Kitabı oku: «Ciudad y arquitectura de la República. Encuadres 1821-2021», sayfa 7
Gran parte de las medidas adoptadas por Bolívar durante su gestión como «Encargado del Poder dictatorial» en el Perú en referencia a los temas del territorio y la ciudad tenían como objetivo impulsar la reactivación de la maltrecha economía nacional a través del restablecimiento o ampliación de la infraestructura de comunicaciones terrestre y marítima (puertos, caminos, puentes), afectada como consecuencia de los años de campaña independentista y la postración económica consiguiente. Diversas iniciativas no fueron nuevas. Se actualizaron —hasta donde lo permitían los escasos fondos públicos— varios de los proyectos de saneamiento urbano, ordenamiento de poblaciones e intercomunicación regional que habían sido promovidos desde los tiempos de la reforma borbónica de la segunda mitad del siglo XVIII. Uno de sus principales gestores fue, sin duda, Hipólito Unanue, entonces ministro de Hacienda, de Gobierno y Relaciones Exteriores (1824-1825) de Bolívar y que, desde las páginas del Mercurio Peruano (1791-1795) y la Sociedad Amantes del País, había sido un impulsor comprometido con un programa de desarrollo de la infraestructura productiva del país y el saneamiento de las ciudades.
Durante su jefatura, Bolívar dispuso la ejecución de obras para mejorar el sistema de abastecimiento de agua en la ciudad de Lima, en particular en el área circundante a la Plaza la Inquisición y la Casa de la Moneda. Asimismo, con la aquiescencia de Hipólito Unanue, se exploró, en 1826, la posibilidad de instalar una línea férrea entre Lima y Callao, obra que recién se llevó a cabo entre 1848 y 1858, gracias al impulso del gobierno de Ramón Castilla.
Para Bolívar, la reactivación económica y el mejor control del territorio dependían de una mayor red de caminos que debían unir las zonas de producción, las ciudades y los puertos de intercambio comercial. Una de sus prioridades consistió en el reemplazo de los «caminos de herradura» por «caminos de ruedas», como el que propuso para unir Cusco, Puno y Arequipa hasta la costa del Pacífico. En este esfuerzo se ubican, asimismo, las obras de interconexión entre la región del Altiplano y las obras propuestas para potenciar el puerto de Arica.
Junto al desmembramiento del territorio nacional, otro de los fenómenos que surgieron con las primeras medidas adoptadas por la naciente República fue la dispersión poblacional o su reconcentración en algunos poblados. Ello debido al confiscamiento o desactivación de conventos-poblados como el de Ocopa (Huancayo) y numerosas haciendas de propiedad de españoles u órdenes religiosas. Otra medida que tuvo efectos en este ámbito fue la «privatización» del territorio de propiedad de las comunidades campesinas, no solo con el objetivo de que cada uno de los miembros de una comunidad se conviertan en «propietarios privados» de un lote, sino que los hacendados latifundistas o grandes capitales foráneos pudieran tener acceso a la posesión de grandes extensiones de terreno a costa de la población indígena. En esta línea, Bolívar dispuso por un decreto del 3 de julio de 1825 la desaparición de los cacicazgos y los espacios comunales para convertirlos en un conjunto de pequeños propietarios. Asimismo, por presión de los grandes terratenientes, restituyó el tributo indígena que había sido derogado por San Martín. Con estas medidas Bolívar no hacía sino ratificar su defensa del liberalismo económico y el mercado libre al servicio de los grandes latifundistas y el capital mercantil foráneo, en medio de una inocultable distancia de las reivindicaciones indígenas.
El impacto de la jefatura de Bolívar en el ámbito urbano quedó más patente en el rubro de los proyectos que de las obras concretas. Como había sucedido durante el Protectorado de José de San Martín, la República debía ratificar su voluntad de secularización de la cultura y la vida de la población a través de la creación y construcción de un nuevo tipo de institucionalidad urbana y nacional, como son el parlamento, las bibliotecas, los museos o escuelas, mercados, cementerios, baños públicos, parques y alamedas, entre otros equipamientos de raigambre republicana. Durante la gestión de Bolívar se fundaron colegios en algunas ciudades del país, así como se promovió esa narrativa ilustrada —impulsada desde los tiempos del Mercurio Peruano— en pro del legado prehispánico del Perú.
