Kitabı oku: «Saga del ángel caído. El resiliente», sayfa 2

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(3) Epidemia

En el invierno, una pequeña epidemia de tos convulsa se había apoderado de algunas vidas de niños pequeños, ya que los más grandes tenían más posibilidades de sobrevivir.

Por supuesto, nuestro “Bonito” no pudo escaparse de esta terrible enfermedad. Lo llevaron al médico con fuertes convulsiones y terrible tos. Inmediatamente lo ingresaron a terapia infantil. Los padres se quedaron afuera de aquella habitación y un par de enfermeras y un médico cerraron las puertas.

Mientras esperaba junto con su hermana y su cuñado, la madre del Churi se preguntaba y le preguntaba, desconsolada, a su esposo Poroto, qué estaba pasando, por qué no los dejaban entrar, cómo es que había sucedido esto.

Para entender un poco más, debemos retrotraernos unos días atrás en la vida de nuestro personaje.

Churi era un niño musical. En su interior, siempre había alguna melodía recorriendo su mente. Esto venía de familia, su papá siempre estaba silbando o tarareando alguna canción y Churi solía encontrarlo a veces por las noches tocando el laúd, otras la guitarra. Las melodías españolas y de tono oriental, con gran ritmo, habitaban el aire de la casa.

Para dormir y olvidarse de aquel demonio-perro negro, Bonito imaginaba alguna melodía. Eran tiempos en que el silencio reinaba en las casas.

Percibiendo esto, la mamá de Walter, un sábado por la mañana, después de la misa de las nueve, llevó al pequeño a unas cuadras, a la vuelta de la casa, ya en esos momentos embrujada, de los Casab. Feliza tocó timbre y le atendió una señora joven, de unos cuarenta años. Al Churi igualmente le parecía una vieja con cara de mala que resultó ser su nueva su profesora de piano y teoría y solfeo.

Desde ese día y durante dos años, los martes y los jueves, Churi tomaba los libros de música y partía a casa de su profesora con cara de mala.

Era el final del verano, en breve Walter comenzaría segundo grado, y mientras caminaba los metros que le faltaban para llegar, sus pensamientos lo aturdían: “no voy a tener tiempo para jugar, los sábados pintura, martes y jueves, música, después hacer los deberes, mi mamá que me encierra a la tarde porque se va a jugar a la Escoba o a la Escalera a lo de Ketty… ¿cuándo voy a ser niño?” pensaba cuando ya estaba sentado en la banqueta, frente al piano.

Zara, que era el nombre de la profesora de música, comenzaba con ejercicios para alargar los dedos. Churi tenía los dedos muy cortos para tocar el piano, así que lo obligaba a estirarlos sobre las teclas mientras ella con un puntero le apretaba las falanges y le decía:

-Estirá, estirá los deditos esos de porquería que tenés…-

Cuando el pequeño se equivocaba le pegaba un coscorrón fuerte en la cabeza.

-Repetí y no te equivoques. No estés paveando. -

Una hora y media tenía que soportar esto el Churi, dos veces a la semana.

La mente de Walter viajaba entonces cuando se quedaba sólo a practicar en el piano porque la profe se iba a tomar el té. Esa media hora era la única que estaba tranquilo y feliz.

Luego de una clase, Zara le dijo seriamente:

-Decile a tu mamá que venga. En el cuaderno de solfeo le mando una nota. -

Cuando llegó a casa, el niño entregó el cuaderno a su madre que, igualmente seria, le preguntó:

-¿No habrás hecho alguna travesura, vos…? -

-No mami. - contestó con ojos tranquilos, esos ojos color miel con un borde verde que caracterizaban al “Bonito”.

La nota sólo rezaba: “Señora Feliza, venga el jueves pues tengo que comunicarle algo.”.

Ese jueves Feliza estaba frente a Zara con el Churi a su lado.

