Kitabı oku: «Sombras», sayfa 4

Yazı tipi:

—¿Pero al menos le dijo a dónde iba? —preguntó ella, aunque ya conocía la respuesta.

—No, pero le dejó esto —respondió la malhumorada ama de llaves, mientras le entregaba una carta sellada.

—¿Una carta para mí? Leena la recibió atónita ¿Sería parte del plan? —se cuestionó mientras subía a la habitación y cerraba la puerta. Rápidamente abrió el sobre y extrajo su contenido.

Leena:

Mi amigo Adolfo, me requiere en Berlín, como te había comentado. Debo dejarte por unos días. Pronto me reuniré contigo.

A.

—Esto no tiene sentido —pensó ella— ¿Andreí se había ido por su voluntad o se lo habrían llevado? Salió de la habitación nuevamente y corrió en busca de Wagner o de la señora Schmidt.

—¿Dígame qué le pasó a Andrei… es decir, al conde? ¿Qué sucedió en la mañana? —inquirió ofuscada, mirando a la mujer con impaciencia.

—Pues, llegaron unos soldados y él salió con ellos, pero antes le dejaron escribir una nota para usted. Parecía tranquilo ¿Por qué está tan alterada? —la cuestionó Schmidt, ignorante de todo lo que Ardelean le había dicho sobre Hitler y su intención de matarlo.

Trató de mostrarse serena, pues de nada servía ponerlos sobre aviso de lo que podía o no suceder.

—Sí, tiene razón —dijo ella esbozando una sonrisa poco convincente mientras arrugaba el papel entre sus manos.

—Venga, coma algo —el ama de llave se dio la vuelta, segura de que Leena accedería con agrado.

—No, no tengo apetito —sonrió nuevamente y subió a la habitación para pensar mejor.

Las cosas no resultaban según lo planeado ¿Qué debía hacer ahora? ¿Preparase para esperar, para escapar o para morir? No dejaba de pensar en las palabras de su abuela: “Martyia Mule”, el Espíritu de la Noche, el Ángel de la Muerte, te vigila”.

No podía sentarse sin hacer nada; abrió los armarios y revolvió los cajones. No sabía qué buscaba exactamente, pero consideró que lo más acertado sería tener ropa cómoda para una caminata. Encontró varios vestidos muy hermosos y otros atuendos, seguramente de la condesa Westrap; trajes de amazona para montar, botas altas, pantalones oscuros y camisas, también un abrigo o chaqueta para el frío. Eso podía serle útil. Necesitaba un bolso para guardar aquellas cosas y quizá buscar provisiones en la cocina o alacena pero debía esperar a que cayera la noche. Pensó en Andrei y en la carta que el ama de llaves le había entregado; era como si quería asegurarle que volvería por ella.

Esperó a que todo estuviese oscuro y se deslizó por la cocina, guardando algunos embutidos, aceitunas y dátiles, cosas que le permitieran sobrevivir el viaje. Volvió a la estancia, consciente de que debía tomar una decisión, pues solo había dos opciones, irse o esperar. No quería dormir, no podía; tenía miedo, miedo de los nazis, miedo de que los atacaran por sorpresa, por lo menos les daría batalla.

Estaba determinada a sobrevivir, como su madre le había dicho, aunque aquello implicara ir contra las costumbres de su pueblo, ya que estaba prohibido para una mujer gitana hablar con un payo como ya lo había hecho con el conde, y peor aún, exhibirse públicamente sin la presencia de un familiar cercano, especialmente para una jovencita soltera como Leena.

¡El destino me ha separado de mis seres queridos!, ¿acaso debo entregarme a la muerte como una oveja al matadero?, ¿o tengo que luchar como una fiera para defender mi vida, mi única, verdadera y valiosa posesión?, se preguntaba mientras contemplaba como la tarde caía sin noticias del conde.

Había decidido enfrentarse a la muerte, sí, al Ángel de la Muerte que la vigilaba, a aquella idea sin rostro o forma alguna pero cuya presencia sentía a cada paso como una sombra que trataba de engullirla entre sus fauces.

