Kitabı oku: «Ciudad y arquitectura de la República. Encuadres 1821-2021», sayfa 5
Era evidente que, si bien los rasgos estructurales del territorio y las ciudades del Perú de los primeros años de vida republicana registraban este sombrío panorama descrito por Botmiliau, podían existir algunos casos de ciudades un poco más festivas. No todas las ciudades se encontraban, ciertamente, sumidas en total abandono y sin vida activa. Archibald Smith en su Peru as It Is (1839)13 no escatima elogios a la ciudad de Tarma como un lugar que irradia todo lo bueno que debía tener una ciudad saludable. Durante uno de sus viajes a Huánuco la describe como una ciudad de buen clima tanto convertida en:
El lugar de recreo favorito de las personas enfermizas de diversos lugares, especialmente Lima, y el asiento minero de Yauli, con su riguroso clima, de donde los mineros reumáticos, cuando sus aguas termales ni pueden curarlos, concurren en masa a la Estrada o al baile y a la tertulia de los radiantes tarmeños (Smith, 2019 [1839], p. 146).
La descripción de la ciudad se complementa con un retrato social de esta Tarma festiva:
Todos sus pacíficos habitantes son agricultores, y casi todas las familias residentes emigran en la época de cosecha a pequeñas fincas en la vecindad de este lindo pueblo serrano, que es considerado uno de los más agradables y civilizados en toda la sierra, y donde las clases superiores incluso en las ciudades provincianas de la costa, desean adoptar los modales de la capital como normal (2019, p. 146).
Más allá de constatar los diferentes estadios de desarrollo o atraso de una u otra ciudad en la base estructural de estas no se registra casi ningún cambio morfológico significativo durante la República temprana: el perfil e imagen urbana de la mayoría de ellas seguía siendo el mismo que su referente colonial, solo que esta vez en un estado mayor de deterioro, desolación y abandono, como lo confirman al unísono todas las descripciones de Lima y otras ciudades registradas por los viajeros de la época, desde Alexander von Humboldt, Robert Proctor, Archibald Smith hasta Karl von Scherzer, así como Gabriel Lafond de Lurcy, Mauricio Rugendas, Léonce Angrand y el propio Adolphe de Botmiliau, entre muchos otros. Pero lo que estaba en trance de modificación casi imperceptible es el dominio de los comportamientos sociales y el desarrollo de una nueva relación entre sociedad y ciudad. Este fue el objetivo de los diversos reglamentos de policía o nuevos padrones cívicos emitidos en este periodo desde el «reglamento» del 1° de setiembre de 1823 para normar el «aseo y ornato de sus calles»14, o los reglamentos de policía de 1825 y 1839, hasta el Reglamento para la formación de los registros de los habitantes y de los ciudadanos de la República, del 19 de setiembre de 1860. Quedaba claro que la naciente República aspiraba a instaurar una nueva cultura del habitar la ciudad y convivencia urbana basada en el orden, la limpieza y el ornato. Además, la búsqueda de este nuevo orden urbano y social implicó la reorganización política administrativa del control y administración de las ciudades.
La instauración de la República no implicó, en definitiva, durante el siglo XIX, la modificación estructural del sistema urbano nacional, hecho que recién empezó a producirse especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XX. Ni la época de la «prosperidad falaz» y el derroche económico de la época del boom guanero provocaron una alteración dramática en el patrón de crecimiento poblacional de la ciudad de Lima.

1 | Plaza Mayor de Lima. Portal de Botoneros (izquierda) y Portal de Escribanos (el frente)
Dibujo de Leonce Angrand (1838, 17 de mayo). Fuente: Angrand, 1972, p. 69.

2 | Plaza San Francisco, Cusco
Dibujo de Johann Moritz Rugendas (s.f., entre 1842-1845). Fuente: Rugendas, 1975, p. 225.
Ciudad y arquitectura de la república incierta
Al momento de la gesta independentista de sus colonias en América, España era ya una potencia de segundo orden y su capacidad de defensa de los territorios de ultramar se encontraba erosionada. Si España, debilitada y sin poderío militar, ya no podía defenderse ni siquiera a sí misma, como lo prueba la invasión napoleónica entre 1808 y 1814, menos podía detener las fuerzas liberadoras de la emancipación y liberación del yugo colonial.
