Kitabı oku: «Patrimonio urbano de la Ciudad de México: la herencia disputada»
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE LA CIUDAD DE MÉXICO
DIFUSIÓN CULTURAL Y EXTENSIÓN UNIVERSITARIA
RECTORA
Tania Hogla Rodríguez Mora
COORDINADORA DE DIFUSIÓN CULTURAL Y EXTENSIÓN UNIVERSITARIA
Marissa Reyes Godínez
RESPONSABLE DE PUBLICACIONES
José Ángel Leyva
COLECCIÓN: LA CIUDAD
Patrimonio urbano en la Ciudad de México: la herencia disputada.
Primera edición 2021
D.R. © Víctor Manuel Delgadillo Polanco
D.R. © Universidad Autónoma de la Ciudad de México
Dr. García Diego, 168,
Colonia Doctores, alcaldía Cuauhtémoc,
C.P. 06720, Ciudad de México
publicaciones.uacm.edu.mx
ISBN (ePub) 978-607-9465-32-2
Esta obra se sometió al sistema de evaluación por pares doble ciego y su publicación fue aprobada por el Consejo Editorial de la UACM.
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Para Daniela, Pablo y Julia
Introducción
En las últimas décadas las ciudades latinoamericanas han padecido fuertes procesos de reestructuración urbana, en escalas multidimensionales mientras que cada vez más edificios, barrios, centros y partes de las ciudades se han patrimonializado por un conjunto de valores y atributos colectivos (sociales, estéticos, históricos, simbólicos, etcétera) asociados a ellos. La reestructuración urbana y el incremento del patrimonio urbano son expresiones de los grandes cambios, fundamentalmente económicos y políticos, pero también sociales y culturales, que han tenido lugar en escala global en la actual fase de desarrollo capitalista neoclásico o neoliberal.
La llamada globalización del capitalismo, en su fase neoliberal, implicó el desmantelamiento de las fronteras económicas nacionales para favorecer el flujo internacional de capitales y mercancías, así como la formación de bloques económicos regionales, como la Unión Europea (UE) o el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN, o NAFTA, por sus siglas en inglés). Estos hechos han tenido muy fuertes impactos en la base económica de muchas ciudades. Los procesos de fragmentación y dispersión de la línea de producción industrial —ahora global— implicaron la desindustrialización relativa y absoluta de varias ciudades y la emergencia o fortalecimiento de una economía urbana basada en el sector terciario: comercio, servicios y turismo cultural (que consume centros históricos y otro tipo de patrimonio urbano). Al mismo tiempo, las ciudades se han convertido en los destinos favoritos de fondos de inversiones internacionales que encuentran en mercados inmobiliarios urbanos rentabilidades seguras y adecuadas ante el volátil mercado bursátil y ante las relativas menores ganancias de la maquila y la industria. Se trata de construcciones y megaproyectos que ya no responden a las dinámicas urbanas locales, sino a flujos de capital globalizado.
La doctrina neoliberal, basada en el Consenso de Washington y adoptada después de la llamada «década perdida» en México y América Latina (con distinta velocidad, intensidad y formas de imposición dictatoriales o democráticas), implicó muy fuertes cambios en la administración pública y en la gestión de las ciudades. Los estados se «adelgazaron», las políticas públicas se focalizaron, la administración pública se descentralizó y viejas atribuciones y funciones de carácter público se volvieron público-privadas o abiertamente se privatizaron. En algunos centros históricos aparecieron instituciones público-privadas o sólo privadas, encargadas de la conservación y el aprovechamiento del patrimonio edilicio.
La competencia entre las ciudades para retener o atraer inversiones privadas, así como la creación de riqueza y empleos, se tradujeron en el eslogan de la competitividad. A ello se ha sumado la preocupación por el cambio climático, que se ha traducido en el eslogan de la sustentabilidad. Y en algunas ciudades se agregó también el tema de la justicia social, más en términos retóricos que reales. Así, bajo una triada discursiva: competitividad, sustentabilidad y equidad, a la que a menudo se suma el concepto gobernabilidad, la gestión urbana se tradujo en políticas públicas que promueven a toda costa inversiones y negocios privados para generar empleos y riqueza económica que, se supone, se derraman en cascada de arriba a abajo. Junto con la promoción de inversiones inmobiliarias de pequeña escala, incluidos los llamados megaproyectos urbanos, el patrimonio urbano —centros históricos, barrios antiguos, edificios y plazas pintorescas, etcétera— apareció como un capital cultural y económico único y diferente, capaz de generar recursos económicos, de atraer a nuevos consumidores y turistas, y de convertirse en un distintivo de unicidad que hace de las ciudades algo diferente ante sí mismas. De esta manera, el patrimonio urbano se usa ahora como un elemento de las estrategias de mercadotecnia urbana en la competencia entre ciudades.
