Kitabı oku: «Ciudad y arquitectura de la República. Encuadres 1821-2021», sayfa 8

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M. Lavalle ha hecho construir para sí una de las casas más elegantes. No ha economizado nada para su solidez y embellecimiento. Este palacete manufacturero está amueblado con gran riqueza y es del mejor gusto: alfombras inglesas, muebles, relojes y candelabros de Francia; grabados y curiosidades de la China; en fin, se ve allí reunido todo lo que puede contribuir a la comodidad de la existencia. M. Lavalle ha hecho construir también una capilla de buen gusto, sencilla, bastante espaciosa como para contener mil personas y con decoraciones muy apropiadas (2003, p. 514).

Sin los pormenores de una descripción completa de la casa hacienda, Archibald Smith también resalta las características productivas de algunas haciendas cercanas a Huánuco. Entre otras haciendas, le causó una magnífica impresión la hacienda Quicacan:

La bella hacienda o finca de Quicacan, del coronel Lúcar es un modela de industria y método según el estilo del país, y hasta donde sabemos, la muy distinguida familia de Echegoyen tiene en Colpa Grande la mejor hacienda de caña en el interior del Perú la cual se extiende nueve o diez millas a lo largo de las riberas del río, desde la ciudad de Huánuco hasta las cuestas que llevan a la montaña (2019, p. 196).

Muchos de los obrajes y casas hacienda ubicados en la costa y la sierra no distarían de los contrastes entre edificaciones patriarcales dotadas de modernidad inesperada en medio de un paisaje casi inexplorado y las deplorables condiciones de la población indígena. Aun así, se tendría que reconocer que la arquitectura de los obrajes del eje Cusco-Puno, de la zona de Vilcashuamán en Huamanga o de la zona de Conchucos, en Áncash, entre otros tantos repartidos en el territorio, probablemente irradiaban cierta mayor vitalidad respecto a la pesadumbre y el desconcierto poscolonial urbano.

Lo mismo debía acontecer por entonces, y después de la década de 1850, en las haciendas Huayoccari, Paucartica, Chuquicahuana o Quispicanchis en el Cusco. La hacienda Urcón en Áncash es otro ejemplo destacado. Podría señalarse lo mismo de las haciendas de la zona de Abancay, como Patibamba, Illanya o Yaca, que alcanzaron mayor desarrollo después de la mitad del siglo XIX.

La gran hacienda se estructura a partir de un patio o «cancha» abierta por uno de los lados que ordena el emplazamiento de la gran casa patronal (denominada comúnmente «casa hacienda»), dotada a su vez de una antesala exterior de ingreso y su galería omnipresente. Bajo esta lógica los otros componentes como la capilla, el trapiche, los talleres, las rancherías, establos y maestranzas adquieren el sentido de una configuración unitaria en medio de la diversidad de usos e imágenes. La arquitectura de este tipo de complejos que en una mayor escala alcanza a registrar la complejidad morfológica y funcional de una aldea urbana, proviene —en su estructura y lenguaje— de la casa hispánica urbana reconvertida, con dosis de monumentalidad, en una casa para irradiar prestigio y poder en medio de un territorio no civilizado. No obstante, se trata de una arquitectura con una notable voluntad de procesar con discreción lenguajes contrapuestos en armonía con el lugar, el entorno y las características del terreno y el paisaje circundante. Las casas haciendas del periodo poscolonial inmediato introducen en un plano más simbólico que estructural algunos códigos de modernidad neoclásica, tanto como la reestructuración de algunos espacios con el uso de tecnologías y materiales nuevos, como el fierro y el vidrio.

Si existe una condición compartida entre la arquitectura rural y la población indígena de este primer periodo poscolonial inmediato es que los cambios en ambos no fueron significativos respecto al pasado colonial: la población indígena seguía sometida al yanaconaje esclavista del hacendado, el pequeño terrateniente, la iglesia o las instituciones del poder virreinal, situación que no fue alterada esencialmente cuando, en 1854, se decretó la abolición del llamado «tributo indígena», primero abolido por San Martín en 1821 y luego restituido por Bolívar en 1826 debido a la presión de los terratenientes.

