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Kitabı oku: «Crónica de la conquista de Granada (2 de 2)», sayfa 11

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CAPÍTULO XXXV

Combate que se dió á consecuencia de haber salido la Reina á mirar la ciudad de Granada; y hazaña de Garcilaso de la Vega

Habiendo manifestado la Reina sus deseos de ver de mas cerca la ciudad de Granada, tan célebre en todo el mundo por su hermosura, previno el marqués de Cádiz una escolta poderosa, para protegerla, y á las damas de su corte, mientras disfrutase esta peligrosa satisfaccion. Todo lo mejor y mas lucido del real salió para acompañar á la Reina: la pompa de la corte se juntó en esta expedicion con el aparato de la guerra, y veíase relucir las armas del guerrero por entre las plumas, sedas y brocados de las damas.

Llegando la escolta á una aldea llamada Zubia, que está en un cerro á la izquierda de Granada, donde se descubre la Alhambra y lo mejor de la ciudad, se colocaron el marqués de Villena, el conde de Ureña, y don Alonso de Aguilar, con sus batallones, en la ladera del cerro; y el marqués de Cádiz, con otros caballeros, se puso en órden de batalla en el llano, al rostro de la ciudad. Con estas precauciones pudo la Reina disfrutar cumplidamente la vista de la ciudad desde la azotea de una casa que le estaba prevenida en el lugar. Igual satisfaccion tuvieron las damas de su comitiva, las cuales, contemplando las rojas torres de la Alhambra que descollaba sobre frondosas alamedas, anticipaban la gloria de ver entronizados en aquel recinto á los Soberanos Católicos, y brillando en aquellos salones la caballería de Castilla.

Los moros cuando vieron á los cristianos ordenados en la llanura, creyeron que se les queria presentar batalla, y se apresuraron á admitirla. Salió de la ciudad un escuadron de caballería muy lucida, cuyos ginetes regian con maravillosa destreza sus ligeros y briosos caballos. Iban los moros primorosamente armados; sus vestidos eran de diversos colores y muy vistosos, y en los jaeces de los caballos resplandecian el oro y los bordados. Este era el escuadron favorito de Muza, que se componia de la flor de la juventud granadina: siguieron otros escuadrones, unos armados de todas piezas, otros á la gineta, con solo lanza y adarga; y últimamente salieron los batallones de infantería con sus arcabuces, ballestas, lanzas y cimitarras.

Al ver las tropas que salian de la ciudad, envió la Reina al marqués de Cádiz prohibiéndole que atacase al enemigo, ni admitiese desafios ó escaramuzas, porque no queria que su curiosidad costase la vida á ningun viviente. Prometió el Marqués obedecer, aunque con poco gusto suyo, y muy corta voluntad de sus caballeros. Los moros, no sabiendo á qué atribuir la inaccion del enemigo, que al parecer los habia llamado á la pelea, se salian de sus filas, retaban á los cristianos, y llegaban bastante cerca para tirar sus lanzas dentro de las batallas enemigas. Mas no por eso se descompuso la formacion de los cristianos, que no osaban contravenir las terminantes órdenes de la Reina.

