Kitabı oku: «Sombras», sayfa 6

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—Abuela y ¿Kilian? —preguntó con inocencia.

—Está en la resistencia española hija, luchando contra Franco. No hemos sabido nada de él, solo Dios sabe si está vivo, pero Dante siente que sí, y eso es suficiente. Yo tenía la misma sensación respecto a ti, y no me equivoqué —le señaló con ternura.

—Últimamente me he preguntado qué habría pasado si mi padre nos hubiera permitido casarnos… —le confió Leena con tristeza.

—Kilian es un buen muchacho y siempre te recordaba y hablaba de ti, pero no está en tu destino —dijo la anciana con seguridad. La joven se quedó mirándola atónita pero no dijo nada—. ¿Me contarás como has subido en este barco? —le averiguó una vez que estaban alejadas del resto.

Leena estaba indecisa por dónde empezar. Con la cabeza baja, mirando el piso empezó a narrar sin prisa los episodios que había vivido hace poco.

—Sabíamos que los nazis vendrían pero nunca imaginé que asesinarían a papá frente a nosotras, sin motivo alguno. Los soldados nos llevaron a un lugar en donde había demasiadas personas; niños, adultos, ancianos. Todos nos mirábamos atemorizados porque no era difícil saber qué harían con nosotros. Pensé que moriría, pero de la nada, un hombre me escogió y me apartaron del grupo —sentía un nudo doloroso en la garganta y sus ojos se humedecieron pero continuó hablando con voz entrecortada— entonces dispararon a mamá, a las pequeñas y los demás.

Hizo una larga pausa que le permitió ordenar sus ideas, secar sus lágrimas y continuó hablando sin mirarla.

—Él me llevó a su casa. Dijo que yo descendía de un pueblo que había sido fiel a un antepasado suyo. Tuvimos que huir porque los nazis querían matarlo. En Francia nos encontramos con su hermano y él y yo subimos al barco como esposos. Andrei también está aquí, escondido para que los nazis no lo encuentren.

Rajna la miraba consternada, se llevó una mano a la frente y otra descansaba en su cintura, mientras trataba de analizar las palabras de Leena.

—¿Conoces esa historia abuela? ¿Es cierto que los nuestros fueron esclavos en un país lejano y le prometieron fidelidad a un noble? —en su voz había ambigüedad, como si una parte de ella quería creer en las palabras de Andrei y otra quería verse liberada de su promesa.

La anciana calló, estaba indecisa, no lograba recordar, su memoria era frágil y había escuchado tantas historias y vivido muchas otras, que no podía distinguir lo real de la fantasía. Tomó el rostro de Leena entre sus manos arrugadas y manchadas por el paso del tiempo y con sus ojos húmedos y brillantes, le dijo suavemente:

—¡No importa cómo has llegado aquí! ¡Ni quién te ha traído! ¡Por fin estamos juntas monshé! —exclamó con su voz ahogada por la emoción y la apretó fuertemente entre sus delgados brazos.

Por un momento la soledad y la tristeza la habían abandonado. Estaba en paz, en su hogar. Permanecieron así, abrazadas por mucho tiempo. No pronunciaron palabra alguna; no era necesario.

El espacio en donde estaban escondidos los gitanos era muy reducido y el calor agobiante. Parecía ser un cuarto en donde guardaban herramientas, aceite y objetos para el mantenimiento de los motores del barco, habían acomodado un catre para la anciana y el resto se había ubicado en el piso. Tres niños, cuatro mujeres y dos hombres más el padre de Kilian, conformaban el grupo. Las condiciones de vida en el lugar eran precarias pero no estaban atestados de gente como ocurría en tercera clase, en donde el hacinamiento era terrible, las condiciones de higiene casi nulas y los lugares destinados para dormir eran literas que estaban ocupados por familias enteras, si era el caso, pero ninguna de ellas albergaba a una persona, pese sus medidas limitadas.

La anciana de largo cabello blanco oculto bajo un pañuelo de seda de vivos colores y complicados diseños, aparentaba tener unos setenta años. Tanto ella como los otros, vestían ropas oscuras y si alguien los hubiera visto, no podrían haber pensado que se trataba de gitanos. El paso de los años no había mermado la gracia y belleza de Rajna. Tenía ojos color miel y piel tostada. Largas y profundas arrugas surcaban su delgado rostro. Sus labios eran delgados y de color rosa, pero lo que más llamaba la atención de ella, eran sus manos; gráciles, expresivas que hablaban por sí mismas y le conferían a todo su aspecto, un toque dramático.