En este contexto, la arquitectura de haciendas, pero también otras expresiones de la arquitectura rural como la serie tipológica de rancherías, la choza-corral, los molinos, los tambos, talleres de telares, entre otros, encaran un encuentro complejo de lógicas de producir y consumir, validadas en dinámicas distintas y hasta contrapuestas. Por un lado, expresan no solo una síntesis innovadora en muchos sentidos, sino también una extraordinaria capacidad de condensación en la depuración de tipos contrapuestos: la tradicional «casa hispánica», y una construcción e imagen expresados en códigos de modernidad neoclásica o tecnológica30. Pero, por otro lado, reflejan en mayor o igual medida, una condición de subalternidad o sojuzgamiento de la población indígena, como lo demuestra la persistencia de instituciones casi feudales como la del yanaconaje, el «enganche» esclavista y el «tributo indígena», recién derogado en 1854. Es esta doble condición extrema de progreso y a la vez de albergar condiciones infrahumanas del campesino que caracteriza a la arquitectura rural, andina y costeña de los primeros años de vida republicana. Una expresión de modernidad socialmente perversa.

La arquitectura popular de este primer periodo tampoco experimentó transformaciones profundas debido a las razones ya expuestas relacionadas con la crisis económica, las urgencias sociales y las otras prioridades establecidas por la República temprana. Normalmente este tipo de arquitectura espontánea y autoconstruida reproduce en su raíz tipológica y su expresión simbólica un proceso de depuración de larga duración para evidenciar en el tiempo algún cambio significativo. Basta observar los grabados de Mauricio Rugendas o Léonce Angrand para ver la persistencia invariante en su filiación colonial de esta arquitectura popular urbana en la ciudad y el campo.

Una interesante descripción de la arquitectura doméstica rural vinculada con las diversas condiciones geográfico-climáticas del territorio andino se encuentra en las observaciones recogidas, asimismo, por Archibald Smith. En uno de sus viajes hacia Huánuco encuentra una diversidad de paisajes y edificaciones, por lo que se permite caracterizarlos en su construcción y arquitectura en diversos grupos. El primer grupo descrito alude a las casas de la puna y zonas frías en los que, a modo de antiguas casas prehispánicas, estas se construyen básicamente con piedra, tierra y paja.

En la casa de los gentiles, como los nativos llaman habitualmente a los viejos edificios que queremos describir (y en los recovecos en los que a veces se encuentran tesoros), el techo tiene un acabado de piedras y arcilla o tierra, de modo que resistan las fuertes lluvias que caen por estos lugares en ciertas épocas del año. Este tipo de edificio al no requerir madera, era muy recomendado en la sierra del Perú por la abundante presencia de mesetas frígidas sin bosques y cumbres casi inaccesibles; pero en localidades como Andaguaylla, donde el bosque rodea las viejas casas indias, los gentiles pueden recurrir a esta forma de edificación, debido a que no poseen el arte de la carpintería ni saben emplear correctamente todas las herramientas (2019, pp. 145-146).

Las casas de las zonas medio áridas y cálidas de las quebradas resultan menos cubiertas como algunas casas de Huaramayo cerca a Canta:

Un pequeño punto verde, con algunas pulcras chozas rodeadas de campos de alfalfa, y muchos fragmentos escarpados de las cercanas escalinatas […]. Observamos que una de estas humildes moradas, hechas de barro, caña y mimbre, estaba techada con una especie de liquen viviente; un sencillo estilo de arquitectura que nos dice que aquí el clima todavía es seco y cálido y que el lugar está protegido de los vientos fuertes y tormentas (2019, p. 157).

