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Nada es más humano que el crimen

Nada es más humano que el crimen, resulta, pues, una provocadora paradoja que propuso oportunamente Jacques-Alain Miller, a través de la cual desenmascara la cara oscura del ser humano que subyace detrás del velo admirable de los buenos sentimientos y las normas sociales, aludiendo a la tensión entre la ley y el goce, fundante de la estructura subjetiva.

“Lo que parece más inhumano, ha sido reintroducido en lo humano por Freud”. (4) Lo inhumano sería estar desprovisto de este conflicto –al menos esto es lo que el psicoanálisis ha agregado a la idea de nuestro ser–. “El psicoanálisis ha mostrado que nuestro ser incluye esa parte desconocida, el inconsciente reprimido, que está dentro de mí, que me mueve y actúa habitualmente a través de mí y aunque Freud la llama ‘ello’, está en continuidad con el ‘yo’. Somos criminales inconscientes y eso aflora en la conciencia –principalmente en la conciencia obsesiva– como sentimiento de culpa. Freud considera que toda conciencia moral y la elaboración teórica y práctica del discurso del derecho son reacciones al mal que cada uno percibe en su ello. El derecho es una formación reactiva que resulta del mal presente en cada uno, es decir, primero hay en cada uno ese mal”. (5) Ello implica que en el humano habita el mal, en todos. Y más aún, no solo el mal existe en él, sino que, además, el hombre tiende a buscarlo, es la paradoja.

Se trata de la perspectiva de un sujeto dividido –la aportación fundamental del psicoanálisis al pensamiento universal–; la idea de que, a partir de la incidencia de lo simbólico, hay una condición de alienación estructural determinada por otra escena que transcurre a espaldas y comanda los actos, que no tiene nada que ver, precisamente, con “las buenas costumbres”. En este sentido, la fascinación hacia el gran criminal podría explicarse en la medida en que éste realizaría un deseo presente en cada uno de nosotros, ¡hay sujetos que no retroceden frente a su deseo! Y cuyo goce no fue detenido por la ley moral, aunque sí por la ley de la justicia –lo cual nos aporta un elemento fundamental para leer el caso y pensar la dirección de la cura en esta clínica.

Pero, aún en el lugar de Ideal para algunos, la paradoja resulta en que, por otro lado, el criminal desde el punto de vista de los síntomas de la contemporaneidad parece, más bien, un chivo expiatorio del real social que se asegura en ellos. ¿De quién es esa voz? Tengamos presente que, para Lacan, la voz es siempre la voz del Otro, la voz viene del Otro, es la parte imposible de asumir por el sujeto como je y que es, por lo tanto, subjetivamente asignada al Otro; en ese sentido, la voz es exactamente el imposible de decir del campo del Otro.

Nada es más humano que el crimen instala así un punto de partida clave para el analista. De la elucidación de los hechos, la justicia, los derechos y deberes se ocupan otras disciplinas; para el psicoanálisis, la brújula estará en lo real, constitutivo y constituyente del humano –asumiendo que, incluso, lo real mismo, cuando trata de decirse, miente. Quizás el analista hará emerger el decir del sujeto y localizar los puntos de real en su biografía, desde donde captar la lógica del pasaje al acto delictivo, el núcleo de lo que lo llevó a realizar el acto criminal. Quizás con el equipo tratante se pueda deducir la lógica de lo que eso quiere decir y escuchar las elaboraciones, o no, que el sujeto esboza al respecto. Quizás ello contribuya a despejar una vía de tratamiento posible para el real del sujeto en la institución. Quizás su escucha promueva un anudamiento posible que regule lo irrefrenable del goce delictivo. Quizás introduzca algún efecto de humanización. Quizás no.

