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Kitabı oku: «Crónica de la conquista de Granada (1 de 2)», sayfa 12

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CAPÍTULO XXXI

Del ejército cristiano que se reunió en Córdoba, y del consejo que tuvo el Rey en la Peña de los Enamorados
Año 1486.

La pompa y ostentacion con que los Reyes Católicos abrieron la campaña de este año, presentan á la imaginacion el principio de un drama heróico, cuando sube el telon al sonido marcial de bélicos instrumentos, y se vé lucir la escena toda con el aparato de la guerra y el brillo de las armas. La antigua ciudad de Córdoba fue el punto señalado por los Soberanos para la reunion de las tropas; y por la primavera de 1486 ya resonaban en las verdes márgenes del Guadalquivir los agudos acentos de las trompetas, y los relinchos de los caballos. En esta era espléndida de la caballería castellana, estaba en su mayor punto el lujo en los arreos militares, procurando los nobles distinguirse por el adorno de sus personas, y por el número y equipo de sus secuaces. Todos los dias se veia entrar en Córdoba, con sonido de trompetas y banderas tendidas, algun caballero de nota, señor de una casa ilustre y poderosa, á quien acompañaba una larga comitiva de pages y criados costosamente vestidos, y una multitud de deudos y vasallos suyos, asi de á caballo como de á pié, todos perfectamente equipados, y con armas resplandecientes.

Uno de estos fue don Iñigo Lopez de Mendoza, duque del Infantado, á quien se podria citar como ejemplo de lo que era un guerrero noble de aquella época. Traia consigo quinientos hombres de armas de su casa, equipados á la gineta y á la guisa, y le acompañaban muchos hidalgos magníficamente vestidos y armados. Venian cincuenta caballos con paramentos de brocado y de paño fino bordado de oro. Los reposteros de las acémilas eran de seda curiosamente labrada; las riendas de lo mismo, y relucientes de plata las garzotas y demas jaeces.

Igual lujo ostentaban estos señores en el adorno de sus tiendas, ó pavellones, cuya tela era de diversos colores, con colgaduras de seda, y banderetas que las coronaban. Para el servicio de sus mesas tenian vasos de oro y plata, y procuraban mostrar su grande estado en lo exquisito y costoso de los manjares que se les servian. De noche, cuando salian por las calles de Córdoba, llevaban delante de sí muchas hachas encendidas, cuya luz realzando el brillo de su fina armadura, y la blancura de sus penachos, llenaba de admiracion á los espectadores.45

Mas no era solo la caballería española la que honraba á la ciudad de Córdoba. Á la fama de esta guerra concurrieron de diferentes reinos de la cristiandad muchos caballeros que anhelaban distinguirse en tan santa empresa. Entre otros que vinieron de Francia, uno de los mas señalados fue Gaston du Leon, senescal de Tolosa, que trajo en su compañía muchos buenos caballeros, y gente muy lucida. Pero de los voluntarios que vinieron á servir al Rey, el de mas nota era un caballero inglés de alta gerarquía y enlazado con la familia Real de Inglaterra. Éste era el Lord Scales, conde de Rivers, que venia acompañado de hasta cien archeros, y unos doscientos hombres de guerra, que peleaban á pié con lanzas y hachas de armas. Los maestres de Santiago, de Calatrava y de Alcántara, se presentaron tambien en Córdoba con sus respectivos caballeros, condecorados con las insignias de sus órdenes. Estos guerreros eran la flor de la milicia castellana: el continuo egercicio de las armas los habia hecho diestros en la guerra, y terribles en los combates: montados en poderosos caballos, parecian castillos; al paso que la sencillez de su trage, y la calma y serenidad de su valor, contrastaban admirablemente con los vanos adornos y ardorosa vivacidad de los demas caballeros.

Notando los Soberanos el faustoso lujo de sus nobles, no pudieron menos de manifestar su desaprobacion; pues ademas de ser un ejemplo ruinoso para los otros caballeros de menor estado que los querian imitar, se temian produjese en sus costumbres la afeminacion y molicie, tan enemigas del oficio de las armas. Con este motivo hablaron á algunos de los grandes, aconsejándoles la moderacion en sus gastos, y la sencillez de porte propia del soldado cuando sirve. Viendo á los soldados del duque del Infantado tan relucientes de bordados y oropel, le dijo el Rey: “¡Brava tropa para un torneo! pero, señor Duque, el oro, aunque vistoso, es de poca resistencia: el hierro es el metal de mas provecho para la guerra.” “Señor, respondió el Duque, el mismo ánimo que tuvieron mis gentes para gastar, tendrán para pelear, prefiriendo la honra á la vida.”