-Es un niño muy callado, educado, pero vuela mucho. Mire, no le voy a cobrar de más, pero tiene que venir los viernes a las 15 horas a practicar por lo menos una hora en el piano que yo dispongo para estos casos. -afirmó Zara.

La mamá de Walter asintió y dijo:

-Si usted considera necesario, él vendrá todos los viernes. -

“¡Adiós a la Hormiga Atómica!” pensó tristemente el niño. Se terminaban los dibujos animados de los viernes. Ahora eran tres los días de música por uno de pintura y sumado a la escuela, poco tiempo le quedaba para leer y jugar al muchachito.

Cuando fue el primer viernes, lo atendió la madre de Zara, una mujer muy hosca y descortés que le escupió solo estas palabras:

-Ponele sordino y cerrá la puerta. No estés jugando, yo te aviso cuando se cumpla la hora. -

El resto de los viernes, sólo le abría la puerta y sin decir nada, le señalaba la dirección del piano de estudio. El olor a rancio y a disgusto que nuestro niño podía percibir en ese lugar era muy fuerte.

Así pasaron algunos meses, pasó el otoño, llegó el invierno y Churi seguía con su rutina como un pequeño robot de los de ahora, japonés.

Contaba los pasos para llegar, evitaba pisar las líneas de las baldosas, tomaba clase, sufría, volvía a casa a hacer deberes, media tarde, leía, cenaba, dormía. Sólo viajaba y volvía a la escuela, almorzaba y a sus tareas. Encima la madre había cambiado sábados por domingos para la misa, y algunos domingos Feliza lo llevaba a la finca de los abuelos o a casa de los tíos.

Por si fuera poco, los lunes comenzaría a tomar clases de inglés en lo de “tía Pituca”, que en realidad no era tía, pero si pituca.

Así era la vida de este chico, aquel muchacho que se había enfrentado a un demonio y lo había vencido. Era monótona, aburrida y tediosa.

Una tarde a comienzos del invierno, después de las vacaciones, Churi iba andando su camino de los viernes cuando se encontró en la esquina con un compañerito de la escuela que llevaba un fútbol. En ese momento, un fútbol era como oro sólido, ya que muy pocos chicos tenían uno, acaso alguien que lo había heredado o que los padres tenían mucho dinero. Por lo general, los chicos del barrio usaban una pelota vieja de goma o hecha con medias y trapos viejos.

-Hola Walter -lo saludó. Al Churi le decían Walter o simplemente Cuevach. -Vamos a jugar al fobal en la canchita del baldío de la Muni. -

En ese momento, invadió todo el cuerpo del Churi una sensación de deseo incontenible de hacer picardías.

La madre, para ir a la escuela lo vestía impecablemente, de punta en blanco, con zapatos acordonados, lustrados, peinado a la gomina, corbatín, guardapolvo almidonado y maleta de cuero. Y si llegaba a ensuciarlo era paliza asegurada.

Para ir a casa de la profesora, iba de pantalones cortos, así fuese invierno y nevara. Medias, zapatillas tipo sandalias de plástico, remera y pulóver tejido por su madre.

Walter pensó “la vieja no le va a decir nada a mi mamá…o mejor voy, entro, espero que se vaya y me vuelvo a ir…”. El pibe, casi azuzándolo le gritó mientras se alejaba:

-¡Andá, empezamos a las tres y media!”-

Cuando llegó a la casa de la profesora, tuvo lugar el “ritual de señas” con la vieja, como le decía el Churi. El pequeño cerró la puerta, no completamente, y espió a través del marco para asegurarse de que la vieja se iba a la cocina a ver la novela. Entonces aplicó la técnica sigilosa, aquella que utilizó para descubrir el traje de Batman. Abrió la puerta y se fue muy silenciosamente.

La tarde estaba muy fría y comenzaba a lloviznar. Los pibes siguieron jugando igual. El Churi corría y corría, sin el pulóver. Había dejado la ropa y las carpetas debajo de un árbol.