El Cementerio General de Lima, proyectado por Matías Maestro (1808) en los extramuros de la ciudad como parte de la nueva política ilustrada de clausurar los entierros en los conventos, prosiguió en los primeros tiempos de la República en otras ciudades. En 1826 se construyó el cementerio Apacheta en Arequipa, al que seguirían luego otros proyectos de similar formato en diversas ciudades del país.
Bolívar puso en práctica todos aquellos mandatos emanados de algo que podría designarse como el «proyecto urbano ilustrado»: registros o padrones de población actualizados, cartografía nueva, racionalización y eficiencia administrativa conectada con el tema del incremento de tributos. En referencia a los nuevos planos de ciudades, junto a esa nueva serie cartográfica levantada desde los primeros días de la campaña de San Martín, la jefatura de Bolívar dispuso, asimismo, la ejecución de nuevos padrones (como el de Lima en 1824) y una nueva cartografía para ciudades como Paita e Ilo, Tarapacá, Cusco, Cerro de Pasco y la capital del Perú, en este último caso el plano fue ejecutado por Matías Maestro. Leonardo Mattos Cárdenas considera este levantamiento como el «primer plano republicano de Lima» (2004, pp. 189-190).
Para quien poseía, como Simón Bolívar, una particular sensibilidad y exigencia por la validación del poder como espectáculo público y celebración patriótica, el ritual de los homenajes a su figura, junto al de las manifestaciones destinadas a resaltar los valores republicanos, se convirtieron prácticamente en un asunto de Estado. La cuestión de las diversiones públicas y los espectáculos cívicos formaron parte de un proyecto social y urbano ilustrado en el que la comedia (el teatro), los desfiles, así como las fiestas de la independencia, la instalación de los árboles de la libertad y otras instalaciones efímeras, debían servir para enarbolar los valores de libertad, justicia, conciencia cívica, entre otros preceptos republicanos. Junto a la parafernalia de los arcos triunfales decorativos, carretas alegóricas, calles alfombradas de flores y las fiestas públicas de recepción del jefe supremo que recogía aquello que Mattos Cárdenas identifica como un gusto jacobino y napoleónico (2004, p. 197).
Junto a esta nueva dinámica urbana y como complemento a ello, Bolívar dispuso algunas medidas para proseguir iniciativas como las del proyecto de la reforma de la Calle del Teatro propuesta por San Martín y el levantamiento de monumentos en diversos espacios públicos. Durante su gestión se tomaron medidas para el arreglo de alamedas, paseos y jardines, así como la construcción de mercados cubiertos, baños públicos (como los baños de Yura, Arequipa) y espacios circunstanciales para los circos ecuestres. La creación de diversas escuelas y colegios, como el Colegio de Ciencias y Artes del Cusco, el Colegio de San Carlos en Puno y Colegio de las Ciencias y las Artes de la Independencia Americana en Arequipa, en edificios preexistentes implicaron indiscutiblemente un pensar la arquitectura educativa desde nuevas perspectivas ideológicas. En 1824, luego del triunfo de la Batalla de Ayacucho que sellaría definitivamente la independencia de España, Bolívar dispuso el levantamiento de una columna conmemorativa en el lugar de esta gesta, la pampa de la Quinua. Y en 1825, el Congreso decretó el reemplazo de la columna trajana de la Plaza de la Inquisición, «diseñada» por Bernardo Monteagudo en homenaje a José de San Martín, por un monumento ecuestre esta vez en homenaje a Simón Bolívar, el cual fue instalado recién en 1859 luego de una serie de controversias.