Las políticas urbanas pro empresariales han impulsado la modernización selectiva de las ciudades así como la «recuperación» de un escogido patrimonio urbano —es decir, las partes más interesantes y rentables para los inversionistas reales y potenciales. Semejante revalorización multidimensional del espacio y el patrimonio urbanos ha llevado, por una parte, a la transformación de los barrios y los centros históricos seleccionados mediante la atracción de inversionistas y de nuevos consumidores detentadores de mayores ingresos, y por otra, al incremento de las rentas urbanas, lo que pone en riesgo la permanencia de la población residente de menores ingresos. Así, en la Ciudad de México ocurren ahora procesos de gentrificación. Este concepto de origen anglosajón (gentrification) ha sido adoptado en América Latina en medio de debates y, en México, se lo han apropiado las clases medias y populares, como los residentes de las colonias Roma y Juárez, e incluso por algunos locatarios del mercado de la Merced, como se verá en este libro, que sienten amenazada su permanencia en esas zonas debido a las inversiones privadas o a los (mega)proyectos públicos. Dicho con otras palabras, en selectos territorios urbanos se realizan inversiones público-privadas para capturar altas rentas o ganancias urbanas al invertir en territorios relativamente desvalorizados, o mediante la rehabilitación edilicia, o mediante nuevas construcciones, lo que implica la sustitución de antiguos residentes y usuarios con menores ingresos —como condición o como consecuencia— por usuarios permanentes o temporales, pero con mayores ingresos. Dichos desplazamientos sociales, directos o indirectos, a menudo invisibilizados en los discursos públicos y en los estudios urbanos, ocurren a velocidades e intensidades diferentes, pues se trata de procesos que tienen lugar en lapsos temporales largos o cortos.
En los paisajes urbanos revalorizados, renovados o «rescatados» la autoridad suele impulsar, además, un «nuevo» orden urbano, esta vez basado en códigos, normas y leyes de buen comportamiento social y en un uso respetuoso, acorde con la «dignidad» del patrimonio urbano. Estas normas, que forman parte de un proyecto de ciudad ordenada, bella e higiénica, que «dignifican» el patrimonio urbano, constituyen por lo general una batalla contra cierta población y contra ciertas prácticas sociales condenadas y estigmatizadas: los vendedores de mercancías y oferentes de servicios informales en el espacio público urbano, los indigentes, las prostitutas, los niños de la calle, etcétera. Este tipo de normas y códigos refuerzan y forman parte de los procesos de desplazamiento y de exclusión social.
Sin embargo, estos procesos no ocurren sin tensiones ni conflictos. En muchos casos, las políticas urbanas de modernización selectiva y de inversiones privadas son contestadas, disputadas y resistidas por residentes de clases medias o popu lares (organizados o no), y por grupos de la sociedad civil que albergan muy diversos intereses, que se sienten afectados por las amenazas reales o virtuales contra el territorio habitado y el patrimonio urbano, que por definición es colectivo, y que, al margen del régimen de propiedad vigente, pertenece a toda la sociedad y, a menudo, es considerado patrimonio nacional y de la humanidad.