El Perú y Lima fueron literalmente el último bastión, como lo fue la fortaleza del Real Felipe, del poder colonial de España en América. De ahí la violencia extrema y la extorsión permanente de toda su población para detener cualquier intento de emancipación como estaba ocurriendo ya en Colombia, Argentina y Chile. Por estas razones, los liberadores sabían de una población desmovilizada y sin voluntad general de independencia, pero también sabían que, si no se liberaba al Perú del yugo español, no había la posibilidad de garantizar la independencia plena de los otros países de la región.
El esplendor de la arquitectura y el urbanismo colonial del siglo XVIII había sido promovido y sostenido por la nobleza peninsular y americana concentrada en Lima, la ciudad que registraba el mayor número de títulos nobiliarios de América. La coherencia y convicción de esa arquitectura y urbanismo solo podía ser el reflejo de una clase unida, sin fisuras, y de un fuerte pacto colonial, no replicable en otros espacios. Como sostiene Alberto Flores Galindo:
La aristocracia colonial —sin negar las diferencias internas que se manifestaban, por ejemplo, al momento de elegir a los priores del tribunal del consulado— fue un edificio liso, sin resquebrajaduras importantes, a pesar de todas las convulsiones sociales de esos años [1780-1810-1821] (1987a, p. 130).
Con la derrota de España esta elite desapareció completamente, salvo algunos aristócratas liberales que se quedaron en el Perú, como el Conde de la Vega del Rhen, José de Torre Tagle o el Marqués de Valle Umbroso. El colapso súbito de esta clase dejó un espacio vacío, cuya reestructuración recién empezó a perfilarse a partir de mitad del siglo XIX con el origen de una burguesía comercial, industrial, liberal republicana y liderada, entre otros, por Manuel Pardo y Lavalle. Solo a partir de estas circunstancias y momento histórico es que aquella balbuceante, por no decir inexistente, arquitectura y urbanismo republicano recién empezó a estructurarse como voluntad y expresión de un proyecto nacional.
El régimen de la naciente República podía considerarse como precapitalista, premoderno, eurocéntrico y racializado. Una República social y espacialmente fragmentada y discriminada, de múltiples intereses contrapuestos, territorialmente desarticulada, así como de diferencias étnicas y tradiciones prehispánicas y coloniales en conflicto, con todo lo que ello significa en términos de diferencias regionales entre el norte, centro y sur del Perú. Con estas características se hizo ciertamente imposible construir desde el inicio de la República un «edificio» republicano de perfil reconocido y consistente. Lo que tampoco significa que precisamente por este hecho las ciudades, el urbanismo y la arquitectura de estos primeros años de vida republicana no expresen —en su decadencia previsible o en su potencialidad ideológica respecto al futuro— el sentido conflictivo de la promesa republicana convertido en proyecto por construir.
En plena guerra y miseria total, la única función y valor posibles de la arquitectura y la ciudad es la de ser un botín militar o recompensa económica. Más allá de algunas referencias genéricas, los temas del urbanismo y la arquitectura no formaron parte ni son tomados en cuenta —como contenido e imagen de futuro— en el «proyecto republicano» enarbolado por los próceres de la independencia y de quienes tuvieron a su cargo liderar los gobiernos de la naciente República, por lo menos durante el periodo inicial de 1821-1840.
En medio de los desencuentros entre José de San Martín y Simón Bolívar, y de una guerra entre realistas y patriotas, que se saldó definitivamente recién en 1824 con la Batalla de Ayacucho, así como en un contexto de profunda postración económica, guerras civiles y un periodo turbulento de pugnas entre monárquicos constitucionalistas, conservadores y liberales, junto a las ambiciones domésticas de una sucesión de caudillos militares, lo que menos podía interesar, seguramente, era el perfilamiento y la reivindicación de un nuevo proyecto urbano y arquitectónico para la naciente república15. La República no se había creado para ello, al menos como tarea prioritaria, si es que se piensa que toda alusión a la arquitectura y el urbanismo se reduce apenas a una dimensión banal de lo bello, el lujo o la ornamentación urbana del poder. Desde el primer día, aun en su omisión explícita, la naciente República tomó, a partir de 1821, una serie de decisiones dirigidas a transformar en algún sentido —a través de la reutilización de las preexistencias o la construcción de las pocas obras nuevas— las formas de producir y percibir la arquitectura, la ciudad y el territorio.