Desde muy joven había aprendido el arte de la adivinación. Las cartas, la bola de cristal, la mano, el café; decía que podía leer el futuro en aquellos objetos pero siempre le dejaba al interesado en conocer qué le deparaba el destino la última opción: “El futuro no es sino lo que tú haces por él” les decía con una sonrisa a quienes acudían desesperados a ella en busca de un consejo sobre el trabajo, el amor o el dinero y ella lograba tranquilizarlos.“Mira el as de espadas, este es el de la suerte” explicaba siempre tratando de ver el lado positivo que los arcanos le ponían frente a sí, aunque muchas veces cuando veía la carta que simbolizaba la muerte les decía: “Ándate con cuidado que la vida es muy corta”.

Cuando leyó en la mano de Leena que el “Ángel de la Muerte” estaba en su destino, permaneció muchos días consternada, tratando de entender aquel mensaje. No era del todo claro, puesto que se trataba de una antigua leyenda sobre un ser que no era de este mundo. Un ente cuya maldad sobrepasaba los límites del entendimiento humano, pero ¿cómo podía afectarle a Leena? No lograba comprender. Cuando llegó la guerra pensó que se trataba de Hitler y su amenaza pero ahora que la tenía frente a sí, supo que la joven había escapado de la muerte, no así su familia, aunque todavía no era seguro que podrían arribar a un puerto en América.

Mientras acariciaba el cabello de la joven sentía inquietud en su alma. Su corazón no era ya el de una niña sino el de una mujer que latía con fuerza y pasión. El hombre del que le había hablado su nieta, ¿tendría algo que ver con este nuevo ímpetu que sentía en ella? ¿Sería una persona en la cual podían confiar? Se preguntaba una y mil veces pero no encontraba una respuesta.

Desde que había visto a Leena, le embargaba una sensación contradictoria de felicidad y temor, pero no por ella, eso era claro, sino por lo que estaba a su alrededor. Había una presencia cercana que no era “natural”, por así decirlo. Tenía que desentrañar el misterio que se tejía en torno a su nieta y al hombre que la había salvado. Buscaba los indicios de aquella historia en su cabeza, pero le era difícil recordar, necesitaba un poco de tiempo y valor pues si era lo que ella presentía, nada podría salvar a Leena de la desgracia.

—¡Abuela! —exclamó la joven separándose despacio del abrazo de la matriarca.

—Dime monshé —respondió la mujer con voz cariñosa y ojos llenos de ternura.

—¡No puedo quedarme; ellos me esperan, ni siquiera debía salir del camarote! Deben estar preocupados. Tengo que contarles que te he visto, ¡seguro se alegrarán por mí! —dijo con entusiasmo, como si lo creyera posible.

—Está bien, vete hija. Pero prométeme que regresarás —respondió sonriendo, para tratar de ocultar la tristeza por su partida.

—¡Lo haré! —exclamó mientras volvía a abrazarla muy fuerte. Estaba segura que solo sería un alejamiento temporal.

Al ver que Leena se marchaba, Dante se incorporó del piso en donde descansaba con los otros gitanos y trató de detenerla. Pero Rajna le indicó que debía dejarla ir. ¡Es su destino!, murmuró dolorosamente, mientras elevaba una plegaria al cielo para que la protegiera de todo mal.

Capítulo 5

Hostilidad

La joven gitana abandonó la habitación en donde estaban escondidos los suyos con mucho pesar. Se preguntaba si no estaría cometiendo una equivocación al abandonarlos para encontrarse con Serge y Andrei. Atravesaba los pasillos que ya no lucían tan atestados pues las mujeres, niños y ancianos habían sido reubicados en tercera clase. Los hombres habían sido instalados en otros salones al interior del barco porque se preveían tormentas en alta mar y por seguridad, nadie a excepción de los tripulantes, podía estar a la intemperie.

Cuando trató de cruzar en medio de un grupo de hombres, estos le cerraron el paso. Descansaban en un pasillo del barco reservado a la gente de segunda clase. Estaban ataviados con camisas blancas, abrigos oscuros y sombreros que protegían sus cabezas de las inclemencias del tiempo. Las ropas de todos estaban roídas y sucias, posiblemente eran las únicas prendas que poseían. Sus rostros estaban demacrados, sus barbas sin afeitar y a Leena le pareció que ninguno había tomado una ducha en mucho tiempo.