Ahora bien, para funcionar desde ese lugar, el analista se ve exigido a desprenderse, él mismo, de la creencia en la verdad y los ideales morales –solo así podrá servirse correctamente de la palabra. En tanto lo real está en conflicto con el purismo, no es la lógica de “las violencias y las locuras en la cárcel, los correctos y normales en la sociedad”; confrontarse con lo imposible de soportar obliga a saber algo respecto del propio elemento pulsional que constituye el síntoma del analista, contar con alguna idea –por más incipiente que sea– de los fantasmas propios que consuenan con esas voces del encierro. Vale aquí la advertencia de Miller a los practicantes al inaugurar el primer servicio psiquiátrico bautizado Jacques Lacan: “Ante el loco, ante el delirante, no olvides que eres, o que fuiste, analizante, y que también tú hablabas de lo que no existe”. (6)

Nada es más humano que el crimen destituye, entonces, toda expectativa de aspirar a la adaptación del sujeto a una realidad sin conflictos. “Esto porque la realidad humana no solo se debe a la organización social, sino a una relación subjetiva que, por estar abierta a una dialéctica patética que debe someter lo particular a lo universal, adquiere su punto de partida en una alienación dolorosa del individuo en su semejante y encuentra sus caminos en las retorsiones de la agresividad”. (7)

A pesar del énfasis en el determinismo del sujeto, el psicoanálisis no promueve ninguna absolución –todo lo contrario, propone una ética de las consecuencias–. En su texto “Psicoanálisis y criminología”, Lacan señala que el psicoanálisis, en tanto considera la estructura cerrada de la subjetividad, contribuiría a la comprensión del sentido de algunos crímenes, y la propuesta para la cura se orienta hacia “la integración por el sujeto de su verdadera responsabilidad”, (8) reconociendo el valor curativo de la punición “que puede ser quizás más humano dejársela encontrar a él”. (9) Así resulta que, si bien por un lado el psicoanálisis no deja de reconocer el imperativo al que responde el sujeto, de ningún modo lo exime de su estatuto en relación al deseo, insistiendo en la posición subjetiva que, por supuesto, tampoco corresponde eliminar en la psicosis. Recordemos la fórmula de Lacan: siempre somos responsables de nuestra posición de sujetos –base prínceps del respeto por lo humano–. “La acción concreta del psicoanálisis es benéfica en un orden duro, las significaciones que revela en el sujeto culpable no lo excluyen de la comunidad humana. Hace posible una cura en la que el sujeto no está alienado de sí mismo y la responsabilidad que restaura en él responde a la esperanza que palpita en todo ser deshonrado, de integrarse en un sentido vívido”. (10)

Hubo un caso comentado durante una de las sesiones de trabajo en Tepepan, a propósito de una interna que se mostraba muy indiferente y apática durante el tiempo que llegó al Centro (posición que se mantuvo hasta el dictamen de su sentencia), negándose a participar de las rutinas alegando dolores en su brazo y otras razones. La sorpresa surgió cuando al momento de la última audiencia en la que el juez anunciaba el dictamen, ésta se pone de pie frente a todos los presentes y pide tomar la palabra para manifestar su gratitud por cómo fue llevado su caso durante el proceso, resaltando especialmente el trato “muy humano” brindado por el juez, y su conformidad con el veredicto, “si hizo algo malo, entonces, tratará de cambiar” –manifestó públicamente en la escena judicial, según nos refirieron.

A partir de entonces, el equipo técnico reconoce un cambio importante en la actitud de esta mujer en el Centro, una disposición diferente para realizar las tareas, y claras muestras de cooperación. Lacan dirá: “Solo el psicoanálisis, porque sabe cómo desviar las resistencias del yo (moi), es capaz en estos casos de desprender la verdad del acto, comprometiendo en él la responsabilidad del criminal por una asunción lógica, que debe conducirlo a la aceptación de un justo castigo”. (11) En esta situación, se comprueba el poder de la sentencia judicial que operó localizando e introduciendo una posibilidad de regulación de goce para el sujeto –podríamos decir, a la luz de lo desplegado hasta ahora, humanizando al criminal–. Lo novedoso para el sujeto fue que este pasaje por el Otro que investigó los hechos, tomó pruebas, construyó un expediente y llegó a un veredicto, le permitió salir de su estado de descompensación; dar su consentimiento al proceso y aceptar que la condena trae aparejada para ella un apaciguamiento significativo de su goce.