La revolución emancipadora no significó, en verdad, ninguna revolución en la estructura, función y significado de la arquitectura y la ciudad. No era posible tal hecho y menos por la naturaleza e intereses en pugna de gran parte de la elite peruana que convirtió la lucha emancipadora —a diferencia de lo ocurrido en Argentina, Colombia y Chile— en una causa enarbolada sin más convicción que un cambio del statu quo para no cambiar. Por lo menos hasta mediados del siglo XIX, el Perú seguía siendo ese cuerpo colonial vestido de traje republicano al que siempre aludía Jorge Basadre. Este era un destino casi previsible. Al no haber sido la independencia producto de una profunda revolución social, hecho que debería haberse traducido en una República de indios o mestizos, lo que sobrevino fue un régimen de una total precariedad estructural e institucional, en el que la única certeza fue la persistencia de las formas y contenidos del antiguo régimen colonial. Como sostiene Pablo Macera:
El vacío del poder producido por la independencia política resultó demasiado grande para las elites criollas, fragmentadas en grupos adversarios irreconciliables y empobrecidas desde mediados del siglo XVIII [...]. Los indios continuaron bajo un régimen servil durante todo el siglo XIX y aún después. La esclavitud negra fue mantenida hasta mediados del siglo XIX para ser remplazada por la dura trata de chinos. Las bajas clases medias y los sectores populares urbanos debieron resignarse a ser una clientela patrocinada por la reducida elite de criollos que juraron la república sin abjurar de la conquista (1978, pp. 179-182).
La otra parte de la elite criolla, la que se hizo como un apéndice sumiso de la nobleza española, no solo siempre se opuso a la independencia, sino que siempre apostó por mantener el orden virreinal. La sentencia de Jorge Basadre es concluyente:
Cabe decir que, por causas complejas, el Perú jugó desde 1810 la carta de España y que aun después de 1821, muchos peruanos la jugaron. No fue ella la que ganó la partida. Por eso, el país que había sido el más prominente de América del Sur antes de la llegada de los españoles, entró a la vida independiente rodeado de condiciones desfavorables y tuvo, en el siglo XIX, el más infortunado de su maravillosa historia. El precio de la intervención colombiana en la guerra de la independencia fue la separación del Alto Perú, la pérdida de Guayaquil, la guerra de 1829 que, a su vez, significó el primer contraste militar y la amenaza sobre Tumbes, Jaén y Maynas (2005, I, p. 106).
La ausencia de una auténtica energía utópica republicana, liderada desde dentro del país —como había sucedido con muchos próceres americanos, entre ellos, Francisco Miranda, dotado de un notable conocimiento de la arquitectura y el urbanismo— tampoco pudo esbozar siquiera los perfiles de un nuevo paisaje republicano para sus ciudades, hecho que recién empezó a perfilarse a mediados del siglo XIX.
Los primeros años de vida republicana no estaban hechos para emprender nuevas construcciones ni instaurar una nueva narrativa intersubjetiva en términos de arquitectura y urbanismo. Pero no solo por las complejidades y contradicciones surgidas en torno al sentido mismo de la independencia y posterior campaña para concretarla, sino por la total bancarrota económica y postración en la que se encontraba el país, que hizo imposible o extremadamente difícil cualquier nuevo emprendimiento de desarrollo. El paisaje de miseria y desaliento generalizado de los primeros años del Perú poscolonial se había constituido en una piel viva a vista de todos. El testimonio de Hiram Paulding, marino norteamericano que había estado en el Perú antes en 1820 y de retorno en 1824 para entregar un despacho a Simón Bolívar, describe este paisaje sin subterfugios:
En el mes de mayo de 1824 fondeó nuestra fragata en el puerto del Callao, y aunque habían transcurrido cuatro años desde mi primer arribo á este punto, no parecía haber habido mudanza alguna en todo cuanto podía alcanzar la vista. Todo presentaba el mismo sombrío y lúgubre aspecto de siempre. El desierto arenoso, las paredes de barro, y los cobertizos oscuros de paja, de que se componen las casas de la miserable población, son á la verdad objetos que solo pueden inspirar sentimientos melancólicos (1835, p. 5)16.