Jugó por más de una hora, hasta que muy transpirado y mojado, se puso el abrigo y partió hacia su casa. Su madre no estaba, había salido a lo de Ketty a jugar a las cartas y a tomar café o coñac. Churi tenía mucho frío, se sacó las ropas y las colgó en unas sillas junto con la toalla cerca del brasero, al que le agregó unos carbones nuevos.

Se puso ropa seca y fue a la heladera a buscar dulce para comer con galletas. Prendió la tele y cerró las puertas del comedor diario ya que tenía mucho frío.

Al poco tiempo, el pequeño comenzó a entrar en un sopor profundo y a dormitarse. Apoyó sus bracitos en la mesa y acomodó su cabeza mientras sentía cómo lentamente una tibia calma inundaba su cuerpo. Así se durmió muy profundo y totalmente quieto.

Feliza había terminado su reunión de cartas y regresó a su casa. Caminó desde el living por la galería interior. Le costó abrir la puerta del comedor diario, y cuando entró vio aquella impresionante escena; el Bonito, totalmente flácido y tirado en la mesa, el olor del brasero, las puertas y ventanas cerradas herméticamente.

Feliza corrió hacia él y dio golpes secos en la espalda y el pecho de ese niño moribundo por los gases que comenzó a toser. La mujer lo llevó al patio grande de atrás para que tome aire, pero Walter apenas respiraba. Desesperada fue hacia la habitación en busca de almohadones para ponerle en la espalda y la nuca y lo recostó. El Churi no se movía.

La madre, rápidamente salió como un rayo hacia el médico, que vivía enfrente. Ella sabía que justo ese día hacía consultorio en su domicilio. Era el pediatra de Walter, y Feliza había sido nodriza de todos sus hijos.

Abrió de par en par las puertas del consultorio y llamó al doctor gritando como si la mataran. El médico salió alarmado y la vio. Feliza le relató entrecortadamente lo que había sucedido y él inmediatamente se dirigió con su maletín hacia la casa del Churi, que ya conocía.

El doctor encontró al niño tirado, inmóvil. Allí mismo le aplicó una inyección, realizó maniobras de resucitación, masaje torácico, lo alzó, lo llevó al frente, lo subió al auto y fue a buscar a su madre para ir al hospital.

Llegaron a la guardia, y es aquí cuando se sella un secreto que aquel niño descubriría muchos años después. Casi cincuenta años pasaron para que el Churi supiera la verdad.

En el trayecto, Feliza contó la verdad, cómo lo dejaba sólo, que a ella le gustaba estar fuera y sentía soledad y que ella era culpable de lo que podía pasar con el Churi. El doctor, tranquilizándola le dijo:

-Feliza, vamos a hacer lo siguiente. Vamos a decir que tiene tos convulsa, lo voy a internar en terapia. Vos no digas nada, te puede costar el matrimonio. -

Luego lo llevaron a terapia, y como había una epidemia de coqueluche o tos convulsa, tenían varias carpas de oxígeno para niños. A Walter lo colocó en una habitación sólo, con un tubo de oxígeno y mandó a los familiares a que esperaran fuera.

Aquí es donde volvemos al principio; ya los tíos y el padre estaban en el hospital. Feliza lloraba desconsolada junto con la tía, quien con los años le contaría al Churi la verdad. Y Primo, que se fue de este mundo sin saber cómo habían sido las cosas realmente, sollozaba acongojado.

Entretanto, el médico ordenó que atendieran a las personas afuera y se quedó sólo con su pequeño paciente que estaba de espaldas y con la cabeza hacia abajo, sobre la almohada. En ese momento, el pequeño sufrió un paro cardiorrespiratorio. El doctor le hizo masajes en la espalda primero, luego lo volteó y le hizo masajes cardíacos. Pasaron varios minutos, y aquel indefenso ser exhaló débilmente. El médico lo volteó nuevamente, cuarenta y cinco grados sobre la almohada y con los ojos llenos de lágrimas comenzó a susurrarle a su vecinito, a quien había visto crecer, de quien había confiado y afirmado ante las dudas e impaciencia de su familia que Walter estaba completamente sano y que iba a hablar cuando quisiera.