Mientras prevalecia esta tranquilidad violenta en toda la línea cristiana, salió de la ciudad un caballero moro de gran cuerpo y estatura, y armado de todas piezas; rodela espaciosa, enorme lanza, alfange damasquino, y una daga primorosamente guarnecida. Venia con la visera calada; pero en su divisa se echó de ver que era Tarfe, el mas insolente, pero tambien el mas intrépido, de los guerreros de Granada, y el mismo que habia arrojado su lanza contra el pabellon de la Reina. Sugetando un fogoso caballo que parecia participar de la fiereza de su dueño, se acercó el moro, y pasó sosegadamente por delante de la línea cristiana. Pero ¡cuál seria la sorpresa de los caballeros españoles, cuando vieron atada á la cola del caballo, y arrastrada en el polvo, la misma tablilla con el Ave María que Pulgar habia fijado en la puerta de la mezquita! El horror y la indignacion se difundieron por todo el ejército. Pulgar no se hallaba presente; pero Garcilaso de la Vega determinó substituirle, y partiendo á toda prisa á Zubia, se echó á los pies de la Reina, é impetró su permiso para vengar este insulto. Volviendo entonces á cabalgar, embrazó su broquel flamenco, empuñó su fuerte lanza, y calada la visera, salió al encuentro del moro, y lo desafió al combate. Trabóse la pelea á la vista de ambos ejércitos, y en presencia de la Reina y de su comitiva. El choque fue terrible; las lanzas, hechas astillas, saltaron en el aire, y Garcilaso, derribado sobre el arzon de la silla, se vió en el mayor peligro; pero felizmente pudo cobrar las riendas, y poniéndose bien en su caballo, revolvió contra su enemigo. Acometiéronse entonces con las espadas. Las grandes fuerzas del moro, y la ligereza de su caballo, que le obedecia con maravillosa prontitud, le daban la superioridad sobre Garcilaso; pero éste se le aventajaba en la destreza, y en la facilidad con que paraba los golpes del alfange, que relumbraba en derredor de su cabeza. Empezaba á correr la sangre y á desfallecer el esfuerzo de uno y otro combatiente, cuando el moro, confiando en su mucha fuerza, se arrojó sobre su contrario, y se asió con él á brazos para arrancarle de la silla. En esta lucha vinieron los dos al suelo: cayendo el moro encima, paso una rodilla en el pecho de su víctima, y levantó en alto un puñal en ademan de clavárselo por la garganta. Los guerreros cristianos prorumpieron en un grito de desesperacion; pero en el mismo instante vieron al moro caer exánime en la arena. Garcilaso habia aprovechado la ocasion en que su contrario alzó el brazo para herirle, y acortando su espada, se la clavó hasta el corazon. Asi terminó este combate en que se observaron cumplidamente las leyes del duelo, pues nadie intervino en favor del uno ni del otro. Garcilaso despojó á su contrario, cobró la tablilla, y poniéndola en la punta de su espada, volvió en triunfo al ejército, que le recibió con gritos de alegría.

En esto habia llegado el sol al meridiano, y los capitanes moros irritados por el vencimiento de su campeon, determinaron atacar al enemigo. Empezaron á hacerles fuego con dos tiros de artillería, que muy pronto produjeron alguna confusion en las filas cristianas. Notándolo Muza, mandó avanzar á la carga, y dieron sus tropas con tal furia en los cuerpos avanzados de los cristianos, que los hicieron retroceder hasta las batallas del marqués de Cádiz. No pudiendo ya evitar la batalla, se adelantó el Marqués con mil y doscientas lanzas que mandaba, y dióse principio á un combate general. La suerte se declaró muy brevemente contra los moros, que batidos y atemorizados se entregaron á la fuga, huyendo unos á la ciudad, otros á los montes. Los cristianos siguieron el alcance hasta las mismas puertas de Granada, causando al enemigo una pérdida de mas de dos mil hombres: ganaron asimismo los dos tiros de artillería, y no hubo en aquella jornada lanza cristiana que no se bañase en sangre mora43.

Tal fue esta corta pero sangrienta accion, denominada por los vencedores la escaramuza de la Reina. En conmemoracion de esta victoria, fundó doña Isabel en la aldea de Zubia un monasterio de Franciscanos, en que se ve un laurel que dicen fue plantado por ella misma44.