Para Paulding el Perú de entonces parecía no tener esperanzas:
Todas las fuentes de las rentas publicas fueron cegadas: el poco comercio que quedaba, estaba en manos de extranjeros, quienes protejidos algún tanto por su carácter de neutralidad, se aprovechaban de la calamidad de los tiempos. Era tal el estado de cosas, que cualquier cambio que hubiese apenas podía esperarse que fuese peor (1835, p. 9).
En medio de la penuria generalizada y el estado de incertidumbre sobre el futuro del proyecto republicano, es probable que otro de los factores que influyeron en la ausencia de un interés por pensar este proyecto, también en términos de transformación del territorio y las ciudades, tiene que ver con aquello que Jorge Basadre señala como la falta de una «conciencia espacial» en el discurso y actitud de nuestros próceres de la independencia, a diferencia de personajes como Simón Bolívar o Andrés de Santa Cruz:
Los hombres que fundaron la República fueron generosos, idealistas y patriotas; pero les faltó tener una conciencia plena del Perú en el espacio y en el tiempo. No tuvieron una conciencia plena del Perú en el espacio, porque solo en 1829 quedaron estabilizados los límites en el norte; y, todavía, durante muchos años (hasta 1842) no quedaron fijos los límites por el sur y porque solo en 1851 se firmó un tratado incompleto con el Brasil, mientras quedaba sin deslinde definitivo hasta el siglo XX el resto de esa frontera y totalmente sin demarcación las de Colombia, Ecuador y Bolivia (2005, I, p. 222).
No obstante este estado de cosas y la serie de factores que incidieron en el accionar y la toma de decisiones por parte de las primeras jefaturas o gobierno de la República, los temas de la ciudad y la construcción no fueron ajenas —por presencia o ausencia— a la narrativa formulada desde el poder, la elite y la plebe. En esta dinámica es que se produjeron una serie de expresiones que, pese a no concretarse, configuraron de algún modo el desarrollo posterior de la arquitectura y el urbanismo republicano durante la segunda mitad del siglo XIX y, específicamente, a partir de la etapa de «Restauración» surgida tras la liquidación de la Confederación Perú-Boliviana en 1839. Esta situación coincide, asimismo, con el inicio de lo que la historia económica del país califica como el primer gran ciclo de expansión económica de la República: el periodo del boom de la explotación del guano de islas.
Cuando el sábado 28 de julio de 1821, ante una multitud expectante, José de San Martín, declamaba en la Plaza Mayor, las plazuelas de la Merced y Los Descalzos la proclama de la independencia del Perú, seguro que quedaba ya muy distante el resplandor de novedad irradiado por la Quinta de Presa que Pedro Carrillo de Albornoz y Bravo de Lagunas se hizo construir (1786-1798) como una primera evocación limeña del Petit Trianon, el pabellón de cuatro fachadas construido por Luis XV con vista a un sector del jardín del Palacio de Versalles, donde el refinamiento rococó francés se compone de una composición neoclásica conectada con la atmosfera campestre del rededor. La Quinta de Presa aspiraba a representar —en su perspectiva rotacional, la transparencia interior/exterior y la disolución del «patio» en una antesala abierta al exterior e interior— una especie de recusación enfática a la hispánica casona con patio.
En circunstancias en las que Lima se debatía entre los fuegos del ejército del Libertador y el ejercicio realista al servicio de la corona española, el barroquismo exuberante de casonas como la de José de la Torre Tagle, terminada de construir por sus antepasados en 1735, o casonas como la de Martín de Osambela, construida entre 1798-1808 como un híbrido entre la casona colonial tardía y una fachada de reminiscencias barrocas y neoclásicas, seguían constituyendo la señal omnipresente de una elite limeña que evocaba la tradición como un mundo inmutable. Ello no obstante que Matías Maestro (1766-1835) ya había empezado a reconfigurar el paisaje de la ciudad, con señales de una abierta codificación neoclásica, en algunos espacios emblemáticos como el Cementerio General (1808), el Colegio de Medicina de San Fernando (1811) o portadas mayores como la de la Catedral y de las iglesias más importantes de Lima, en los que la voluntad de instaurar un nuevo orden compositivo, de una estética limpia y directa, pudiera transmitir los ideales de un paisaje de la razón ilustrada y la secularización de lo sagrado.
