Kitabı oku: «Ciudad y arquitectura de la República. Encuadres 1821-2021», sayfa 4

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¿Qué población y territorio tenía el Perú el día de la declaratoria de su independencia de la corona española el 28 de julio de 1821? Ante la inexistencia de registros precisos o fiables sobre la población y la extensión del territorio que marquen una línea de base para el inicio de la vida republicana, puede asumirse como un indicador de referencia indirecta la información censal de los datos de población de 1827, el primer registro del periodo republicano más cercano al inicio de la República. Para este año la población del Perú alcanzaba la cifra de 1 516 690 habitantes y, la de Lima Cercado, 58 326 habitantes (Gootenberg, 1995, pp. 21-22). Según la información procesada por Bruno Seminario y María Alejandra Zegarra, el Perú de 1827 contaba con un territorio de 2 117 096 km² y, del conjunto de la población, el 18,63% vivía en la costa; el 65,74%, en la sierra y, en la selva, el 15,63% (2014, p. 1).

El abandono y éxodo masivo de más 10 000 miembros de la nobleza española peninsular y americana, entre 1820 y 1822, implicó la desaparición violenta y súbita de la clase dominante colonial. El vacío dejado no fue cubierto por otra clase cohesionada y reconocida socialmente, sino por un conglomerado de intereses más o menos compartidos entre múltiples divergencias entre la elite criolla urbana, los comerciantes y la elite criolla provinciana de hacendados y terratenientes señorialistas6. Si bien este último sector de poder había experimentado grandes pérdidas durante los días de la campaña emancipadora, logró mantener y recuperar lentamente su capacidad productiva en el campo y la ciudad, tanto que en la década de 1830 algunas haciendas registraban una producción sostenida y cierto nivel de expansión y modernización en términos de infraestructura y arquitectura, sobre todo, aquellos casos que lograban articularse en el sur a la cadena productiva del capitalismo industrial mercantil impulsado por las «casas comerciales» ubicadas entre Arequipa, Puno y Cusco7. Este es el sector social que, tras la desaparición de la nobleza urbana colonial, la nobleza terrateniente colonial y la aristocracia mercantil del Tribunal del Consulado, dominó durante la República temprana, y estaba constituido por un «conglomerado de comerciantes, militares, terratenientes, abogados y extranjeros que tenían su residencia en Lima» (Quiroz, 1987, p. 220). Para los primeros años de vida republicana no es posible referirse a la existencia de una clase dirigente, sino a una fracción o grupo de la clase dominante que funge de dirigente8. Lo que quedó, por consiguiente, como clase dominante es este conglomerado perteneciente a la elite criolla urbana de segundo nivel, que había estado directamente articulada con la burocracia colonial y los privilegios de la corona, como es el caso de los medianos y pequeños comerciantes, profesionales liberales e intelectuales, artesanos interesados en una mayor libertad para su ejercicio. Finalmente, en la base de la pirámide social, se encontraban los criollos postergados, así como la población indígena, mestizos y la población negra y de castas9.

Al inicio de la vida republicana las expresiones y filiaciones de orden político no se expresaban vía «partidos políticos», sino a través de los que Jorge Basadre (2005 [1939]) denomina «grupos» o «bandos políticos», que empezaron a perfilarse a partir de 1810 con ocasión de la elección de los representantes peruanos a las Cortes de Cádiz. Al arribar el Ejército Libertador a las costas del Perú, en 1820, el tejido político estaba compuesto por quienes al interior de la propia nobleza virreinal y criolla era partidarios del antiguo régimen colonial y opuestos a cualquier modificación de este y, por otro lado, por quienes, como José de la Riva-Agüero y el conde de la Vega del Rhen, promovían la independencia irrestricta e inmediata de España. Entre estos dos sectores y posiciones se encontraban diversos grupos identificados con fórmulas conciliatorias o de una «tercera posición», como sostiene Jorge Basadre: desde los que apostaban por la vigencia de la Constitución de Cádiz hasta los que promovían la instauración de una monarquía constitucional con un rey extranjero, posición que intentó promover José de San Martín (2005, I, pp. 37-38).

Tras la derrota de esta tercera posición y el triunfo inestable del liberalismo republicano, el debate político de este periodo inicial de la vida republicana se trasladó —después de la batalla de Ayacucho (1824) y el fin de la dictadura bolivarista (1823-1826)— al ámbito de la controversia entre las políticas proteccionistas, de libre mercado o la cuestión tributaria, así como a la cuestión indígena y esclava. Todo ello en medio de las pugnas faccionalistas y regionalistas de los caudillos de turno. El encuentro y desencuentro entre las diversas posturas en materia política y económica no era sino reflejo de la endeblez, ausencia de programa y objetivos definidos por parte de aquel grupo social que asumió en un sentido —seguramente sin proponérselo o merecerlo— el liderazgo de facto en la construcción de la naciente República. Aun así, este debate y su expresión en determinadas medidas económicas tuvo igualmente un efecto en el inicio de un proceso inicialmente lento de cambio del sistema urbano nacional y el posterior trasvase socioterritorial republicano, al priorizar las inversiones en ciertas ciudades puerto y determinadas vías de comunicación, entre otras magras inversiones.

Con una clase dominante social y económicamente no cohesionada, y más preocupada en negociar su precaria estabilidad, resultaba impensable plasmar un proyecto de transformación republicana del país y su territorio. Mucho menos en términos de una profunda renovación del paisaje urbano y la arquitectura del país. Por ello, los cambios en las escalas del territorio, la ciudad y la arquitectura se hicieron casi imperceptibles como una consecuencia natural de los procesos económicos de base. Durante las dos primeras décadas de la República el paisaje urbano de ciudades como Cusco, Jauja o Lima no había experimentado casi ningún cambio que no fuera el de irradiar una atmósfera de abandono y parálisis en el tiempo, cuando no mantenerse en estado ruinoso, ya sea por la destrucción realista de muchos pueblos, como Cangallo, que fueron arrasados por el apoyo a la causa patriota, o por la falta de mantenimiento o uso de una serie de inmuebles abandonados tras el éxodo de sus propietarios españoles.

Más allá del estado de anarquía política y depresión económica o, precisamente, por esta causa, el escenario espacial de la naciente república continuó siendo estructuralmente casi el mismo que el del régimen colonial. Hecho producido, entre otras razones, por la implementación preponderante de una política de sustitución simbólica sin destrucción ni resignificación estructural de las arquitecturas preexistentes, como fue la voluntad y el estilo de las medidas adoptadas por José de San Martín y Simón Bolívar sobre el particular. En estas condiciones el paisaje urbano de las ciudades del Perú se mantuvo casi inalterado respecto a las estructuras morfológicas de base colonial, pero esta vez dotado de una figuración externa resignificada superficialmente con los nuevos símbolos de la naciente república. Con otras denominaciones, rostros y personajes —uno con pretensiones monárquicas, el otro con aspiraciones de dictador vitalicio, además de una seguidilla de militares codiciosos e iletrados—, el tejido social del país y el entramado espacial se mantendrían casi invariantes hasta mediados del siglo XIX.

Un fenómeno que tuvo un efecto importante en el marco de la incipiente recuperación y renovación de la arquitectura y el urbanismo de la República temprana fue el gradual empoderamiento económico del sur peruano. Ello trajo consigo, lógicamente, el progresivo fortalecimiento de aquellos grupos de poder articulados al comercio con Inglaterra y el resto de Europa que empezaron a dotarse de nuevas arquitecturas y de transformaciones en el espacio urbano.

La instauración de la República, al decretar la libertad de comercio, significó la eliminación de los controles de la elite limeña en el comercio regional e internacional. El efecto inmediato fue el fin del monopolio limeño y el poder de esta elite y, por consiguiente, el fortalecimiento económico y social de la elite provinciana del sur, que además había estado más identificada con la lucha emancipadora que su par limeña. Esta nueva situación no hizo sino acentuar la pérdida de poder de Lima como capital y principal centro económico, que ni los intentos de reformarla, dotarla de monumentos y otras obras de ornato público —que tarde o nunca se erigieron o concretaron— pudieron evitar. Mientras tanto, otras ciudades de la región sur empezaron a transformarse en ciudades con una dinámica visible de cambio.