El familiar aullido del lobo llamó su atención. Esta vez no pudo evitar ir a buscarlo, era como si la llamara, como si clamara por ayuda. Caminó hacia la ventana, y divisó en el cielo estrellado, la presencia de la luna que alumbraba el campo, como un inmenso faro. Los contornos de los árboles y la fuente de piedra se iluminaban con la tenue luz que se desprendía del lejano satélite. Leena pudo distinguir una sombra que salía del bosque circundante a la propiedad y se aproximaba rápidamente a la mansión.

Ella bajó por la escalera de caracol que conectaba directamente su habitación con el patio. Se detuvo a pocos pasos de aquella figura, emocionada y temerosa a la vez, hasta que pudo constatar que era Andrei. Su rostro apesadumbrado experimentaba un gran conflicto interno pero por breves segundos, se iluminó al ver que estaba preocupada por él.

—¡Debemos huir! ¡Logré escapar pero sin duda, mañana se notará mi ausencia y vendrán a matarnos!

—¡Estoy preparada! —dijo ella mientras le ayudaba a subir las gradas hacia su habitación. Con la luz pudo ver que su ropa estaba manchada de sangre, pero él lucía bien—. ¿Qué pasó? —le preguntó consternada, buscando en su cara o cuerpo alguna herida o rasguño, pero no había nada.

—¡Más tarde, no hay tiempo! —respondió él con firmeza.

Leena tomó su bolso y siguió a Andrei, se dirigieron a su estudio cobijados por el silencio y oscuridad nocturnal; entró en la recamara y minutos después salió con un morral, se había puesto un grueso abrigo y caminaba a grandes pasos.

Planear una huida en medio de una guerra, era arriesgado, pero llevarla a cabo, era un suicidio y así lo entendió Leena cuando empezaron la travesía. Cruzar la frontera entre Alemania y Francia no habría tomado más de unas horas en circunstancias normales, pero en medio de un campo de batalla y a pie, tal hazaña parecía imposible.

Avanzaban durante la noche y en el día se escondían en camposantos o en trincheras abandonadas, junto a ellos yacían cadáveres mutilados, algunos en avanzado estado de descomposición.

Aquella pesadilla apenas empezaba, pues, en cada pueblo, las patrullas nazis los acechaban y debían esconderse en árboles, en ríos o en cualquier lugar que pudiera ofrecerles refugio. Algunas noches Leena no podía avanzar; sus pies se habían ampollado y cada paso le causaba terribles dolores. Andrei, se encargaba de curarlos con algún ungüento que milagrosamente parecía calmar su intensa agonía.

Él siempre estaba de guardia cuando Leena pedía descansar por un momento y se quedaba dormida en un prado, un bosque o una tumba vacía. Ardelean parecía no cansarse nunca y aducía no tener hambre. Leena prácticamente se había comido todas las provisiones y cuando ya no quedaba nada para alimentarse, él se aparecía con un animal o fruta que había encontrado en el bosque, para que ella pudiera comerlo, al calor de una fogata, que eran escasas, debido a la presencia de cuadrillas nazis en toda la zona.

Había perdido la cuenta de los días que llevaban caminado, cuando al fin llegaron a Francia. Junto a ellos, cientos de personas deambulaban como fantasmas, buscando comida, un lugar de descanso o ayuda para los enfermos. En las esquinas, soldados heridos o mutilados pedían ayuda. Niños sin padres corrían de un lugar de otro, buscándolos, llorando desgarradoramente, esperando un mendrugo de pan o una taza de agua para no desmayar. Familias sin rumbo acarreaban maletas a lugares inexistentes. Se vivía un drama que no podían ignorar.

Leena tenía pocas fuerzas, la larga travesía había minado su capacidad física, pero el dolor, la muerte, la degradación humana que se vivía en cada rincón, habían debilitado su alma.