En este libro analizamos dichos procesos en la Ciudad de México, una ciudad que ha sido gobernada sin interrupción desde 1997 por un partido político que se autodesigna «de izquierda» (aunque, para diversos autores, es un gobierno que por necesidad o convicción gira cada vez más hacia la derecha). En la primera parte del libro, «Ciudad y patrimonio urbano», revisamos el concepto ciudad que defiendo y al que me adscribo y repasamos brevemente en qué consiste el patrimonio urbano. También presentamos la dimensión y la diversidad del patrimonio urbano de la Ciudad de México. En la segunda parte, «Políticas urbanas y gentrificación», analizamos las principales políticas urbanas recientes que promueven los desarrollos inmobiliarios de gran escala, así como la revalorización y la gentrificación selectivas del espacio urbano y las políticas de desarrollo urbano intensivo impulsadas por los gobiernos locales de la Ciudad de México desde el año 2000. Analizamos también el concepto gentrificación y cómo éste ha sido adaptado y reinventado en México y América Latina. En la tercera parte, «La disputa por el patrimonio urbano en la Ciudad de México», analizamos con detalle la política de revalorización que el Gobierno del Distrito Federal (GDF) ha realizado en los últimos quince años en torno a un selecto patrimonio urbano, así como la disputa y algunos conflictos que se derivan de la recuperación de la herencia urbana colectiva. Aquí distintos actores sociales, económicos y políticos, con distintos argumentos y visiones sobre el desarrollo y la memoria edificada, con distinta capacidad de decisión y de estra tegias de lucha o de resistencia, se disputan un mismo territorio, muchas veces considerado patrimonio local y de la humanidad. En esta parte analizamos el Centro Histórico de la Ciudad de México y el barrio de la Merced; los centros históricos de Xochimilco y de Coyoacán, y, en menor medida, los barrios y colonias de Mixcoac, Roma y Condesa.
Este libro ha sido escrito con el doble propósito de: 1) contribuir a la reflexión colectiva sobre el futuro de nuestras ciudades y en particular sobre el futuro de la Ciudad de México, a partir de sus centros y barrios más antiguos y 2) discutir de forma crítica diversas posturas de colegas foráneos que en su mayoría escriben (y sólo leen) en inglés, cuyas opiniones —a menudo infundadas y llenas de prejuicios sobre nuestras realidades urbanas, tratadas por ellos como anormales o exóticas— son profusamente difundidas en el mundo.
En 2016 la mayor parte de la población en el mundo vive en «ciudades» o en urbanizaciones que ya no tienen los atributos de la «ciudad». La urbanización del mundo parece un hecho irreversible: no sólo no hay utopías que hablen del retorno al campo o de la creación de comunidades rurales sustentables en un momento en que las telecomunicaciones permitirían hacerlo, sino que la población del campo se sigue trasladando a las ciudades en los países y regiones menos urbanizados. La última utopía del retorno al campo la constituye tal vez el movimiento hippie de la década de 1960. Sin embargo, en el siglo XXI la población del campo africano, asiático y centroamericano se dirige a las ciudades. Además, la migración del campo a ciudad, que definió la urbanización latinoamericana del siglo XX, en el siglo XXI se ha transformado en una migración internacional de sur a norte, en la que los latinoamericanos ponen en riesgo su vida con el fin de cruzar la frontera estadounidense y construir un futuro allá, cosa que los africanos hacen cruzando el mar Mediterráneo para llegar a Europa. Así, en 2010 uno de cada diez mexicanos vivía legal e ilegalmente en Estados Unidos, mientras que algunos colegas sostienen que la tercera ciudad más habitada por turcos no está en Turquía sino en Berlín, y la tercera mayor concentración de ecuatorianos, después de Guayaquil y Quito, no está en Ecuador, sino en España.
La urbanización de Asia, África y América Latina pone en alarma a muchos de nuestros colegas urbanistas anglosajo nes y europeos, quienes, atónitos, observan la emergencia de megaciudades que, según ellos, ponen en riesgo la «sustentabilidad» del planeta y que, frente a sus es tándares urbanos, califican como anormales, anárquicas, caóticas o como una suerte de «planeta de ciudades miseria». Nosotros rechazamos aquí, de manera contundente, ambos prejuicios infundados. Además, por curioso que parezca, dichas afirma ciones provienen de autores de regiones y ciudades que consumen una gran cantidad de energías no renovables y que contribuyen (mucho más que el sur global) a la contaminación y calentamiento globales.
