante, ya que a costa de su propia vida le suministraban clandestinamente alimentos y medicamentos que de vez en cuando eran necesarios.

Dadas las condiciones de extrema presión y la carencia continua de productos básicos, mi madre enfermó y su decadencia física se aceleró. Como siempre, tanto Elizabeth como mi padre hicieron todos los esfuerzos posibles por ayudar en su recuperación, consiguieron todos los medicamentos recomendados por el doctor que les atendía, pero nada de lo que hicieron funcionó, fue tan grave su debilidad que murió en pocas semanas.

Fue un entierro miserable. Con el dolor de la pérdida sobre sus espaldas, mi padre tuvo que fabricar él mismo un ataúd con pedazos de madera que recolectó en diferentes lugares, incluso tuvo que desarmar un mueble familiar para terminarlo. Después lo llevó con mucha dificultad hasta el cementerio, pues los soldados prohibieron a todos que les ayudaran por considerarlo un traidor.

Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, lo subió sobre un viejo carretón que tuvo que reparar, ya que también estaba inutilizable. Llegando hasta el lugar, se dio a la tarea de cavar el hoyo para la sepultura. Solo Elizabeth y él estuvieron allí, soportando sobre sus maltrechos cuerpos la fría llovizna que hacía más pesado el lamentable ambiente.

De pie al lado de la tumba, abrazados como dos huérfanos en medio del desierto, derramaron lágrimas de dolor, de ansiedad, renegando muy en su interior por estar viviendo situaciones tan lastimosas.

Los dos lloraron de impotencia y coraje, la realidad que les tocó vivir les hizo repudiar un sistema que estaba destruyendo las vidas de millones de personas.

—Es tarde ―dijo Lola interrumpiendo el relato―. Debo revisar un material para mañana y no tengo mucho tiempo. Además, he de hablar con Raúl sobre nosotros. Si nos disculpáis, me gustaría retirarme.

Los hombres quedaron sorprendidos por lo repentino del comentario, pero respetaron las palabras de la chica.

—Está bien ―dijo Mathew―, tal vez en otra ocasión podáis escuchar la historia.

—Si queréis, nos vemos aquí mañana ―dijo Raúl incorporándose―. Yo estaré algunos días y me encantará escuchar más.

—No se diga más ―dijo Kwan, quien no paró de tocar la pierna de Lola con el consentimiento de ella―. Aquí estaremos a las siete como cada día. Será un placer esperaros y pasar un buen rato.

—Vamos por mi equipaje ―dijo Raúl a su novia―, lo dejé encargado en un hotel aquí cerca por si debiera quedarme ahí.

—Bien, vamos ―respondió ella.

Los cuatro caballeros se pusieron de pie para despedir a la pareja, que agradeciendo todo se encaminaron a la salida.

—No les doy ni tres días juntos ―dijo sarcástico Kwan sonriendo con malicia.

—No digas eso ―replicó Andrew―. Hacen una bonita pareja.

—Hagamos una apuesta ―retó Kwan a sus amigos―: si ellos aguantan más de tres días como pareja, yo pago la cuenta de nuestro consumo por una semana; pero, si no lo hacen, cada uno de vosotros pagaréis una semana de consumo. ¿Os parece?

—No sé por qué haces esto ―dijo Ethan―, pero yo acepto la apuesta.

—Aceptamos ―dijeron los otros.

Kwan sabía de qué hablaba, y por su experiencia dedujo con certeza que Lola estaba en Londres para sacar partido no solo de la editorial, sino también de su editor, que, deslumbrado por el físico de la chica, la apoyaría a cambio de tener su cuerpo, cosa muy probable a juicio del coreano, dados los momentos en que la estuvo acariciando sin que ella se inmutara. Tenía una buena carta y estaba seguro de que ganaría la apuesta.

Apostaba porque intuía que ella no dejaría pasar esa oportunidad para llegar hasta donde quisiera, no dejaría que su novio interfiriera en sus planes, aunque eso supusiera hacerlo sufrir. En su opinión, ella tenía todo para ganar una buena posición en el mundo literario; y era egoísta, porque utilizaría cualquier cosa para triunfar, se dejaría la piel, su propia alma, no estaba dispuesta a fracasar en ese momento.