La pacificación que se opera en la estructura por la aceptación del justo castigo, nos confronta también con los casos en los que se reduce la condena por buena conducta, y cómo muchas veces, esta contemplación de la ley funciona iatrogénicamente. Una mujer que asesinó a sus tres hijos dirá: “No alcanza el tiempo que he pasado aquí para pagar por esos hechos”. Su salida del reclusorio se dará prontamente, cuestión que genera inquietudes respecto de su pronóstico y de los ecos y consecuencias que su salida tendrá en la comunidad. “Usted no es nadie para juzgarme, yo ya he sido juzgada por un juez y estoy pagando mi condena y por eso estoy en la cárcel” –le dirá telefónicamente a un periodista que insistía en entrevistarla. A la fecha, el Centro le ha servido de refugio frente a la persecución social que su caso ha despertado; la preocupación es de qué modo podrá responder al juicio moral de la sociedad cuando ya no esté resguardada por los muros (luego de esa confrontación con el periodista, no volvió a recuperar la funcionalidad que había alcanzado hasta ese momento).

La institución frente a la desinserción

Los reclusorios alojan a esos sujetos en ruptura con el lazo social que, por causa de su acto delictivo, la ley ha determinado la privación de su libertad y detención en una institución cerrada que les provea un tratamiento apropiado. El discurso jurídico les da también una nominación: se trata de personas privadas de su libertad – “p.p.l.”, en su versión abreviada; a partir del delito cometido, adquieren así un estatuto simbólico y una estructura que los contiene.

Habría que probar si el pasaje al acto criminal no emerge, acaso, como un modo del sujeto de buscar alguna identificación que lo recupere de la condición de objeto resto en la que ha advenido su existencia y, en tal caso, pensar de qué manera la institución podría posibilitarle, además, una chance para reinsertarse luego en algún lazo social posible. El punto de impasse resulta en que, capturado en la propia tragedia de su origen, se termina auto-cumpliendo la identificación con el objeto segregado (de la que el sujeto aspiraría a separarse sin conseguirlo con éxito).

Ahora bien, si tal como lo interpretó Lacan, la hipermodernidad se caracteriza por el ascenso al cenit del objeto a, que tiene como corolario el recrudecimiento del imperativo de goce, no es de extrañarnos que se incrementen los crímenes en el mundo. Deberíamos explorar la siguiente hipótesis: si las violencias obedecen a una tentativa del sujeto de restituir al Otro que no existe en estos tiempos –quizás como un dato de resistencia del sujeto al empuje a su objetalización–. Pensar las violencias como un síntoma social que denuncia una iniciativa del sujeto para rescatarse e inventarse algún enlace sintomático con el Otro que no existe, nos abre una novedosa dimensión para los tratamientos de las p.p.l. en las instituciones. En principio, nos permitiría dar un paso más allá de la cárcel como solución ortopédica para el sujeto a quien le ha fallado su propio sistema de interdicción, aportando el psicoanálisis para la recomposición de un anudamiento posible con el Otro. Quizás esto exija de la institución dar cabida en su lenguaje a la singularidad de la excepción, acogiendo al conjunto de las p.p.l. en el uno por uno de su excepcionalidad, pero no solo conteniendo a la persona privada de su libertad sino, también, alojando al desecho constitutivo de cada una que, justamente, le ha quebrado el lazo social. En este punto, el psicoanálisis puede contribuir a discernir eso. “El clínico de orientación psicoanalítica mide en su acto la manera en que completa el síntoma de quien a él se dirige, no para curarlo sino para restituirle la capacidad de soportar lo que en todo síntoma hay de objeción a la inserción en el régimen de lo universal. Desde este punto de vista todos estamos desinsertados del Otro, no tenemos la garantía del ser”. (12)

Recuerdo el caso de una p.p.l. que tuvimos oportunidad de entrevistar, una mujer de la cual no se sabe su nombre exacto, podría llamarse con cualquiera de tres apellidos; tampoco se sabe su edad –“Es la que ella refiere”–, podría haber nacido quién sabe dónde ni cuándo. No hay información sobre ella, jamás recibe visitas, es alguien en completo estado de abandono, quien, además, manifiesta un retraso mental importante.