Caudillismo militar y la Confederación Perú-Boliviana. Territorio, ciudad y arquitectura sin país
Uno de los factores que contribuyó decididamente al debilitamiento de la República temprana fue el llamado militarismo encabezado por una serie de caudillos empoderados por los triunfos de Junín y Ayacucho y que, por tal razón, argüían derecho a todo. Pero esta no fue la única razón para tal situación. En medio de un tejido social desestructurado, la ausencia de un claro liderazgo civil republicano, una elite limeña y provinciana sumida en pugnas faccionales, y un contexto de conflictos limítrofes con Bolivia, Chile y la Gran Colombia, los militares encontraron el caldo de cultivo ideal para concretar sus ambiciones y desmanes. La lista es extensa: José de la Torre Tagle (1779-1824), quien ejerció el gobierno en cuatro oportunidades y murió en la fortaleza del Real Felipe, acusado luego de conspirar con los españoles contra la independencia; José de la Riva Agüero (1883-1858), designado como el «primer presidente» peruano; José de la Mar (1826, 1827-1829); Agustín Gamarra (1785-1841), dos veces presidente del Perú en 1829-1833 y 1838-1841; así como Andrés de Santa Cruz (1792-1865), dos veces presidente, 1826-1827, y luego, entre 1836-1839, Supremo Protector de la Confederación Perú-Boliviana29.

7 | Arco de Santa Clara. Cusco, 1835
Dibujo de Marco Carbajal Martell, 2020.
Más allá de las diferencias en términos de actuación militar y política, todos tenían algo en común: haber participado en la campaña emancipadora. Se autodenominaban los «señores de la República» o los «mariscales de Ayacucho». Cada uno de ellos creía encarnar, por ello, el derecho a representar los intereses de la naciente República y dirigir los destinos del país. Este hecho se cumplió de alguna manera para todos ellos, aunque sea por algunos días, tras convertir sus aspiraciones personales en un gran negocio vía los «impuestos de guerra» o la apropiación de inmensas propiedades de terrenos confiscados a la iglesia o a los españoles terratenientes.
Las pugnas intermitentes entre las diferentes fracciones políticas y los «ejércitos» privados de cada caudillo generaron tal anarquía e inestabilidad político-institucional, que se tradujo, entre otras cosas, en el hecho de que, entre 1821 y 1845, se sucedieran 53 gobiernos, seis constituciones y diez congresos convocados, disueltos o autodisueltos. Este es el resultado histórico del caudillismo autoritario y de esa «anarquía pestilente» a la que se refiere Eugène de Sartiges (1850), que caracterizó en estos términos la política de estas dos primeras décadas. La consecuencia más evidente y perniciosa del militarismo peruano poscolonial fue el obstáculo que representó para la formación del Perú como un Estado-nación libre, soberano y democrático.
Los gobiernos casi siempre provisorios que continuaron al de Bolívar, como el de Hipólito Unanue, José de la Mar, Andrés de Santa Cruz, así como de Agustín Gamarra, Luis José de Orbegoso o Felipe Santiago Salaverry y otros, prosiguieron —dentro de las mínimas posibilidades que existían, debido a la escasez de fondos, las pugnas caudillistas y la anarquía política institucional— con las tareas de rehabilitación de caminos, pueblos y saneamiento urbano. Se trataron siempre de pequeñas obras. Durante la jefatura de Andrés de Santa Cruz (1826-1827) se dispuso la reedificación de los «pueblos patriotas» de Santa Rosa de Saco, Chacapata y San Jerónimo de la Oroya, destruidos por los enemigos a la convocatoria de Santa Cruz. Un decreto del 14 de julio de 1827 aprobó similar medida, y por las mismas razones, para la ciudad de Huanta.
Siempre con el objetivo de mejorar la transitabilidad de los caminos y puentes, así como resolver el siempre grave problema del saneamiento urbano, el Congreso Constituyente de 1828 impulsó, por ejemplo, una serie de obras como la instalación de puentes en Tinta y Combapata, así como las obras de tajamar en el río de Sicuani y la rehabilitación y ampliación de las obras abastecimiento de agua y de saneamiento urbano en Tacna, Moquegua y Arequipa. En esta zona sur del país se impulsaron, asimismo, diversas obras de pequeñas irrigaciones para impulsar la actividad agrícola. Además, el 9 de setiembre de 1829, se dispuso la construcción de cementerios en Pachaguay y Pitay, en Arequipa. Por entonces tal vez los únicos proyectos de impacto nacional fueron el plan de construcción del muelle del Callao, tal como se estipula en sendos decretos del 30 de enero y 7 de mayo de 1830, y el camino a Pasco, por un decreto del 14 de febrero de 1832, con el objetivo de potenciar la explotación minera de la zona.