Mientras que, en las zonas de clima templado como Tarma, las casas poseen otra configuración y son construidas con otros materiales:

[…] las casas están, por lo general, techadas con tejas y las de mejor calidad bien soladas con yeso o estuco. Las más antiguas aún permanecen cubiertas de barro y arcilla roja sostenidas y cimentadas por fuertes vigas troncos y una capa de adobe y cañas o quincha. Los techos más anticuados son construidos con ligerísima inclinación, con salidas como escotillas de un barco en los ángulos más inclinados, para dar salida a la lluvia cuando cae con intensidad. El muro de la casa que describimos posee un pie o dos más alto que el techo, de este modo tiene la apariencia de un plano algo inclinado con un cerco. Además, en este parapeto se pueden apreciar agujeros triangulares como los de un palomar donde, cuando han pasado las lluvias y se ha almacenado la cosecha, los campesinos ponen las alverjas, los frejoles y el maíz hasta que, con la directa exposición a un brillante Sol, estos granos se secan y pueden descascararse sin pérdidas ni dificultades (2019, p. 146).

En general, para Smith la arquitectura de las casas de los pueblos y pequeñas aldeas de la sierra se caracterizan por la profusión de:

[…] paredes de piedra o adobe t los techos de paja […]. Las casas de habitación se emplean para almacenar papas, maíz y todos los comestibles con que los residentes pueden beneficiarse; y cuando la familia se retira a descansar, sus miembros se acuestan donde pueden sobre pieles de ovino en sus desordenados aposentos (2019, p. 161).

Archibald Smith residió un tiempo en Cerro de Pasco como médico contratado por la Anglo Pasco Peruvian Mining Company. Quedó impresionado por las duras condiciones de vida de la población y el hecho de que las viviendas no estuvieran acondicionadas para brindar un mínimo de protección térmica en los periodos de frío extremo. Sus observaciones parten de una crítica a la herencia hispánica en el modo de construir:

En la época de los españoles, la forma en que se construyen las casas servía de poco para mitigar los efectos de la dureza del clima de Cerro de Pasco. Las viviendas estaban cubiertas de paja, y esta era la causa de los frecuentes y destructivos incendios que se producían en la ciudad. Para evitar tales accidentes, hace poco se ha techado con plomo una o dos casas (2019, p. 179).


10 | Plaza y mercado de Chorrillos

Dibujo de Johann Moritz Rugendas (28 de marzo de 1844). Fuente: Rugendas, 1975, p. 206.


11 | Iglesia de indios en Huancayo

Dibujo de Leonce Angrand (29 de noviembre de 1838). Fuente: Angrand, 1972, p. 222.

Esta situación empezó a cambiar tras la llegada de la Peruvian Mining Company, en diciembre de 1825, al introducirse algunos elementos de modernidad constructiva y de confort térmico en las viviendas.

[…] los habitantes aprendieron a paliar los males de su inclemente terruño mediante la construcción de chimeneas y fogones apropiados, así como de ventanas con vidrios. Por ello, hemos escuchado bendecir a la compañía mucho tiempo después de que sus agentes tuvieran que despedirse de esas regiones de riquezas subterráneas, por la introducción de dichas comodidades a las moradas y hogares de los mineros (2019, p. 179).

Las primeras señales de reactivación económica en las arcas del Estado a partir de la década de 1840 no se destinaron en un principio a la construcción de infraestructura o edificios de gran formato. Se dirigieron a financiar la creación de nuevas alamedas o el mejoramiento de los principales espacios públicos de la ciudad. La formación de la Alameda Bolognesi, de casi dos kilómetros de largo, en Tacna, es un ejemplo de esta primera generación de obras que empezaron lentamente a llenar de vida a las ciudades peruanas, casi todas ellas sumergidas en una profunda crisis, abandono y desolación desde los años de la guerra de la independencia. La emblemática alameda tacneña fue construida por iniciativa de Manuel de Mendiburu en 1840, en su condición de prefecto de Tacna. En la época de auge comercial, se edificaron una serie de mansiones de buena factura, algunas de las cuales se conservan hasta la actualidad. La alameda tacneña se hizo pronto de un borde urbano de casas pintorescas de italianos y franceses dedicados al comercio.

