Kitabı oku: «El árbol del mundo»

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El árbol del mundo

Viaje por los caminos de la violencia

y el progreso que han desembocado en Ucrania

Xavier Mas de Xaxàs

El árbol del mundo

Viaje por los caminos de la violencia y

el progreso que han desembocado en Ucrania


Índice

Prefacio

Capítulo 1 En el principio

Capítulo 2 El proyecto de morir

Capítulo 3 Europa se invade a sí misma

Capítulo 4 Banderas sobre el polvo

Capítulo 5 El sueño de Xi

Capítulo 6 Un planeta sin hombres

Capítulo 7 El ideal infinito

Anexo Mapas

Sobre el autor

Sobre el libro

Créditos

Prefacio

Empecé a escribir este libro hace más de un año, mucho antes de la caótica retirada estadounidense de Kabul y de la invasión rusa de Ucrania, antes incluso de que la pandemia empezara a disolverse y el mundo reconociera que el cambio climático es irreversible.

Ana Godó, directora de Libros de Vanguardia, me pidió que explicara lo que había visto a lo largo de mi carrera, las fuerzas que dan vida y tensionan el mundo. De hecho, el libro se titulaba El arco del mundo hasta que le propuse al artista Santi Moix que dibujara la portada. Pero él, en lugar de un arco, prefirió ver un árbol, un gran tronco siniestro y acogedor al mismo tiempo.

El árbol del mundo es también el de la vida, un símbolo propio de todas las culturas, fuente afianzada en la tierra y que aspira a lo más alto.

Vivimos un tiempo en el que no podemos estar seguros de casi nada, ni siquiera del progreso, el árbol que nos cobija. Cuesta tanto entender el presente que solo un charlatán se atrevería a anticipar el mañana. Así que en estas páginas encontrarán un relato que puede parecer contradictorio, con más preguntas que respuestas, historias y argumentos que espero los llenen de dudas porque la duda alimenta nuestra curiosidad y es la que, en definitiva, mueve el mundo.

Barcelona, marzo del 2022

Capítulo 1

En el principio

Tenía 26 años en abril de 1991 cuando subí al circo de Isikveren, un lugar remoto donde los dioses reinaban sobre los hombres y les negaban la vida.

Estados Unidos acababa de derrotar a Sadam Husein en Kuwait. Perdida la guerra, el dictador iraquí se había replegado en Bagdad, protegido por un ejército que todavía era temible. El presidente de Estados Unidos pidió, entonces, al pueblo iraquí que se levantara. Los chiíes en el sur y los kurdos en el norte, tal vez los menos iraquíes de los pueblos iraquíes, atendieron la llamada. Kurdos y chiíes pensaban que los norteamericanos irían en su ayuda tan pronto como los rebeldes se hicieran con el control de las comisarías y los ayuntamientos.

Isikveren se encuentra en un extremo de Anatolia, a casi 2.000 metros de altitud, en la cordillera de Hakkari, a donde se llegaba por una carretera bacheada y salpicada de controles militares turcos que luego se convertía en un camino forestal de alta montaña.

Los kurdos, casi todos sunitas, alguno cristiano, habían alcanzado aquel santuario de la miseria humana primero en automóvil y luego a pie, desde Erbil, Mosul, Dahuk y Zakho, atravesando las llanuras orientales del Tigris y subiendo las laderas meridionales de la cordillera de Hakkari que hace frontera con Turquía.

El primer día que subí allí me encontré con un cabo del ejército turco que tenía 18 años, un fusil de asalto cruzado sobre la espalda y un palo con el que golpeaba a los niños, las mujeres y los hombres que se arrodillaban sobre sacos rotos de grano, aguantando el castigo mientras recogían con las manos todo lo que podían.

Los más afortunados se habían hecho con fardos de mantas y comida que pesaban más de veinte kilos. Caían y lloraban bajo los golpes de los soldados, pero seguían adelante, subiendo hacia sus campamentos cientos de metros más arriba.

El cabo dejó de gritar para hablarme en inglés y ser amable.

–Jodidos kurdos –me dijo–. No quieren lo que les damos. Intentamos ayudarlos y se quejan. No puede uno fiarse de ellos ni tratarlos bien. Son peligrosos, mala gente, y yo de usted no volvería. Aquí no hay nada agradable que ver y, además, podría pasarle algo.