—¡Miren, qué señorita tan bonita! —dijo uno de ellos divertido.

—¡Y tan sola!—le secundó otro, que se acercaba a ella con demasiada confianza.

La joven no tuvo más remedio que repartir codazos y pisotones para poder seguir su camino. No era muy seguro que una mujer sola deambulara por el barco, ahora lo sabía. Entre los que escapaban, no solo había familias, sino hombres que habían sido separados de sus hogares para pelear en la guerra y lo habían perdido todo, sus casas, sus familias, hasta la decencia.

Cuando Leena pensó que se había librado del acoso, una mano agarró su brazo con fuerza y prácticamente la arrastró hasta un espacio abierto.

—¿En dónde diablos te habías metido? —le increpó Serge tratando de no elevar la voz, pero visiblemente molesto. Su rostro se llenaba de arrugas, en especial en su frente y sus ojos cuando estaba irritado por algo.

—Salí a buscar algo de comer y a respirar… —alcanzó a decir antes de que nuevamente la tomara bruscamente del brazo y avanzara con ella hasta el camarote. Una vez ahí le dio una reprimenda como si se tratara de una mocosa desobediente.

—¡Te pedí que no salieras e hiciste exactamente lo contrario! ¿Te das cuenta de que nos pones en peligro? ¡Hay espías nazis en todo el barco y tienen sus ojos puestos en nosotros! —el joven hablaba en voz baja pero estaba muy consternado, puesto que se había dado cuenta de que había por lo menos cuatro hombres de la Gestapo dando vueltas por ahí, esperando el momento propicio para detener a todos los que consideraran potenciales enemigos de Alemania, en el mejor de los casos. Otra opción era hundir el barco, aun con los espías en él o que los mataran en el acto y devolvieran el buque a Francia, poniendo en riesgo la vida de los refugiados que eran víctimas inocentes de todo el problema.

Leena se quedó callada. Impactada por la revelación y aún más porque podían haberla seguido hasta el lugar en donde se ocultaban los suyos, que en definitiva, viajaban como polizontes. No sabía qué hacer, o cómo ayudarlos y decidió contarle a Serge lo que había ocurrido.

—Cuando salí de la habitación me encontré con un familiar —hablaba en voz baja temiendo que alguien pudiera estar escuchando la conversación—. Él me reconoció y me llevó a un lugar en donde está escondido un grupo de gitanos, entre ellos mi abuela. ¡Debo volver, son mi familia! —dijo lentamente mientras que, por primera vez, desde el inicio de la discusión, miraba a Serge a los ojos.

El joven se quedó contemplándola, pero ya no había ira en su expresión, sino preocupación. Sin duda, esta revelación cambiaba el plan de su hermano. La gitana había encontrado lo que quedaba de su familia. ¿Podían ellos negarle ser feliz junto a sus semejantes? No estaba en manos de Serge decidir eso, ni siquiera de Andrei. La única que podía decidir qué hacer con su vida era Leena.

—Debo hablar con Andrei —le dijo mientras le daba la espalda y se marchaba nuevamente.

Cuando estuvo sola en la habitación, pudo darse cuenta de que en una pequeña mesa había un plato de sopa fría y un pedazo de pan. La joven se sintió miserable. Se sentó en la cama con la espalda apoyada en la pared y abrazó fuertemente sus piernas, tratando de formar una barrera imaginaria entre ella y el mundo, entre los deseos de su corazón y ese sentimiento absurdo que la abrumaba cuando pensaba en Andrei Ardelean.

La noche había caído y se fundía con la inmensidad del océano. Parecía que las estrellas acompañarían a los viajeros pero una neblina misteriosa, tan blanca como las nubes, se esparció sobre el barco. No se podía ver a más de un metro de distancia y así, Andrei y Serge en sus formas humanas podían pasar inadvertidos, por lo menos mientras duraba el fenómeno.

Los hermanos se habían reunido cerca de los botes salvavidas. Con tanta gente en los pasillos a inicios del viaje, había sido imposible para Andrei, encontrarse con Leena aunque lo deseaba con intensidad. Había permanecido oculto en el bote y solo salía cuando sentía la presencia de Serge. Pero las noticias que traía su hermano esta vez lo sumieron en una profunda incertidumbre.