La Lima de las dos primeras décadas del siglo XIX, en medio de una creciente decadencia y los ecos de un virreinato en convulsión continua, no estaba para procesar y convertir en cuestión pública la controversia estilística y los cambios en la ciudad. Alexander von Humboldt, en una carta del 18 de enero de 1803, remitida a Ignacio Checa, gobernador de la provincia de Jaén de Bracamoros, describe la sociedad y el paisaje urbano de la Lima de entonces como una completa decepción por su aridez, suciedad, carencia de vida cultural y una elite social ocupada más en los juegos, a pesar de estar completamente arruinada. Para Humboldt, Lima, era un «castillo de naipes» y un lugar que «está más alejada del Perú que de Londres» y el «último lugar de América en el que nadie quisiera vivir»17.

3 | República temprana. Interiores domésticos
Este paisaje de decadencia y miseria parecía no ser solo una imagen del mundo urbano exterior. Si bien el universo doméstico de la elite peruana podía conservar cierta prestancia y decoro, la situación de la arquitectura institucional desde su espacialidad interior reflejaba igualmente ese generalizado estado de ruina y pesadumbre en el que tuvo que funcionar la naciente República. Esta era la situación de uno de los nominalmente más representativos edificios de un país, la casa de gobierno, con la que se encontró en 1823, Robert Proctor, un viajero inglés de visita entonces por Lima. La casa de gobierno le produjo una impresión desagradable y de desdicha, por su aspecto de mercado de tiendas ruines en el primer piso y una deteriorada magnificencia18. Esta Lima poscolonial no solo no había cambiado ese paisaje de decadencia al que todos los viajeros al unísono hacen referencia, sino, por el contrario, se encontraba totalmente sumida en la ruina y el desaliento generalizado.
En medio de este paisaje gris y ciudad en zozobra constante, las «quintas» o casas de haciendas, que entonces representaban arquitecturas menos ortodoxas y sometidas a la tradición, probablemente eran los únicos espacios de vida proactiva. La quinta de la Magdalena, ocupada por el virrey Joaquín de la Pezuela (1816-1821) y luego residencia de José de San Martín (1821-1822) y Simón Bolívar (1823-1826), así como la casa hacienda Punchauca, donde se produjo la célebre entrevista entre el general José de San Martín y el último virrey José de la Serna para intentar sellar en definitiva la independencia del Perú, parecían artefactos menos ortodoxos y más liberados de los rigores de una composición preestablecida y sometida a la tradición hispánica. En medio de un valle y los campos de cultivo, estas quintas y casas haciendas marcaban los acentos de un paisaje que en ese momento reflejaba un solo matiz: abandono, esclavitud y miseria que llamaba la impresión de los forasteros de entonces.
Cuando se declaró la independencia del Perú es probable que en la base de los dilemas que acosaron a los peruanos, sobre todo a la elite criolla, entre su apego a la corona española y la causa realista o integrarse a la causa patriota y luchar por la independencia; entre optar por una monarquía constitucional o una república de pleno derecho, entre otras disyuntivas, también estaba en juego la aspiración a continuar con las reformas de la ciudad emprendidas en la última parte del siglo XVIII en ciudades como Lima, Arequipa y otras importantes. Reformas que la elite criolla ilustrada de la Sociedad Amantes del País del Mercurio Peruano (1791-1796) había coadyuvado a difundir y, esta vez, con Hipólito Unanue participando en la jefatura republicana, aspiraban a concretar. El advenimiento de una vida menos clerical y más profana, rodeada de libertad y disfrute colectivo, había ya conseguido instituirse como los códigos de una ciudad ilustrada y «moderna». Este era el sentido de espacios como la Alameda de Los Descalzos, el Paseo de Aguas o la Alameda de Acho en Lima, o la Alameda de La Chimba en Arequipa, la Alameda de Ayacucho. Estas actuaciones, junto con obras de saneamiento y mejor administración urbana, y el surgimiento de una nueva estética menos densa e introvertida, como la de la arquitectura hispánica, se hicieron potencial demanda republicana.