Por otra parte, la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en octubre de 2016, realizará la tercera Cumbre Mundial sobre los Asentamientos Humanos, Hábitat III, en un momento en que más de la mitad de la población del mundo vive en ciudades y en que las formas de urbanización neoliberales muestran, incluso con brutalidad, sus consecuencias: millones de viviendas vacías (en México son 5.0 millones y en España 3.4 millones); una enorme cantidad de diversos megaproyectos inconclusos en España (centros vacacionales y de entretenimiento, aeropuertos, etcétera); la urbanización salvaje que busca el lucro en las periferias urbanas distantes en México; el despojo de selectos territorios urbanos a sus ocupantes y, en general, un desarrollo urbano mercantilizado y cada vez más exclusivo y excluyente. Así, durante 2016 la agenda urbana estará en la vitrina del debate público. Tal vez las cumbres de la ONU se reduzcan a actos diplomáticos a los que asisten los jefes de Estado y los ministros encargados del desarrollo urbano y el ordenamiento territorial para firmar protocolos y compromisos políticos (al parecer neutros, que a menudo se incumplen) con la supuesta finalidad de atender rezagos, problemas y desafíos sociales urbanos. Sin embargo, las cumbres de la ONU imponen una agenda internacional que ubica dichos temas en el escenario y en el debate público nacional y local. En este sentido, 2016 es un momento adecuado para repensar el estado actual de nuestras urbes y debatir sobre la construcción de las ciudades del mañana, de cara a la disputa por la herencia urbana colectiva y a partir de territorios urbanos que, a pesar de las tendencias que fragmentan los tejidos urbanos y sociales, mantienen aún para nosotros varios de los atributos de «la ciudad».
Este libro reúne evidencias de una trayectoria investigativa de varios años realizada en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, tanto en el marco de investigaciones diversas como en el de intercambios académicos con colegas de universidades de la Ciudad de México y de otras universidades latinoamericanas y europeas. En gran parte reunimos evidencias de trabajos realizados, algunos nunca publicados, sobre distintos sitios patrimonializados, como Coyoacán, la Merced, Xochimilco, Centro Histórico de la Ciudad de México, colonia Doctores, el «Nuevo Polanco», colonia Guerrero, entre otros, en los cuales el autor de este libro utilizó métodos de investigación cuantitativos y cualitativos: análisis de estadísticas públicas (censos de población y vivienda, y censos económicos), uso de un sistema de información geográfico (bases de datos georreferenciadas en distintas escalas urbanas) para el análisis territorializado de estadísticas oficiales, políticas públicas y de mi propio trabajo de campo; entrevistas; encuestas; trabajo etnográfico, etcétera. Algunos de estos estudios los hemos realizado personalmente y otros con estudiantes y colegas universitarios. Siempre que sea el caso, aparecerán los créditos respectivos de esas investigaciones. Sin embargo, el libro es producto de un trabajo personal, de manera que, con mayor razón, las deficiencias son estrictamente de quien escribe.
Ciudad y patrimonio urbano
La ciudad, nuestro más preciado patrimonio urbano
La Ciudad de México es la más valiosa, monumental, compleja y prolongada obra que la nación ha construido, y constituye un escenario que sintetiza la historia del país y permite vislumbrar su futuro.
GUSTAVO GARZA1
En su más amplia expresión, el patrimonio urbano está constituido por la ciudad heredada, pero ciudad no es sinónimo de urbanización. Los latinoamericanos, como el nombre lo indica, somos herederos de una cultura urbana latina que concebía que los ciudadanos y los civilizados vivían en ciudades, mientras que los bárbaros y los vasallos vivían en el campo. En efecto, mientras que en el siglo I de nuestra era los romanos construían ciudades con plazas públicas, mercados, complejos edificios para los espectáculos colectivos, termas y demás, y disponían de agua potable llevándola a través de acueductos, los bárbaros vivían en la edad de bronce. La herencia cultural y urbana latina (que constituye la polis y que hunde sus raíces en la πόλις griega) fue transmitida por el imperio romano a la Europa mediterránea y occidental, así como a Egipto y Asia occidental, mediante sus conquistas militares.2 Esta herencia urbana fue reproducida por los españoles en el llamado Nuevo Mundo, quienes al igual que los romanos conquistaron y (re)fundaron ciudades como parte de su estrategia de conquista territorial. A través de las ciudades hispanas de América, el urbanismo colonial pragmático, que algunos ven como renacentista, basado en retículas ortogonales (con manzanas cuadrangulares o rectangulares), retomó también algunos elementos del urbanismo prehispánico, como fueron las enormes plazas centrales en Ciudad de México o Quito, que más a menudo se reprodujeron en torno a los conventos para la evangelización de los indígenas.