—Debes hablar con ella Andrei, parecía decidida a quedarse con su familia y si es así, no puedes obligarla…

—¡Nunca la obligaría a nada! —gritó exaltado— Tengo que verla —concluyó.

—¡Te cubriré las espaldas! —le dijo el joven tratando de animarlo.

—Lo sé hermano —afirmó mientras le daba un fuerte abrazo y minutos después se fundía con la espesa niebla que cubría el Aurigny hasta llegar al camarote de la gitana.

Leena se había quedado dormida después de haber alimentado a su pobre estómago con un pedazo de pan duro y una sopa fría de coles, pero estaba agradecida con Serge. Se inquietó al pensar en que quizá su abuela y los otros gitanos no podían alimentarse ni siquiera con aquella comida. Pero sus preocupaciones, lejos de quitarle el sueño, habían exacerbado su mente y esta necesitaba descansar.

Aquella noche soñó que bailaba para Andrei con su vestido rojo. No había música ni público, únicamente los dos mirándose con deseo. Ella movía sensualmente sus caderas y hombros, con sus manos le invitaba a acompañarle en la danza mientras él sonreía devorando sus graciosas formas con su profunda mirada que la hacía desfallecer.

Cuando se había acercado lo suficiente a ella, con sus rostros a breves centímetros de distancia, sintiendo su cálido aliento en la boca, a la espera de sentir por primera vez aquella sensación desconocida de placer que provoca un beso; un sobresalto inexplicado la despertó de su apasionado sueño para ver a Andrei sentado en una pequeña silla, que junto a la mesa de noche y a la cama, completaban el mobiliario de su camarote de segunda clase.

Se frotó los ojos pensando que aún dormía, pero él estaba ahí, vestido de negro con su cabello largo y sus ojos azules contemplándola ¿Desde cuándo? ¿Serían horas o minutos? ¿Se habría dado cuenta de que él era el protagonista de sus sueños prohibidos? Le asaltaban muchas preguntas mientras trataba de acicalarse un poco, procurando ocultar sus mejillas ruborizadas y contener su respiración agitada.

—¡Andrei! —exclamó tímidamente, pero su mirada la desconcertó. Él permanecía en silencio, sentado con las piernas abiertas y una mano descansando en su rodilla, con su cuerpo hacia adelante—. ¡Lograste abordar el barco, parecía imposible! —comentó Leena tratando de romper el incómodo silencio entre los dos.

Él asintió con la cabeza.

—Sí, lo hice —respondió con voz profunda—. Serge me ha comentado lo de tu familia.

—¡Mi abuela está aquí! No creí que estuviera viva —hablaba pero no podía mirarlo aunque los dos estaban sentados, él en la silla y ella en la cama; si alzaba su rostro estaría a la misma altura que el suyo y por eso, mantuvo su vista en el piso, pensaba que así no vería que seguía ruborizada.

Nuevamente un silencio incómodo se sentía en el pequeño espacio que compartían.

—Bien —dijo él levantándose de la silla para dirigirse a la puerta y terminar con aquel momento aciago—, solo deseo tu bienestar y si es estar con tu gente, te libero de tu promesa.

—¡Espera! —exclamó Leena, tratando de hablar aunque un nudo en la garganta se lo impedía. Había sido tan fácil decírselo a Serge, pero ahora no estaba segura de poder repetirlo.

La joven se incorporó interponiéndose en su camino, aunque no tenía valor para mirarlo aún. Fijó su vista en su pecho cubierto por una camisa oscura que dejaba ver parte de su definido torso oculto por delicados vellos castaños. Andrei cerró sus ojos y apretó sus puños pues sentir a Leena tan cerca suyo y no poder tocarla, lo enloquecía. Sin embargo, no podía forzarla a cumplir una promesa cuando la joven tenía la posibilidad de reunirse nuevamente con los suyos y rehacer su vida junto a ellos, aunque eso significaba para él soledad y amargura.

Los dos se mantuvieron firmes en sus sitios sin mover un músculo por varios minutos, disfrutando silenciosamente de la presencia del otro, cuando Leena, armándose de valor levantó su rostro. Parecía que retomaba el sueño que había tenido hace poco tiempo, pues su cuerpo y el de Andrei estaban tan cerca, separados por un breve espacio y él también había bajado su cabeza para poder apreciar a la pequeña gitana, quizá por última vez, si ese era su deseo.

Aunque las palabras sobraban en ese momento, los ojos de ambos hablaban el idioma que solo aquellos que han sentido el certero golpe del enamoramiento pueden entender. Muy despacio, Andrei seguía inclinando su cabeza hasta que su frente descansó en la de Leena y pudo sentir su respiración agitada, ver su pecho que se elevaba y descansaba al compás de su inhalación y exhalación, tragando en seco y apretando su quijada, pues ella sabía lo que su cuerpo anhelaba y a la vez que se dejaba llevar, también recordaba que una mujer gitana representaba la honra de la familia y que tenía prohibido tener contacto con un payo.

No hubo abrazos, ni dedos entrelazados, ni siquiera sus cuerpos rompieron la barrera de los escasos centímetros que los separaban, solo se miraron profundamente y sintieron un cosquilleo al percibir el roce de sus mejillas, las de Leena ardientes y de un rojo carmín mientras la piel de Andrei era fría, pero con un leve brillo, producto de la apasionada situación. Cuando solo les faltaba sentir el suave aroma de sus labios, un sonido fuerte les despertó de aquel momento de ensueño.

Serge había abierto la puerta violentamente y desde ahí les dio las malas noticias.

—¡Aviones alemanes! —fueron sus únicas palabras mientras fijaba su vista en su hermano, quien asintió con la cabeza y se disponía a seguirle cuando una vocecita casi infantil le paralizó el corazón.

—¡Andrei! —gritó ella sin poder emitir otro sonido— ¡cuídate! —le exhortó en voz baja, anhelando el beso, el primer beso que debía recibir y se lo habían arrebatado.

Su primer impulso fue tomarla en sus brazos pero si hacía eso, ya no podría dejarla ir de su lado, aunque todos los gitanos del mundo se lo exigiesen. Así que solo se detuvo por breves segundos para retomar su partida, no sin antes advertirle que no abandonara la habitación, aunque conociendo el temperamento de la joven, no estaba seguro si le haría caso.

—¡No salgas de aquí Leena! —dijo él seriamente.

Solo el sonido de la puerta cerrándose y una llave girando, se quedaron con ella en la diminuta habitación.

Se dejó caer lenta y pesadamente en la cama, su vista estaba fija en el techo blanco del camarote y sin más, se echó a llorar como una niña asustada porque aquello que estaba sintiendo la atemorizaba más que la muerte. Se sentía dichosa, optimista, contenta. Había sentido el amor de su familia siempre y era feliz, pero esto, era algo que no podía explicar con palabras. Era anhelar algo tan fervientemente que el resto de cosas parecían triviales. Se sentía en el cielo, pero también sufría, pues no podría alejarse de Rajna ahora que la había encontrado y también sabía que como gitana no podía unirse a alguien que no llevara su sangre, ya que según sus leyes eso no estaba permitido. Cubrió su rostro con sus finas manos y trató de limpiar sus lágrimas, no quería llorar, al menos, no después de haber vivido tan hermoso sueño.

—¡Qué emotiva despedida! —comentó con ironía Serge, pues la escena que había visto estaba lejos de ser un adiós.

—Nada está dicho aún hermano —le respondió sonriendo, sintiendo en su interior, el fuego que aquella joven había encendido en él.

Los dos hombres avanzaron por los pasillos sumidos en la más absoluta oscuridad ya que el capitán había ordenado apagar las luces del barco y disminuir su marcha para despistar a los pilotos alemanes.

—¡Malditos nazis! —murmuró Serge al escuchar nuevamente el sonido de los bombarderos zumbando sobre sus cabezas.

—¡Sólo una tormenta puede detenerlos! —dijo Andrei invocando la fuerza de los elementos desde la popa del barco para evitar la mirada de curiosos.

El viento que era apacible, repentinamente empezó a soplar con fuerza y la neblina que cubría el barco se tornó más espesa y lúgubre. Los dos hombres se aferraron a las barandas del barco pues el mar se agitaba y con él, el gigante de ocho mil toneladas de capacidad. Todo en el Aurigny era oscuridad y silencio. En la distancia, un par de descargas eléctricas como las raíces de un gran árbol iluminaron el cielo y los truenos ensordecedores no tardaron en quebrar la tensa calma que se vivía en el navío.

Pocos minutos después, grandes nubes blancas, grises y negras se unían con otras y empezaba un tétrico concierto de truenos. Los pilotos de las aeronaves miraban incrédulos el tenebroso espectáculo que se había formado ante sus ojos y de los cuatro aviones que habían sido enviados para hundir al Aurigny solo dos decidieron acatar las órdenes de permanecer en el perímetro y finalizar la misión.

Pero la tormenta no cesaría, sino que se tornaría más hostil, ya que no era producto de la naturaleza sino de una invocación a los más oscuros y tenebrosos poderes del mundo de los muertos. Su intención era destruir, aniquilar, acabar con el enemigo. El rostro de Andrei estaba fijo en el cielo, pero no en su apariencia humana sino en la de un vampiro.

Debía desprenderse de su humanidad para convocar a las fuerzas del mal y que estas actuaran a su favor. Serge lo miraba con lástima, pues sabía que su hermano odiaba en lo que su padre los había convertido, en esclavos de la noche, en inmortales guerreros que habían caído de la gracia divina, eran nobles, sí, o lo habían sido en una época remota. Ahora eran príncipes de la oscuridad.

Ante la persistencia de los ataques, Andrei no tuvo otra opción que dirigir una descarga eléctrica que iluminó el cielo como si se tratase de un rayo de sol, averiando el instrumental de los dos aviones, los mismos que se vieron obligados a regresar a su base en tierra.

Andrei y Serge observaron cómo los aviones se alejaban y podían respirar tranquilos, al menos momentáneamente. Pero sabían que los alemanes volverían y la única manera de debilitarlos era utilizando la inclemencia del tiempo hasta alejarse de la costa francesa y adentrarse en el océano. La tormenta no se disipó por varios días y lluvia y vientos fuertes los acompañaron. Por una parte lograron evadir a los aviones nazis, pero las tormentas y las marejadas estaban afectando tanto al barco como a los pasajeros que sufrían mareos, náuseas y otras enfermedades producto de las bajas temperaturas.

Leena no estaba ajena a desmoralizarse por la situación. Debía permanecer encerrada en el camarote mientras Serge seguía tras la pista de los policías de la Gestapo y Andrei no había querido presionar a la joven con su presencia, sino que deseaba darle el suficiente tiempo y espacio para que tomara una decisión.

Una vez que los hermanos consideraron que estaban lejos del alcance de los alemanes, el clima mejoró notablemente, pero estaba el otro problema, el de los espías nazis. Serge había dejado a Leena encerrada en el camarote para evitar que la siguieran o le hicieran daño, a pesar de los cuestionamientos de ella. Permaneció confinada mientras duraba la tormenta y cuando esta pasó, ya que estaban seguros que los alemanes la tomarían como señuelo para atrapar a Andrei. Aquello la estaba volviendo loca y sentía que necesitaba la compañía de su abuela y de los suyos en aquel momento de incertidumbre.

El confinamiento le había dado suficiente tiempo para reflexionar sobre los repentinos acontecimientos que debió sobrellevar durante las últimas semanas. Antes de conocer a Andrei, no había tenido sueños tan extraños como los que había experimentado desde su llegada a la mansión. El amor era un sentimiento que ella anhelaba experimentar como cualquier jovencita de su edad, pero en sus sueños había deseo, pasión, lujuria; emociones que nunca antes había sentido.

Había fantaseado con Kilian pero nada más allá de caminar de la mano o recibir su primer beso, pero ahora sentía como su cuerpo ardía cuando veía a Andrei, o pensaba en él.

¿Sería normal sentir eso por alguien a quien apenas conocía? ¿Quién era Andrei Ardelean en realidad? ¿Y si satisfacerse era lo único que él buscaba en ella?, se cuestionaba a cada minuto.

En ese momento sintió que extrañaba más que nunca, el consejo de su madre. Sin duda ella sabría sus intenciones tan solo con verlo. Posiblemente le diría que un payo nunca podría darle un hogar como un gitano, nunca la entendería ni le halagaría como alguien de su misma sangre. ¿Lo haría? Se preguntaba ella mientras miraba las cuatro paredes blancas que se habían convertido en su prisión y sintió que necesitaba salir, debía ir con su abuela y contarle lo que estaba sintiendo o por lo menos quería preguntarle: ¿Qué era el amor? ¿Cómo se sentía? Sus pensamientos se disiparon cuando escuchó fuertes golpes en la puerta.

—¿Madame Berthier o debo llamarla Leena? —le preguntó una voz desconocida y amenazadora—. ¡Sé que está ahí adentro, quiero hablar con usted! —continuó.

Ella estaba sentada en la cama y escuchaba en silencio, ni siquiera se atrevía a respirar.

