Kitabı oku: «Al Faro», sayfa 3
Capítulo 5
—E incluso aunque mañana no haga buen tiempo —dijo la señora Ramsay, levantando los ojos para mirar a William Bankes y a Lily Briscoe cuando pasaban— Será otro día. Y ahora —añadió, pensando que el encanto de Lily eran sus ojos achinados en aquella blanca carita suya un poco contraída, pero que se necesitaba un hombre inteligente para advertirlo— , ponte de pie y déjame que te mida la pierna —porque quizá fuesen al faro después de todo, y tenía que ver si la media no necesitaba uno o dos centímetros más de largo.
Con una sonrisa en los labios, porque en aquel mismo instante se le acababa de ocurrir una idea admirable —William y Lily deberían casarse—, alzó la media de color de brezo, con su entrecruzamiento de agujas de acero en la parte superior y procedió a medirla contra la pierna de James.
—Quédate quieto, cariño —le dijo, porque, debido a los celos, nada deseoso de servir como referencia de medición para el hijo pequeño del farero, James se movía adrede; y si no se estaba quieto, ¿cómo iba ella a ver si era demasiado larga o demasiado corta? preguntó.
Alzó los ojos —¿qué diablillo se había apoderado del pequeño, del más querido?— y vio la habitación, vio las sillas, que le parecieron lamentables. Como Andrew había dicho días antes, sus entrañas estaban diseminadas por el suelo; pero ¿qué sentido tenía, se preguntó, comprar sillas buenas para que se estropearan allí durante el invierno, cuando la casa, con sólo una anciana para ocuparse de ella, chorreaba humedad? Daba lo mismo; el alquiler era exactamente dos peniques y medio y a sus hijos les encantaba aquel sitio; en cuanto a su marido, le hacía mucho bien estar a tres mil o, si tenía que ser más precisa, a trescientos kilómetros de su biblioteca, sus clases y sus discípulos; y había sitio para invitados. Alfombras, camas turcas, absurdos fantasmas de sillas y mesas cuya vida de servicio en Londres había terminado ya, aún hacían juego allí; y una fotografía o dos, y libros. Los libros, pensó, se multiplicaban solos. Nunca tenía tiempo para leerlos. Incluso, desgraciadamente, los libros recibidos como regalo y dedicados por la mano misma del poeta: “Para aquella cuyos deseos son órdenes”... “La Helena más feliz de nuestros días”... era vergonzoso confesarlo, pero nunca los había leído. Y Croom sobre la Mente y Bates sobre las Costumbres salvajes de Polinesia ("Cariño, quédate quieto”, dijo); tampoco podía enviarlos al faro. Llegaría el momento, supuso, en que la casa tuviera un aspecto tan lastimoso que habría que hacer algo. Si se les pudiese convencer para que se limpiaran los pies y no trajeran la playa a casa, ya sería algo. Tenía que aceptar los cangrejos si Andrew quería realmente hacerles la disección, o, si Jasper creía que era posible hacer sopa con algas, no se lo podía impedir; o los objetos de Rose: conchas, juncos, piedras; porque sus hijos tenían mucho talento, pero cada uno de manera distinta. Y el resultado era, lanzó un suspiro, recorriendo con los ojos toda la habitación, desde el suelo hasta el techo, mientras sostenía la media sobre la pierna de James, que las cosas tenían peor aspecto cada verano. La alfombra perdía color; el papel de las paredes se despegaba. Ya no se sabía si eran rosas lo que representaba. De todos modos, si todas las puertas de una casa se dejaran abiertas, y no hubiera un solo cerrajero en toda Escocia capaz de arreglar un pestillo, las cosas se echarían a perder. ¿De qué servía cubrir el marco de un cuadro con un chal verde de Cachemira? Al cabo de dos semanas tendría color de sopa de guisantes. Pero eran las puertas las que le molestaban mucho: todas se dejaban abiertas. Escuchó. Habían dejado abierta la puerta de la sala de estar y lo mismo sucedía con la del vestíbulo; el ruido hacía pensar que