-Por favor, no te vayas Churi. -rogó, incrédulo a la idea de que ese precioso niño se fuera tan pronto -Volvé, tus padres…vos tenés todavía mucho por recorrer…Por favor, volvé Churito…-y rompió en un silencioso sollozo.

El niño mientras tanto, en un sueño que era real, sintió cómo poco a poco se elevaba y pasaba sobre el doctor, escuchando las voces de las personas que estaban cerca. Miró las ventanitas redondas de las puertas de la habitación y las atravesó como si los vidrios no existieran. Churi flotaba, no tenía cuerpo. Al salir de la habitación pudo ver a sus padres y tíos llorando desconsoladamente. La madre apenas se sostenía aferrada a su esposo.

Primo, desolado, pareció mirar de reojo hacia donde estaba ese Churi etéreo, como creyendo ver algo. Fue en ese momento en que el niño sintió un fuerte impulso y vio la luz, que se encontraba al final de una especie de túnel de nubes. También había varias personas que se dirigían hacia allí, algunas iban muy rápido y desaparecían en la luz, otros se arrastraban, y algunos simplemente caminaban tranquilos. Nadie miraba para atrás, ya que lo que había adelante emanaba un olor fabuloso y una magnética e intensa sensación de paz y tranquilidad.

En ese momento, una voz grave, tranquila y cariñosa le dijo al niño:

-Todavía no es tu tiempo, volvé a tu mundo. -

Walter sintió un golpe, entró nuevamente a su cuerpo, tosió…y volvió a respirar.

El médico lo dio vuelta, le acomodó la mascarilla y junto con la enfermera le aplicaron suero. Churi volvió a dormirse suavemente.

La enfermera lo miró dulcemente y comentó con voz muy suave:

-Otro milagro… -

El Churi había decidido volver, aunque mientras dormía tuvo la sensación de que tendría que haberse ido nomás. Hasta ese día Walter fue un niño muy feliz y hermoso, pero también a partir de ese día supo algo que no entendía bien. Su intuición lo guiaría de allí en adelante.

Aquel chiquilín, destructor de demonios, estaba de vuelta en su mundo. Nada lo detendría salvo la muerte, a la que encontraría varias veces más y siempre la vencería.

Poroto y Feliza entraron.

-Tranquilos, no lo toquen, no abran la carpa. -pidieron las enfermeras. Así que los padres del Churi observaron de lejos y en silencio aquel milagro.

Todo el personal del hospital se agolpó en la puerta de la habitación, el niño había entrado en un estado irreversible, querían saber cómo había sido, averiguar, pero el médico los llevó lejos. Unos días más tarde, les contaría a todos que el Churi estaba en casa, y se preparaba como siempre para ir a clases de piano.

Aquel día Feliza preparó arroz con leche y canela, un postre que le gustaba mucho a Walter.

Al llegar a la clase de piano, Zara lo trató dulcemente. Ella había estado en el hospital desde el primer día y fue quien le avisó a Poroto lo que había sucedido. Ketty también estuvo a disposición de la familia, y se quedó con Feliza las dos noches de la carpa de oxígeno.

Por el jarabe que tomaba, el pequeño se sentía muy tranquilo y controlado, así que dio su lección y por primera vez la maestra le dio un beso y lo felicitó.

El abuelo paterno solía decirle al Churi “no hay mal que por bien no venga”. A partir de ese episodio, su nieto fue para él y su esposa una especie de niño santo y hasta el día de su muerte siempre preguntarían “¿Cómo anda el Churito…?”.

Nunca nadie supo la verdad, excepto su tía que guardó el secreto y se lo reveló a Walter el día en que murió su madre, que fue después de la de su padre.