Es probable que estos temas no aparecieran explícitamente en el debate político y cultural como parte de la lucha emancipadora. Como es probable que al respecto se haya producido un consenso establecido, como había ocurrido frente a una serie de medidas emprendidas por el cabildo en temas de limpieza, seguridad y nuevas construcciones. Sin embargo, es posible también que, entre la aristocracia local de origen español, la nobleza criolla, la clase media y plebe criolla se hayan producido matices inadvertidos. En cualquiera de los casos, el arribo del Ejército Libertador al Perú se produjo en medio de un ambiente nacional jalonado aún por dos sucesos concatenados: por un lado, los ecos de una serie de rebeliones antimonárquicas y antilimeñas, como las producidas entre 1811 y 1815 en Tacna, Huamanga, Tarma, Huánuco y Arequipa, siendo la más importante, por su extensión y trascendencia, la rebelión antihispánica liderada en el Cusco por los hermanos Angulo, José Gabriel Béjar y Mateo García Pumacahua. Y, por otro lado, el ambiente de desmovilización generada por la represión y contraofensiva española para desactivar los focos insurreccionales y recuperar los territorios rebeldes en Venezuela y Colombia como parte de la restauración absolutista de Fernando VII en España.
En este contexto el debate público se hizo soterrado entre monárquicos y republicanos, o entre separatistas y patriotas, así como entre quienes optaban por posturas intermedias o reformistas del cambio sin cambio. Como sostiene Peter Klarén, liberales como José Baquíjano, Hipólito Unanue, Manuel Lorenzo Vidaurre, Francisco Javier Luna Pizarro y otros, «[e]ran reformistas y constitucionalistas, no separatistas o revolucionarios» (2004, p. 166). Algunos de ellos, ante la hora de las definiciones, como Faustino Sánchez Carrión, optaron por la causa patriota y un abierto apoyo a la causa republicana sin ningún tipo de tutela monárquica.
Las primeras medidas que adoptaron José de San Martín y Simón Bolívar con implicancias directas e indirectas en materia de territorio, urbanismo y arquitectura se produjeron en un contexto donde la traición, la deslealtad y el cambio de bando de un extremo a otro entre los miembros prominentes —incluyendo a los dos presidentes José de la Torre Tagle y José de la Riva Agüero— había adquirido una patética normalidad. Por ello, cuando José de San Martín ingresó a Lima la noche del 12 de julio en el tramo final de su campaña libertadora, ni él mismo sabía en qué concluiría esta gesta, habida cuenta de las disensiones o el desaliento locales y la presión ejercida desde el norte por la campaña y figura de Simón Bolívar. Pero es posible que en este escenario el único que sí sabía qué hacer fuera el polémico y perspicaz Bernardo Monteagudo. No solo había acompañado a San Martín en su campaña del sur, sino que también se quedó en el Perú al lado de Simón Bolívar para conceptuar y hacer efectivas, hasta donde fuera posible, las primeras iniciativas de transformación republicana de la ciudad y la arquitectura.
Este es el inicio y el contexto de un periodo fundacional de la arquitectura y el urbanismo republicanos que se hizo patente por actuación u omisión a través de los diversos gobiernos que se sucedieron desde el «Protectorado» de José de San Martín (1821-1822), la «Jefatura Suprema» de Simón Bolívar (1824-1826), hasta el gobierno de Andrés de Santa Cruz como el «Protector Supremo» de la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839), contando en medio con una seguidilla de personajes investidos como «presidentes» del país, cada quien con un periodo de ejercicio más breve que el anterior y bajo diversas condiciones: como «supremos delegados», «jefe interino», «encargados del despacho», «presidente del consejo de gobierno», «presidente provisorio» o «presidente constitucional». Desde la jefatura de Francisco Javier de Luna Pizarro (1822) como presidente del Congreso Constituyente hasta Agustín Gamarra Messía (1838-1841) como presidente provisorio y luego constitucional, la relación es extensa como reveladora de la profunda inestabilidad y fragmentación política de los primeros años de vida republicana. La «arquitectura» de la República temprana resultaba tan precaria o casi inexistente como la arquitectura y el urbanismo enunciados, apenas como ideal difuso e impracticable —cuando ocurrió tal cosa—, en contados episodios de nuestra República temprana. Aquí la ausencia es el mensaje por dilucidar.