Exiliada del Otro, alojada en el Centro, allí se inventó muchas “mamás”, hace berrinches con frecuencia y le gusta llamar la atención de las servidoras públicas. Su madre biológica nunca se hizo cargo de ella, en su infancia vivía con su abuelito, cuya muerte la dejó sin hogar, a partir de lo cual comenzó a llevar vida de calle hasta ser cobijada en un albergue donde recibía cama y comida. En este sentido, es muy pertinente la línea de investigación que propone Irene Greiser (13) en cuanto a la clínica de la desinserción social: la invitación es detenerse en el Otro materno, indagar en la condición de un Otro materno que inserta o no al sujeto en un lazo.

Tal cual Freud precisó, “la desprotección no sólo hace referencia a lo exterior sino a la relación del sujeto con la propia dimensión pulsional, por eso la función del Otro es primordial. Sabemos que la desprotección externa puede hacer emerger lo peor de cada uno”. (14) El equipo profesional relata que esta p.p.l. sufre de crisis muy fuertes que toman su cuerpo, cobra una fuerza extrema y se vuelve muy violenta. Hace falta allí la presencia de un Otro que la contenga, evite accidentes y situaciones peligrosas tanto para ella como para los cercanos, “tengo ganas de pegar” –advierte en esos momentos (¡Claro que habla!).

Antes de su ingreso al Centro, jugando con una compañera en el albergue, ésta la abrazó, a ella le molestó, le dio una crisis, y le clavó un trozo de vidrio en el cuello que la desangró hasta morir. “Maté a mi compañera –dirá con un dolor horroroso–. Sólo recuerdo que la sangre estaba calientita”. Un efecto de humanización sorpresivo para los presentes y ¡también para la misma p.p.l.!

A lo largo de la entrevista despliega su historia a pesar de las limitaciones de su discurso: recuerdos simples y primarios de su infancia (toda la familia reunida alrededor de un fuego, la abuelita cocinando en una olla), y otros, nefastos, y traumáticos (el hermano mayor golpeando con un palo de hierro a su hermana embarazada). ¡Y parecía que no había sujeto! Habría que apostar a un tratamiento por la vía de la palabra como medio para reconstituir su humanidad en cuanto ser parlante –quizás entrando en el programa de la civilización, se reducirían las crisis de violencia que la invaden–.

¡Qué falencias tan primarias para su inserción en algún discurso que le posibilite alguna identificación como sujeto! Ni siquiera lo básico, un S1 que le dé un nombre, una pertenencia a un grupo familiar, un ser parte de alguna estructura; tampoco hay punto de localización en el tiempo que le brinde alguna referencia desde donde orientarse para alguna contabilidad de años, edades, períodos. ¿Con qué inventarse algún recurso que le provea estabilidad frente a tal invasión de desasosiego?

Para Lacan el sujeto adviene identificándose al S1 elemental, y en cierta manera en esta identificación muere en tanto ser de goce, para luego advenir representado a través de ese significante rígido –es la identificación primordial que hace surgir al ser en tanto humano–. En la medida en que ese S1 se articula con un S2 (el significante del saber), se desprende del cuerpo el famoso objeto a, y se relanza su existencia en articulación con un discurso; el sujeto renace a una nueva vida anudado a lo simbólico, desapareciendo a su vez del dominio significante en cuanto surge como efecto de verdad. Cito a Miller: “Podemos decir que es un deseo fundamental en el ser hablante el deseo de inserción. El ser hablante desea insertarse. […] Y sabemos que cuando hay un sujeto con un deseo de des-inserción, es algo que puede ir hasta el suicidio social y el suicidio vital”. (15) Desde esta perspectiva, podemos pensar que, en el caso referido, la falla primaria de “la muerte del sujeto” –necesaria para su inscripción en tanto tal– retorna mortalmente en el cuerpo vía “las crisis de violencia” que la invade en un llamado desesperado al Otro contenedor. Al no haber operación de separación entre el sujeto y el objeto, no hay función objeto, no hay tampoco condición sujeto –el mismo es arrasado por las pulsiones desenfrenadas–.

El sistema penitenciario acoge, entonces, a estos sujetos para su observación y recuperación de su funcionalidad social durante su aislamiento; la psiquiatría contribuye con su nosología y según el cuadro clínico, prescribirá el tratamiento y la medicación conveniente. Por las cualidades propias de la estructura (encierro, relegamiento socio-afectivo, el tedio de las rutinas), las probabilidades de objetalización del sujeto resultan muy altas, más aún si se trata de un sujeto psicótico con cierta inercia per se a esa condición. Es allí que la presencia de un analista en la institución resulta clave para encausar un soporte en la palabra que preserve al sujeto de la tendencia a caer en el lugar de desecho, tanto por parte de la familia como de la sociedad (“mujeres”, “locas”, y “criminales” –una combinación letal–).

La función de la escansión

El tiempo del encierro toma una dimensión de eternidad, en un automathón de rutinas y actividades, intervenido por los días de visita (para quienes las reciben) y eventos extraordinarios. En la lalengua del Centro, circula un significante: “El carcelazo”, a través del cual se nombra cierto acontecer que se suscita cuando se acerca la fecha en la que alguna de las personas privadas de su libertad se encuentra próxima a salir libre –¡ello sí introduce la discontinuidad!

En el contexto, significa reconocer el encierro como un destino real y duradero, en especial cuando se han agotado todas las posibilidades jurídicas para obtener la libertad. Sucede que en aquellas que llevan un período largo de estabilidad, se produce una especie de crisis. De pronto, se instala un período en el que el enojo, la tristeza, la frustración, la monotonía, hacen presa de ellas. También este fenómeno suele presentarse con mayor intensidad en el mes de las madres y en diciembre. Sobre el fondo del Uno del encierro, lo imposible de soportar se impone en toda su potencia.

Adentro y afuera es la lógica que prevalece en el reclusorio –sabemos que el discurso del psicoanálisis propone la extimidad–. El deseo del analista en la institución introduce, así, una Otredad en un campo cercado por muros, cuyas voces encontrarán un Otro receptor que animará el decir; un modo Otro de resonancia para esas voces a través de las presentaciones clínicas con las p.p.l., pero también en el trabajo con los equipos de profesionistas del Centro, a partir de conversaciones sobre los casos, compartiendo junto a otros la elaboración de la experiencia y los impasses de la práctica. Se abrió, así, la posibilidad de un tratamiento singular del real de la estructura. ¿Cómo saber guardar palpitante eso que se sitúa en la juntura más íntima del sentimiento de la vida para el sujeto?

En este contexto, la oportunidad única de la entrevista con un analista adquiere condiciones muy particulares. Del lado de los profesionistas que asisten al dispositivo, se aprecia una escucha más aguda en relación al dato de cómo es hablado ese sujeto; incluso, también en ocasiones, cómo es hablado por el mismo equipo tratante. La posibilidad de aprehender su particularidad y la solución que ha encontrado para su malestar, suele renovar el deseo y despertar el interés por el caso, abriendo nuevas perspectivas para los obstáculos de la convivencia diaria y la práctica que se implementa (que suele sufrir el mismo aplanamiento de la estructura del enfermo y del contexto carcelario).

A diferencia de las presentaciones de enfermos en hospitales, en estas entrevistas solo unos pocos asistentes son externos a la institución, el resto de la audiencia está conformada por el equipo del Centro que conoce muy bien a la entrevistada –podría creerse que no habrá sorpresas. Sin embargo, sucede que además de los elementos nuevos que surgen en el encuentro con un analista, también se afectan las palabras de siempre, que resuenan en un contexto diferente, esto es, en el campo del deseo del Otro. “Es que en estas entrevistas las p.p.l. se abren de otro modo” –se ha dicho–. ¡Quién sabe!

A la p.p.l. se le ofrece un espacio en el que podrá tomar la palabra, será escuchada por todos los presentes a través de su conversación con el entrevistador, y esta experiencia se dará solamente por esta vez. También en esta ocasión, el sujeto tiene la chance de decir “sí” o decir “no”. Fue el caso de una p.p.l. de 65 años de edad, que lleva 24 años de reclusión y en seis más saldrá libre. Su situación de abandono es notable, come muy poco y hace tiempo que ha decidido no hablar, solo lo mínimo para comunicarse. Parece ser que la desesperanza llegó a su vida de manera radical a partir del día en que falleció su compañera en la prisión, hace 11 años. “Los muros caen” fue su frase sobre su escoba durante el último concurso de arte sobre la libertad –por cierto, ganó el primer premio–.

El equipo profesionista, preocupado por su condición en decadencia progresiva, pensó en ella para el dispositivo. Sin embargo, M. rechazó la invitación a tomar la palabra frente al público, “Prefiero ser su amiga” enunció en ese encuentro. Seguidamente confiesa: “Extraño a mi hija que no me viene a visitar”. ¡Claro que tiene algo que decir, pero quizás no sea frente a otros! Cuentan que en otros tiempos solía “bromear” al respecto con humor negro en relación a su hija: “¡No aguanta nada! ¡Nomás porque la dejé sin su abuela!” ¿Se trata, acaso, de la ironía de la esquizofrenia o del chiste que sabe hacer con el sentimiento de culpa, como medio para subjetivar la Ley? Vale la pena indagar en esta diferencia.

Volviendo a las entrevistas clínicas, se pretenden como un acontecimiento nuevo y único que marcará un antes y un después en la indeterminación infinita del tiempo, con la apuesta nunca resignada de producir algo más, quizás el surgimiento de un efecto de verdad que puede generar algún cambio.

Otros sí consienten. N. es presentada durante la conversación sobre casos debido a que ha estado perdiendo progresivamente la capacidad de caminar sin que haya una lesión física que lo justifique. En algún momento la ingesta de un medicamento le ocasionó rigidez; sin embargo, aunque la medicación fue corregida y no se han encontrado lesiones, los síntomas en sus piernas no desaparecieron y el deterioro va en aumento. Empezó gateando en el piso para trasladarse; actualmente utiliza una andadera para caminar, pero en general es trasladada en silla de ruedas por sus compañeras; tampoco usa sus manos para mover las ruedas. Se señala que esto dificulta sus actividades cotidianas y temen que este deterioro afecte otras áreas de funcionalidad, por lo que el equipo tratante propone realizar una entrevista clínica con ella, que N. acepta con gusto.

Al recibirla antes de ingresar al salón, para sorpresa de la entrevistadora, N. se pone de pie, voltea la silla de ruedas usándola como andador y entra caminando, con dificultad, pero caminando al fin. El significante “apoyo” se repetirá con frecuencia durante la entrevista: “Mi apoyo era un saloncito de dibujo en el que realizaba la limpieza, así como el armado de cajas de cartón”, “mi cuerpo no me sostiene”, “antes tenía muchos apoyos”, “no me siento apoyada por mi esposo, yo corro hacia él, y en vez de apoyarme me hace a un lado”, “necesitaba un varón que me apoyara”. “Ya no puedo funcionar como persona” –dirá con angustia–. Recuerda con tristeza que al comenzar con estas dificultades ella se arrastraba y sus compañeras se burlaban. Durante el relato de su historia hubo varios otros momentos donde se manifestó profundamente conmovida. Al finalizar el encuentro, N. expresó su agradecimiento por la escucha, y agregó que se sentía “más descargada” al haber podido hablar de sus “estudios, el sexo, lo que me pasó y que las otras personas no sientan” –haciendo, de este modo, un ordenamiento de su historia hasta el presente–. Salió del salón jalando ella misma las ruedas de la silla.