Las obras de ornato conectadas entonces a la cuestión del saneamiento fueron parte del incipiente programa urbano de los primeros años de vida republicana. Un caso interesante de reforma urbana se produjo en Arequipa y en Moquegua. En este caso el modelo de reforma de la Calle del Teatro fue replicado en 1829 con la propuesta de una nueva calle en Arequipa vía la expropiación de terrenos de propiedad del convento de Santo Domingo. El argumento alude a la:
[...] manifiesta utilidad pública en la apertura de la nueva calle que se trata de verificar en esta ciudad, aprovechándose al efecto de la huerta del convento de Santo Domingo, siendo además útil su enajenación á los Religiosos de dicho convento cuyas comodidades interiores en nada se perjudican con la separación del enunciado terreno [sic] (decreto del 10 de junio de 1829, citado en Oviedo, 1861, VI, p. 242).
Un caso singular representa la propuesta de apertura de nuevas calles en la ciudad de Moquegua, aprobada por la Junta Departamental de Arequipa, por decreto del 1o de setiembre de 1829. Los argumentos revelan la adopción y continuidad de los conceptos y principios tipológicos y estéticos del nuevo proyecto de ciudad republicana que se quiere construir. Las razones no solo aluden a las pésimas condiciones sanitarias de un lugar, sino también a valores como los de la belleza, la comodidad y el bienestar. El considerando II de la resolución confirma precisamente este parecer: «Que la dicha apertura influye en el aseo y dignidad de la población al paso que también consulta la utilidad y desahogo de los habitantes, su salubridad, bienestar y comodidad» (Acuerdo de la Junta Departamental de Arequipa, citado en Oviedo, 1861, VI, p. 242). Sobre la base de este y otros argumentos análogos, la resolución acuerda:
Art. 1. Se permita y apruebe la apertura de la calle que insinua el sindico personero de la benemérita ciudad de Moquegua desde el cerro llamado San Bernabé al denominado Cacollo [...]. Art. 2. Queda á cargo de la muy honorable Junta con intervención del Gobierno delinear dichas calles con las indispensables calidades de que se formen perfectamente rectas con diez varas cuando menos de latitud; que en su medio se ponga una arboleda, para que el oxígeno que despidan las plantas atempere la ardentía del clima y las demás que crea conveniente, y á que no haya la menor irregularidad en los edificios [sic] (Oviedo, 1861, VI, p. 242).
Siempre se pensó que la llamada «calle arbolada» fue introducida en el urbanismo limeño con la reforma neobarroca de corte haussmaniano emprendido a partir de la década de 1870. La conciencia sobre la importancia del verde urbano, en materia de salud y bienestar, asociado a la calle diseñada con geometría clara y precisa, en esta normatividad de 1829 se revela —más allá de la escala de la vía y el uso no recreativo de esta— la aparición temprana de este tipo de calles. Pero el caso de Moquegua no representa la única intervención de este tipo promovido durante este periodo, ya que se produjeron otras iniciativas en diversas ciudades del Perú.
El «proyecto» de la Confederación Perú-Boliviana
Presidente de la «Junta de gobierno» del Perú (1827), presidente de Bolivia (1829-1839) y «Protector de la Confederación Perú-Boliviana» (1836-1839), el mariscal Andrés de San Cruz representa en sus propósitos y veleidades napoleónico-andinos, la situación de un territorio e institucionalidad gubernamental fragmentados y casi en completo descontrol.
Puede resultar excesiva —por desconocer la experiencia previa y ponderar en desproporción una gestión determinada— la referencia a los tiempos de la Confederación dirigida por Santa Cruz como el inicio de lo que Ramón Gutiérrez denomina específicamente la historia de la «arquitectura poscolonial peruana» en su Arquitectura y urbanismo en Iberoamérica (1983, p. 377). Sin embargo, no se puede desconocer que el mariscal boliviano, igualmente imbuido por la estética napoleónica y jacobina de glorificación del poder aprendida de Bolívar, propuso y logró concretar en parte una serie de iniciativas relacionadas con las cuestiones del saneamiento y ornato, el mejoramiento y expansión de caminos y puentes, entre otras obras.