En medio de un país con la economía paralizada, la ciudad de Arequipa como otras del sur del Perú, experimentaba un relativo auge económico en virtud de un estatus especial que le permitía, desde fines del siglo XVIII, comerciar con Estados Unidos e Inglaterra. La apertura progresiva de numerosas casas comerciales o de almacenaje de propiedad de extranjeros, principalmente ingleses, franceses y alemanes, sirvió para promover las inversiones en el sector construcción y a algunas iniciativas de embellecimiento de la ciudad. Una de estas intervenciones fue el mejoramiento del Paseo de la Alameda, construido por el gobierno del intendente ilustrado Antonio Álvarez y Jiménez, entre 1785 y 1803. Este paseo, ubicado en la Chimba, Yanahuara, contaba con un arco, acotado por dos torres de estilo toscano, destruido por el terremoto de 1868. Se trataba de una calle de casi dos cuadras y media de extensión y un ancho de veinticinco metros, delimitado por dos hileras de árboles y arbustos.

1.4. República temprana sin ciudadanos, ciudad y arquitectura. Reflexiones de cierre

Ciudad y arquitectura: ¿cambios para no cambiar?

En términos generales debería señalarse que, hasta muy entrada la segunda mitad del siglo XIX, la arquitectura y el urbanismo de la naciente república reprodujeron sin mayores cuestionamientos —como aconteció en otros países de América— los fundamentos doctrinarios y programáticos de la reforma urbana borbónica del siglo XVIII. Asimismo, reprodujeron el lenguaje arquitectónico neoclásico adoptado en la fase final del virreinato para todo aquello que estuviera relacionado con el impulso de tres de las más importantes lógicas implantadas por esta reforma: la de la higiene y el ornato, la del control político-administrativo y del control y defensa militar. No obstante, esta vez, el proyecto político que sustentaba dichos fundamentos y lenguaje tenía distinto signo. Personajes como Hipólito Unanue, impulsor de innovaciones desde el Mercurio Peruano (1790-1795) y otras publicaciones, o como el presbítero Matías Maestro, haciendo lo mismo desde cargos prominentes en el aparato de gobierno de la naciente República, continuaron abogando por la urgencia de promover e implementar varios de los proyectos derivados de la reforma borbónica que habían sido interrumpidos por la guerra de la independencia. Se trataba de una gesta civilizatoria o de secularización de la ciudad a través de una arquitectura alejada totalmente de ese barroco popular, salvaje e inculto que caracterizaba la arquitectura realizada hasta entonces.

Un rasgo característico de este primer periodo es que la casi totalidad de iniciativas —desde la remodelación de la Plaza de la Constitución (hoy Plaza Bolívar) e instalación de la columna trajana en homenaje a San Martín, pasando por la reforma de la Calle del Teatro hasta la construcción de una «obra pública» simbólica en cada ciudad del Perú— no pudieron concretarse. En otros casos, como el de la Plaza de la Constitución, los desacuerdos, cambios de uso o destino simbólico acompañaron los intermitentes gobiernos y las luchas intestinas del primer militarismo.

Por lo menos en el rubro arquitectónico y urbanístico el sentimiento antihispánico no se tradujo en un abrupto desmontaje ideológico y operativo de la tradición virreinal. Se produjo una especie de nueva elite criolla y mestiza republicana. Elite de ideas liberales en la cuestión económica y de razonamiento ilustrado en los temas políticos y culturales con cuotas de racionalismo científico, utilitarismo y acentos de romanticismo nacionalista.

Dos décadas de vida republicana posiblemente impliquen poco tiempo para aplicar y consolidar cambios profundos en las estructuras sociales y la organización del territorio, las ciudades y la arquitectura en términos de la promesa republicana. Tiempo que además se hizo aún más breve si condensamos en un solo momento continuo todas las iniciativas y acciones proactivas que convergieron para encaminar el progreso de la nación. Ello frente al dilatado tiempo desperdiciado, durante estas dos décadas, en saldar cuentas personales de políticos y caudillos militares sedientos de poder y un país fatigado en medio de esa casi permanente «pestilente anarquía», a decir de Eugène de Sartiges, en el que vivía el Perú en esos primeros años de República.