Diversas ciudades de esta región como Arequipa, Tacna, Puno y Cusco empezaron a lucir pequeños puntos de modernidad arquitectónica con esa estética de emprendimiento comercial e industrial con que surgieron las «casas comerciales» de propiedad de ingleses, alemanes, franceses y socios locales. Estos y otros hitos de cambio se convirtieron en un factor de constante interpelación a la tradición, pero desde la perspectiva de una postura conservadora que empezaba a adquirir su perfil propio —con notable impacto en el terreno de la arquitectura y el urbanismo republicano posterior— a través de esta nueva elite provinciana en proceso de enriquecimiento. Elite constituida por un gran grupo de terratenientes o hacendados que, no obstante su filiación independentista, seguía luciendo una estirpe señorialista, colonial, casi feudal en la explotación brutal del campo y la población indígena. Este es el grupo que, tras articularse a los grandes hacendados y comerciantes limeños, daría origen a la llamada «oligarquía peruana». Facción que se haría cada vez más influyente en la política republicana del resto del siglo XIX y el siglo XX. Narrativas como las de los estilos arquitectónicos, como el «neocolonial» o el de la «casa hacienda sin hacienda», tienen en este sector su principal promotor y base social.

La independencia, por todo ello, si bien tuvo como impulso y soporte de inicio los fundamentos del liberalismo republicano, terminó siendo dominada en la construcción práctica de la República por una ideología conservadora señorial, cortesana y racista, cuya principal base de apoyo la constituía esta capa de terratenientes provincianos y la red de comerciantes intermediarios articulados a su poder. Como lo expresa José Ignacio López Soria: «La ideología conservadora que terminará triunfando después de la independencia, da forma a los intereses de hacendados y terratenientes en franca oposición a los ideales aireados en los días del rompimiento de España» (1980, p. 96).

Uno de los factores de la vida política y el entramado social de este periodo inicial de la República que tuvo consecuencias significativas en la reconfiguración, sobre todo del territorio nacional y sus ciudades, es el denominado «militarismo»10. El caudillaje militarista fue la respuesta que encontraron las distintas facciones de ese conglomerado social en formación (elite criolla urbana y aristocracia provinciana de la tierra) que constituía la clase dominante peruana de inicios de la República, interesada en evitar cualquier forma de rebelión generalizada de la población indígena, esclava o mestiza empobrecida, todos dotados de armas y cierta experiencia militar tras la campaña emancipadora. Los militares intentaron cubrir el vacío de poder ante la ausencia de una clase dominante civil orgánica, de objetivos políticos definidos y convencida de su liderazgo y validación social. Sin embargo, el caudillaje militarista —con su contingente mercenario de funcionarios, comerciantes nacionales y extranjeros— no pudo llenar este vacío totalmente, debido sobre todo a la precariedad de su representación y la deslealtad permanente de sus seguidores. Ello, además de su incapacidad para evitar que el territorio nacional fuese perdiendo superficie respecto a la extensión originaria establecida por el Uti possidetis iure de 1810.

Tras la independencia, ninguna de las facciones de la nueva clase dominante tuvo la vocación y las condiciones de asumir resueltamente el liderazgo del país, que no fuera si no encontrarse siempre detrás de algún ambicioso caudillo militar. Para Heraclio Bonilla «el Estado republicano, por consiguiente, fue la expresión del dominio sustentado en la fuerza directa ejercida por los caudillos militares» (1987, p. 292). Caudillos que entonces eran los únicos con capacidad de ejercer un relativo control político territorial frente a la incapacidad o vulnerabilidad de una clase política civil en recomposición o inexistente para efectos prácticos. En este contexto el empoderamiento de autoridades intermedias basadas en el clientelaje, el caciquismo local y la extorsión (prefectos, hacendados con poder político) fue el sistema que terminaría por caracterizar al Estado y el régimen político de la República temprana.