Andrés de Santa Cruz —como en este caso, también trataba de emular al Bolívar de la Carta de Jamaica— tenía una obsesión pannacionalista de reestructuración territorial en escala continental. Más allá del proyecto de la Confederación que unía a Bolivia y al Perú dividido en dos Estados (el Estado Norperuano, el Estado Surperuano), lo que en realidad pudo haber sucedido, si es que la historia y sus actores no hubieran actuado como lo hicieron, es que el Perú experimentara otro capítulo infame de desmembramiento territorial con el anexamiento del territorio del Estado Surperuano a Bolivia y parte del Estado Norperuano al Ecuador. En este contexto de intereses geopolíticos y personales, Andrés de Santa Cruz, durante sus dos jefaturas, promovió medidas tendientes a reorganizar y «modernizar» el aparato de la administración pública y la organización político-administrativa del territorio. Así, reinstaló el sistema de las estadísticas nacionales, y promovió un nuevo censo de población y actividades del conjunto del país. En su afán de disminuir el peso económico del puerto de Valparaíso, declaró el comercio libre en los principales puertos del Perú y dispuso una serie de medidas para la reactivación de la producción minera, agrícola y ganadera, lo que traería consigo procesos contradictorios de desplome o reactivación de una serie de obrajes textileros en la región del Cusco, Puno y Arequipa.
El mariscal Andrés de Santa Cruz no solo era un personaje de su tiempo, sino alguien urgido de todo lo que significa el poder y el culto a la personalidad casi en los mismos códigos de la glorificación del poder de inspiración napoleónica, jacobina y neoclásica con algunos acentos de romanticismo épico. Su predilección por los arcos del triunfo se tradujo, por ejemplo, en el levantamiento de un magnífico e imponente arco triunfal como el Santa Clara en el Cusco (1835), edificado para celebrar la unión del Perú y Bolivia en el proyecto de la Confederación. Se trata de un arco de composición neoclásica, con columnas jónicas sobre pedestales y tres vanos de arcos de medio punto. Otro arco erigido por iniciativa de Santa Cruz es el arco de Zepita, Puno. Como cierre de esta serie de arcos celebratorios antes de la primera mitad del siglo XIX puede mencionarse el caso del Arco de la Independencia, erigido en Puno en 1847 (conocido posteriormente como el Arco Deustua) por el general Alejandro Deustua. Este arco, que incluye dos glorietas, es un ejemplo notable que expresa con convicción la voluntad de instalar un objeto perdurable de resignificación del vínculo de la ciudad y su territorio.
El fin del proyecto de la Confederación Perú-Boliviana, sellado en la batalla de Yungay (20 de enero 1839) con la derrota de las huestes de Santa Cruz por parte de las tropas comandadas por el mariscal Agustín Gamarra con apoyo del ejército chileno, representa igualmente el fin de lo que posiblemente representa el plan más ambicioso de reestructuración del territorio y la administración nacional durante el periodo de la República temprana.
1.3. La «otra» arquitectura de la República temprana
Arquitectura popular urbana y rural. Modernidad perversa
A lo largo de la historia republicana, en contraste con lo que normalmente pudo haber sugerido aquella historiografía oficial y limeñizada de la arquitectura y el urbanismo peruano, las primeras y otras señales de cambio y modernización en este ámbito no tuvieron lugar por primera vez en la capital, sino fuera de ella. Ello empezó a ocurrir, de modo intermitente, a partir del inicio de la década de 1830, sobre todo en diversas provincias y, específicamente, en el mundo rural de las grandes haciendas, así como en algunos emporios fabriles y centros mineros del Ande. Lo paradójico de este fenómeno es que este es consecuencia del advenimiento de un periodo de relativa prosperidad en el campo en medio del inicio de un incipiente ciclo de industrialización capitalista que terminaría por transformar su propia esencia e incrementar la explotación de la población indígena. Modernidad perversa.
En efecto, una de las expresiones más importantes, pero menos conocidas aún de la arquitectura y urbanismo de las primeras décadas de vida republicana, es aquella correspondiente a la «arquitectura rural» que entre la segunda mitad del siglo XVIII y la mitad del siglo XIX era posiblemente tan significativa, variada y compleja como la arquitectura urbana. Se trata de una serie edilicia de implicancias urbanísticas identificada con la vida doméstica y productiva desarrollada en el ámbito rural andino o costeño: desde la humilde choza con chacra, hasta la imponente casa hacienda señorial, pasando por la casa rural mediana, los tambos y las rancherías de los campesinos hasta los grandes obrajes y chorrillos textileros.