Por supuesto que no diría nada a sus amigos de lo sucedido en ese primer encuentro, lo guardaría solo para él, pero tenía toda la intención de seguir con el juego y llevar la situación al límite.

Esperaría hasta el siguiente día para ver cómo se comportaba Raúl. Kwan era un hombre muy observador, muy inquisitivo e intuitivo.

Les quedaba la mitad de la botella de whisky y no se irían de ahí hasta terminarla. Eran buenos bebedores, no les importaba comportarse como adolescentes cuando estaban ebrios, disfrutaban al máximo la vida cuando se reunían, no querían que esas ocasiones fueran en vano.

Mientras ellos continuaban con el tema de los españoles, los chicos llegaban al apartamento de ella, no muy lejos del bar, después de recoger una maleta pequeña con algunos regalos que Raúl le comprara a Lola en Madrid.

Un apartamento pequeño, pero muy confortable, decorado con buen gusto, todo colocado en su lugar preciso, como le gustaban a ella las cosas.

Le sugirió a su novio que se pusiera cómodo mientras ella se daba una ducha.

Él le mencionó que tenía hambre y quiso saber si había por ahí cerca un lugar para pedir algo de cenar, eran poco más de las diez de la noche.

Afuera se sentía algo de calor, pero ahí dentro el ambiente era muy relajante.

Ella le dijo que en la nevera tenía jamón, queso y algunas verduras para preparar unos sándwiches con los que calmar el apetito.

A Raúl le gustaba cocinar. Efectivamente, encontró el pan y todo lo necesario para preparar el tentempié.

Cuando Lola salió de la ducha, la cena estaba lista en la mesa del comedor: un buen sándwich para cada uno y una botella de vino tinto lista para servirse.

Con la mirada fija en el cuerpo de ella, que lucía una bata fina y transparente, se acercó para besarla. Ella aceptó un beso apasionado, largo, donde sus lenguas se buscaban con desespero.

Lo apartó con una sonrisa coqueta, le sugirió que primero la cena, luego lo demás.

Con una actitud relajada se sentaron, él sirvió el vino y brindaron por estar juntos otra vez. Enseguida comieron sus porciones al tiempo que se ponían al día con lo acontecido en España y con los amigos en común, hasta que llegó la pregunta del millón.

—Y dime ―se atrevió Raúl―, ¿cuáles son tus planes?, ¿qué piensas hacer? Y nuestra relación, ¿seguirá? ¿O has cambiado tu forma de ser y pensar? Porque en los últimos meses te noto más fría y distante.

—Esta noche no quiero hablar de eso ―dijo ella acercándose sensualmente por detrás de él, que permanecía sentado.

Lo rodeó con sus brazos y metió sus cálidas manos por debajo de la camisa de él, acariciando su pecho mientras él sentía su agitado aliento en sus oídos y sus pechos tocando sus hombros.

Se le calentó la sangre cuando las suaves manos se deslizaron hasta su vientre y lentamente bajaron un poco más.

Se levantó, se puso frente a ella y fundieron sus bocas en besos largos y húmedos. Sintió los pezones de ella en su pecho, lo que lo encendió mucho más.

Ella le despojaba la camisa a tirones, él se dejaba llevar por los impulsos de ambos. El atlético muchacho la cargó en sus brazos y, sin despegar sus bocas ardientes, se dirigió a la habitación. Juntos se tiraron en la cama, las caricias con sus bocas no cesaban, sus manos se recorrieron todo, se embriagaron con el olor de la piel de cada uno. No hubo palabras, un lenguaje corporal que no necesita de letras, solo gemidos de placer y caricias que desbordan la imaginación.

Tuvieron sexo, hicieron el amor, después de varios meses sin verse sus deseos esperaban a encontrarse.

Rendidos, ya tarde en la noche se quedaron dormidos abrazándose.

21 de junio de 1996

La mañana del viernes los sorprendió al entrar los rayos solares por una pequeña abertura entre una cortina y otra de la ventana que daba a la calle.