las puertas del dormitorio también estaban abiertas y lo estaba, sin duda, la ventana del descansillo de la escalera, porque ésa la había abierto ella. Algo tan sencillo como que las ventanas debían estar abiertas y las puertas cerradas, ¿cómo era posible que ninguno lo recordara? Cuando iba de noche a las habitaciones de las criadas, las encontraba herméticamente cerradas y convertidas en hornos, con la excepción de Marie, la muchacha suiza, que prescindiría del baño antes que del aire fresco, aunque también había explicado que, en su país “las montañas eran muy hermosas”. Su padre se moría, la señora Ramsay estaba enterada. Marie iba a quedarse huérfana. En el momento de reñirla y de explicarle su trabajo (cómo hacer una cama, cómo abrir una ventana, cerrando y extendiendo las manos a la manera de una francesa), todo se había plegado en silencio a su alrededor mientras la muchacha hablaba, a la manera en que, después de un vuelo al sol, las alas de un ave se pliegan calmosamente y el azul de su plumaje cambia del acero brillante al suave morado. La señora Ramsay se había quedado callada porque no había nada que decir. Se trataba de un cáncer de garganta. Al recordar su inmovilidad y cómo la muchacha había dicho: “En mi país las montañas son muy hermosas”, sabiendo que no había esperanza, ninguna en absoluto, tuvo un espasmo de irritación y, hablando con brusquedad, le dijo a James:
—Estáte quieto. No seas pesado —de manera que su hijo supo al instante que su severidad no era fingida, por lo que extendió bien la pierna y su madre la midió.
La media era demasiado corta; un centímetro por lo menos, incluso contando con que el pequeño de Sorley no estuviese tan crecido como James.
—Es demasiado corta —dijo—, todavía me falta mucho. Nadie tuvo nunca un aspecto más triste. Amarga y negra, a mitad de camino, en la oscuridad, en el pozo que llevaba desde la luz del sol hasta las profundidades, quizá se formó una lágrima; se derramó una lágrima; las aguas se agitaron en esta y en aquella dirección, la recibieron y se inmovilizaron. Nadie tuvo nunca un aspecto más triste.
Pero, ¿se trataba sólo de apariencia?, decía la gente. ¿Qué había detrás de su belleza, de su esplendor? Acaso otro, un novio anterior, sobre el que circulaban rumores, ¿se había volado la tapa de los sesos? ¿había muerto una semana antes de la boda? o no había nada en realidad, ¿nada excepto una belleza incomparable, detrás de la cual la señora Ramsay vivía, sin que nada fuese capaz de perturbarla? Porque, si bien podría haber dicho, sin darle importancia, en algún momento de intimidad, cuando se contaban en su presencia historias de grandes pasiones, de amores fracasados, de ambiciones frustradas, que también ella los había conocido o los había sentido o pasado por ellos, nunca decía nada. Siempre guardaba silencio. Lo cierto era que sabía todo aquello; lo sabía sin haberlo aprendido. Su sencillez llegaba hasta el fondo de las cosas que las personas brillantes desvirtuaban. La sinceridad de su espíritu hacía que cayera a plomo como una piedra, que se posara con la exactitud de un pájaro; le daba, de manera natural, aquella impetuosa aprehensión de la verdad por el espíritu; aprehensión que deleita, consuela y sostiene, equivocadamente quizá.
“La Naturaleza no dispone de mucha arcilla”, dijo en una ocasión el señor Bankes, al oír su voz por teléfono, y muy conmovido por la idea de que la señora Ramsay le estaba dando información acerca de un tren, “como la que utilizó para moldearla a usted”. Se la imaginaba al otro extremo del hilo, griega, de ojos azules y nariz recta. ¡Qué incongruente parecía telefonear a una mujer así! Las Gracias reunidas parecían haber juntado las manos en prados de asfódelos para componer aquel rostro. Sí, tomaría el tren de las diez treinta en Euston.
“Se da tan poca cuenta de su belleza como una niñita”, dijo el señor Bankes, colgando el teléfono y atravesando la habitación para ver qué progresos habían hecho los obreros que construían un hotel detrás de la casa. Y pensó en la señora Ramsay mientras contemplaba las agitación entre los muros inacabados. Porque siempre, pensó, había algún elemento incongruente que incorporar a la armonía de su rostro. Se podía encasquetar un sombrero de cazador o correr por el césped en chanclos para evitar que un niño se hiciera daño. De manera que si era simplemente su belleza en lo que se pensaba, había que recordar la realidad palpitante, la realidad viva (mientras los contemplaba, los obreros subían ladrillos por un estrecho tablón) e incorporarla a la imagen total; o si se pensaba en ella simplemente como mujer, había que atribuirle una personalidad original que se manifestaba mediante caprichos; o suponer algún deseo latente de despojarse de aquella realeza formal como si su belleza, y todo lo que los hombres decían de la belleza, le aburriera, y sólo quisiera ser como otras personas, insignificante. No estaba seguro. No lo sabía. Tenía que volver a su trabajo.
Mientras tejía la media de color marrón rojizo, con la cabeza absurdamente contorneada por el marco dorado, el chal verde que había arrojado sobre el borde del marco y la obra maestra autentificada de Miguel Ángel, la señora Ramsay dulcificó lo que había habido de brusquedad con sus modales un momento antes, alzó la cabeza y besó a su chiquitín en la frente. —Vamos a buscar otro dibujo para recortar —dijo.
Capítulo 6
Pero ¿qué había sucedido?
Alguien se ha equivocado.
Saliendo bruscamente de su ensoñación, la señora Ramsay encontró el sentido de unas palabras en apariencia ininteligibles que le daban vueltas por la cabeza desde hacía mucho tiempo. “Alguien se ha equivocado”. Al reconocer con sus ojos de miope al señor Ramsay que, en aquel momento, se dirigía hacia ella, lo fue siguiendo con atención; cuando estuvo más cerca descubrió (el tintineo de las palabras cesó finalmente) que algo había sucedido, que alguien había cometido un error. Pero por mucho que se esforzaba no se le ocurría qué podía haber pasado.
El señor Ramsay temblaba y se estremecía. Toda su vanidad, toda la satisfacción de su propio esplendor, cuando cabalgaba cruel como un trueno, feroz como un halcón, a la cabeza de sus hombres, por el valle de la muerte, se había hecho añicos, había quedado destruida. Bajo una tempestad de metralla y obuses, audaces cabalgamos y seguros, atravesando el valle de la Muerte, entre el fragor de las descargas... hasta darse de bruces con Lily Briscoe y William Bankes. El señor Ramsay temblaba y se estremecía.
Ni por lo más remoto se hubiera atrevido su mujer a dirigirle la palabra, al darse cuenta, gracias a signos familiares, como el apartar los ojos y cierto peculiar replegarse de toda su persona, con lo que daba la impresión de envolverse en sí mismo, que estaba necesitado de aislamiento para recobrar el equilibrio, porque se sentía ofendido y angustiado. La señora Ramsay acarició la cabeza de James, desahogando en su hijito los sentimientos que le inspiraba su marido y, al verlo pintar de amarillo la camisa blanca de vestir de un caballero en el catálogo de los Almacenes del Ejército y de la Marina, pensó en lo mucho que se alegraría si James se convirtiera en un gran artista; y ¿por qué no? Tenía una frente espléndida. Luego al levantar la vista cuando su marido cruzaba de nuevo por delante de ella, comprobó con alivio que un velo ocultaba el desastre; triunfaba la vida familiar; la costumbre salmodiaba su ritmo tranquilizador, de manera que, al detenerse ante la ventana, cuando de nuevo le correspondió pasar por delante, e inclinarse, burlón y caprichoso, para hacerle cosquillas a James en la pantorrilla desnuda con una ramita, la señora Ramsay le reprochó que hubiera despedido a “aquel pobre muchacho”, Charles Tansley. Tansley se había marchado para trabajar en su tesis, respondió su marido.
—James tendrá que escribir la suya cualquier día de éstos —añadió irónico, agitando la ramita.
Sintiendo un odio profundo hacia su padre, James apartó el instrumento que, de manera característica suya, y en la que se mezclaban severidad y humor, el señor Ramsay utilizaba para hacer cosquillas a su hijo pequeño.
Intentaba acabar aquellas medias que tan pesadas se le hacían para llevárselas al día siguiente al pequeño de Sorley, dijo la señora Ramsay.
—No hay la menor posibilidad de que puedan ir al faro, —replicó, muy enojado, el señor Ramsay.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó su mujer–— El viento cambiaba con frecuencia.
La extraordinaria irracionalidad de aquella observación, la insensatez de la mente femenina le enfureció. Había cabalgado por el valle de la muerte, había sido destrozado y había temblado; y ahora su esposa prescindía por completo de los hechos, hacía que sus hijos concibieran esperanzas totalmente injustificadas, decía mentiras, pura y simplemente. Golpeó con el pie el escalón de piedra. “¡Condenada mujer!”, dijo. Pero ¿qué había dicho ella? Simplemente, que quizá mañana haría buen clima. Y quizá lo hiciera.
No con el barómetro bajando y viento del oeste.
Buscar la verdad con aquella sorprendente falta de consideración por los sentimientos de otras personas, desgarrar los delicados velos de la civilización de manera tan caprichosa y brutal le pareció a la señora Ramsay un ultraje tan horrible al decoro más elemental que, sin replicar, aturdida y cegada, inclinó la cabeza como para permitir que la violencia del granizo la golpeara y el chaparrón de agua sucia la salpicara sin que saliera de sus labios el menor reproche. No había nada que decir.
El señor Ramsay no se apartó de su lado. Después de algún tiempo se ofreció, muy humildemente, para acercarse al servicio costero y preguntar cuáles eran las previsiones meteorológicas, si era eso lo que quería.
La señora Ramsay no reverenciaba a nadie como a su marido.
Estaba totalmente dispuesta a aceptar su palabra, dijo. Sólo que en ese caso no necesitaría preparar los sándwiches, nada más. Todos acudían a ella, lógicamente, puesto que era mujer; venían a lo largo del día con esto y lo demás; uno quería una cosa, otro, otra; los niños estaban creciendo, a menudo le parecía no ser más que una esponja empapada al máximo en emociones humanas. Luego su marido decía: condenada mujer. Decía: lloverá. Decía: no lloverá; y, al instante, un paraíso de seguridad se abría ante ella. No había nadie por quien sintiera mayor reverencia. Estaba convencida de que no era digna de atarle los cordones de los zapatos.
Avergonzado ya de su mal humor y de la gesticulación y movimiento de los brazos cuando se lanzaba a la carga al frente de sus tropas, el señor Ramsay, tímidamente, deslizó una vez más su ramita por la pierna desnuda de su hijo y luego, como si contara con el permiso de su mujer, con un movimiento que a ella le recordó extrañamente al gran león marino del zoo cuando se tiraba de espaldas después de tragarse los peces y chapoteaba a continuación con tanta fuerza que el agua del estanque se balanceaba de un lado para otro, se zambulló en el aire del atardecer que, adelgazado ya, se estaba apoderando de la sustancia de hojas y setos, pero que, quizá a modo de compensación, devolvía a las rosas y a los claveles el brillo que no habían tenido durante el día.
—Alguien se ha equivocado —dijo de nuevo, reanudando, a grandes zancadas, sus paseos por la terraza.
Pero ¡de qué manera tan sorprendente había cambiado su tono de voz! Era como el reloj cucú que “cuando junio llega, ronco se queda”; se diría que estaba ensayando, que buscaba, indeciso, una nueva frase para un estado de ánimo diferente, aunque, como sólo disponía de aquélla, la utilizaba, pese a estar desvencijada. Pero sonó ridícula —“Alguien se ha equivocado”—, dicha así, casi como pregunta, sin convencimiento, melodiosamente. La señora Ramsay no pudo evitar sonreír y, muy pronto, como era inevitable, yendo y viniendo por la terraza, el señor Ramsay siguió canturreándola hasta callarse.
Estaba otra vez a salvo, devuelto a su intimidad. Se detuvo para encender la pipa, lanzó una ojeada a su mujer y a su hijo en el hueco de la ventana y, como alguien que levanta los ojos del libro mientras viaja en un tren expreso y ve una granja, un árbol o un caserío como si se tratara de una ilustración, de la confirmación de algo leído en la página impresa a la que después regresa, enriquecido y satisfecho, de la misma manera, sin distinguir en realidad ni a su hijo ni a su mujer, le enriqueció y le satisfizo verlos, dando el reconocimiento a sus esfuerzos por llegar a una rigurosa comprensión del problema al que destinaba en aquel momento las energías de su espléndida mente.
La suya era, efectivamente, una inteligencia espléndida. Porque si el pensamiento es como el teclado de un piano, dividido en un determinado número de notas, o está ordenado como el alfabeto en veintiocho letras consecutivas, la inteligencia del señor Ramsay no encontraba dificultad alguna para recorrer aquellas letras, una a una, con firmeza y precisión, hasta alcanzar, por ejemplo, la letra Q, cosa que hizo en aquel momento. Son muy pocas las personas que, en toda Inglaterra, llegan alguna vez a Q. Una vez allí, al detenerse un instante junto al jarrón de piedra donde estaban los geranios, vio, pero ahora muy a lo lejos, como niños que recogieran conchas, divinamente inocentes y ocupados con pequeñeces y, de algún modo, enteramente indefensos contra un destino adverso que él sí percibía, a su mujer y a su hijo, juntos, en la ventana. Necesitaban su protección y él se la daba. Pero ¿después de Q? ¿Qué viene a continuación? Después de Q hay otras letras, la última de las cuales apenas es visible a los ojos de los mortales, aunque brilla, tenuemente roja, en la distancia. La Z sólo es alcanzada una vez por un hombre en cada generación. De todos modos, si él llegara a R, ya sería algo. Allí, al menos, estaba Q. Se afincó en Q con todas sus fuerzas. Estaba seguro de Q. Podía demostrarla. Si Q, entonces, es Q, R... Llegado a aquel punto vació la pipa con dos o tres golpes resonantes sobre el asa del jarrón de piedra, que representaba un cuerno de carnero, y después prosiguió su tarea. “En ese caso R...” Hizo un llamamiento a todas sus fuerzas y tensó todas las fibras de su ser.
Las cualidades que hubieran salvado a la tripulación de un buque abandonada en un mar embravecido sin otros recursos que seis galletas y una botella de agua —aguante y justicia, previsión, abnegación y habilidad— acudieron en su ayuda. R es, en ese caso... ¿qué es R?
Al moverse, el postigo de una ventana, semejante al párpado de cuero de un lagarto, perturbó la concentración de su mirada interior, oscureciendo la letra R. En aquel relámpago de oscuridad oyó a personas diciendo que era un fracasado, que R estaba por encima de sus posibilidades. Nunca alcanzaría R. Pero había que volver sobre R una vez más. R...
De nuevo vinieron en su auxilio una serie de virtudes que le habrían erigido en jefe, guía y consejero en una desolada expedición por las heladas y yermas regiones polares, en alguien que con un temple ni eufórico ni derrotista examina ecuánime los acontecimientos y les hace frente. De manera que la R....
El lagarto parpadeó de nuevo. Al señor Ramsay se le hincharon las venas de la frente. En el jarrón de piedra la presencia del geranio alcanzó un relieve sorprendente y, perfectamente visible entre sus hojas, pudo ver, sin quererlo, aquella antigua, aquella evidente distinción entre dos clases de hombres; por una parte, los que avanzan sin descanso gracias a su fuerza sobrehumana y que, con paso lento y perseverancia, repiten en orden todo el alfabeto, veintiocho letras en total, desde la primera a la última; por otra, los mejor dotados, los inspirados que, milagrosamente, reúnen todas las letras en un relámpago: la manera de los genios. Él no era un genio; nunca había pretendido serlo; pero tenía, o podría haber tenido, la capacidad para repetir cada una de las letras del alfabeto desde la A a la Z en el orden adecuado. Por el momento estaba detenido en Q. Sigue, por lo tanto, sigue hasta R.
Sentimientos que no hubieran deshonrado a un jefe que, después de que la nieve haya empezado a caer y la cumbre de la montaña esté cubierta por la niebla, sabe que ha de tumbarse y morir antes de que llegue la mañana, se apoderaron de él, le robaron el color de los ojos, dándole, en los dos breves minutos de su recorrido por la terraza, el aspecto descolorido de la ancianidad marchita. Pero no moriría tumbado; encontraría algún risco y allí, los ojos fijos en la tormenta, tratando hasta el fin de atravesar la oscuridad, moriría de pie. No llegaría nunca a R.
Se inmovilizó por completo junto al jarrón de piedra, del que se desbordaban los geranios. ¿Después de todo, cuántos hombres entre mil millones, se preguntó, llegan a Z? Sin duda el abanderado de una melancólica esperanza puede preguntárselo y responder, sin traicionar por ello a la expedición que lo sigue, “Uno, quizás”. Uno en una generación. ¿Se le puede culpar por no ser ese uno, con tal de que se haya esforzado honestamente, de que haya dado todo lo que estaba en su poder, hasta no quedarle nada por ofrecer? ¿Y cuánto dura su fama? Incluso a un héroe moribundo le está permitido pensar, antes de extinguirse, en lo que dirán de él las generaciones futuras. Quizá su fama dure dos mil años. ¿Y qué son dos mil años? (preguntó el señor Ramsay irónicamente, contemplando el seto). ¿Qué, efectivamente, si se divisa desde la cima de una montaña el gran desierto de las edades? La piedra misma a la que se da una patada durará más que Shakespeare. Su propia lucecita brillaría, modestamente, durante uno o dos años, para luego fundirse con una luz mayor y después con otra más grande. (Contempló la oscuridad, el laberinto de los tallos de hierba.) ¿Quién podrá reprochar al jefe de la expedición sin esperanza que, después de ascender lo suficiente para ver el desierto de los años y la destrucción de las estrellas, pero antes de que la muerte prive a sus miembros de toda capacidad de movimiento, alce, con cierta deliberación, los dedos entumecidos hasta la frente y saque el pecho, de manera que cuando llegue la expedición de rescate lo encuentre muerto en su puesto, imagen perfecta del soldado que ha cumplido con su deber? El señor Ramsay sacó el pecho y permaneció muy erguido junto al jarrón de piedra.
¿Quién podrá reprocharle que, inmóvil por unos momentos, piense en la fama, en expediciones de rescate, en hitos alzados sobre sus huesos por seguidores agradecidos? Finalmente, ¿quién reprochará al jefe de la expedición condenada al fracaso, que, después de haberse arriesgado al máximo y de haber gastado hasta la última onza de energía y de haberse dormido sin que le preocupe apenas volver a despertar, advierta ahora, por cierto cosquilleo en los dedos de los pies, que aún vive y que, en conjunto, no tiene objeciones contra la vida, sino que necesita comprensión y whisky y alguien a quien contar de inmediato la historia de sus sufrimientos? ¿Quién se lo reprochará? ¿Quién no se alegrará en secreto de que el héroe se despoje de su armadura, se detenga junto a la ventana y mire en dirección a su esposa y su hijo, quienes, muy distantes en un primer momento, se acercarán de manera gradual, hasta que labios y libro y cabeza aparezcan con claridad ante sus ojos, si bien todavía seductores y extraños debido a la intensidad de su aislamiento y al desierto de las edades y la destrucción de las estrellas y, finalmente, guardándose la pipa en el bolsillo e inclinando la magnífica cabeza ante ella... quién le reprochará que rinda homenaje a la belleza del mundo?