La independencia se logró por la convergencia de dos intereses contrapuestos: el de la elite criolla urbana de medianos y pequeños comerciantes, además de profesionales liberales que abogaban, desde Lima, por mayor autonomía, por un régimen burgués liberal y el desarrollo capitalista industrial y mercantil; y la elite provinciana de terratenientes que, con dicha autonomía, aspiraban, por el contrario, a restituir un régimen feudal de explotación del campo y la población indígena. Entre ambos sectores sociales de intereses contrapuestos existía un punto en común: excluir a la población indígena de cualquier participación y evitar a toda costa la posibilidad de una «república de indios» y que la población indígena logre empoderamiento alguno. Es esta contradicción de nacimiento de la República resuelto a favor de la elite terrateniente la que marcará, en sus múltiples facetas y tensiones consiguientes, la vida republicana de los siglos XIX y XX, en todos los aspectos de la vida social y material, incluyendo la arquitectura, el urbanismo y la configuración de nuestras ciudades.
Esta elite criolla provinciana y la aristocracia de la tierra también tenían otro punto en común: el racismo y el convencimiento de la superioridad del blanco europeo sobre la población indígena. Otro punto de acuerdo tenía que ver con la noción estamental de la sociedad. Como sostiene Alberto Flores Galindo sobre la aristocracia mercantil: «compartía con algunos grandes mineros y terratenientes y con la iglesia, una concepción estamental de la sociedad, según la cual esta era similar al cuerpo humano, cada órgano solo podía desempeñar una función» (1987a, p. 126); desde luego la cabeza la constituía esta elite. Bajo este criterio, tanto la elite como los hacendados sostenían que los campesinos y esclavos jamás podrían aspirar a formar parte de otro estamento.
En este contexto y entramado social, un fenómeno singular de la estructura económica poscolonial temprana es lo que Alfonso Quiroz denomina como la «rearcalización o ruralización» de la sierra, sobre todo en las zonas agrarias no ligadas a la minería (1987, p. 264). Este es un fenómeno que se produce por efecto de la crisis del empleo urbano y un mejoramiento relativo de la renta del trabajo agrícola. Como consecuencia de ello se registró cierto nivel de despoblamiento de las ciudades en contraste con el incremento de la población rural, debido, entre otros factores, a la disminución de la economía de subsistencia de bajos jornales en la costa y en las ciudades, así como la reducción de la oferta laboral, en contraste con un ligero incremento del empleo agrícola. Ello explicaría, entre otros factores, no solo el crecimiento de la población indígena registrada en la sierra durante los primeros años de la República, sino la «modernización» del campo en términos de infraestructura productiva y edilicia. En este periodo, mientras Lima y las principales ciudades del país se encontraban postradas y en un estado de crisis recurrente, el campo veía florecer chimeneas de progreso y arquitecturas nuevas o renovadas en su formato y lenguaje.

8 | Vista panorámica de Tacna
Dibujo de Leonce Angrand (15 de setiembre de 1849). Fuente: Angrand, 1972, p. 196.

9 | Vista panorámica de Arequipa
Dibujo de Johann Moritz Rugendas (10 enero de 1845). Fuente: Rugendas, 1975, p. 236.
En gran medida las pugnas caudillistas y las demandas regionales se encuentran paradójicamente en la base de este fenómeno de incipiente modernización capitalista que se produce fuera de Lima y en varios sentidos contra Lima o a pesar de la capital del país, como aconteció en extremo con la Confederación Perú-Boliviana. Aquí lo que se encuentra en juego es el afán del control político como consecuencia de la pugna entre los intereses de un capitalismo mercantil premoderno (concentrado en Lima) y los hacendados o terratenientes de raigambre colonial, que se resisten a perder sus privilegios frente a los intereses de un capitalismo industrial comercial moderno (de extranjeros e intermediarios nacionales emplazados en el sur) que aspira a construir una nueva relación entre ciudad y campo en beneficio de la articulación al mercado internacional británico. Este desencuentro de intereses es el trasfondo de pugna entre los «liberales» y «conservadores», entre los republicanos y los monárquicos, entre la democracia y la monarquía.