CAPÍTULO XXXVI

Incendio del real, y última tala de la vega

Era una tarde calurosa del mes de julio, y á la roja luz del sol que se ponia, presentaba el real cristiano un aspecto magestuoso. Las tiendas de los capitanes con sus gayadas telas, sus colgaduras y caireles, formaban al parecer una ciudad de brocado y seda; y elevándose en el centro de esta pequeña metrópoli el suntuoso pabellon de la Reina, coronado de banderas y divisas, parecia querer competir con los palacios de Granada. Este precioso pabellon era del marqués de Cádiz, que lo habia cedido á la Reina, y era el mas completo y magnífico que se conocia en la cristiandad. Levantábase en el centro de él un alfaneque al gusto oriental, cuyas ricas colgaduras estaban sostenidas por columnas de lanzas, adornadas con emblemas militares. En derredor de este alfaneque habia otros aposentos, unos de lienzo pintado, otros forrados de seda, y todos separados unos de otros con cortinas: era en fin un palacio de campaña, que se podia erigir y deshacer en un momento.

Iba entrando la noche, y disminuyéndose el bullicio de los preparativos que se hacian en el campo para la última tala que debia darse en la vega al dia siguiente, cuando se retiró la Reina á un gabinete para rezar sus horas antes de recogerse al lecho. Estando asi ocupada en sus oraciones, se vió de improviso rodeada de una luz muy viva, y de un humo denso que iba llenando toda la tienda; un momento despues ardia el pabellon en vivas llamas. La Reina, en tan gran peligro, se salvó apenas con una fuga precipitada, y temiendo por el Rey, corrió á su tienda. Pero el vigilante Fernando estaba ya en pié: saltando de su cama á la primera alarma, y creyendo fuese un rebato del enemigo, se habia salido á medio vestir, y sin mas armas que una lanza y una adarga.

Impelido por el aire que corria aquella noche, fue cundiendo el fuego y comunicándose de tienda en tienda, hasta envolver el campo en un incendio general. Al triste resplandor de las llamas se veia esparcidos por el suelo ricos muebles, armas diferentes, y vasos preciosos, que cediendo al rigor del fuego, empezaban á correr en arroyos de oro y plata. Todo era confusion y espanto; las cajas y trompetas tocaban al arma, las damas medio desnudas se salian despavoridas de sus tiendas, y los soldados, sin armas ni gefes, corrian desafinados por el real sin saber á que parte acudir.

La sospecha de que todo fuese una estratagema del enemigo, se desvaneció muy pronto; pero quedando el recelo de que aprovechasen los moros esta ocasion para intentar un asalto, salió el marqués de Cádiz con tres mil caballos para contenerlos. Cuando salieron del real, vieron iluminado todo el firmamento por el resplandor de las llamas, que parecia querian subirse al cielo, y llenaban el aire de centellas y cenizas. Caia sobre la ciudad una claridad tan grande, que toda ella se descubria patentemente con sus torres, almenas y baluartes: los turbantes de infinitos espectadores coronaban las azoteas de las casas, y las armas de los soldados relumbraban á lo largo de la muralla; pero ni un solo guerrero se veia salir por las puertas, porque los moros recelando tambien algun ardid por parte de los cristianos, no osaron apartarse de sus muros. Poco á poco fueron extinguiéndose las llamas, volvieron á prevalecer el silencio y la oscuridad, y el marqués de Cádiz regresó con su gente al campo.

Cuando al otro dia salió el sol sobre el real cristiano, no quedaba ya de aquel hermoso conjunto de tiendas y pabellones, sino montones de escombros y cenizas, cascos, coseletes, y arreos militares abrasados, y masas de oro y plata derretida. La recámara de la Reina fue destruida enteramente; y la pérdida de los grandes y caballeros en vajilla, joyas, y otros efectos preciosos, fue incalculable. Al principio se atribuyó el fuego á una traicion; pero despues se averiguó haber sido puramente efecto de una casualidad. La Reina, al retirarse á sus oraciones, habia mandado á una moza de cámara que apartase una vela que ardia en su gabinete, porque no le estorbase el dormir. Colocada la luz en otra parte de la tienda, se puso por un descuido muy cerca de unas colgaduras, á las cuales prendió el fuego, y se siguió el desastre referido.