En las primeras dos décadas del Perú republicano se carecía de República y de ciudadanos. No se pudo promover la participación democrática de todos ni tampoco los beneficios fueron distribuidos por igual. Lo que se produjo, finalmente, entre 1821 y 1840, en materia de arquitectura y urbanismo fue el perfecto reflejo de esta situación social y política. No podía ser casi de otro modo tratándose de una sociedad sumida en una profunda crisis social y material, así como desencontrada en sí misma en medio de múltiples conflictos, intereses económicos particulares y pugnas faccionales. Aquí, política, poder y arquitectura casi representan el mismo fenómeno para evidenciar la persistencia de un paisaje urbano en ruinas construido de algunos pocos fragmentos tan relucientes como los pocos comerciantes y terratenientes beneficiados en medio de la crisis.

Territorio, sociedad y economía: crisis y espacios en cambio

El territorio y el sistema de ciudades, en su estructura y funcionamiento, tuvieron en la minería su principal soporte y activo desde los tiempos de la Colonia. Como sostiene Heraclio Bonilla, el peso de la minería fue tanto que «su funcionamiento a través de la circulación del capital minero y su transformación en bienes de consumo y bienes de capital, terminó por imponer una división geográfica del trabajo al interior de ese espacio posibilitando que las diferentes regiones se estructuran de manera subordinada al dominante polo minero» (1987, pp. 271-272). En medio de la gesta emancipadora y tras la independencia, estos polos, sus circuitos y áreas de influencia perdieron poder y experimentaron un decaimiento notable.

Caracterizar o reducir el destino fallido del Perú republicano de inicio, de su territorio y sistema de ciudades a la crisis económica, a la cuestión del caudillaje militarista y a la incapacidad de las elites civiles es desconocer que en la base de la conflictividad extensiva de los años iniciales de vida republicana se encontraban razones e intereses mucho más complejos y estructurales, sobre todo, aquellos emanados de la estructura económica, los intereses en juego y el rol que debía jugar el Perú en este rubro respecto a las lógicas del nuevo capitalismo industrial mercantil en expansión liderado por Inglaterra. Aquí es que se pueden explicar mejor la controversia del debate político peruano de la década de 1820 entre dictadura y democracia, monarquía y república o un régimen parlamentarista y presidencialista, así como entre conservadurismo y liberalismo, poder civil y poder militar, como también entre políticas económicas proteccionistas a la producción nacional o aquellas que apostaban a la apertura económica indiscriminada. Y esta controversia y debate no es una cuestión irrelevante para entender los procesos de trasformación del territorio, las ciudades y la arquitectura de la naciente República. De esto depende el empoderamiento económico de ciertas ciudades o la inanición de otras, así como el engalanamiento de los nuevos ricos con residencias o casas hacienda para exultar poderes reales o ficticios.

Más allá de algunos índices de recuperación de la producción minera al inicio de la década de 1830, la situación de la economía peruana del periodo republicano inicial fue de total estancamiento y retracción en diversos sectores de la actividad productiva y comercial11. Aparte de que la campaña emancipadora había dejado casi toda la infraestructura productiva dañada o destruida (minas saqueadas, cultivos, puentes y caminos destruidos, ingenios azucareros y obrajes destruidos) y se produjo una drástica reducción de la mano de obra reclutada por el caudillaje militar, la ineficacia de las políticas y acciones emprendidas por los gobiernos de turno acentuaron aún más los problemas. El resultado: descenso de la producción agrícola, minera y manufacturera, así como escasez de créditos y la falta de activos por la fuga de capitales junto al éxodo de los españoles. Tal era la crisis y el desorden en el manejo económico de la hacienda pública que el Estado carecía de un presupuesto anual ordenado y previsible. Ello explica, entre otros fenómenos, el hecho de que hasta mediados del siglo XIX el sistema monetario colonial continuara prácticamente vigente como la persistencia de la «casona colonial señorial» como privilegiado tipo edilicio de la elite republicana. En realidad, en diversos aspectos, la política y gestión económica de los primeros años tras la independencia estaban aún impregnadas de una impronta burocrática colonial y los efectos de la reforma económica y territorial del siglo XVIII. Ello porque en los hechos, como sostiene Alfonso Quiroz, la base económica de la naciente república no implicaría una ruptura respecto de la estructura económica colonial, salvo por dos factores de cambio coyuntural: «Por un lado la caída de la producción minera a causa de la descapitalización y destrucción de los soportes técnicos de las minas de Cerro de Pasco, así como la no disponibilidad de préstamos. Y por otro, el agravamiento de la crisis agraria» (1987, p. 205). Esta crisis de la agricultura se produjo entre 1829 y 1839, ante la baja de los precios del azúcar y problemas estructurales de distribución.