Raúl se levantó sin hacer ruido y se dio una ducha. Acto seguido, se dirigió una vez más a la cocina. Preparó café, hizo pan tostado con mermelada de fresa, lo colocó sobre una bandeja y se aseguró de que Lola estuviera despierta para llevar el desayuno a la cama.

Con una sonrisa de satisfacción, ella le recibió apoyada en el respaldo de la cama. Él se acercó y le dio un beso tierno en la boca, ella se dejó consentir.

Él sentado a la orilla de la cama acercó la bandeja, y tomaron el desayuno juntos.

El plan para ese día fue salir a pasear por Londres hasta las tres de la tarde. Luego ella debía acudir con su editor por cuestiones de publicidad y revisión de sus proyectos hasta bien entrada la noche.

Así él estaría libre para reunirse con sus nuevos amigos como habían quedado.

Felices por el encuentro se prepararon para salir.

Caminaron por las calles, tomaron el metro para llegar hasta Camden Town. Andando por entre los puestos del mercadillo se divertían. Cuando llegaron a la calle Camden High, llamaron su atención las tiendas con sus llamativas y pintorescas fachadas. Pasaron gran parte de la mañana recorriendo el lugar y después se fueron a comer al Borough Market. Ahí se deleitaron con una paella mixta. Raúl estaba fascinado por el recorrido que hacía en poco tiempo, pero aún faltaba una última visita: le llevó a conocer el Tower Bridge. Entraron para ver el funcionamiento de la máquina que lo eleva, cruzaron por la pasarela de cristal transparente y desde ahí su vista contemplaba parte de la hermosa ciudad.

Como ya estaban sobre la hora, regresaron con prisa al apartamento. Con calor en sus cuerpos por la caminata, se pusieron cómodos. Lola le indicó que podría salir y pasear por algunas calles cercanas para conocer el entorno mientras llegara la hora de reunirse con sus amigos o quedarse a descansar viendo algo en la televisión. Ella se dio una ducha rápida y se vistió como era su costumbre. Llevaba una falda corta en color rojo, una camiseta blanca de tirantes mostrando parte de sus senos, de los que tanto presumía, y zapatos de tacón marrones. Salió apresurada llevando entre sus manos algunos cuadernos de apuntes, se despidieron con un beso en la boca.

Con más calma, Raúl se desnudó y se metió a la ducha. No pensaba en lo que conoció esa mañana, aunque todo lo que vio le encantó, más bien sus pensamientos giraban en torno a su relación con Lola. Había cierta incertidumbre en el aire, lo percibía, pero de algún modo lo aceptaba, o se resignaba. Ella buscaba con insistencia el reconocimiento como escritora y estaba luchando con todo para lograrlo.

El agua fría le golpeaba su cabeza, pero le era agradable, recorría su anatomía con una sensación placentera. Meditaba con tranquilidad en todo lo que podría ocurrir, se estaba preparando mentalmente para cualquier cosa, no quería que la decisión de su novia lo tomara por sorpresa.

Permaneció un rato bajo el chorro de agua, sentía como un masaje relajante el líquido al recorrer su cuerpo. Cuando lo dispuso salió del baño, se tumbó en el sofá y se quedó mirando el techo que adornaba su centro con un cuadrado en moldura, todo pintado de blanco. No quería pensar en nada más, dejaría que las cosas surgieran como tuvieran que ser.

Dejó pasar el tiempo ahí recostado. Por momentos se levantaba y se quedaba frente a la ventana viendo el pasar de la gente caminando por la acera. Encendió el televisor, pero no le prestaba atención, fue más bien para no sentirse tan solo.

A las seis salió a caminar un poco, el bar no estaba tan lejos, miró las vitrinas de algunas tiendas solo por curiosidad. Sin pensarlo más, se encaminó hasta el lugar de la cita. De los cinco fue el primero en llegar, se acercó a la barra y pidió su whisky. Notó que otra chica atendía en las mesas, no era Olga la que se encargaba del trabajo esa tarde.

Pidió una cerveza también, tomaba un sorbo de whisky y un trago de cerveza.