Esas antiguas ciudades han cambiado con el tiempo, igual que el concepto de ciudad. Por ello, para Mongin el uso de la palabra ciudad en el siglo XXI es obsoleto y también polisémico: sirve para nombrar entidades históricas y físicas muy diferentes como ciudad medieval, ciudad colonial, ciudad industrial, ciudad global, megaciudad, post-ciudad, ciberciudad, etcétera.3 Para Lefebvre, cada sociedad (re)produce su propio espacio que, en este caso, es urbano.4
La ciudad es un artefacto construido de forma artificial por seres humanos no sólo para protegerse del medio hostil, sino para coexistir y vivir mejor. Para Park, una ciudad era mucho más que una aglomeración de individuos, servicios colectivos, instituciones y aparatos administrativos. La ciudad es un producto humano que se imbrica con los procesos vitales de la gente.5 La ciudad es un producto social e histórico. Es decir, la ciudad es una construcción social situada en el tiempo y una herencia cultural colectiva —en forma de patrimonio urbano. A diferencia de otras ciencias y disciplinas sociales, que conciben a la ciudad como un producto preexistente y un escenario en el que ocurren los procesos sociales, los urbanistas, geógrafos, planificadores territoriales, arquitectos, filósofos, etcétera, concebimos a la ciudad como un producto social que, a su manera, produce, condiciona e influye en los procesos sociales. Por ello, nosotros no sólo estudiamos la democracia en la ciudad, sino también la democracia de la ciudad: es decir, la equidad y la universalidad de la distribución de los recursos urbanos entre la población, tales como el suelo, la vivienda, el agua, el transporte, la centralidad, etcétera. Así, una ciudad no es un espacio o un contenedor inerte e inmutable ocupado por sujetos y objetos, sino un producto social derivado de las prácticas, las relaciones, las acciones y las experiencias sociales. Para Lefebvre el espacio urbano no es ni neutro ni apolítico, es un producto histórico y social, el lugar de la reproducción de las relaciones sociales de producción.6 Se trata de un espacio disputado en condiciones desiguales por diferentes actores sociales, políticos y privados que se apropian ese espacio para usarlo, habitarlo, explotarlo, dominarlo y/o controlarlo.
La ciudad es un concepto con múltiples dimensiones que remite a un espacio físico construido por generaciones de individuos (conocida como urbs en el mundo latino), a una comunidad política de ciudadanos con derechos y obligaciones (conocida como civitas) y, asimismo, a una unidad político-administrativa que los griegos llamaban πόλις, es decir, polis.7 Conceptos clásicos de la ciencia política tienen su origen en las ciudades. La política tiene su origen en la polis y la ciudadanía en la civitas. A menudo se olvida que el concepto ciudadanía aludía de forma directa a los habitantes de la ciudad, mientras que los campesinos eran quienes residían en el campo y no en aquélla.8 Sin embargo, el concepto se separó de su origen para aludir a un conjunto de derechos humanos, conquistados en las ciudades, que se han universalizado en el territorio y alcanzan a toda la población sin importar si habita en áreas urbanas o rurales. Vista así, la ciudad es parte del proceso civilizatorio y de conquista de libertades y derechos humanos. En el medievo y el mundo feudal, la ciudad emergió como un lugar donde vivían los libres; mientras que en el siglo XIX, con la revolución industrial y la urbanización europea, la ciudad se convirtió en sinónimo de alta densidad de población, de diversidad y de heterogeneidad sociocultural en un pequeño espacio limitado.9 La ciudad era el lugar que permitía la cohesión y la coexistencia social, a pesar de los intereses individuales y divergentes de los sujetos que en ella se congregaban; la ciudad era una construcción colectiva que al mismo tiempo permitía la socialización y la individualización a partir de la tolerancia.10 Esa ciudad rompía con las tradiciones y los valores comunitarios y solidarios de la aldea y del campo, y era el escenario del anonimato y la indiferencia. La cultura urbana era sinónimo de sociedad, un artefacto artificial, mientras que la comunidad era sinónimo de organismo vivo.11 Pero, justamente por ello, la ciudad era el lugar que permitía a la gente ser libre de las ataduras de la comunidad rural y de la aldea. De aquí viene el proverbio alemán que decía: «El aíre de la ciudad hace libres a los hombres» (este proverbio está recogido en diversos textos, entre ellos el de Bookchin).12 Así, la ciudad se convirtió en sinónimo de diversidad sociocultural, de respeto, tolerancia, conquista de los derechos humanos y de las libertades humanas que integran a todos los habitantes en igualdad de circunstancias. Por ello la ciudad, nuestra herencia colectiva, nuestro patrimonio urbano, ha sido definida como un espacio público de interés común y general para la sociedad que la habita y para la población que la visita.13