El rubro de las exportaciones peruanas durante las primeras décadas de vida republicana es otro ámbito en el que puede observarse la reproducción de los patrones de la estructura económica colonial y, por consiguiente, la continuidad de las lógicas de ordenamiento territorial y funcionamiento del sistema urbano. Las exportaciones peruanas en las primeras dos décadas tenían en la minería casi el 80% del total del volumen exportable. El resto lo constituían productos como la lana, el nitrato de soda, el algodón y las cortezas. Como advierte Heraclio Bonilla, el advenimiento de la República no significó ningún cambio sustancial respecto a la estructura de las exportaciones del Perú colonial, excepto la disminución del volumen exportable. La liberalización, lejos de dinamizar y expandir la actividad productiva y el desarrollo local, «contribuyó de manera decisiva a la fragmentación del espacio económico nacional y agravó la vulnerabilidad de la economía peruana» (1987, p. 290).

Si bien la decadencia de la minería de Potosí, la liberación del comercio y la invasión de productos importados, así como los conflictos entre Perú y Bolivia afectaron la producción artesanal, manufacturera y la economía de la región sur en su conjunto, la situación de Arequipa y el corredor lanero hasta el Cusco experimentaba una importante dinámica económica gracias a su articulación al mercado inglés para la exportación de lana de oveja y camélidos. Ello permitió —como se ha descrito— el surgimiento de una elite sureña, sobre todo entre Arequipa, Cusco y Puno, con una gran capacidad económica, política y necesidad de introducir nuevas señales de modernidad en el ámbito de la producción, los servicios y la vida social misma. Se produjo entonces el gradual surgimiento de nuevos lenguajes y formatos en la arquitectura y el urbanismo peruanos. Las ciudades y la arquitectura urbana y rural (casas hacienda) del sur peruano empezaron a irradiar un nuevo paisaje dotado de cierta modernidad fabril conectada con la impronta cultural y económica de ese contingente extranjero asentado en esta región, así como con las necesidades de la Revolución Industrial y el tránsito acelerado del capitalismo mercantil a uno industrial de libre competencia y expansión global liderada por Inglaterra, Francia y Alemania.

Las estructuras productivas ancladas aún a los viejos sistemas de producción colonial evidenciaron, en las primeras décadas del Estado republicano, una resistencia a las lógicas de la modernidad capitalista y una nueva racionalidad científica técnica. Ello debía implicar la modernización del aparato productivo, la urbanización del territorio y una mayor conciencia sobre los derechos de la sociedad civil, la soberanía popular, la democracia, nación y Estado. Sin embargo, a pesar de dichas resistencias, el proceso de cambio se hizo inevitable: trajo como efecto un lento pero gradual proceso de reestructuración del aparato productivo y el surgimiento consiguiente de una pequeña burguesía urbana comercial-mercantil deslocalizada de Lima. La incipiente modernización de la producción agrícola y ganadera principalmente en el sur, así como en otras regiones del país en menor grado, fue una de las señales de este proceso12.

El urbanismo y la arquitectura de los primeros años de la República significaron el capítulo de cierre de la última fase de prosperidad colonial registrada a fines del siglo XVIII, debido, entre otros factores, al incremento de la explotación de las minas de Cerro de Pasco y Hualgáyoc, además de la expansión de la actividad comercial. En estas circunstancias se construyeron grandes obras de reforma urbana vinculadas al proyecto urbano borbónico en el ámbito del saneamiento, equipamiento urbano y el ornato público, así como las primeras grandes residencias de inspiración versallesca alejadas totalmente del tipo hispánico tradicional de la casa-patio.