La mesa los esperaba, estaba vacía. Cogió su vaso, la botella y se fue a sentar. La nueva camarera se le acercó para decirle amablemente que esa mesa estaba reservada a esa hora. Él le preguntó si era para cuatro hombres que acostumbraban a estar ahí todos los días y ella afirmó. Le respondió que no se preocupara, que él les acompañaría. Antes de dejarlo en paz, con una sonrisa ella le indicó que si necesitaba algo se lo hiciera saber. Raúl le preguntó por Olga. La chica le mencionó que era el día libre de la camarera y que ella la remplazaba siempre, que en realidad su turno era por las mañanas, pero en los descansos era ella quien atendía a los clientes en lugar de su compañera.

—Yo soy Raúl ―le dijo cortésmente.

—Yo me llamo Natalia ―respondió.

Una vez hechas las presentaciones, la chica volvió para atender a otros clientes que la llamaban.

Su rostro dibujó una sonrisa cuando vio que los cuatro hombres entraban juntos al establecimiento.

—Hola, muchacho ―dijeron―. ¿Cómo estás?

—Hola, caballeros ―respondió con una sonrisa y saludando a cada uno―. Estoy bien, gracias, y espero que vosotros también lo estéis.

—¿Acaso se nos ve mal? ―dijo sonriendo Andrew.

—De ninguna manera ―contestó Raúl―, se os ve mejor que nunca.

—Y ¿cómo fue tu día? ―preguntó Kwan.

—Yo diría que bastante bien ―dijo el joven―. Hay días buenos y otros no tanto, al menos creo que el de hoy fue bueno, ya mañana será otro día.

—Muy bien ―dijo Mathew―. Pidamos nuestra botella, tengo un poco de sed.

Natalia ya se encaminaba hasta ellos con su pequeño cuaderno y su pluma en la mano para tomar la comanda, junto con un platillo ovalado con algunos frutos secos para picar.

Pidieron lo de siempre, una botella de whisky acompañada con un cubo de hielo.

Volvieron a brindar ahora por el nuevo encuentro, se sentían relajados unos con otros, nada de presiones, nada de comentarios incómodos.

Raúl les contó su recorrido por Londres esa mañana, así como sus impresiones de la ciudad, ya que era su primera visita.

Entonces insistió en que Mathew continuara con el relato que lo dejara intrigado, le hubiera gustado seguir escuchando, pero dadas las circunstancias tuvo que suspender la narrativa.

Una vez más levantaron sus vasos y brindaron. Mathew respiró hondo y comenzó a soltar palabras continuando donde se quedara el día anterior.

Yo no lograba ver el rostro del hombre que tranquilamente lanzaba una y otra vez el anzuelo al lago, tratando de alcanzar la mayor distancia posible.

Después de varios intentos el delgado hilo se tensó. Se movía de un lado a otro, el pez luchaba, pero era ya muy tarde: el anzuelo lo atrapó clavándose en su boca sin poder zafarse; mordió la carnada, pero le costaba la vida.

El hombre dio dos tirones bruscos, se aseguró y comenzó a recoger el hilo. A medida que lo acercaba más, se dio cuenta de que traía un pez de unos siete u ocho kilos. Lo tomó en sus manos. El animal luchaba, pero todo era en vano, esa carpa enorme había perdido la batalla.

Cuando el hombre se giró para caminar un poco hacia la orilla, yo bajé la cabeza para no ser detectado, pero continué observando con sumo interés la actividad de aquel desconocido.

Con asombro me di cuenta de que en un balde de madera ya tenía otros tres ejemplares de similar tamaño: dos truchas y una carpa más. Lo descubrí cuando seguí al hombre hasta un poco más allá con mucho sigilo, detrás de otra roca que obstaculizaba la vista.

Con curiosidad advertí como este se encaminaba con su valiosa carga hasta una abertura sobre la pared rocosa del islote. Era una cueva con la entrada del tamaño de una persona, estaba bien oculta por algunas piedras grandes. Una vieja embarcación que daba la apariencia de haber encallado en ese lugar por alguna fuerte tormenta servía de protección ante la mirada de cualquiera que estuviera en el exterior. El hombre giró la cabeza para todos lados como presintiendo la invisible presencia de algún intruso.