En esos días, su vínculo con Andrei se había fortalecido, aunque no hablaban mucho —debía guardar sus fuerzas para las largas caminatas— sus acciones, su preocupación constante y su aliento, la habían impulsado a continuar con aquella loca aventura. Pero estaba exhausta.

Debían llegar al puerto de El Havre, pero en esas condiciones no la dejarían abordar. Había un estricto control que impedía subir a bordo de los barcos a enfermos, por temor a contagios masivos durante el viaje.

La noche había caído y Andrei se resignó. Con más fuerzas que en la mañana, se dirigió con la joven en sus brazos a una casa muy modesta, en donde tocó la puerta, primero con fuerza y luego con rabia. Quizá ya no había nadie en ella, pues no obtuvo respuesta. Se sentó en las escalinatas de piedra con la joven desmayada en sus brazos, abatido, derrotado, cuando la puerta se abrió.

Un hombre joven lo miró con perplejidad por varios minutos; se percató de que no estaba solo y se apartó, dejándolo entrar. Cuando se cercioró que nadie los seguía, cerró el portón con cuidado.

Andrei recostó a Leena en un sofá de la sala. No era una estancia muy grande pero si acogedora y cálida, el fuego estaba encendido y no había nadie más en la habitación.

—¿Por qué has venido? —le cuestionó el joven con dureza.

Andrei no podía mirarlo a los ojos. Pero le contestó:

—Por ella. Necesita descansar.

—¿La trajiste caminando desde Alemania? —su voz denotaba enojo— ¡Es una simple mortal Andrei! ¡Es una crueldad! ¡Incluso para ti! —dijo sin inmutarse, sabiendo que sus palabras lo enojarían.

—Solo necesita descansar, se pondrá bien —respondió casi en un susurro, trataba de asegurarse a sí mismo que las cosas mejorarían, tenían que mejorar. Necesita un baño caliente —observó.

—No estamos en una mansión con sirvientes —le replicó arrogante el dueño de casa.

Andrei le dirigió una fría mirada

—No lo hagas por mí, hazlo por ella —dijo, pero su tono de voz no era muy amistoso.

—Lo haré por piedad, que es algo que tu no comprendes, hermano —expresó acentuando la última palabra y desapareció de la sala.

Leena respiraba con dificultad, su pulso era casi imperceptible y estaba helada. Andrei la contemplaba preocupado, parecía que su vida se extinguía. Tanto tiempo buscándola y ahora que la había encontrado, la sentía lejana.

—Solo una gota de tu sangre y volvería a la vida… —escuchó decir a su hermano que miraba la escena con desagrado.

—¡Basta Serge! ¡Si no quieres ayudarme, solo dime y nos marcharemos! —rugió Andrei, molesto por los comentarios del joven.

—El agua está lista —respondió, mientras se alejaba dándole la espalda.

Andrei estaba indeciso sobre cómo actuar. Debía desvestir a Leena para darle un baño caliente, pero se sentía incómodo. Removió sus botas y medias, sabía que debía sacarle el pantalón y la camisa. Serge, quien era su hermano menor, había llenado la bañera de metal y comprobaba que el agua estuviera caliente para reactivar la circulación sanguínea de la muchacha. Desde la cocina podía observar la indecisión de Andrei frente a Leena.

Parecía verdaderamente preocupado por ella. Aunque no se apresuraría a apostar que de verdad le interesaba. Había conocido a Heyla Von Westrap en la mansión antes de que empezara la guerra. A pesar de que le había advertido sobre compartir el conocimiento que poseían con ella y su círculo, la arrogancia de Andrei era más fuerte que su lógica.

Desconfiaba de los motivos de Hitler y de los otros miembros de la Sociedad Thule y ahora, muy a pesar suyo, había tenido razón, si no, él no estaría ahí, huyendo.

—¡Solo desvístela y ya! —le gritó molesto desde la cocina— ¡El agua se enfría!

Pero él estaba demasiado extasiado contemplándola. La había despojado de su pantalón, y miraba sus delgadas piernas, sus bragas, su diminuto ombligo. No se había atrevido a sacarle la camisa, pero la había desabotonado hasta la altura de su busto. La ropa estaba manchada, llena de tierra y sudor, su cabello lo había peinado con una trenza desde la parte superior de su cabeza, pero estaba suelto y sin brillo. Su rostro y sus manos tenían magulladuras y rastros de lodo, aun así, no podía dejar de mirarla.

La tomó entre sus brazos y la llevó a la cocina, en donde Serge había colocado la bañera, muy cerca de la estufa para que se mantuviera caliente. La sumergió en el agua y con una esponja empezó a frotar su cuerpo para que entrara en calor. Sus pies no tenían señales de ampollas, ni sus rodillas mostraban los golpes productos de sus caídas. Su cuerpo estaba muy delgado, por el sobre esfuerzo físico y la falta de alimentos; su corazón latía débilmente, cada segundo con más y más esfuerzo.

—Debes masajear el corazón —le dijo Serge mientras le extendía una toalla para que la cubriera.

Andrei la llevó en brazos a la habitación de su hermano, ubicada en la parte superior de la casa. El joven buscó en su armario y encontró un camisón de dormir, que le había pertenecido quizá a una amiga o una invitada fugaz. Lo puso en la cama junto a la joven. Andrei lo miró curioso, primero al vestido y luego a su hermano.

—¿Qué? También tengo una vida —le inquirió molesto.

Pero en realidad, Andrei esperaba que por lo menos se pusiera de espaldas al momento de desvestirla, aunque Serge ni siquiera había contemplado esa posibilidad.

—¡Serge! —murmuró Andrei, mientras desabotonaba la camisa de Leena; él mismo se sentía perturbado por la exquisita desnudez que estaban obligados a contemplar.

—¡Está bien! —exclamó con la picardía de un adolescente.

Andrei trató de no mirar, pero era imposible, ya que tuvo que sacarle la ropa mojada para poder vestirla y abrigarla. Su piel era suave y clara desde su cuello para abajo. Su busto era delicado pero provocativo. Mientras él la sostenía, Serge tomó el camisón y se lo enfundó por el cuello, tratando de no verla, por respeto a su hermano.

Una vez en la cama, con ropa limpia y seca, Andrei pensó en aquel comentario de masajear su corazón, pero en breves minutos, Serge entraba de nuevo en la habitación con una copa de brandy en la mano, tratando de calentar el licor con suaves movimientos envolventes.

—Dale esto, también la ayudará y te evitará sentirte un patán —comentó sonriendo mordaz.

Mientras Andrei lo miraba, trataba de no sonreír, ya que sabía que su hermano tenía razón.

Aunque ardía en deseos por tocarla, con lo que había visto sentía que tenía suficiente, al menos por esa noche. Mojó sus dedos en el líquido y suavemente los frotó en los labios de Leena, también en sus muñecas y en su cuello. Parecía que poco a poco iba volviendo a la vida, ya no tenía un color blanco de muerte en su rostro, sino que poco a poco este se tornaba luminoso.

Capítulo 3

Viejos amigos, nuevos enemigos

La atmósfera en Berlín era insostenible. La paranoia se sentía en cada casa, en cada calle y en efecto, en la fortaleza de Adolfo Hitler. Se escuchaba que el ejército ruso —aliado suyo en el inicio de la guerra— se acercaba peligrosamente a posiciones alemanas.

Un alto oficial de la Gestapo hizo su entrada en la oficina del jefe del Tercer Reino de Alemania. Trataba de conservar su compostura, puesto que no era nada bueno llevarle malas noticias al Führer, pero era su deber como jefe al mando del operativo que debía presentar a un informante extranjero, a su excelentísimo comandante en jefe.

Para aumentar su ansiedad, lo hicieron esperar. Hitler estaba reunido con todos sus lugartenientes, analizando un inminente ataque por parte de los aliados en Francia, pero aún no era del todo cierto en dónde sería ¿Calais? ¿Normandía?

La inteligencia alemana había descubierto un puesto de ataque en Inglaterra, sus fotos no eran muy legibles pero se observaban batallones listos para una incursión terrestre.

Cuando lo hicieron pasar, la tensión que se vivía en el ambiente era espantosa. El Führer estaba exaltado ya que ninguno de sus comandantes apoyaba su deseo de establecer bases en Inglaterra para hacer frente a los aliados, no les parecía factible que el enfrentamiento se produciría ahí, pero eso no parecía importarle a Hitler. Estaba seguro que su “amigo” el conde, le revelaría el lugar exacto donde la batalla se llevaría a cabo y estaba muy seguro de que sería frente a las tropas del general americano George Patton.

—¿Y bien Heydrich, en dónde está nuestro hombre? —le cuestionó el Führer, extendiendo sus brazos delante de sí, para asentar con fuerza, sus manos convertidas en puños, encima de los mapas que había estado revisando minutos antes.

Su voz era áspera y en su rostro no había más que una mirada fulminante.

—¡Heil Hitler!

El soldado extendió su brazo izquierdo como señal de respetuoso saludo a su líder y continuó:

—Mi señor, el conde Ardelean, ha escapado. Los soldados a cargo de su custodia, fueron localizados en unos matorrales con el cuello desgarrado. El médico forense indicó que… —tuvo que hacer una pausa para recobrar el aliento— algo había succionado la sangre de sus cuerpos. ¡Quedaron irreconocibles señor! Solo sus uniformes permitieron identificar quiénes eran. Sus heridas corresponden a las encontradas en muchos hombres y mujeres que se reportaron como desaparecidos en una comunidad cercana a la residencia de Ardelean. Las autoridades policiales habían indicado que las muertes parecían provocadas por ataques de lobos, aunque no se los ha reportado por la zona, señor.

El rostro de Hitler permanecía inmutable. Había escuchado en silencio el informe del jefe de la Gestapo y de todos los detalles que había escuchado, solo el de la huida del conde había llamado su atención.

—¡No me importan los campesinos muertos por lobos! ¡Quiero que me traiga a ese bastardo ahora! ¡Búsquelo debajo de las piedras, dé aviso a todos los puestos de mando! ¡No es un prisionero cualquiera! Si no cree que puede cumplir con su deber, es mejor que no regrese…

Antes de que abandonara la sala, escuchó la voz del Führer

—Heydrich, espero que el asunto de la condesa Westrap esté solucionado.

—¡Sí mi señor! Lo está.

Los dos hombres sonrieron maliciosamente, sabían que la condesa, así como los otros miembros de la Sociedad Thule, ya no serían una molestia, pues los habían asesinado.

La mañana era gris y fría, parecía que el sol se había escondido tras grandes nubarrones que cubrían el cielo francés. Andrei descansaba en un sillón, junto a la cama en donde yacía Leena. No había querido dejarla sola ni un instante, pero se dio cuenta de que sus ropas estaban sucias y rotas. Buscó a Serge para pedirle, quizá, un último favor. Necesitaba bañarse y cambiarse, buscó algo de ropa limpia en su morral pero ya había agotado todo lo que traía desde Alemania.

Quizá no será un favor sino dos, pensó mientras bajaba por las escaleras de madera a la sala poco iluminada y bastante sobria —para pertenecer a un noble— se dijo Andrei, un tanto consternado al comprobar que su hermano no tenía ningún reparo, al momento de vivir como la gente común.

—¿Te importaría si tomo un baño y algo de tu ropa? —le preguntó, dirigiendo su atención a la copa de brandy que parecía estar degustando su hermano frente al cálido fuego de la chimenea.

—Te lo iba a sugerir —le contestó divertido e irónico, adivinando sus pensamientos—. A veces me gusta saborearlo un poco —hizo una pausa mientras miraba el líquido ámbar cuyo brillo se magnificaba gracias al cristal—. Trato de recordar cómo se sentía…

—¿Cuándo estábamos vivos? —Andrei le inquirió con fuerza, tragando en seco, como si le costara hablar del tema.