Las épocas de cambio no siempre traen consigo un cambio de época. Eso es lo que aconteció durante las primeras tres décadas de vida republicana, como se evidencia, por ejemplo, en la vigencia casi inalterada —salvo el reemplazo de uno u otro símbolo y de nuevos contenidos— de los rituales del poder virreinal, cortesano y de jerarquías preestablecidas en el espacio y los comportamientos, lo que confirma aquello que sostiene Pablo Ortemberg al referirse al destino de los rituales políticos del poder: que estos siempre se presentan «como una de engañosas inmutabilidades» (2014, p. 361). Es verdad que la cultura y sus códigos pueden viajar a tiempo lento en contraste con el cambio incesante del mundo de la tecnología y la ciencia. La arquitectura, para bien y para mal, se nutre de ambos mundos como un campo de fuerzas en estado de permanente tensión entre las permanencias y los cambios de cuerpo o de piel.

Si bien en esta República temprana la ciudad o la arquitectura enunciadas como evocación republicana por formalizarse casi nunca pudieron materializarse en obras concretas, el debate que se produjo en el terreno de la validación de los símbolos patrios significó la galvanización de aquellas posturas que más tarde dieron lugar a la conformación de las principales tendencias y grupos de interés en el debate sobre «qué» es el Perú y las cuestiones de la identidad cultural de lo peruano. El crispado debate sobre la auténtica arquitectura «peruana» de la década de 1920 entre quienes defendían los estilos neocolonial, indigenista, neoperuano o neoinca y sus variantes intermedias tuvieron en este debate de la década de 1820 su punto de germinación. Y no se trató, en este caso, de un debate limitado al ámbito cultural y estético: aparecieron en juego —como había sucedido en los tiempos de la República temprana— determinados intereses sociales, económicos y políticos detrás de cada postura.

Como una especie de río subterráneo, si bien diversos aspectos de la vida social y material del país, como el funcionamiento de instituciones, rituales, pesos, medidas y monedas de origen colonial, se mantendrían casi intactas hasta mediados del siglo XIX, el advenimiento de la República había puesto los fundamentos de una nueva relación de identidad entre sociedad y territorio, entre arquitectura y representación de la esencia diferencial de lo peruano.

Desde la campaña de Simón Bolívar, si algo caracterizaba a los rituales del poder es la diferencia que empezaba a registrarse entre la vocación «cosmopolita» de los rituales limeños y el incaísmo telúrico que impregnaba a los rituales del sur peruano, especialmente andino. Diferencias previsibles al inicio, pero que luego empezaron a adquirir el sentido de proyectos políticos y culturales encontrados en función de los diferentes sectores sociales emergentes en pugna. En este inicial campo de polémica se escondían, en el fondo, las raíces de aquello que Ortemberg denomina el «incaísmo regional» y el «centralismo simbólico limeño» (2014, p. 348).

Los rituales del poder, desde el primer día de la República, expresaron en sí la contradicción entre la continuidad o reutilización de los rituales precedentes y la necesidad de crear y usar nuevos códigos y sentidos. Esta controversia se expresaba, en múltiples circunstancias, como las diferencias entre la arquitectura efímera colonial, con la figura ecuestre del monarca coronado, y la estética revolucionaria francesa, con los monumentos celebratorios:

Durante el Protectorado son evidentes las continuidades del lenguaje ritual y plástico (por ejemplo, las equivalencias en la arquitectura efímera entre la estatua ecuestre de San Martín y la estatua del rey), se presentan imbricados importantes elementos de ruptura con el antiguo régimen. Proliferan los proyectos de monumentos permanentes, concebidos como nuevos soportes de la memoria colectiva (2014, p. 356).

La arquitectura es poder por ser hecha, casi siempre, desde el poder y el afán de construir una huella imperecedera para este. La recusación a lo viejo y el anuncio de un mundo nuevo como lo acontecido con algunas revoluciones políticas trae consigo previsiblemente nuevas arquitecturas y ciudades. Pero no siempre sucede así en el acto: como ya lo he dicho, las épocas de cambio a veces no generan inmediatamente cambios de época.