Concluidas las prevenciones, y estando á punto todo el aparato de la guerra, reveló el Rey los designios que habia formado, y su propósito de emprender el asedio de la ciudad de Loja. Sentido por el daño que padeció en su última tentativa contra esta plaza, y conociendo que mientras no se apoderase de ella no habia seguridad para los pueblos que tenian los cristianos en aquella comarca, ni se podria bien llevar adelante la conquista comenzada, habia resuelto dirigir de nuevo sus armas contra esta ciudad belicosa; y por esto habia convocado en los campos de Córdoba á toda la fuerza y caballería de sus reinos. En el mes de mayo salió de Córdoba el Rey, á la cabeza de una hueste que se componia de doce mil caballos y cuarenta mil infantes, con seis mil gastadores, provistos de hachas, picos y azadones, para allanar los caminos. Llevaba asimismo un numeroso tren de lombardas, y otras piezas de artillería, con un cuerpo de alemanes muy diestros en el servicio de esta arma.

La salida de esta brillante hueste por las puertas de Córdoba, presentaba un espectáculo verdaderamente grandioso. Al verla pasar con sonido de cajas y clarines, desplegadas las enseñas y divisas de las casas mas ilustres de España y del extranjero, que ondeaban sobre un mar de pomposos plumeros; al verla atravesar el puente con armas resplandecientes, cuya tersa superficie despedia rayos de luz que se reflejaban en las aguas del Guadalquivir, se exaltaba la imaginacion, y el espíritu belicoso de estos guerreros se comunicaba á los expectadores.

El ejército real, en su marcha hácia Loja, acampó una tarde en un prado á las orillas del rio Yeguas, y al pié de un cerro que se llama la Peña de los Enamorados. La estancia de cada caudillo formaba, al parecer, un acampamento por separado; y su tienda, mas vistosa que las demas, se elevaba sobre las de sus vasallos y partidarios, distinguiéndose por el pendon que la coronaba. En tanto que la soldadesca se ocupaba, los unos en dar agua á sus caballos, y los otros en atizar los fuegos que empezaban á suplir la luz del dia, se oia, entre el confuso sonido de diversas lenguas y naciones de que se componia aquella hueste, ya la cancion alegre de algun frances, que celebraba sus amores en las orillas placenteras del Loira ó del Garona; ya los acentos ásperos y guturales de un aleman, que entonaba un Krieger Lied; ya los suaves y sonoros del español, que recitaba algun romance, celebrando las hazañas del Cid, ú otro suceso peregrino de las guerras con los moros; ó bien se oia á algun inglés, que cantaba una letra melancólica y pesada sobre los hechos de algun héroe feudal ó famoso vandido de su remota isla.

Desde un terreno elevado que dominaba á todo el acampamento descollaba el magnífico pabellon del Rey, delante del cual estaba plantado el estandarte de Castilla y Aragon, y el sagrado de la Cruz. En esta tienda se habian reunido en consejo los caudillos principales del ejército, convocados por Fernando con motivo de noticias que tenia de haber Boabdil juntado en Loja una fuerza considerable. Despues de alguna deliberacion se determinó cercar la plaza por dos partes: una division del ejército debia apoderarse de la cuesta de Albohazen, punto importante que estaba enfrente de la ciudad; y otra, haciendo un rodeo, iria á acampar á la parte opuesta. Dadas estas disposiciones, pidió el marqués de Cádiz que se le destinase al punto de mas peligro: la empresa de tomar aquella fatal cuesta, donde en el sitio anterior habia padecido un descalabro, el honor de volver á plantar alli su estandarte, y de vengar la muerte del maestre de Calatrava, le parecia corresponderle, y ser necesario para dejar bien puesta su reputacion y la de sus compañeros de armas. Igual honor solicitó el conde de Cabra, acostumbrado á ser de los primeros en todo lance arriesgado: acaso estimulaba tambien á éste el deseo de resarcir los daños de su derrota reciente, ó bien se lisonjeaba de volver á prender á Boabdil. Condescendió el Rey con los deseos del Marqués, y permitió al Conde que le acompañase, sin admitir la oferta que le hizo el Lord Rivers de participar en el peligro de esta empresa. “Estos caballeros, le dijo el Rey, tienen ciertas cuentas que ajustar con su amor propio: dejadlos, Milord, que sigan con su idea, pues no faltarán ocasiones en que podais vos distinguiros.”

Á la madrugada del dia siguiente hizo el marqués de Cádiz abatir las tiendas; y con cinco mil caballos y doce mil infantes se puso en marcha, atravesando rápidamente los pasos de las montañas, pues deseaba dar el golpe, y hacerse dueño de la cuesta de Albohazen, antes que llegase el Rey con el grueso del ejército.

La ciudad de Loja está fundada sobre una altura entre dos sierras, á las orillas del Jenil. Para llegar á la cuesta consabida, tuvo la tropa que vencer muchos obstáculos que presentaba la naturaleza del terreno. El conde de Cabra, que iba delante, despues de haber pasado las asperezas de la sierra y llegado al valle, se halló empeñado con su gente en un laberinto de acequias y canales, donde la caballería apenas podia dar un paso. En tal situacion, mandó que se apeasen los ginetes, y haciendo que llevasen los caballos del diestro, logró, con no poca pena y peligro, sacarlos de aquel apuro. Don Alonso de Aguilar y el conde de Ureña, que tambien iban en la vanguardia, pasaron aquellas acequias á favor de pontones fabricados para el efecto; y el marqués de Cádiz, como mas práctico por la experiencia que tenia del terreno, llegó al punto de reunion haciendo un rodeo por el pié de la sierra. Juntos todos, empezaron á subir la famosa cuesta, de donde en otra ocasion habian sido echados con tanta pérdida; y ocupada en breve por sus batallones, tremolaron en ella sus respectivos estandartes.

CAPÍTULO XXXII

El ejército cristiano se presenta delante de Loja, asedio de esta plaza, y proezas del Conde inglés

La marcha del ejército cristiano sobre Loja, sumergió al inconstante Boabdil en un abismo de dudas y confusiones; y vacilando entre el juramento prestado á los Soberanos, y su deber para con sus vasallos, no acertaba á formar resolucion alguna. Al fin, la vista del enemigo, que coronaba ya la altura de Albohazen, y los clamores del pueblo que pedia se le llevase á la pelea, determinaron su conducta, y se dispuso á una vigorosa resistencia. “¡Alá! exclamó Boabdil, tú que penetras los corazones de los hombres, sabes que he guardado fidelidad á este Rey cristiano: ofrecí tener la ciudad de Loja como vasallo suyo; mas él viene contra mí como enemigo: sobre su cabeza sea la infraccion de lo tratado.”

Armándose apresuradamente, salió Boabdil á la cabeza de su guardia y de una fuerza de quinientos caballos y cuatro mil infantes, la flor de su ejército. Con parte de esta tropa, mandó atacar á un cuerpo de cristianos que todavia andaban derramados y confusos por las huertas; dirigiéndose él con toda la demas contra la cuesta de Albohazen, para desalojar de alli al enemigo, antes que tuviese lugar de fortificarse en un punto tan importante. Puesto á la frente de sus soldados, se arrojó el Rey al combate con un valor impetuoso que rayaba en desesperacion. La pelea se trabó con encarnizamiento; y Boabdil, exponiendo indiscretamente su persona, que por el lucimiento de sus armas y arreos le hacia ser el blanco de los tiros enemigos, recibió dos heridas desde el primer encuentro; quedando deudor de la vida al valor inimitable de sus guardias, que le defendieron y sacaron del campo cubierto de sangre.

La falta de Boabdil no disminuyó el furor de la contienda. Un arrogante moro de sombrío y terrible aspecto, montado en un caballo negro y seguido de una partida de Gomeles, se arrojó á reemplazar al Rey. Este guerrero era el soberbio Hamet el Zegrí, alcaide de Ronda, con el remanente de su valerosa guarnicion. Animados por su ejemplo, redoblaron los moros sus esfuerzos para ganar la cuesta; á la cual defendia por un lado el marqués de Cádiz, y por otro, don Alonso de Aguilar, apoyados por el conde de Ureña, que peleando en el mismo parage donde habia perecido su hermano, el maestre de Calatrava, sacrificó sendos moros en memoria de este malogrado caudillo. Diversas veces intentaron los moros subir la cuesta, y otras tantas fueron rechazados con mucha pérdida, sin que cediese un punto de su braveza esta contienda, en que los unos pugnaban por ganar una posicion tan necesaria á la seguridad de la plaza, y los otros por conservarla porque en ello les iba de su honor. Reforzados los moros con mas tropa que salió de la ciudad, volvieron con mayor saña al asalto de la cuesta, y atacaron de nuevo á los cristianos que estaban en el valle empeñados en las huertas y olivares, para impedir que concentrasen sus fuerzas. Estos últimos fueron fácilmente arrollados, y entonces los moros agolpándose al pié de la cuesta, la rodearon toda con una hueste inmensa.

La situacion del marqués de Cádiz y de sus compañeros, era ya en extremo peligrosa; pues sobre tener que resistir las repetidas cargas de una parte de los enemigos, se veian expuestos á un fuego continuo que otros les hacian desde lejos con arcabuces y ballestas. En tan crítico momento asomó el Rey Fernando con el grueso del ejército, y pasó á colocarse sobre una altura que dominaba al campo de batalla. Á su lado estaba aquel noble inglés, el conde de Rivers, que ahora por primera vez presenciaba un combate con los moros, y veia su modo de pelear. La velocidad de los caballos en su carrera, el ímpetu tumultuoso de la infantería, el estruendo de las armas, junto con la algazara de los unos y los lelilies de los otros, excitaron su admiracion; é inflamado su belicoso espíritu á la vista de esta sangrienta lucha, en que veia mezclados yelmos cristianos y turbantes moros, pidió al Rey licencia para entrar en la pelea, pues queria batirse á uso de su tierra. Se la concedió Fernando, y descabalgando el conde, quedó á pié armado en blanco, con una espada ceñida y una hacha de armas en las manos; volvióse á su gente, y despues de hacerles una corta exhortacion, exclamó: “¡San Jorge por Inglaterra!” y con viril y esforzado corazon se lanzó delante de todos contra los moros46. Los ingleses sostenidos por un fuerte destacamento de españoles, se metieron por lo mas espeso y encendido de la pelea, abriéndose paso por entre los moros con sus hachas de armas, de la misma suerte que en un bosque lo hiciera un leñador; y entretanto los archeros que los seguian, aprovechando los claros que dejaban, esparcian el terror y la muerte entre las filas enemigas con una lluvia de saetas. Los moros confundidos por tan furioso acometimiento, y desanimados por la pérdida del Zegrí, á quien sacaron mal herido del campo de batalla, empezaron á cejar, y se replegaron sobre el puente, acosados por los cristianos que les obligaron á pasarlo tumultuosamente y á retirarse dentro de los arrabales. Con ellos entró de tropel el conde de Rivers y la demas tropa, peleando por las calles y en las casas. Llegando entonces el Rey con su guardia, hubo de retraerse el enemigo á la ciudad, y se encerró en sus muros, abandonando los arrabales, que luego fueron ocupados por los cristianos; debiéndose en gran manera este suceso á la bizarría de aquel intrépido extrangero47.

Acabada la contienda, presentaban aquellas calles un espectáculo lastimoso, por el gran número de ciudadanos que perecieron en defensa de sus umbrales. Algunos fueron muertos sin resistencia; y esta suerte tuvo un pobre tejedor que estaba tejiendo en su casa sin alterarse por lo que pasaba en aquella hora. Decíale su muger que huyese á la ciudad si no queria morir; mas él, sin alzar mano del telar, le respondió: “¿De qué sirve huir? ¿para qué nos guardaremos? Dígote muger, que aqui permaneceré; porque mas vale morir á hierro que vivir en hierros.” Con esta resolucion, volvió el moro á sus tareas; entraron los enemigos, y lo mataron al pié de su telar48. Los cristianos por su parte, no dejaron de tener alguna pérdida: entre los heridos fue uno el Lord inglés, que recibió una pedrada en la boca que le derribó dos dientes.

Hallándose las tropas del Rey en posesion de los arrabales y de la cuesta de Albohazen, se procedió á estrechar el sitio; se destruyó el puente por donde los moros salian á combatir el real, y se echaron sobre el rio, á una y otra parte de la ciudad, otros dos puentes, para la mas fácil comunicacion de los sitiadores, que estaban repartidos en tres acampamentos. Dadas estas disposiciones y distribuida la artillería en los puntos mas convenientes, se rompió un fuego tremendo contra la plaza, tirando no solo balas de piedra y hierro, si que tambien unas pellas compuestas de materias combustibles, que subian por el aire echando de sí llamas y centellas, é incendiando todo lo que alcanzaban. El ímpetu irresistible de las lombardas derribaba las torres y las murallas, haciendo en éstas grandes portillos, por donde se descubria el interior de la ciudad, y se veia la confusion de sus moradores, el incendio y hundimiento de los edificios, y el estrago que hacian los proyectiles. Hicieron los moros los mayores esfuerzos por reparar las brechas, pero infructuosamente; porque cuantos se exponian á este trabajo eran arrebatados por los tiros de la artillería, ó quedaban sepultados en las ruinas. En tal conflicto, salian desesperados contra los cristianos de los arrabales, y arremetian á ellos con puñales y terciados, despreciando la muerte y procurando mas bien destruir que defenderse; pues estaban firmemente persuadidos que si morian matando á los enemigos de su fé, serian trasladados en derechura al paraiso.

Por espacio de un dia y dos noches duró esta terrible escena; pero al fin conociendo los moros la inutilidad de su resistencia, viendo inhabilitado á su monarca, heridos ó muertos casi todos los capitanes, y sus defensas reducidas á un monton de escombros, clamaron por la rendicion; y los mismos que habian comprometido á Boabdil á la defensa, le obligaron ahora á capitular. Las condiciones de la entrega se ajustaron con brevedad. La plaza habia de quedar inmediatamente en poder de Fernando, con todos los cautivos cristianos que hubiese en ella, saliendo los moradores con los efectos que pudiesen llevar consigo: á los unos se concederia paso seguro para Granada, á los otros se permitiria habitar en Castilla, Aragon ó Valencia; y finalmente, Boabdil haria pleito homenage al Rey como vasallo, pero no se le habia de hacer cargo alguno por haber quebrantado sus promesas; obligándose ademas á dejar el título de Rey de Granada por el de duque de Guadix, si dentro de seis meses ganaban los cristianos esta plaza. Otorgadas estas condiciones, salieron de Loja sus defensores, humillados y tristes por la pérdida de una plaza en que tanto tiempo se habian mantenido con honor; las mugeres y niños llenaban el aire con sus lamentos, al verse desterrados de su pátria y hogares; y Boabdil, el Zogoibi, el verdaderamente desgraciado, saliendo el último, descubria en su semblante las señales de un profundo abatimiento. La debilidad ocasionada por sus heridas, y el valor personal que habia desplegado, inspiraron á los caballeros cristianos cierto interés, que los hizo condolerse en sus desgracias. Presentándose á Fernando, le hizo el Monarca moro un humilde acatamiento, y á la hora partió triste y pesaroso para Priego.

Grande fue la satisfaccion del Rey por la captura de Loja, y grandes fueron los elogios que con este motivo hizo de los caudillos principales. Los historiadores recuerdan con particularidad su visita al Conde inglés. Habiendo ido á verle en su tienda, le consolaba el Rey por la pérdida de sus dientes, diciéndose se alegrase de que su valor hubiese sido causa de un efecto que en otros suele ser producido por el tiempo ó las enfermedades; y que atendido el lugar y la ocasion en que sufrió esta pérdida, mas le hacia hermoso que disforme. Á lo que respondió el Conde: “Que daba gracias á Dios y á la gloriosa Vírgen por la visita que le hacia el mas poderoso Rey de la cristiandad, y que agradecia la bondad conque le consolaba por aquella pérdida, aunque no reputaba mucho perder dos dientes en servicio de aquel que se lo habia dado todo.”

45.Pulgar p. III. c. 41, 56.
46.Cura de los Palacios.
47.Cura de los Palacios, MS.
48.Pulgar, parte III. cap. 58.
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01 kasım 2017
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