—Cuando podíamos disfrutar de las elementales cosas de la vida —respondió con ironía—. ¡Estamos vivos hermano, aún lo estamos! —exclamó sonriendo, incorporándose de su asiento, para ofrecerle un trago.

—No por gracia divina —dijo Andrei—, quitándole la copa de la mano para sorber el tibio líquido que resbalaba por su garganta, sin producirle el menor cosquilleo. Puso la copa en la mesa enérgicamente, causando que se rompiera y los pedazos de vidrio cortaron su mano. Pronto empezó a sangrar pero extrañamente, la sangre y las heridas desaparecieron, dejando unos cuantos diminutos y brillantes pedazos de cristal en su palma abierta.

—“El toque de Midas” —acotó Serge mirando lo que acababa de suceder sin inmutarse, como si aquello lo hubiera visto suceder tantas veces, que ya no podía maravillarse ante tan extraordinario acontecimiento.

—Midas y nuestro padre eran unos imbéciles —repuso Andrei con ira, tornando su rostro oscuro, provocando que varias arrugas aparecieran en su frente, confiriéndole un aspecto lúgubre. Se sentó junto a su hermano en el sillón contiguo.

—Seguro que en ese momento parecía una buena decisión —razonó el joven—, que todo lo que toques se convierta en oro, es definitivamente, una buena apuesta. Yo lo hubiera aceptado —concluyó en voz baja.

—¡Pero vivir eternamente! ¿A quién se le puede ocurrir? Solo un tonto lo aceptaría —reflexionó en un tono de reproche, mirando a su alrededor, tratando de encontrar una respuesta en algún lugar de la sencilla habitación, mientras apoyaba su espalda en el incómodo asiento.

—No lo juzgues tan duramente Andrei, solo tomó una decisión incorrecta en el momento apropiado —repuso con tristeza, aunque sabía que de esa manera los había condenado, no podía seguir guardándole rencor como su hermano, no después de tanto tiempo.

Sus rostros se tornaron sombríos. Había muchas cosas que querían olvidar, pero eran tan duras que ni mil años las podrían borrar de su memoria.

—¿Le has contado quién eres? —preguntó Serge consternado.

—Sabe que soy descendiente de nobles valacos y de nuestro encuentro con la oscuridad, por así decirlo.

—Se asustará… —se limitó a decirle mirándole un poco divertido nuevamente—. ¿Y a dónde piensan ir?

—América —respondió sin pensarlo mucho.

—¿Estás loco? Podrías quedarte y luchar…

—¿En la resistencia francesa como tú? Yo estaba con el bando contrario ¿recuerdas?

—Pero falta poco ya, los rusos casi toman Polonia…

—Y los aliados desembarcarán en Normandía —dijo Andrei sin inmutarse pero Serge lo miró atónito.

—¿Acaso te lo dijeron los muertos? —le preguntó, recordando que su hermano practicaba la nigromancia.

—Solo lo sé y por eso Hitler me persigue —concluyó él, mirando las sombras que se proyectaban en las paredes de la sala.

—No entiendo —señaló Serge, abriendo sus ojos negros y arqueando sus cejas espesas, esperando una respuesta por parte de su hermano.

—Me busca para decirle el lugar en donde los aliados planean iniciar un ataque, claro que después de eso, querrá matarme.

—Por eso estás huyendo —replicó en tono neutral, ahora lo entendía todo—. ¿Y Heyla? —inquirió, aunque en su interior conocía la respuesta.

Andrei lo miró sin pronunciar una palabra pero el sentimiento de culpa era evidente en su rostro.

—¡Los matará a todos…! —Más que una interrogante era una cruel certeza.

—Si no lo ha hecho ya —respondió Andrei con voz casi imperceptible, apretando sus manos en puños.

—¿Pero le advertiste? —preguntó Serge casi como un susurro.

Andrei no apartó su mirada del piso y un silencio se apoderó del lugar.

—Sigues siendo el mismo egoísta de siempre, actuando sin pensar en las consecuencias —le enfrentó mientras se incorporaba de su asiento, como si le incomodara estar en su presencia.

—¿Cómo te atreves a juzgarme?

A pesar del remordimiento, no podía entender cómo su propio hermano lo acusaba.

—¿Todo debe girar en torno a ti siempre? ¿Por qué? ¡Ahora ya tienes a esta chica y Heyla dejó de importarte! ¡Eso siempre pasará hermano! ¡Una reemplazará a otra pero a la gitana nunca la harás volver a la vida! —le gritó colérico, como si se tratara de un padre reprochándole a su hijo por una travesura.

Andrei se levantó de un brinco, se acercó a él con rabia y lo tomó de la camisa. Su rostro se deformó a tal punto que no había rasgos humanos en él sino solo la aterradora expresión de un animal rabioso. Sus ojos parecían arder en llamas y su piel era de un color ceniza, su boca se abría dejando ver afilados dientes clavados en encías blanquecinas, que contrastaban con el pelo negro e hirsuto que le cubría la cara. La nariz era casi inexistente, solo dos pequeños orificios por donde exhalaba e inhalaba profusamente. Amplias arrugas surcaban su frente confiriéndole un aspecto demoníaco.

Un grito los distrajo, provenía de las gradas que conducían a la habitación superior. Era Leena, se había despertado al escuchar la pelea de los hermanos y miraba aterrada en lo que Andrei se había convertido. Su cuerpo estaba aún muy débil y su mente reaccionó al impacto de ver a la monstruosa criatura, colapsando su sistema nervioso. Cayó por las escaleras, estrellando su cabeza contra el piso. Atónitos se lanzaron al lugar en donde la joven yacía boca abajo. Andrei le dio la vuelta y la tomó en sus brazos. Una gran herida cruzaba su frente y de ella brotaba un líquido rosáceo espeso y mucha sangre.

Serge retrocedió. Sabía lo que significaba. Se arrodilló junto a su hermano que lloraba desconsolado, tanto tiempo esperándola, tantas vidas buscándola y ahora que la había encontrado, la perdía.

—Hazlo, hermano, tienes que hacerlo, —dijo desesperado, pues aún sentía que la joven estaba con vida.

Andrei no lo escuchaba. Solo venía a su mente la visión de una joven arrodillada, llorando, implorando perdón y mirándolo con ojos vacíos, sin esperanza. Sus manos estaban atadas tras su espalda y vestía un hermoso atuendo rojo con adornos dorados. Era una hermosa gitana, la primera mujer que había amado, la había hecho suya horas antes y su cuerpo se había estremecido bajo el suyo. Pero ahí estaba la diabólica imagen de su padre, sosteniéndola por el largo cabello oscuro y en un segundo, el brillo de una espada cortándole la cabeza, le obligó a cerrar los ojos con fuerza.

—Andrei, Andrei —escuchó nuevamente la voz de su hermano como un susurro— ¡Vas a despertarla! —acotó mientras le sacudía el hombro.

Este poco a poco abría los ojos para darse cuenta de que estaba en la casa de Serge. Miró a la cama, en donde Leena dormía ajena a la conmoción que había causado el mayor de los Ardelean.

—No pensé que podías dormir, aunque más parecía que tenías una pesadilla y no un sueño— le comentó su hermano.

Andrei abrió bien los ojos y empezó a respirar con tranquilidad. Todo había sido un sueño ¡Gracias Dios!, —pensó, aunque sabía que él no escucharía sus plegarias.

—Quizá es el agotamiento —le dijo a Serge—. No he descansado en semanas y….

—Te entiendo hermano, ven. Hay ropa limpia y agua caliente para que te des un baño. Lo necesitas, —le dijo sonriendo.

Cuando Leena despertó, se encontró con un desconocido mirándola fijamente. Su rostro era sereno aunque varias líneas de expresión marcaban su rostro. Tenía la frente amplia como la de Andrei, pero sus ojos eran negros al igual que su cabello.

—¡Hola! —le dijo simplemente, tratando de mostrarse simpático o por lo menos, tratando de no asustarla—. Soy Serge.

—¿Y Andrei? —preguntó ella con desconfianza, al verse recostada en una cama, sintiendo como cada parte de su cuerpo le dolía al moverse.

—Está refrescándose un poco —respondió el joven sin dejar de mirarla, tratando de comprender por qué su hermano se había arriesgado tanto y lo seguiría haciendo.

La habitación se tornó silenciosa, y los penetrantes e inquisidores ojos de Serge estaban empezando a incomodar a Leena, cuando Andrei entró en la habitación. Su cabello estaba mojado y vestía una camisa blanca, que se notaba no era suya, ya que le quedaba un poco apretada en el pecho. Pantalones negros y botas complementaban su atuendo y parecía más renovado, con un semblante de paz.

Leena se incorporó al verlo, le sonrió, aunque no se sentía recuperada del todo, el verlo le inyectó fuerza y sintió que sus latidos se aceleraban. Andrei se detuvo a su lado. Los dos se miraban complacidos aunque no pronunciaban palabra alguna; parecía que nada podía describir la emoción que experimentaban, salvo el brillo que se vislumbraba en los ojos de la pareja.

Serge los contemplaba en silencio, no obstante era evidente —muy evidente— que el sentimiento entre los dos era mutuo. Aunque no podría decir qué clase de emoción compartían, sus miradas le hacían pensar que se gustaban. Pero conociendo a Andrei, no estaba muy seguro de sus intenciones, aunque debía reconocer que Leena era muy bella e incluso sintió un poco de celos, no por primera vez.

—¿Lo logramos? —preguntó ella al fin.

—Sí. Estamos en Francia —respondió Andrei con calma.

Sabía que lejos de terminar, la aventura recién comenzaba y no con pocos inconvenientes. Ahora estaba indeciso sobre qué acciones tomar, sabiendo que la vida de la joven podría estar nuevamente en peligro, hecho que lo preocupaba sobremanera.

—Debemos partir al puerto cuanto antes —dijo mientras se daba cuenta que la presencia de Serge parecía incomodar a Leena.

Había olvidado que él estaba en la habitación y en seguida se incorporó para ubicarse junto al joven y darle un abrazo.

—¡Leena, este es mi hermano Serge! —dijo conmovido, recordando su hospitalidad, a pesar de sus diferencias.

—Pensé que no tenías familia —respondió ella confundida, lo que avergonzó a Andrei. Bajó su rostro y miró al suelo apretando los puños.

—Andrei es muy temperamental y no siempre estamos de acuerdo —replicó el joven sin dejar de mirar a su hermano mayor—. Pero es mi familia, es sangre de mi sangre.

Parecía no sentir rencor o al menos lo disimulaba. En ese momento los dos hombres se dieron un abrazo queriendo borrar rencillas pasadas.

Leena dormía nuevamente, pues su cuerpo necesitaba descanso. Los dos hermanos estaban sentados en los pequeños sillones contemplando el fuego, cuando Serge rompió el silencio.

—¿Es la gitana verdad? ¡La has encontrado! ¿Cómo puede ser, después de tanto tiempo? ¡No lo creo! —el joven estaba emocionado y preocupado, trataba de hablar en voz baja pero la excitación se sentía en sus palabras.

Andrei lo miró, compartiendo la misma emoción de incertidumbre y alegría. Pensar en Leena y ver a su hermano eran situaciones que le causaban una serie de sentimientos difíciles de explicar.

—¿Le has dicho? —preguntó Serge casi en un sollozo.

—¿Cómo podría? —le inquirió después de meditarlo mucho.

La cuestión no era fácil, ni siquiera él, que era el centro de todo ese embrollo podía entenderlo, mucho menos ella.

₺109,66