La postración económica que siguió a la declaración de la independencia, más las pugnas internas del primer militarismo y el abandono de numerosas haciendas por parte de sus propietarios españoles, tuvieron un indudable impacto en la vida rural poscolonial. A ello habría que sumar la importación creciente de los textiles provenientes de Inglaterra, lo que representó un duro golpe a la producción obrajera. En este contexto, la arquitectura doméstica y productiva rural ingresó en una fase de reclusión y deterioro, con excepción de aquellas grandes haciendas u obrajes de Cusco, Huamanga, Puno y Áncash de propiedad de criollos y mestizos que lograron mantener cierta actividad productiva. Aconteció lo mismo con quienes se articularon a las exigencias productivas y económicas de las casas comerciales y de almacenaje, instaladas en Arequipa y Puno, bajo el control de comerciantes e intermediarios ingleses, franceses y alemanes.
La arquitectura de varias de estas grandes haciendas, de propiedad de la elite criolla, mestizos empoderados y uno que otro hidalgo español que optó por quedarse en el Perú, procesaba en su estructura y composición una voluntad proclive a incorporar sin reparos las «novedades» de una impronta neoclásica y una racionalidad tecnológica acorde con las exigencias del paisaje y los nuevos procesos productivos. Resultan interesantes las anotaciones que sobre las casas hacienda efectúa el vizconde francés Eugène de Sartiges durante su viaje por el Perú y Bolivia entre 1833 y 1835. A través de ellas, Sartiges nos devela un mundo de arquitecturas y paisajes impensables, como la modernidad de algunas instalaciones y el nivel de cultura de muchos de los hacendados. En su viaje de Arequipa a Puno le pareció sorprendente que en plena puna existiera una hacienda como la de Tincopalca, propiedad de un inglés dedicado a la producción lanera que había aplicado nuevas técnicas y procesos de trabajo. La misma impresión, pero con más dosis de asombro, le produjo la hacienda Guaripampa en la ruta Puno a Cusco. Sartiges advierte que se trata de una hacienda que:
[...] merece nombrarse. Muestra con orgullo un jardín a la francesa con avenidas rectas y empedradas, con setos de verdor y glorietas tupidas. Esas glorietas no están en su sitio en una parte de América en donde muchas veces el sol brilla solo un día a la semana. Mas el gusto por la hermosa sencillez no existe en parte alguna del Perú (1947 [1850], p. 57).
Otra hacienda que le causó una magnifica impresión fue la hacienda de Pacuta, de propiedad de un hidalgo español desafecto de la monarquía española y los años de independencia, que mantenía su hacienda con los cuidados que el viajero francés no había visto en otras similares. Sartiges comenta que fue acogido por su anfitrión con:
[...] amabilidad perfecta. Sirvientes numerosos y bien enseñados, profusión de agua y de fuentes de plata, lecho con docel de damasco rojo, vajilla de plata recamada con escudos de familia, viejos vinos embotellados: había allí todo ese lujo de buena ley que se encuentra aún en algunos antiguos castillos de Francia, en el fondo de Auvernia o de Perigord (1947, p. 57).
Haciendas como Auquibamba, situada cerca de Abancay, de propiedad de un allegado al mariscal Andrés de Santa Cruz, y otras ubicadas en la ruta Andahuaylas a Huamanga, le sugieren a Sartiges anotaciones similares. Pero en todas ellas el viajero no deja de expresar su profunda impresión de la «brutal superioridad» de los hacendados con la población indígena y cómo esta se halla sometida y embrutecida por el aguardiente y el chacchado de la coca.
Una impresión similar a la de Sartiges respecto a las haciendas como un singular ecosistema social de hacendados refinados, explotación esclavista, modernidad tecnológica y arquitecturas inusuales en medio de un país empobrecido, es el que nos depara Flora Tristán en Las peregrinaciones de una paria, un relato de su estadía en el Perú entre 1833 y 1834. Se trata de la hacienda-ingenio de caña de azúcar del hacendado M. Lavalle, ubicada a dos leguas de Chorrillos con cuatro molinos, un acueducto propio y la refinería correspondiente, donde habitan «cuatrocientos negros, trescientas negras y doscientos negritos» (2003 [1838], p. 508). Entre una mezcla de asombro e indignación describe el complejo como uno de los mejores del Perú: