Kitabı oku: «Al Faro», sayfa 4
Capítulo 7
Pero su hijo lo odiaba. Lo odiaba por acercarse a ellos, por detenerse y mirarlos desde arriba; lo odiaba por interrumpirlos; lo odiaba por la exaltación y sublimidad de sus gestos, por la magnificencia de su cabeza, por su severidad y egoísmo (porque allí estaba, ordenándoles que lo atendieran); pero, sobre todo, odiaba el eco de las emociones de su padre que, vibrando a su alrededor, perturbaban la perfecta sencillez y equilibrio de las relaciones con su madre. Esperaba, mirando con fijeza la página que tenía delante, obligarlo a seguir su paseo; esperaba, señalando una palabra con el dedo, recuperar la atención de su madre, que, lo sabía muy bien y le exasperaba, vacilaba en el momento mismo en que su padre se detenía. Pero no. Nada lograría que el señor Ramsay siguiera su camino. Allí estaba, pidiendo afecto.
La señora Ramsay, que había adoptado hasta entonces una postura descansada, con un brazo alrededor de James, tensó el cuerpo y, volviéndose a medias, pareció erguirse con esfuerzo y, al mismo tiempo, lanzar al aire una lluvia vertical de energía, una columna de espuma, creando, simultáneamente, una impresión de animación y viveza, como si todas sus energías se estuvieran transformando en fuerza capaz de quemarse e iluminar (aunque seguía sentada tranquilamente, recogiendo una vez más su calcetín), por lo que sobre aquella deliciosa fecundidad, sobre aquella fuente y manantial de vida, se abalanzó la fatal esterilidad del macho, como un espolón de bronce, desnudo y yermo. Quería compasión. Era un fracasado, dijo. La señora Ramsay esgrimió sus agujas. El señor Ramsay repitió, sin apartar por un instante los ojos del rostro de su esposa, que era un fracasado. Ella le devolvió las palabras en un soplo. “Charles Tansley...”, dijo. Pero él necesitaba más que aquello. Quería compasión, tener, en primer lugar, la seguridad de su genio y, después, que se le introdujera en el círculo de la vida, que se le calentara y tranquilizara, que se le devolvieran los sentidos, recobrar la fecundidad y que todas las habitaciones de la casa se llenaran de vida: la sala de estar y, detrás de la sala de estar, la cocina; encima de la cocina, los dormitorios; y, más allá, las habitaciones de los niños; había que amueblarlos, había que llenarlos de vida.
Charles Tansley lo consideraba el metafísico más importante de la época, dijo su mujer. Pero él necesitaba más que aquello. Tenía que conseguir compasión. Lograr la seguridad de que también él ocupaba el corazón de la vida; de que se le necesitaba; no sólo allí, sino en todo el mundo. Entrecruzando las agujas, segura de sí, erguida, la señora Ramsay creó la sala de estar y la cocina, las hizo resplandecer y le rogó que se instalara a sus anchas, que entrara y que saliera, que se divirtiera. Rió e hizo punto. Inmóvil entre sus rodillas, completamente rígido, James sintió llamear toda la energía de su madre para ser bebida y calmar así la sed del espolón de bronce, la árida cimitarra del varón, que golpeaba sin piedad, una y otra vez, reclamando compasión.
Era un fracasado, repitió el señor Ramsay. Bien, en ese caso, que mirase, que sintiera. Entrecruzando las agujas, volviendo la vista a su alrededor, más allá de la ventana, por la habitación, al mismo James, su esposa le aseguró, sin sombra de dudas, con su risa, su aplomo, su competencia (como una enfermera que, al atravesar con una luz una habitación a oscuras, consigue tranquilizar a un niño quejumbroso), que todo aquello era real; que la casa estaba llena y en el jardín soplaba el viento. Si creía en ella sin reservas, nada le heriría; por hondo que se enterrase o por alto que escalase, ella no le faltaría ni un segundo. De manera que, haciendo gala de su capacidad para rodear y proteger, apenas le quedaba fragmento alguno que le permitiera el conocimiento propio: todo se prodigaba y gastaba de aquella manera; y James, inmóvil y rígido entre sus rodillas, sintió que su madre se transformaba en un árbol frutal de llores rosadas con hojas y brotes danzarines sobre los que el espolón de bronce, la cimitarra sin vida de su padre, el egoísta, se abalanzaba y golpeaba, pidiendo compasión.
Saciado con sus palabras, semejante a un niño que se duerme satisfecho, el señor Ramsay dijo, por fin, mirando a su esposa con gratitud humilde, restablecido, renovado, que se daría una vuelta; iría a ver cómo los chicos jugaban al críquet. Acto seguido desapareció.
La señora Ramsay pareció plegarse inmediatamente, un pétalo cerrándose sobre otro, y todo el edificio, exhausto, cayó sobre sí mismo, de manera que sólo tuvo fuerza suficiente para mover el dedo, en delicado abandono a la fatiga, sobre la página del cuento de los hermanos Grimm, mientras latía por todo su ser, como el impulso de un muelle que al desplegarse al máximo se inmoviliza dulcemente, el éxtasis de la creación satisfecha.
Cada latido de aquel pulso parecía, mientras él se alejaba, englobarlos a ella y a su marido, dándoles a ambos el consuelo que dos notas distintas, una alta, otra baja, tocadas al unísono, parecen darse mutuamente. Aunque, al morir la resonancia y regresar al cuento de hadas, la señora Ramsay no sólo se sintió corporalmente exhausta (después, no en el momento mismo, siempre se sentía así), sino que además se añadió a su fatiga corporal una sensación levemente desagradable de otro origen. No supo con exactitud, mientras leía en voz alta “La mujer del pescador”, de dónde procedía; ni tampoco se permitió convertir en palabras su insatisfacción cuando se dio cuenta, al pasar de página, detenerse y oír el fragor sordo y ominoso de una ola al romperse, de cuál era su causa: lo poquísimo que le gustaba sentirse mejor que su marido; y, más aún, lo mucho que le desagradaba no estar completamente segura, cuando hablaba con él, de la verdad de lo que le decía. El hecho de que lo reclamaran universidades y personas particulares, la gran importancia de sus conferencias y libros... todo aquello no lo dudaba ni por un momento; en cambio, le llenaba de zozobra su relación, y el que su marido viniera a ella de aquella manera, abiertamente, de forma que cualquiera pudiera verlo; porque entonces la gente decía que dependía de ella, cuando tenían que saber que, de los dos, él era infinitamente más importante; y despreciable lo que ella daba al mundo, en comparación con lo que daba él. Pero, además, también había otra cosa: no ser capaz de decirle la verdad, asustarse, por ejemplo, en lo referente al tejado del invernadero y lo que costaría repararlo, cincuenta libras, quizá; y luego, acerca de sus libros, temer que pudiera adivinar lo que ella sospechaba en cierto modo, que su último libro no era realmente el mejor (había llegado a aquella conclusión gracias a William Bankes); y luego ocultarle pequeñeces de todos los días, y los niños viéndolo, y la carga que les suponía; todo aquello disminuía la alegría total, la alegría perfecta de dos notas que resuenan juntas y hacía que el sonido muriera en su oído con una deprimente insipidez.
Una sombra cayó sobre la hoja; la señora Ramsay levantó la vista. Era Augustus Carmichael que pasaba con lentitud, precisamente ahora, en el momento mismo en que resultaba doloroso que le recordaran lo inadecuado de las relaciones humanas, cómo hasta la más perfecta tenía defectos y no soportaba el examen al que ella, por el amor a su marido y su necesidad de saber la verdad, la sometía; en el momento en que le resultaba tan doloroso sentirse culpable de indignidad e impedida para realizar las funciones que le correspondían a causa de aquellas mentiras, de aquellas exageraciones... fue en aquel momento, mientras se atormentaba de manera tan innoble después de su exaltación, cuando el señor Carmichael cruzó lentamente, con sus zapatillas amarillas, y algún demonio interior le exigió a la señora Ramsay que lo llamara: —¿Va usted a entrar, señor Carmichael?
Capítulo 8
El señor Carmichael no respondió. Se sabía que tomaba opio. Los chicos decían que era ése el motivo de que tuviera la barba manchada de amarillo. A la señora Ramsay le resultaba evidente que aquel pobre hombre era muy desgraciado y que venía a su casa en verano para escapar a su vida cotidiana; sin embargo, todos los años sentía lo mismo: el señor Carmichael no se fiaba de ella. Le decía: “Voy al pueblo. Quiere que le traiga sellos, papel, tabaco?” Y notaba que ponía mala cara. No se fiaba de ella. Y la responsable era su mujer. Recordaba perfectamente el comportamiento de su esposa, que la había hecho adoptar a ella (a la señora Ramsay) una actitud dura e inflexible de rechazo en la horrible habitación de St. John’s Wood, cuando vio con sus propios ojos cómo aquella odiosa mujer lo corría de la casa. Iba descuidado, la chaqueta llena de manchas y se movía con la pesadez de un anciano que ya no tiene nada que hacer en el mundo; y ella le obligó a salir de la habitación. Le dijo, de aquella manera suya tan odiosa: “Ahora la señora Ramsay y yo queremos hablar un poquito a solas”, y la señora Ramsay vio, como si los tuviera delante de los ojos, los innumerables sufrimientos de su vida. ¿Tenía dinero suficiente para comprar tabaco? ¿Estaba obligado a pedírselo a su mujer? ¿Media corona? ¿Dieciocho peniques? No podía pensar sin alterarse en las pequeñas indignidades a que lo sometía. Y ahora siempre (el porqué no lograba adivinarlo, excepto que probablemente tenía que ver de algún modo con aquella mujer) la evitaba. Nunca le contaba nada. Pero ¿qué más podía haber hecho ella? Le habían dejado una habitación soleada. Los chicos se portaban bien con él. La señora Ramsay no había dado nunca la menor señal de que no deseara tenerlo allí. De hecho se esforzaba muy especialmente por mostrarse amable. ¿Quiere usted sellos, quiere usted tabaco? Aquí tiene un libro que quizá le guste, y otras cosas parecidas. Y después de todo... después de todo (aquí, de manera insensible, se irguió, presentándosele, como le sucedía muy pocas veces, el sentimiento de su propia belleza)... después de todo, en general no le resultaba difícil hacerse agradable a otras personas; George Manning, por ejemplo; el señor Wallace; pese a ser famosos, venían a verla una velada, con toda calma, para hablar a solas junto al fuego. Llevaba consigo a todas partes, le era imposible no saberlo, la antorcha de su belleza; la llevaba bien derecha en cualquier habitación en la que entraba y, después de todo, por mucho que tratara de esconderla y rehuyera la monotonía de soportar lo que aquello le imponía, su belleza saltaba a la vista. La habían admirado. Había sido amada. Había entrado en habitaciones donde se encontraban personas que lloraban algún difunto. Habían corrido lágrimas en su presencia. Hombres, y también mujeres, olvidados de la complejidad del mundo, se habían permitido con ella el alivio de la simplicidad. La ofendía que el señor Carmichael la rehuyera. Se sentía herida. Y además su actitud no era clara, no era tajante. Aquello era lo que más le importaba, produciéndose como se producía a continuación del descontento que le había hecho sentir su marido; lo que más la afectaba ahora, cuando el señor Carmichael pasaba cerca, caminando lentamente, con un libro bajo el brazo y calzado con zapatillas amarillas, y se limitaba, ante sus preguntas, a asentir con la cabeza, era que sospechaba de ella; y la posibilidad de que todo aquel deseo suyo de dar, de ayudar, fuese vanidad. ¿No era su propia satisfacción el motivo de que deseara tan instintivamente ayudar, dar, de manera que la gente dijese de ella: “¡Oh, señora Ramsay! Querida señora Ramsay... ¡La señora Ramsay, por supuesto!”, y la necesitaran y mandaran a buscarla y la admirasen? En el fondo no era otra cosa lo que quería y, por consiguiente, cuando el señor Carmichael la evitaba, como hacía en aquel momento, dirigiéndose hacia algún rincón donde se dedicaba interminablemente a los acrósticos, no sólo se sentía desairada, sino que tomaba conciencia de la mezquindad de alguna parte de su ser y también de las relaciones humanas, qué imperfectas son, qué despreciables, qué egoístas, en el mejor de los casos. Ahora que descuidaba a veces su arreglo personal, que el desgaste de la vida la había agotado y que no era ya, casi con toda seguridad (las mejillas hundidas, el cabello blanco), un objeto que llenara de alegría los ojos que la contemplaban, lo mejor que podía hacer era consagrarse a “La mujer del pescador” y aplacar de aquel modo el manojo de nervios que era James (sin duda alguna el más susceptible de sus hijos).
—El hombre sintió un peso en el corazón —leyó en voz alta— y no quiso ir. Se dijo: “No es justo”. Y, sin embargo, fue. Y cuando salió al mar el agua era casi de color morado y azul oscuro, y gris y espesa, y mucho menos verde y amarilla, aunque siempre inmóvil. Se quedó allí y dijo...
La señora Ramsay habría deseado que su marido no eligiera aquel momento para detenerse. ¿Por qué no había ido, según su promesa, a ver cómo los chicos jugaban al críquet? Pero el señor Ramsay no dijo nada; se limitó a mirar, a asentir con la cabeza, a aprobar y a seguir adelante. Mientras veía de nuevo el seto que, una y otra vez, había redondeado alguna pausa en la conversación, había llenado de significado alguna conclusión, mientras veía a su mujer y a su hijo, así como los jarrones de piedra con los rojos geranios trepadores que tantas veces habían servido de marco a sus procesos mentales y que llevaban, escritos entre las hojas, como si fueran fragmentos de papel en los que se garrapatean veloces notas de lectura..., el señor Ramsay se dejó llevar, viendo todo aquello, hacia las especulaciones sugeridas por un artículo en The Times sobre el número de norteamericanos que visitan cada año la casa de Shakespeare. Si Shakespeare no hubiera existido, se preguntó, sería hoy muy diferente el mundo? ¿El progreso de la civilización, depende de los grandes hombres? La suerte de un ser humano corriente, ¿es ahora mejor que en tiempos de los faraones? Aunque, se preguntó, la suerte de un ser humano corriente, ¿es el criterio adecuado para juzgar una civilización? Posiblemente no. Posiblemente el bien supremo requiera la existencia de una clase de esclavos. El ascensorista del metro es una necesidad eterna. La idea le pareció muy desagradable y agitó la cabeza. Para evitarla encontraría alguna manera de rechazar la supremacía de las artes. Defendería que el mundo existe para el ser humano corriente; que las artes no pasan de ser una decoración colocada sobre la cumbre de la vida, pero sin darle expresión. Tampoco Shakespeare es necesario para la vida. Sin saber con exactitud por qué quería desacreditar a Shakespeare y rescatar al hombre que permanece eternamente junto a la puerta del ascensor, arrancó una hoja del seto. Todo aquello habría que presentárselo ordenadamente a los jóvenes de Cardiff al cabo de un mes, pensó; allí, en su terraza, él se limitaba a buscar y recoger (tiró la hoja que había arrancado tan malhumoradamente), como un jinete que se inclina desde su cabalgadura para coger un ramillete de rosas, o se llena los bolsillos de nueces y avellanas mientras deambula sin prisas por las sendas y los campos de una región que conoce desde niño. Todo le era familiar: el giro, la escalerita para atravesar una cerca, el atajo que atravesaba el prado. Eran horas las que pasaba así, con su pipa, cualquier tarde, pensando mientras subía y bajaba, mientras recorría los viejos senderos y prados familiares, que llevaban ya para siempre incorporadas, aquí y allá, la historia de una campaña bélica o la vida de un hombre de Estado, junto con poemas y anécdotas, y también figuras: la de este pensador, la de aquel militar; todo vigoroso y nítido; pero, a la larga, el sendero, el campo, el prado, el nogal cargado de frutos y el seto florecido lo conducían hasta aquel último giro del camino donde siempre se apeaba de su montura, ataba el caballo a un árbol, y proseguía el paseo a pie. Llegaba al límite de la extensión del césped y contemplaba desde allí la bahía que quedaba debajo.
Era su destino peculiar, tanto si lo deseaba como si no, llegar así a una punta de tierra que el mar, lentamente, está devorando, y quedarse allí, solo, como una melancólica ave marina. Tenía la capacidad, el don, de prescindir bruscamente de todo lo superfluo, de encogerse y disminuir hasta parecer más despojado y más ligero incluso corporalmente, sin perder por ello capacidad mental, y de ese modo mantenerse en su pequeño reborde, frente a la oscuridad de la ignorancia humana, frente al hecho de que no sabemos nada y de que el mar va devorando el suelo en el que nos apoyamos; tal era su capacidad y su don. Pero después de haber prescindido, al desmontar, de todo gesto y afectación, de todos los trofeos de rosas y frutos secos, y de haberse encogido hasta el punto de que no sólo había olvidado la fama, sino hasta su mismo nombre, mantenía, incluso en aquella desolación, una vigilancia que no perdonaba ningún fantasma ni se deleitaba con visión alguna, y era de esa guisa como inspiraba en William Bankes (de manera intermitente) y en Charles Tansley (obsequiosamente) y también ahora en su esposa, cuando levantó la vista y vio a su marido en el límite del césped, una profunda reverencia, al igual que compasión, y también gratitud, como una estaca clavada en el lecho de un canal, y sobre la que se posan las gaviotas y golpean las olas, inspira en los alegres pasajeros de una barca un sentimiento de gratitud por haberse impuesto el deber de señalar, solitaria, entre las olas, el canal.
—Pero el padre de ocho hijos no tiene elección... —el murmullo a media voz quedó interrumpido y el señor Ramsay se volvió, suspiró, alzó los ojos, buscó la figura de su esposa que leía historias de James y a continuación llenó la pipa. Se apartó del espectáculo de la ignorancia y del destino humano y del mar devorando la tierra que nos sostiene, lo que, si hubiera sido capaz de contemplarlo con fijeza, quizá le habría conducido a algo, y encontró consuelo en pequeñeces tan insignificantes, comparadas con el augusto tema que tenía delante en aquel momento, que se dispuso a pasar por alto aquel consuelo, a desaprobarlo, como si el hecho de ser sorprendido sintiéndose feliz en un mundo de sufrimientos fuese, para un hombre honrado, el más despreciable de los delitos. Era cierto; se sentía feliz la mayor parte del tiempo; tenía a su mujer; tenía a sus hijos; había prometido, para dentro de seis semanas, decir “algunas tonterías” a los jóvenes de Cardiff sobre Locke, Hume, Berkeley y las causas de la revolución francesa. Pero aquello y el placer que le proporcionaba, y su satisfacción por las frases que se le ocurrían, el entusiasmo de la juventud, la belleza de su mujer, los homenajes que le llegaban desde Swansea, Cardiff, Exeter, Southampton, Kidderminster, Oxford, Cambridge..., había que despreciarlo todo y ocultarlo bajo la frase “decir algunas tonterías”, porque, en efecto, no había hecho lo que podría haber hecho. Era un disfraz; era el refugio de un hombre a quien asustaba reconocer los propios sentimientos, que no podía decir: Esto es lo que me gusta, esto es lo que soy; y por lo que resultaba bastante lastimoso y desagradable a William Bankes y a Lily Briscoe, que se preguntaban cuál era la necesidad de aquellos ocultamientos; por qué estaba necesitado de continuas alabanzas; por qué un hombre tan valeroso en las ideas tenía que ser tan pusilánime en la vida; curiosamente, cuán venerable y risible resultaba al mismo tiempo.
Enseñar y predicar, sospechaba Lily, mientras recogía sus cosas, estaba por encima de las posibilidades humanas. Aquellos a quienes se exalta terminan de algún modo por darse el batacazo. La señora Ramsay entregaba con demasiadas facilidad lo que su marido le pedía. Además, el cambio debe de ser demasiado desconcertante, dijo Lily. Sale de estar con sus libros y se encuentra con todos nosotros, jugando y diciendo tonterías. Imagínese qué cambio, en comparación con las cosas sobre las que piensa, dijo. Se acercaba a ellos. Se detuvo de pronto y se quedó contemplando el mar en silencio. Muy poco después había vuelto a girar en redondo.
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