Conociendo el ardoroso temperamento de los moros, se apresuró el Rey á destruir la confianza que les hubiese inspirado el suceso de la noche anterior. Aquella misma mañana se puso en movimiento el ejército cristiano, y saliendo de entre las ruinas del real, se adelantó hácia la ciudad con banderas tendidas, y sonido de cajas y trompetas, como si nada hubiese ocurrido.

Los moros habian mirado el incendio con asombro y perplejidad: al dia siguiente vieron el campo cristiano hecho una masa negra que humeaba todavia, y llegando sus espías, supieron en toda su extension la desgracia acaecida á los sitiadores. No bien habia corrido por la ciudad esta noticia, cuando vieron al ejército cristiano que marchaba hácia ellos. Creyeron los moros que era un ardid con que los cristianos querian encubrir su desesperada situacion, y facilitar su retirada; y Boabdil, movido de un impulso de valor, determinó salir en persona al campo para segundar el golpe que Alá parecia haber descargado sobre los cristianos.

Habia llegado el ejército enemigo hasta debajo de los muros de Granada, y estaba dando la tala á los jardines de los ciudadanos, cuando salió Boabdil con todo lo que quedaba de la flor y caballería de su capital. Pelearon los moros aquel dia con increible esfuerzo; ¿y qué mucho, si peleaban en los umbrales de sus casas, donde el mas cobarde se hace valiente, y en defensa de aquellos amados lugares que eran teatro de sus amores y placeres, y á la vista de sus esposas é hijas, de sus ancianos y doncellas, y de todo lo que el corazon del hombre estima y ama? No era esta una batalla sola, sino muchas reunidas en una; pues cada jardin era la escena de una contienda mortal; cada palmo de terreno era defendido con agonías de desesperacion, y cada paso que adelantaban los cristianos, les costaba su sangre y prodigios de valor. La caballería de Muza aparecia en todas partes, y donde quiera que llegaba daba nuevo ardor al combate; pero la infantería, cuya falta de firmeza habia sido fatal á los moros en tantas ocasiones, se dejó apoderar en esta de un terror pánico, y huyó en desórden, dejando al Soberano, con un puñado de caballeros, expuesto á una fuerza irresistible. Estuvo Boabdil á punto de caer en manos del enemigo, y á no haber sido tanta la velocidad de su caballo, no escapára de aquel peligro45. Hizo Muza los mayores esfuerzos para detener á los fugitivos, y ordenar las hazes; pero fueron inútiles: creció el tumulto, y llegó á ser general la derrota de los moros. Muza, pesaroso y desesperado, hubo de retirarse con los demas, pues con la caballería sola no podia mantener el campo. Entrando en la ciudad, mandó cerrar las puertas, y asegurarlas con cerrojos y cadenas, por la poca confianza que tenia en los archeros y arcabuceros encargados de defenderlas. Entretanto tronaba la artillería desde los baluartes de la ciudad, y Fernando, detenido en sus progresos por el vivo fuego que se le hacia, recogió sus tropas, y volvió en triunfo á las ruinas de su campo.

Tal fue la última salida que hicieron los moros en defensa de su amada capital. El embajador francés, que se halló presente, quedó maravillado del modo de pelear y del esfuerzo y osadía de los moros. Verdaderamente la resolucion y constancia que manifestaron en todo el discurso de esta guerra, tiene pocos ejemplos en los anales de la historia. Despues de una lucha de diez años, y de una larga série de batallas en que la fortuna casi siempre se mostró contraria á las armas moras, despues de haber perdido sucesivamente casi todas sus plazas y fortalezas, y de haber muerto ó quedado cautivos tantos de sus hermanos, todavia perseveraban defendiendo cada castillo que les quedaba, cada peñon, cada palmo de terreno, con una tenacidad sin igual; y ahora que la metrópoli se hallaba sin apoyo y sin socorro, y que toda una nacion se habia agolpado bajo sus muros, tambien querian resistir, como si esperasen que la providencia intercediese en su favor con algun milagro. En su obstinada resistencia (dice un antiguo historiador) mostraban bien el dolor con que se despedian de aquella tierra y vega, que eran su cielo y paraiso, porque valiéndose de toda la fortaleza de sus brazos, parece que se abrazaban de aquella su carísima pátria, de la cual ningunas caídas, ningunas heridas ó muertes, los podian apartar; antes estuvieron firmes peleando por ella con las fuerzas juntas del amor y dolor, que merecia tan gran causa, mientras hubo manos y fortuna46.

CAPÍTULO XXXVII

De la construccion de la ciudad santa Fé, y de la capitulacion de Granada

Los moros, aunque desanimados por el descalabro que acababan de sufrir, todavia se lisonjeaban que el incendio del real y las próximas lluvias del otoño, pondrian al Rey Católico en la necesidad de levantar el campo y de retirar sus tropas. Pero las medidas que tomó Fernando, destruyeron muy pronto esta esperanza. Para convencer á los moros que su resolucion era perseverar en el asedio de la plaza hasta rendirla, mandó construir una ciudad formal en el mismo sitio que ocupaba el campo. La ejecucion de tan árdua empresa se encargó á nueve ciudades principales que rivalizaron entre sí con un celo digno de tan justa causa. En muy poco tiempo se vieron subir fuertes muros, poderosas torres y sólidos edificios, donde antes no habia mas que ligeras tiendas y humildes chozas. Cuatro calles principales atravesaban la ciudad en forma de cruz, terminando en cuatro puertas que miraban á los cuatro vientos. En el centro habia una plaza espaciosa, donde cabia un ejército entero. Á esta ciudad se habia determinado dar el nombre de Isabel, nombre tan amado del ejército y de la nacion; pero esta piadosa princesa no quiso sino que se llamase santa Fé, que es como se denomina al dia presente. Hecha la ciudad, acudieron á ella los comerciantes con todo género de mercancías, establecieron sus almacenes con abundancia de efectos muy preciosos, y dieron á aquella poblacion un aire de prosperidad que contrastaba singularmente con el silencio y soledad que reinaban en la capital vecina.

Entretanto, los rigores de la hambre empezaban á estrechar á los sitiados. Un convoy de víveres y dinero que venia para Granada desde las Alpujarras, cayó en manos del marqués de Cádiz, y fue conducido por él al campo sin que los moros, que lo veian, se lo pudiesen estorbar. Llegó el otoño, pero no habia cosechas; se acercaba el invierno, y ya la escasez de provisiones iba haciéndose muy sensible en la ciudad. Empezaron á desmayar los ánimos, y á desfallecer las fuerzas, y el pueblo, en sus recelos, recordaba los vaticinios de los astrólogos cuando nació su malhadado Monarca, con todo lo que se habia pronosticado de la suerte de Granada cuando la toma de Zahara.

Alarmado Boabdil por los peligros que le amagaban de fuera, y por los clamores de su pueblo, convocó un consejo compuesto de los capitanes principales del ejército, de los alcaides de las fortalezas, de los xeques ó sábios de la ciudad, y de los alfaquís ó doctores de la fé. Reunidos en la Alhambra, les requirió Boabdil que le propusiesen medidas para ocurrir á la necesidad extrema en que se hallaban. La desesperacion estaba retratada en los semblantes de los consejeros, y respondieron todos: la rendicion. El intendente, Abul Casim Abdelmelec, representó el estado deplorable de las cosas: “Nuestros graneros, dijo, están exhaustos; la comida de los caballos la toman los soldados para sí, y los mismos caballos los matan para su sustento; por manera que de siete mil que habia, no quedan sino trescientos: tenemos en fin, un vecindario de doscientas mil almas, que son otras tantas bocas que claman lastimosamente por los medios de subsistir.” Los xeques y ciudadanos principales confirmaron la relacion de Abul Casim, diciendo que no habia mas alternativa que entregarse ó morir.

Boabdil permaneció un rato silencioso y triste, y se mostró profundamente conmovido. Los consejeros, conociendo que vacilaba la resolucion del Rey, unieron sus votos, y le instaron de nuevo que otorgase la rendicion. Solo Muza se manifestó opuesto, diciendo que aun era temprano para tratar de la entrega, y que no estaban aun apurados los recursos. “Uno resta, añadió, terrible en sus efectos, y que en las ocasiones vale las mas cumplidas victorias; es la desesperacion. Animemos al pueblo, hagamos el último esfuerzo, y muramos si es preciso. ¡Por mí mas quiero que me cuenten en el número de los que perecieron en defensa de la pátria, que en el de los que presenciaron su estrago!”

Las palabras de Muza no produjeron efecto alguno: la experiencia de tantas calamidades tenia postrados los ánimos de sus oyentes, y el abatimiento público habia llegado á aquel grado en que el mas entusiasta se torna discreto, y en que se desatiende á los héroes para escuchar los consejos de los ancianos. Cedió Boabdil al voto general, se acordó la capitulacion, y se despachó al intendente Abul Casim Abdelmelec para tratar de las condiciones con los Soberanos.

Habiéndose presentado Abul Casim con este objeto en el real cristiano, fue recibido con mucho agasajo por los Reyes, que nombraron para tratar con él á Gonzalo de Córdoba y al secretario Fernando de Zafra; y despues de algunas conferencias se pusieron por escrito las capitulaciones siguientes:

Habria suspension de armas por espacio de setenta dias y si en este tiempo no venian socorros al Rey moro, se entregaria la ciudad de Granada.

Á todos los cautivos cristianos se pondria en libertad sin rescate.

El Monarca moro y sus caballeros principales, harian pleito homenage á los Soberanos de obedecerles y guardarles fidelidad; concediendo éstos á Boabdil ciertas tierras en las Alpujarras para su mantenimiento.

Los moros de Granada quedarian por vasallos de la corona de Castilla, conservarian sus bienes, caballos y armas, (menos la artillería) serian protegidos en el egercicio de su ley, y gobernados por sus cadis, con sujecion á las autoridades puestas por el Rey: estarian exentos de tributos por espacio de tres años, y los que despues se les exigiese, no serian mayores de los que habian pagado siempre á sus Reyes.

Los que quisiesen pasar al África, podrian verificarlo, con sus efectos, en embarcaciones que se les daria sin coste alguno.

Entretanto que se cumplian estas condiciones, se darian en rehenes cuatrocientos hijos de los ciudadanos moros mas principales, debiéndose al mismo tiempo restituir al Rey de Granada su hijo, y entregar todos los demas rehenes que habian quedado en poder de los Soberanos.

Volviendo á Granada el Wazir Abul Casim con estas capitulaciones, las presentó al Divan como únicas que se concedian. Cuando los consejeros vieron llegar el terrible momento en que debian firmar y sellar la perdicion de su imperio, y en que Granada iba á ser borrada del número de las naciones, faltó en todos ellos la firmeza, y en algunos pudo tanto el sentimiento que derramaron lágrimas. No asi Muza, que conservando su serenidad, dijo: “Señores, dejad el llanto á los niños y mugeres, y tengamos corazon, no para derramar lágrimas, sino hasta la última gota de sangre. Veo tan caidos los ánimos que parece ya imposible salvar la pátria. Pero queda un recurso á los nobles pechos, que es la muerte. La madre tierra recibirá lo que produjo, y al que faltare sepultura que le esconda, no fallará cielo que le cubra. No quiera Alá que se diga que los granadinos nobles no osaron morir por la pátria.”