Sin embargo, estas cualidades de la ciudad no sólo han sido siempre más ideales que reales, sino que se han ido perdiendo en el transcurso de los últimos tiempos, en especial desde el tránsito del capitalismo keynesiano o del «Estado intervencionista» al capitalismo neoliberal, en el que, además del repliegue de lo público y de la privatización de lo común, las nuevas formas de urbanización —dispersas, difusas y distantes— han contribuido a hacer todavía más porosos los límites de la ciudad, mientras que nuevos artefactos urbanos se fragmentan y se aíslan del tejido urbano. Por ello, Françoise Choay afirma que, por paradójico que parezca, en un mundo urbanizado ha llegado la muerte de «la ciudad» (europea): ya no se construye ciudad, se construye urbanización. Para nuestra colega francesa, «la ciudad» era la unión indisoluble de un territorio delimitado y bien organizado (urbs), así como una comunidad de ciudadanos con deberes y derechos políticos (civitas); y, al mismo tiempo, la urbanidad era la relación recíproca entre un tejido urbano y una forma de convivencia. Pero dichos vínculos, al parecer inseparables, se han roto: nuevos asentamientos humanos se construyen en periferias cada vez más lejanas, los centros históricos (la antigua «ciudad») se despueblan, «turistifican» y «parquetematizan» en forma progresiva, mientras que las telecomunicaciones han transformado las relaciones que las sociedades mantenían con su espacio y su tiempo. Así, la interacción entre los individuos se ha «desterritorializado» y su pertenencia a las comunidades ya no se funda en la proximidad y en el espacio público urbano: calles, plazas, parques, etcétera.14
En este sentido, Oliver Mongin afirma que lo que antes llamábamos «ciudad» ya no coincide con lo que ahora calificamos como urbano. La ciudad era un territorio circunscrito, finito y delimitado, que respondía a la cultura de los límites, que integraba y relacionaba a los diferentes, favorecía la mezcla social, la confluencia y el encuentro, mientras que la intrínseca conflictividad social estaba mediada por la urbanidad y la tolerancia.15 Sin embargo, desde hace décadas, esa ciudad, símbolo de la emancipación y de la integración social, se confronta ahora con una dinámica metropolitana y una globalización que dividen, dispersan, fragmentan, privatizan, descentralizan, separan, y crean nuevas y diversas jerarquías urbanas y territoriales que se sobreponen a la ciudad. Esto ya lo había advertido Bookchin, para quien los procesos de expansión metropolitana (la «metropolización») ya cuestionaban los límites de la ciudad y, con ello, la capacidad de la ciudad para integrar a los diversos.16 Así, irónicamente, en el siglo XXI, cuando la mayor parte de la humanidad habita en «ciudades», la realidad urbana está constituida por una ilimitada e indefinida expansión urbana periférica y metropolitana que se caracteriza por la segregación, la fragmentación y la emergencia de múltiples centralidades. Lo urbano ya no es un lugar que garantice la integración social y la liberación humana, que fomente la proximidad ni las relaciones y los encuentros sociales. La ciudad ya no reúne, integra ni relaciona. De ser esto así, asistimos entonces a un momento de obsolescencia del espacio público urbano: la plaza y la calle. Algunos colegas añadirán que, en efecto, esto es así y que, como complemento de la agorafobia y del miedo frente a la inseguridad, el nuevo espacio social (que no público) son los centros comerciales.
Conviene añadir que, para Mongin y Choay, la muerte de la ciudad no equivale a catástrofes que impliquen su desaparición física, sino al despojo de sus atributos urbanos, que tienden a liquidar la riqueza y la complejidad de la vida urbana. Para ellos, la ciudad clásica, limitada a los centros y a algunos barrios históricos (el llamado «patrimonio urbano»), se ha reducido a excepciones: pequeños territorios que cada vez más se constituyen en «un lujo», cuyo placer urbano disfruta sólo una minoría, que, por otro lado, se pretende museificarlos (momificarlos) y turistificarlos para así, supuesta y paradójicamente, «salvarlos» o «rescatarlos».