¿Aconteció lo mismo con la ciudad y la arquitectura de las primeras décadas de la vida republicana? Si existe algún vínculo entre José de San Martín y Simón Bolívar es que las propuestas de orden territorial y urbano se fundamentan en una racionalidad utilitaria y práctica inherente al pensamiento ilustrado, así como en una postura liberal con matices particulares. Como sostiene Leonardo Mattos-Cárdenas ambos «reflejan doctrinas liberales y algunas ideas del primer socialismo. Las ideas para una ciudad-capital, para una Canal de Panamá, para la conservación de monumentos y del ambiente parecen inspiradas en el utopismo» (2004, p. 179). Bajo estos presupuestos ideológicos el fomento a la descentralización territorial y reestructuración político-administrativa del territorio y las ciudades, así como la edificación de los nuevos equipamientos y símbolos de la República se encontraban supeditados al programa ilustrado del buen gobierno.

Si bien ambos libertadores compartían estos ideales de base, es posible que Simón Bolívar sea quien haya contado durante este periodo fundacional de la República con un mejor aparato conceptual y operativo respecto a los dominios de la arquitectura, el urbanismo y el manejo territorial. Sin embargo, más allá de este reconocimiento, e independientemente de los factores de contexto militar, político, social y económico, lo concreto es que la República temprana, entre 1821 y 1840, no pudo concretar casi ninguna obra importante en materia de arquitectura y urbanismo. Ello a diferencia de la magnitud y lo polémico de los severos cambios producidos en la escala del territorio nacional, como es el de su fragmentación y cercenamiento, así como la nueva organización política administrativa que perdura hasta la actualidad en sus fundamentos estructurales.

La ciudad y la arquitectura de este periodo inicial parecían detenidas en el tiempo, pero más deterioradas y opacas de vida que en los últimos años del régimen colonial, tal como lo reconocen los viajeros de la época. Pero ello no niega, sin duda, que algo nuevo estaba intentado emerger. El hecho de que no se pudiera haber construido nada nuevo, tampoco significa que esa «arquitectura hablada» enunciada por nuestros precursores no estuviera prefigurando —desde el decreto de San Martín de la Calle del Teatro hasta los proyectos de las calles arboladas en diversas ciudades pasando por los primeros «paseos» de la República— las bases de una nueva arquitectura y paisaje urbano para la República. Ya el acto, aunque sea retórico, de transmitir el mensaje del advenimiento de una nueva visión y modo de proyectar la ciudad, sus espacios públicos y monumentos, es una señal de cambio. En un sentido u otro, es lo que se produjo de modo intermitente durante los difíciles y confusos primeros años de nuestra vida republicana.

República de inicio: ¿mutatis mutandis?

La instauración de la República no trajo consigo el advenimiento de una Neue Welt radicalmente distinta al del régimen colonial. Este se mantuvo vigente casi hasta fines del siglo XIX en diversos sectores de la vida social, la cultura cotidiana y sobre todo en el dominio de las subjetividades. Exceptuando la conocida resistencia cultural de lo construido a la asimilación y extroversión de los cambios, uno de los ámbitos en los que —más allá de los trasvases de cometidos, contenidos y emblemas— se mantuvo vigente la tradición virreinal durante el siglo XIX republicano, fue el de las formas, los protocolos y comportamientos en las relaciones entre el poder, la autoridad y los ciudadanos.

La declaratoria pública de la independencia el 28 de julio de 1821, al ser uno de los eventos más significativos de la gesta emancipadora debía haber emitido un mensaje concluyente de renovación radical de contenidos y formas en el dominio de los rituales del poder. No fue así. En los hechos fue el primer acto público de motivación republicana en revelar de un modo elocuente el nivel de pregnancia gestáltica de la tradición monárquico-cortesana entre los líderes de la independencia y sus apetencias más profundas.

El acto de proclamación de la independencia por parte del Libertador José de San Martín el 28 de julio de 1821 fue perfectamente planificado en función de los protocolos, códigos de comportamiento y la puesta en escena dispuestos para anunciar las proclamaciones reales durante el virreinato y, en especial, en la ceremonia realizada con ocasión de la proclamación de la Constitución política de la monarquía española jurada en la Corte de Cádiz el 19 de marzo de 181231.


12 | Plaza y mercado de Tacna

Dibujo de Johann Moritz Rugendas (29 y 30 de noviembre de 1844). Fuente: Rugendas, 1975, p. 217.


13 | Plaza de Quiquijana. Quispicanchi, Cusco

Dibujo de Johann Moritz Rugendas (¿3 de diciembre de 1844?). Fuente: Rugendas, 1975, p. 223.