Acabó Muza de hablar, y un alto silencio prevaleció en toda la asamblea. Volvió Boabdil los ojos en derredor, y en todos los semblantes no vió sino el abatimiento y la resignacion. “¡Alá achbar!, exclamó, ¡Dios es grande! en vano es el oponerse á la voluntad del cielo: demasiado cierto es que nací para ser en todo infortunado, y que el reino de Granada debe espirar bajo mi dominio.” “¡Alá achbar!, respondieron los visires y alfaquís, hágase la voluntad de Dios.” Ya se disponia el consejo á firmar las capitulaciones, cuando Muza, lleno de indignacion, volvió á levantarse, y dijo. “No os engañeis pensando que los cristianos serán fieles á sus promesas, ni creáis que su Rey será tan generoso vencedor, como venturoso enemigo. La muerte es lo menos que debemos temer: el saqueo de la ciudad, la profanacion de los templos, los ultrajes, las afrentas, la violacion de nuestras mugeres, calabozos, cadenas y esclavitud; he aqui las miserias que verán las almas viles: yo, por Alá, no las veré.” Diciendo estas palabras se salió muy airado, y habiendo tomado armas y caballo, partió de la ciudad por la puerta de Elvira, y nunca mas pareció47.

Asi refieren los historiadores árabes el suceso de Muza Ben Abul Gazan; pero posteriormente parece haberse adquirido alguna luz sobre su suerte. Dice un coronista antiguo que la tarde de aquel dia, una partida de caballeros cristianos que discurria por las márgenes del Jenil, en número poco mas ó menos de veinte lanzas, vieron venir por el mismo camino un guerrero moro armado de punta en blanco, que traia calada la visera, la lanza en ristre, y su caballo cubierto asimismo de una armadura completa. Los cristianos iban armados á la ligera, con adarga, lanza y casco, pues habiéndose establecido la tregua, no pensaban ser acometidos; pero como viesen venir hácia ellos á este guerrero desconocido con aire tan hostil, le gritaron que se tuviese, y que declarase quien era. El moro, sin responder palabra, arremetió por medio de ellos, y atravesando á uno con la lanza, lo derribó de su caballo. Revolviendo entonces, acometió á los demas con el alfange: sus golpes eran furiosos y mortales, y parecia pelear no por la gloria sino por la venganza, no por conservar su vida sino por dar la muerte; pues todo su afan era herir en los cristianos sin cuidar de su defensa. Casi la mitad de los caballeros yacian muertos ó heridos por el suelo, sin que el furibundo moro hubiese recibido aun ninguna herida grave; tal era la finura y fuerza de las armas que llevaba; pero al fin cayó su caballo atravesado de una lanza, y él mismo, herido malamente, vino tambien al suelo. Los cristianos, admirando su valor, quisieron perdonarle la vida; pero el moro siguió defendiéndose de rodillas con un puñal agudo hasta quedar enteramente exhausto y sin fuerzas para combatir. Entonces, haciendo el último esfuerzo, se arrojó desesperado al rio, y se fue al fondo con el peso de las armas.

Este guerrero desconocido era Muza Ben Abul Gazan; su caballo fue reconocido por algunos moros que habia en el real cristiano; pero la verdad del hecho nunca se ha podido averiguar de todo punto, por las dudas que le rodean.

43.Cura de los Palacios.
44.Tambien se ve en el dia la casa desde la cual miró la Reina esta batalla. Está en la primera calle á la derecha, entrando en el lugar por el lado de la vega, y tiene las armas reales pintadas en los techos. Habita en ella un honrado labrador, llamado Francisco García, que enseña su casa á los que quieren verla, y que rehusa con noble orgullo tomar recompensa alguna, ofreciendo al contrario la hospitalidad al forastero. Sus hijos están muy versados en los antiguos romances, relativos á las hazañas de Hernan Pulgar y de Garcilaso de la Vega.
45.Zurita, lib. XX. cap. 88.
46.Abarca, Reyes de Aragon, rey XXX. c. 3.
47.Conde, part. IV.
Yaş sınırı:
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28 eylül 2017
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