1.2. Ciudad, urbanismo y arquitectura. Entre el Protectorado, la dictadura y el caudillaje militar
El Protectorado de José de San Martín. La arquitectura y urbanismo imaginado (1821-1822)
En el dominio de los espejismos, la arquitectura efímera puede resultar a veces más elocuente y sugestiva como alegato y símbolo de poder que aquella arquitectura construida de pregnancia visual opaca y de signos a veces indescifrables. Probablemente esta disyuntiva, como la apuesta por el dominio de lo fantasmagórico, estuvo presente entre quienes durante nuestra República temprana se encargaron de producir y distribuir los símbolos del nuevo poder y el ideal republicano. En un contexto de empobrecimiento extensivo la segunda alternativa, la de producir una obra perdurable, constituía una completa quimera.
En las difíciles circunstancias de los primeros días y meses de la declaratoria de la independencia, en un contexto de economía de guerra y una campaña militar aún no culminada con el ejército realista, podía resultar hasta temerario o irresponsable por parte de José de San Martín y su plana mayor plantearse un plan de obras públicas para transformar la ciudad de Lima u otras ya emancipadas. Sin embargo, tanto él como Bernardo Monteagudo conocían perfectamente el valor simbólico y pedagógico de la arquitectura y el urbanismo monumental, aunque sea de carácter efímero y evocador. El dilema estaba servido. El gobierno del Protectorado sanmartiniano, con Bernardo Monteagudo al mando del ejecutivo como el principal operador ideológico del Libertador, optó por la operación menos onerosa y más efectiva en las circunstancias descritas: retirar todos los emblemas que aludieran a la monarquía española y al régimen colonial, así como renombrar y resignificar los nombres de calles, plazas y otros espacios emblemáticos de la ciudad19.
En términos de «guerra psicológica» y captura del dominio de los imaginarios del pueblo, «la política de símbolos del general San Martín comenzó antes de su entrada a Lima» (Ortemberg, 2014, p. 229). Desde su desembarco en la bahía de Paracas, el 8 de setiembre de 1820, el diseño de la campaña de propaganda implicaba la construcción de un universo simbólico, complejo y diverso, que incluía mensajes textuales hasta alegóricos de un alto contenido alegórico como es el caso de la creación de la bandera y otros símbolos patrios, así como la elección de algo absolutamente primario y seminal: el «color oficial» rojo y blanco que debe identificar a todo un país transformado en república. En este caso la producción de impresos, actos e imágenes adquirieron el sentido de un potente dispositivo ideológico de persuasión simbólica en pro de la causa emancipadora.
Más allá de la asimilación del formato y estructura de los rituales del poder monárquico-colonial para la ejecución de todos los actos públicos del Protectorado sanmartiniano, al que luego se incorporarían enunciados y acciones en términos de arquitectura y el urbanismo, el primer gran acto público fue sin duda la declaratoria de la independencia. En función de la puesta en escena, la coreografía social con arquitectura y urbanismo efímeros instalados, tal evento histórico fue indiscutiblemente el primer acto performático en el que se sentarían las bases de una narrativa simbólica tan contundente como ambivalente, no solo en términos de la adopción casi empática de las formas monárquico-cortesanas de los rituales y fiestas del poder, sino también en los modos de producción y distribución de imágenes y símbolos desde la autoridad hacia la plebe. Sobre el evento, Pablo Ortemberg señala lo siguiente: «La proclamación de la independencia, el sábado 28 de julio, fue un importante golpe de teatro que San Martín juzgó imprescindible llevar a cabo para sellar su alianza con la elite limeña, pues había prometido respetar todos los privilegios. Sin duda cada detalle fue pensado» (2014, p. 237).