Aparte de la simetría entre este evento simbólicamente fundacional de la República y su antecedente virreinal en cuanto acto celebratorio, San Martín, Bolívar y los caudillos militares repitieron con otros contenidos los mismos protocolos, gestos y parafernalia celebratoria correspondientes en tiempos del virreinato a los rituales de ingreso y los rituales de envestidura, todo ello como una forma de construcción de autoridad y reforzamiento del poder. En este caso las fronteras entre el «vocabulario monárquico-cortesano» y aquel correspondiente al «vocabulario cívico-liberal» (Ortemberg, 2014, p. 203) podían tornarse tan difusas como los límites del espacio público en una ciudad sin demasiado valor de lo público: la misma ciudad, la misma arquitectura y los mismos rituales del poder, esta vez con nuevos personajes y otras alocuciones vaciadas, en muchos sentidos, de contenido y lealtad.

Para un país cuya independencia se pudo lograr, finalmente, por la intervención de ejércitos extranjeros y no por la acción de los propios peruanos, el proyecto de construcción de una República liberal se encontraba apenas en la propuesta de una reducida elite ilustrada y liberal. El edificio colonial se mantenía en el Perú inexpugnable a prueba de toda rebelión tras la cruenta represión ejercida por el poder colonial desde las insurrecciones del siglo XVIII. La casa colonial se había convertido casi en una piel cultural «natural», que no podía ser siquiera cuestionada ni reemplazada por un futuro entonces totalmente incierto. Aquella subjetividad cincelada durante casi tres siglos de dominación había dejado profundas huellas de una dependencia simbólica, que se hizo más patente en las dos primeras décadas de iniciada la República, en medio de una profunda situación de vulnerabilidad social provocada por la guerra, la gran depresión económica y la ausencia de una dirección estable y coherente con los valores republicanos.

Las dos primeras décadas que siguieron a la declaración de la independencia significaron, por ello, la construcción de una «edificación» que se hizo inevitablemente precaria, sin cimientos estables y con habitaciones desconectadas, sin mecanismos o espacios de intermediación. Todo ello por carecer, primero, de un «proyecto» de origen validado social y operativamente y, segundo, por tener ante sí facciones de caudillos que, a modo de arquitectos incompetentes, empezaron peleándose por autorías de un proyecto y «dirección de obra» de una edificación que casi nadie entendía cómo construirla de manera segura, salvo el hecho de saber que sí se podía medrar a costa de ella para saciar los apetitos individuales. La única certeza: que si se le dotaba al edificio de un estilo y una solemnidad a la antigua podía tener algún éxito de venta ante la conocida avidez cortesana de la elite limeña por el boato estridente y los títulos nobiliarios reales o falsos.

La República no surge ni es consecuencia de un proyecto previamente consensuado que origine la construcción de un edificio estable sin imprevistos. Se constituye prácticamente —como sucede con cualquier barriada peruana— como una invasión de construcción precaria donde la ausencia de proyecto o diseño previo se ve reemplazada generalmente no por otro diseño sino por una sucesión siempre desordenada de acciones e intervenciones que lo único que garantizan es el estado de precariedad permanente. En circunstancias como estas lo más conveniente es asirse de la tradición y las convenciones establecidas.

En términos de las estructuras sociales y económicas, el Perú republicano mantuvo, por ello, durante la República temprana prácticamente el mismo cuerpo colonial pero investido de otro ropaje. Como sostiene José Ignacio López Soria:

La vida republicana se asienta, pues, sobre las mismas estructuras, jerarquías, privilegios y valores de la sociedad colonial. La república se construye de acuerdo al esquema tradicional: aristocracia de la tierra feudalizante y autonomista, burguesía comercial reducida pero nutrida de privilegios, sector intelectual escasamente conocedor de nuestra realidad, militares ávidos de poder y con las miras puestas en las tierras abandonadas por los españoles y una enorme masa de indios, mestizos, negros y mulatos sin estatus ciudadano (1980, pp. 104-105).

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1062 s. 155 illüstrasyon
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9786123176884
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