Yo tomaba todas las precauciones posibles para no ser descubierto.

«¿Será acaso el guardia del islote? ―pensé―. Pero no lleva uniforme ni armas y vive en una cueva. Un guardia alemán no viviría así bajo ninguna circunstancia. ¿Quién puede ser? ¿Otro sobreviviente como yo? Eso lo investigaré ahora mismo».

Me encaminé hacia la guarida del hombre con mucha cautela, no quería hacer ruido con las cadenas de mis manos. No iba a ser fácil por la distancia a la que se encontraba, por lo irregular del camino y las grandes rocas que tenía que esquivar.

El corazón me latía cada vez más fuerte debido al nerviosismo que me acosaba. No sabía cuál iba a ser la reacción del hombre cuando me tuviera frente a frente. Me quedaban solo unos cuantos metros para llegar a la entrada cuando en la lejanía escuché el ruido leve de un motor. Era una pequeña lancha que se acercaba a la orilla. Eso me hizo quedarme agazapado detrás de la roca.

El hombre que había estado pescando minutos antes salió con una canastilla llena de peces, por lo menos serían unos diez.

El bote se acercó lentamente a la orilla. Un hombre de unos sesenta años dirigía la embarcación. Apagó el motor y tomó una bolsa grande, como un saco. Sin bajarse, extendió la mano para entregarla al hombre del islote, que a cambio le transfería el producto de la pesca, con muchos peces de buen tamaño. Ambos personajes se saludaron con mucha familiaridad, conversaron por un lapso de unos quince minutos, después se despidieron afectuosamente.

Alcancé a escuchar con un poco de dificultad como el hombre del bote daba informes de lo que estaba sucediendo allá afuera, tanto de las tropas de Hitler como de las noticias que llegaban del resto del mundo.

Escuché con asombro que ahora las tropas alemanas acechaban por todos lados, rodeando cada día más a los poblados cercanos, y que estaban abriendo campos de exterminio, además de las ejecuciones, que ya eran habituales en todo el país.

También oí que el dictador estaba avanzando amenazante hacia naciones vecinas y nadie lo podía detener. Daban por hecho que él sería el gobernante del mundo, contaba con un gran ejército, la Iglesia católica le había reafirmado su apoyo y también otras principales confesiones religiosas, que disimuladamente con su silencio se alineaban con él. El hombre informó de que los sacerdotes católicos que no lo apoyaron fueron masacrados. El papa mandó una carta donde se compadecía de las víctimas que estaban muriendo en Alemania, pero no condenó las acciones del régimen. Decía que él mismo podría morir en un campo de concentración en apoyo de las personas acosadas, pero, por otro lado, muchos de sus representantes estaban bendiciendo las armas y obligaban al pueblo a morir por los ideales de su líder.

Le escuché decir que Rumanía era ya un aliado de Hitler y que el general Ion Antonescu era un antisemita declarado que estaba despojando de todos sus bienes y propiedades a los judíos y gitanos y creando leyes gubernamentales para erradicar de su territorio a estas personas.

No solo era su intención expulsarlos del país, los estaban confinando ya en campos de concentración y a miles les asesinaban indiscriminadamente por acuerdos entre autoridades rumanas y alemanas.

En los Estados Unidos de América, el demócrata Franklin D. Roosevelt era elegido presidente por tercera vez.

Intercambiaron algunas palabras más que no alcancé a escuchar. Fue entonces cuando el hombre se despidió, mientras que el otro se quedaba en tierra parado y observando como la lancha se alejaba. Se sentó por un momento sobre una pequeña piedra, tal vez meditando en los informes recibidos.

Pese a su aspecto saludable, el hombre tosía de vez en cuando y caminaba con lentitud, todos sus movimientos parecían estar bien programados.

Desde mi posición me puse de pie y con un poco de indecisión grité:

—¡Hola, amigo! ¿Podemos hablar?

El hombre se volvió totalmente sorprendido y sin titubear respondió:

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