En las semanas siguientes, el personal comentó verla sonreír, cosa que hacía tiempo no sucedía. Y quince días más tarde, en la sesión de trabajo, la directora de psicología nos mostrará satisfecha la silla de ruedas abandonada en el patio. “Ya no la usa” –nos informará–. Algo de la relación entre el sujeto, la lengua y el cuerpo parece haberse re-centrado. ¿Qué apoyo para este sujeto en algún discurso que la sostenga en una posición en este mundo? Sin embargo, el impacto causado por la entrevista deberá capitalizarse de algún otro modo.

Ya en Discapacidad Psicosocial, una p.p.l. suele acercarse y buscar plática. “Ustedes siempre sonríen” –nos dice con la boca bien abierta, haciendo el esfuerzo de gesticular para que salgan las palabras con cierta claridad a pesar de la rigidez medicamentosa–. En otra ocasión, en un francés muy particular, nos cantó La Marsellesa, el himno a la libertad.

J. a lo largo de la entrevista nos enseñó cómo ella se reconstruyó su mundo al interior del Centro. Como “La única mujer” ocupó un lugar privilegiado en su familia y en especial, para su padre. Cursó y terminó su licenciatura en administración, trabajaba, iba al gimnasio, hasta que se casó. Con el marido resultó una relación tortuosa de celos y violencias, que concluyó trágicamente luego del homicidio de su hija de siete meses.

Adjudicará la autoría del crimen al esposo, quien luego habría intentado repetirlo con ella; pero la amnesia le impide recordar, no hay relato al respecto. Desde hace un tiempo manifiesta estar recuperando la memoria, pero en lo que respecta al acto, no hay palabras, el mismo se habría borrado de la existencia si no fuera porque ella está en la cárcel. Se puede decir que al respecto no hay “hecho de historia” (no hay subjetivación de un sentido, apenas una incipiente construcción delirante en relación al esposo, pero más bien su amnesia intenta asentar que el hecho no fue vivido, y no le permite un decir sobre el hecho).

“La única mujer” en el Centro lleva siempre con ella un espejito que le sirve para retocar su maquillaje y arreglar su imagen. ¡Qué solución tan singular! Muy activa, toma todos los cursos, asiste a todas las clases, hace gimnasia, va a coro, a la capilla, se mantiene actualizada con sus estudios, confecciona espejos bajo pedido, y tiene planes para cuando salga en libertad. Muy reservada respecto de su intimidad, solo deja saber que tiene una relación que, aunque no se ven y no hablan porque él viaja mucho, recibe sus detallitos amorosos a través de sus familiares. “No le puedo decir nada más”, es otra clase de indecible.

Habla del Centro como si fuera un resort all inclusive, solo le molesta que en esta parte psiquiátrica haya poca ventilación y se sienta el aire un poco enrarecido –“cuando eso está así, yo me salgo un ratito al patio y se me pasa”–; igualmente, con los baños, “para mí es muy importante que huelan bien”. Asimismo, transmite el relato de su vida lleno de recuerdos bonitos y agradables: los pasteles de su madre, los hermanos –“era la niña de mi padre”–, la familia muy unida de su madre, su boda, la música y el canto –el alcoholismo del padre y las tragedias familiares (la muerte de su abuela materna pocos días después de dar a luz y cuyo nombre ella lleva, su depresión durante el embarazo y la tragedia que la llevó al reclusorio), quedan ocultas por lo bello de aquellas vivencias y luminosidades. Su discurso es tan esperanzador que, al finalizar la entrevista, conquistó los aplausos espontáneos del público, para luego hacer una ¡segunda! entrada sorpresiva con el fin de exponer a los presentes los espectaculares espejos que diseña, “Pueden escoger los colores que gusten, yo los hago bajo pedido”anunciará–. De este modo J. nos ha dado una verdadera lección de cómo se puede estabilizar el goce mediante el semblante y cómo a través de su nominación sintomática –“La única mujer”– se las ingenia para insertarse en la estructura.

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