Esta última etapa de expansión económica colonial tuvo indudables efectos en la reactivación de la actividad constructiva y la concreción de arquitecturas de gran formato. Un efecto de esta fase tardía de prosperidad y la «criollización» de las remesas hacia España (Quiroz, 1987, p. 205) fue el notable incremento de la importación de bienes suntuarios, así como el desarrollo de aquello que podría denominarse como el último ciclo de «boom inmobiliario» colonial y, con ello, el financiamiento de una serie de obras de indudable dimensión urbana, como la Fortaleza del Real Felipe (1747-1811), la reconstrucción de la Alameda de los Descalzos (1770) y la construcción del Paseo de Aguas (1770-1776), así como el Cuartel de Santa Catalina de Lima (1806-1810), el Cementerio General (1808) o el Colegio de Medicina de San Fernando (1811), entre otras obras. Junto a esta serie edilicia que pretendía reforzar una nueva política de control militar colonial, se produjeron igualmente arquitecturas palaciegas como la de la Casa de Osambela o la Quinta de Presa, todas ellas inferidas de una racionalidad edilicia ilustrada y una impronta neoclásica como una nueva narrativa estilística.

Hasta mediados del siglo XIX la población del Perú mantuvo en gran medida los mismos patrones de composición y distribución territorial que los registrados en los tiempos de la colonia. Paul Gootenberg denomina este hecho como la «inercia regional» que continúa reproduciendo la distribución colonial del territorio hasta 1860 aproximadamente (1995, p. 28). En 1821, el Perú era un país básicamente rural y serrano. La población rural y urbana estimada para dicho año fue de 1 030 363 habitantes (74,88%) y 345 731 (25,12%), respectivamente. En 2021, según las cifras del censo del 2017, la población rural representa apenas el 20,70%, mientras que la población urbana representa el 79,30% (Gootenberg, 1995; Seminario, 2016; INEI, 2018). A 200 años después los porcentajes se han invertido rigurosamente. Este proceso de trasvase socioterritorial urbano/rural empezó a gestarse en los primeros años de vida republicana.

De acuerdo con los datos del censo de 1827 la costa albergaba al 20% de la población. Mientras que en la sierra se encontraba el 77%. La selva contenía al 3% de la población. Los estragos de la guerra independentista, así como la subsiguiente depresión económica que afectó los centros urbanos de la costa hasta casi la mitad del siglo XIX, se tradujo en un descenso de la población costeña y en un incremento en la sierra. En 1850 la población de la costa había descendido al 18%, mientras que en la sierra se produjo un incremento al 80%. La selva con el 2% registró igualmente cierta disminución poblacional (Gootenberg, 1995; Seminario, 2016; INEI, 2018). El ciclo del boom guanero y la consiguiente reactivación económica que se inició en la década de 1840 no solo revirtió esta dinámica demográfica territorial, sino que convirtió a la costa en el principal atractor poblacional en adelante.

Durante el siglo XIX el sistema urbano del Perú mantuvo sus ciudades sin grandes contrastes en tamaño, roles y jerarquías salvo aquellas definidas por la ubicación de las ciudades en la costa, la sierra o la amazonia. Con excepción del conglomerado Lima-Callao, que, desde mediados del siglo XIX, impulsado por el ciclo del boom guanero, empezó a registrar tasas de crecimiento sustantivamente mayores a las del resto de ciudades del país. Entre 1876 y 1940, como se infiere de la data histórica elaborada por Gootenberg, este conglomerado pasó de sumar una población de 159 063 a 645 172 habitantes, 4.5 veces la de 1876. Ello mientras la tasa de expansión de la población total del país lo hacía en 2.3 para este mismo periodo. A finales del siglo XIX, solo cinco ciudades bordeaban los 10 000 habitantes, por lo que el Perú registraba la tasa de urbanización más baja de América Latina (1995, p. 30).

Al finalizar la década de 1830 y ad portas del inicio del boom guanero, el Perú continuaba sumido en un estado de postración. A pesar de algunas iniciativas e intervenciones ejecutadas en el ámbito territorial, urbano y arquitectónico, sus ciudades irradiaban miseria y su extenso territorio parecía menos poblado y activado que en los tiempos de la Colonia. Las ciudades se encontraban, desde Lima hasta Arequipa y Cusco, con graves problemas de saneamiento y bajo el acoso intermitente de epidemias; mientras que su arquitectura debía lucir seguramente desvencijada y sin señales de reconfiguración inmediata.

Si bien el paisaje territorial y urbano de completa desolación que describe Adolphe de Botmiliau, el vicecónsul de Francia en el Perú (1841-1848), no corresponde exactamente al periodo de la República temprana, este es más que un cuadro veraz de la realidad precedente: una imagen tan sombría como la extensión misma de un territorio casi inmóvil desde los primeros años de inicio de la República:

[...] las ciudades, separadas unas de otras por grandes distancias, enterradas en las montañas o perdidas a orillas del océano, pueden difícilmente llevar vida común, Esos grandes centros de población, capitales poderosas de provincias rivales y envidiosas, apenas están unidas entre sí por malas vías de comunicación [...]. Por lo demás, esas ciudades y un radio limitado entorno de ellas, son los únicos puntos habitados en el Perú. El resto del país está desierto, y, salvo algunos grupos de chozas a orillas de los ríos y pueblecitos que no vale la pena nombrar, no se encuentra en el antiguo territorio del imperio de los Incas más habitaciones que las oficinas del correo, aún bastantes escasas, en donde algunos malos caballos bastan más que bien para el servicio del correo y las necesidades de los viajeros (Botmiliau, 1947 [1850], p. 138).

Este cuadro de desolación y decadencia que pinta Botmiliau del paisaje geográfico y la dispersa red urbana del Perú en la década de 1840 no es tan distinto del paisaje interior de una domesticidad privada y familiar de la elite y la plebe, un mundo igualmente atravesado de miseria, desaliento y arquitecturas desvencijadas:

Si se busca con cuidado se encontrará todavía en Lima alguna de esas casas en las cuales la emancipación no ha dejado más huella que la ruina y en donde se perpetúan, con el recuerdo de los virreyes, las costumbres de un mundo desaparecido con ellos. Restos de damasco rojo, último testimonio de la prosperidad perdida y algunas pinturas al fresco reemplazan sobre las paredes agrietadas por los temblores, las ricas tapicerías y los variados adornos que se admiran en otros barrios, menos rebeldes a la invasión del lujo parisien. Algunos malos grabados de santos o de mártires, suspendidos entre espejos con marcos desdorados, algunas sillas que se remontan al tiempo del virrey Amat, una mesa redonda sobre la cual se balancea una vieja linterna de hojalata, tal es el mobiliario del salón, cuyas ventanas, a falta de vidrios, están provistas de barrotes de madera y protegidas por gruesas persianas que se cierran todas las noches. Nada más modesto que esas mansiones, últimos santuarios de la sociedad limeña anterior a la independencia. Y, sin embargo, el orgullo de los antiguos conquistadores aparece todavía en la fría dignidad con que sus moradores soportan su miseria (Botmiliau, 1947, pp. 185-186).

No obstante, la miseria extendida de los primeros tiempos de la República, la pervivencia de un casi inalterado imaginario colectivo colonial en las elites y la plebe, le hace pensar a Botmiliau, que la sociedad, las costumbres y el paisaje peruano se encontraban en total contraste con la época de cambios que presumiblemente implicaba la República:

Todo conserva el sello de un pasado que está en formal desacuerdo con la nueva situación en que se hallan las colonias emancipadas por Bolívar. Semi-española, semi-indígena, la civilización peruana es un pintoresco anacronismo que parece condenar a la esterilidad todas las tentativas de renovación política de que tan a menudo fué teatro el antiguo imperio de los Incas (1947, p. 182).

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