—Sé quién es usted en realidad, una vagabunda que huye con un enemigo de Alemania ¿sabe lo que eso significa? Si me dice en dónde está el conde Ardelean, el Führer le perdonará la vida, si no, todos en este barco morirán. ¿Nuestros aviones les dieron un pequeño escarmiento verdad? Piénselo, podrán llegar a salvo a América si me dice en dónde está él —la voz se cortó en seco.

Era uno de los hombres que habían tratado de impedirles abordar el barco. Se había percatado de que Serge salía y su “esposa francesa” se quedaba encerrada en el camarote, lo cual era bastante sospechoso. Aprovechando que la noche se cernía sobre el Aurigny, el agente nazi quiso presionar a la joven para que traicionara a sus compañeros.

El miedo se apoderaba de Leena, quien se tapaba la boca con la mano para no gritarle lo que se merecía. Afuera una figura como un espectro se acercaba al hombre que estaba parado frente a la puerta de su camarote. Era Serge.

—¿Está importunando a la señora? ¿No le enseñaron modales? —le dijo él en tono amenazante.

Debido a que todo estaba oscuro y no había gente cerca, Serge no pudo resistir su deseo de sangre. Convertido en vampiro, le desgarró la garganta y bebió antes de que el corazón del hombre dejara de latir, para procurarse una ración cálida y nutritiva antes de lanzarlo por la borda al mar. No les quedaba otra opción sino acabar con los demás agentes y espías, pues al darse cuenta de que faltaba uno de ellos, no dudarían en matar gente inocente.

Cuando entró en la habitación, vio a Leena con sus ojos llenos de lágrimas mordiendo sus uñas, estaba muy asustada pensando en que en cualquier momento los nazis derrumbarían su puerta para matarla.

—¡No lo soporto, no soporto más! ¡Déjame ir donde mi abuela! —gritaba y lloraba desconsolada —¡No quiero estar aquí! ¡No quiero!

Serge sintió lástima por la joven pero sabía que aquella misma noche empezaría una cacería para acabar con los otros miembros de la Gestapo.

—¡Mañana todo estará más tranquilo, te lo prometo! ¡Te llevaré con tu gente! Estamos cerca de llegar a América, ¡pero hoy necesito que te quedes aquí y no salgas!

—¡No puedes obligarme! ¡No soy nada tuyo! ¡No eres mi dueño! ¡Quiero irme! —gritó la joven sin importarle ya nada a su alrededor ni los nazis, o Serge ni siquiera Andrei.

El sol apenas había salido cuando Leena tomó su maleta de cuero y salió del camarote en una loca carrera hacia el cuarto de máquinas. Algunos la miraban desconcertados, pues sus ojos estaban rojos y llorosos. Atravesó el barco y cuando llegó al lugar donde sabía que estaban los gitanos, tocó la puerta despacio, una, dos, tres veces y se sentó afuera de ella, en el piso, esperando que algún ser compasivo permitiera ingresar. Serge la había seguido y estaba seguro de que cuando las aguas se calmaran, la encontrarían ahí.

Dante había estado de guardia y observó a la joven pasar por su lado, cuando constató que estaba sola —pues Serge se había quedado observando tras una pared— la ayudó a pararse y a entrar en la habitación.

—¡Ven Leena! —exclamó Dante con alegría, pues sentía un cariño especial por la jovencita. Cuando su hijo le había dicho que quería casarse con ella, no había dudado en hablar con sus padres para pedir su mano. Desgraciadamente, el padre de ella no aceptó pero siempre la quiso por ser parte de su familia—. ¡Miren quién ha venido a quedarse! —comentó el hombre, enseñando la maleta que cargaba la chica al resto de gitanos, quienes se acercaron a saludarla cariñosamente.

—¡Monshé! —Rajna se levantó del catre en donde descansaba para fundirse un cálido abrazo con su nieta— ¡Te extrañé mucho hija! —añadió en un tono de sutil reproche, pues habían pasado algunos días sin verla.

—¡Y yo a ti, abuela, pero estamos juntas ahora y no nos separaremos más! —le respondió ella sonriendo feliz porque ya no se encontraba encerrada en aquellas cuatro paredes devanándose el cerebro con pensamientos sobre Andrei, el futuro y los gitanos. Sentía que debía resolver una cosa a la vez o se volvería loca.

—¡Ven hija! —la atrajo hacia sí, permaneciendo abrazadas en silencio por algún tiempo.

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