(4) Caída de Illia

La Argentina era la de mediados de los 60. Con Illia muchos recuperaron la confianza, existía mano de obra especializada, muchos pequeños talleres de todo tipo, textil, mecánico, eléctrico, de armado de motores, etc.

Gracias a Perón, todos los jóvenes que estudiaron o pudieron armarse de algo, veían los frutos a fines de los 50 y principios de los 60, hasta casi fines de la década del 70.

A mediados de los años 60, Primo junto con unos socios tenía un taller para el armado de electrodomésticos. Compraban las partes en Córdoba, provincia de Buenos Aires y Santa Fe y armaban cocinas, heladeras y televisores.

Poco duró la sociedad. No se enseñó trabajo en equipo ni a repartir tareas, todo se hacía por obligación. Tampoco supieron dividirse equitativamente la comercialización, los presupuestos, las ganancias.

Los muchachos abrieron un local donde vendían lo que armaban, pero al poco tiempo comenzaron los problemas y peleas, intervinieron algunas esposas y al final repartieron todo.

Poroto ofreció quedarse con el local y el taller más chico donde se armaban y reparaban las tv. Los primeros meses del año 63 todo andaba muy bien, se trabajaba mucho en el taller y en el local. Primo consiguió un socio para ayudarlo que aportó con mano de obra.

Poroto, como ya dijimos, trabajaba por las mañanas en la facultad de arquitectura y por la tarde en el local y el taller. Además, pintaba acuarelas los fines de semana.

Compraron una casa con las primeras ganancias. A Feliza no le gustó la casa, ni el lugar. “Es un barrio lleno de negros” le oyó decir el Churi en una oportunidad.

Todo marchaba sobre rieles, “espléndido” diría Poroto. En uno de los viajes a Buenos Aires para comprar partes y novedades y pagar mercadería, Primo, que de paso llevó a Feliza y al Churi para pasear unos días, le dejó la chequera a su socio con cheques firmados, para pagar partes que iban a llegar de Córdoba.

En el local se quedó el socio, y el hermano mayor del Churi, Jorge, se quedó en la casa de la tía para no perder días de escuela.

Bonito visitaba a su madrina y padrino en Avellaneda, cuando alguien los llamó por teléfono al hotel, ya que aún no había celulares en esa época. Primo no estaba en el hotel, así que le dejaron un mensaje que recibió al llegar por la noche. También le transmitieron un recado de Feliza, en el que le avisaba que con Churi se quedaban en la casa de su madrina y a la noche del día siguiente volverían a su encuentro.

Primo abrió el mensaje y la nota resultó ser del gerente del banco donde depositaba las ganancias del local y el taller, que le comunicaba:

“Su socio, mediante un cheque depositado en su cuenta de ahorros propia ha tomado el dinero de la cuenta mancomunada y retiró todos los fondos de dicha caja de ahorro.”

Formalmente no era una estafa, ya que los cheques en blanco que Primo había dejado, tenían firmas reales. Desesperado, corrió a su habitación, preparó la valija y partió a la estación. No había pasajes de colectivo, así que tuvo que tomar el último tren de la noche hacia San Juan, el Zonda, que tardaba casi un día en llegar.

Cuando regresó al día siguiente con el Churi, casi a la hora de la cena, Feliza se encontró con la nota que le había dejado su esposo con el conserje del hotel.

“Mi amor, tuve que partir de urgencia a San Juan. Hubo un problema. Ya dejé pagados dos días más de hotel y dejé dinero en conserjería para algunos gastos y el pasaje de vuelta.” No daba más detalles.

Feliza y su hijo ya habían estado en Buenos Aires en otra oportunidad con “los gallegos”, cuando Walter tenía cinco años. “Los gallegos” eran los padrinos del Churi y habían llegado a Argentina huyendo de Franco. Feliza y Poroto les ayudaron en San Juan para que pudieran luego instalarse en Buenos Aires y tenían una gran amistad.

Poroto llegó al local con su maleta en la mano, estaba cerrado. Abrió, dejó la maleta y se fue al banco.

El gerente tardó en atenderlo, y lo hizo pasar a su oficina. Allí conversaron y le dijo a su cliente:

-Primo, yo me enteré de casualidad, porque uno de los cajeros te compró un televisor y me avisó, sabía que te habías ido a Buenos Aires… vos no me avisaste nada. Cuando volvió, otro cajero lo había atendido y se había ido con todo el dinero…-

Primo estaba pálido, tenía que pagar una ponchada, los cheques diferidos estaban al caer, más mercadería, que por la confianza le habían fiado. Era un problema terrible.

Corría agosto, el contexto político y económico estaba alterado, así que el gerente afirmó que le daría tiempo para cubrir su cuenta corriente, pero que no tenían cómo prestarle plata.

Fue a su casa tratando de mantener la calma, arrancó el rastrojero gasolero modelo 58 y salió a casa de sus amigos a buscar consejo, visitó a sus cuñados, a su padre. Todos lo trataron de pelotudo. Poroto lo sabía, tenían razón, pero él buscaba una solución, un apoyo, una mano que nadie, absolutamente nadie, le tendió.

Al mediodía, la radio enteraba de la caída de Illia, presidente que Primo respetaba mucho. No quería a los milicos, decía que eran todos traidores y vendepatrias. Declararon el estado de sitio.

Feliza mientras tanto en Buenos Aires, fue hasta la casa de los padrinos del Churi para llamar a su marido, que le contó lo sucedido. La mujer, furiosa, lo insultó rabiosamente y cortó el teléfono.

Primo, devastado y solo en casa, se dirigió al fondo, abrió el armario y tomó la 22. La cargó y se la colocó suavemente en la sien, pensando en su esposa y su maltrato, en todos a quienes acudió y lo tildaron de pelotudo, en que nadie en absoluto le brindó ayuda. Pero entonces, cuando aún sentía el frío metal en la sien, escuchó la voz del Churi:

-Hola papi, te extraño. Cuando vuelva te muestro los regalos de la madrina -

El brazo que sostenía el arma cayó inmediatamente hacia un costado y disparó, rompiendo de un balazo un botellón con aceitunas.

Al lado del botellón de aceitunas había una damajuana con cinco litros de aceite de oliva primera prensada que el abuelo les regalaba cada tres meses y a la que por suerte no le pasó nada.

La casa comprada que no gustó a Feliza, la alquilaron y con eso pagaban en Desamparados, donde tenían como vecina a Ketty.

La idea para conseguir dinero era vender la casa alquilada y comprar en Desamparados, pero claro, el dinero estaba en la cuenta corriente que el socio de Primo había vaciado.

Primo buscó por todos lados, fue a San Luis, Córdoba, Mendoza. Ningún pariente ni proveedor había visto al tipo en cuestión. Pronto vinieron los juicios, vender el negocio, el taller, la casa comprada.

En poco menos de un año, no quedaba nada, entre la devaluación, la crisis económica y las deudas nada se pudo salvar. Hasta el rastrojero tuvo que vender para comenzar un nuevo negocio.

-Vieja, el folklore está en auge, todos quieren guitarras. Con la fabriquita y el local vamos a recuperarnos -le decía Primo a Feliza tratando de recuperar su confianza. La relación estaba mal, pero la mujer nunca lo dejó solo, a pesar de que todos sus familiares fogoneaban para que lo dejara “ahora que sos joven”. Pero Feliza amaba a Primo y le dio otra oportunidad.

Los Cuevach tenían entonces una pequeña fábrica de guitarras. Con los contactos en Buenos Aires, Poroto logró que le mandaran partes de guitarra, cuerdas, y algunas librerías, métodos de enseñanza. Él mismo tocaba muy bien el laúd y la guitarra, y en el local de ventas comenzó a dar clases, vender cuerdas, clavijeros, bombos y otras cosas relacionadas.

Jorge, el hermano mayor ayudaba en el negocio por la mañana, mientras Primo continuaba en la Universidad como secretario del decano de la facultad de arquitectura. Feliza cuidaba al Churi. Tenían un contrato de dos años para alquilar en Desamparados, que era una zona cara de San Juan.

Jorge además de atender el negocio por la mañana y a veces cuando Primo lo llamaba por teléfono, también trabajaba como ayudante del carpintero y en el armado de guitarras. Había decidido dejar la escuela para ayudar a su familia, y si todo resultaba mal, planeaba ir a la Marina y ser submarinista.

Con la caída del gobierno democrático del doctor Arturo Illia, la situación económica empeoró, se recortó de todos los sectores del Estado, se devaluó, cayó el consumo, aumentaron las tarifas y servicios, mientras que los sueldos quedaron congelados, receta que duraría hasta nuestros días, la de los “salvadores liberales”, de los gobiernos populares que hacen crecer el Estado ocasionando pérdidas para la Nación. Esto fue y es cíclico, no sólo en Argentina, sino en toda América Central y Sur.

Debemos destacar otro agregado, el de la militarización de las policías del Estado en aquella trágica época de las décadas de los 60 y 70 en nuestra Patria Grande, como decía San Martín.

Los recortes presupuestarios llegaron a San Juan y Primo, un mes antes de las navidades recibió el telegrama de despido de la Universidad. Aunque era de planta, lo dejaban cesante por “irregularidades en su comportamiento”, según decía el telegrama.

Así, la fuente segura de ingresos se desvanecía y la espada de la derecha económica cortaba al medio a Poroto y su familia. Cercano a cumplir 43 años, sólo le quedaba la fabriquita de guitarras.

Primo pidió audiencia con el Decano para ese día. Pero Alberto, el Decano, había sido reemplazado interinamente por un coronel del Ejército. Igualmente lo atendió y le dijo fríamente:

-Mire señor Cuevach, se le depositará su indemnización. Usted en realidad no trabaja más en la Universidad. Mantenga la calma, para mejorar a nuestra Nación debemos hacer sacrificios. -

Habían pintado la oficina del anterior Decano de un color verde pálido, y colgado un crucifijo y una bandera de guerra. Primo salió con lágrimas en los ojos de bronca e impotencia a la vista de los uniformados que estaban por todo el predio y pasillos de la Universidad. No volvería allí nunca más, y aquel socorro económico e intelectual comenzó a ser un valioso recuerdo que atravesaría el tiempo.

Por ese tiempo, sólo había sollozos y silencio en la casa de Desamparados.

Feliza, nuevamente se refugiaba en casa de Ketty, las cartas, y las galletitas con té al coñac. Había adquirido el hábito de ir contando lo que pasaba y desprestigiando a su marido, coincidiendo con las opiniones de sus amigas.

Desde las tres de la tarde hasta entrada la tardecita, a las seis o siete de la tarde, “la mujer del Poroto”, como se hacía llamar, desaparecía completamente para Churi y él debía hacer todo; armar su cama, preparar su merienda y hacer solo los deberes de la escuela.

Desde la caída de Illia, el hogar maravilloso que recordaba el Bonito simplemente desapareció. Aunque vivía en esa casa desde recién nacido, parecía otra en esa época. Las paredes descascaradas, las plantas del fondo secas, en la galería interior, la gran pajarera que albergaba más de veinte canarios estaba vacía y en las macetas apenas había algunos geranios y una abandonada boina de vasco.

Ya no existían flores en esa casa, las azucenas, malvones, rosas, margaritas y otras más se habían desvanecido poco a poco junto con el alma de la casa de Desamparados.

Todo esto lo percibía Churi, sin decir una palabra a su mamá o a su papá, y mucho menos a Jorge, que, además ya estaba en la Marina. Primo trabajaba horario completo tratando de vender guitarras, así que estaba ausente de la mañana a la noche.

El Bonito no sentía angustia ni soledad, sino paz. Churi recorría el silencioso caserón sin culpas. Su madre lo dejaba con llave los días que no tenía piano y a inglés ya no iba más porque no alcanzaba el presupuesto.

Las Billiken tampoco se podían costear más y en la tele sólo podía verse el canal 8, cuya programación para niños comenzaba los fines de semana recién después de las seis de la tarde. En las siestas durante la semana pasaban novelas o a Doña Petrona, un programa de cocina.

El Churi leía, dibujaba, pensaba. Tenía una actividad casi paranormal durante esas horas en que Feliza se ausentaba y él no iba a piano. Gracias a Zara que lo había becado, podía ir dos clases a la semana y pagar solo una.

Walter había creado un nuevo estilo de aventura en ese tiempo solitario. Iba hasta el fondo de la casa y trepaba por el horno grande, donde alcanzaba a agarrarse de una rama de árbol con la que se balanceaba hasta caer en el patio del vecino. De ahí se ponía a investigar los fondos y patios de los vecinos. Internamente quería encontrar a aquel perro negro. Vio muchas cosas extrañas en los fondos de las dos cuadras, pero nunca encontró a ese ser de mirada amarilla y olor fétido. No había ningún perro negro ni nada similar en los fondos vecinos.

La mamá del Churi se volvía día a día más agresiva y golpeadora y le daba palizas amenazándolo:

-Way que le contés a tu papá…porque te mato. -

Entonces en la vida del pequeño arreció la violencia. Tenía ropa limpia, casa, comida, pero todo esto no suplantaba la falta de cariño, algún gesto tierno por parte de su madre hacia él.

Casi dos años después de que Illia se retirara de la presidencia, Alsogaray pide “pasar el invierno”. Poroto elocuentemente trató con insultos aquellos dichos del entonces ministro de economía de Onganía.

Todo cambió para los Cuevach. Los padres parecían zombis, del hermano se sabía poco y nada, y los reyes no pasaron aquel seis de enero. De hecho, no pasaron más.

La casa olía a desesperanza. Hasta el tocadiscos se vendió, el juego de sillones, la pajarera, el juego de jardín.

Ya no fabricaban guitarras, Primo desde el comienzo del otoño estaba en Rio Cuarto y desde allí enviaba dinero. En el fondo de la casa, donde había un pequeño baño, vivía una inquilina para sumar ingresos al hogar y completar lo que se necesitaba para pagar el alquiler. Feliza trabajaba por las tardes en la confitería de un primo.

Churi dejó piano, se quedaba todas las tardes solo en su casa, encerrado, ya que Feliza ponía llave en la puerta de entrada. Sólo podía salir un ratito a la vereda cuando venía Esther, la inquilina, que tenía órdenes estrictas de que no dejara salir al niño. El Bonito sólo salía a mirar el panorama, y entraba de nuevo al comedor, donde ya no estaba la biblioteca que se había vendido con todo y libros.

La sala de estar tampoco tenía muebles, toda la parte delantera de la casa estaba vacía. Quedaban algunas macetas en la galería interna, con todo seco y muerto, igual que en el fondo donde sólo estaba Esther en la piecita.

Walter dibujaba en su mente los recuerdos de cuando todo era distinto. Imaginaba flores, muebles, comidas ricas, pero sabía que aquellas imágenes eran historia vieja.

“Cómo un presidente puede cambiar tanto la vida de las personas…” pensaba el Churi.

Lo único que quedó fue el tablero y sus acuarelas. Primo ya no pintaba, nunca estaba en casa, y a Churi le parecían años, no meses los que no veía a su padre.

En silencio y soledad, Churi podía registrar intensamente alrededor de cada persona al verla, olerla y podía percibir cómo era; si buena, mala, mentirosa, leal. Horas de meditación, calculando cual sería la hora. Tardes interminables de “Doña Petrona”, novelas que no entendía, hojas amontonadas llenas con dibujos.

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