Los militares turcos empujaban a los kurdos montaña arriba. No querían que bajaran al valle. No querían que tuvieran acceso directo a la ayuda humanitaria que había llegado por carretera. Cuando las varas no eran suficientes, lanzaban piedras. Los militares más envalentonados disparaban al aire. No todos calculaban bien la altura.

El día anterior habían matado a una niña de 4 años mientras dispersaban a la multitud. Los aviones estadounidenses, como hacían a diario, habían lanzado ayuda en paracaídas, cajas que se reventaban al tocar el suelo. Contenían raciones militares, botes de leche en polvo, pan, galletas, chocolate y ropa.

Yo estaba con ellos. Tomaba notas y hacía alguna pregunta estúpida. Buscaba alguien que hablara inglés.

Me fijé en un joven que estaba en el suelo, de rodillas, protegiendo con los brazos lo que había conseguido, metiéndoselo en los bolsillos, por dentro del jersey. Me devolvió la mirada y se puso en pie, me sonrió y justo en ese momento una bala le perforó el pecho. Se desplomó al instante, con los ojos muy abiertos y las manos sujetando las galletas, el chocolate y la leche en polvo.

Un silencio muy espeso cayó entonces sobre nosotros, los refugiados y los soldados. Nadie se movió ni habló durante unos segundos que me parecieron horas. Un oficial turco dio finalmente la orden de replegarse y sus hombres obedecieron.

El joven yaciente aún sonreía, o eso al menos me parecía a mí. Era la primera vez que veía a una persona abatida. No me atrevía a moverme y no podía dejar de mirarlo. La herida tenía el tamaño de una moneda, pero no sangraba. Era un agujero oscuro en un suéter también oscuro. Le brillaban los ojos, tenía las manos muy sucias, el pelo enmarañado y el pie derecho mal torcido. Tres hombres lo levantaron y se lo llevaron a un dispensario de Médicos Sin Fronteras.

Entonces llegaron las mujeres con ululeos agudos, largos y sostenidos.

Al día siguiente regresé al campo con una mochila llena de aspirinas, mantas, calcetines y jerséis de lana gruesa que había comprado en el mercado de Cizre. Los periodistas acreditados ante el ejército turco y que disponíamos, además, de un salvoconducto de Naciones Unidas podíamos cruzar cualquier puesto de control. Yo había alquilado un Fiat 131 en el aeropuerto de Diyarbakir y conducido 250 kilómetros hasta Cizre, base entonces de la prensa y el personal humanitario. La carretera cruzaba la meseta hasta Mardin, una de las ciudades más bonitas de Anatolia, y bajaba después hacía las tierras bajas del Éufrates para girar hacia el este siguiendo la línea fronteriza con Siria.

Paré en Cizre porque allí estaba el último teléfono, una línea fija gestionada desde la centralita del hotel. Transmitir era lento y caro. Las colas para llamar eran largas y la fiabilidad del servicio muy baja. El sentido y la utilidad de mi trabajo la decidía, en gran parte, la calidad técnica de aquel teléfono. Escribía lo que veía sin tener una idea muy clara ni del contexto ni de mi papel. Pensaba que en aquellas circunstancias regalar una manta era más importante que redactar una crónica.

Desde Cizre había que conducir un par de horas hacia el este. La carretera pronto se convertía en una pista. Los camiones que llevaban alimentos y otros productos básicos aguardaban en la cuneta a que los militares les permitieran seguir.

Aparcaba el coche junto al último control, a la entrada de una aldea reconvertida en campamento militar. Desde allí, seguía a pie, remontando la pendiente durante un par de horas hasta alcanzar la zona en la que se encontraban los refugiados. A media ascensión, un médico francés que caminaba a mi lado me preguntó por qué llevaba una mochila tan grande si era periodista. Le expliqué el asesinato de la víspera.

–No tienen nada, se están muriendo, hay que ayudarles –le dije.

–¿A cuántas personas ayudarás con dos mantas, varias prendas de abrigo y unas aspirinas? –me preguntó–. ¿Has visto la multitud que hay aquí? ¿Y cómo sabes que repartirás la ayuda entre los que más lo necesitan? ¿No has visto cómo mucha gente revende la que recoge? Una mochila de veinte kilos como la tuya sirve de poco. Lo siento, pero me temo que te has confundido, y perdona si te molesta lo que te digo. Entiendo que no de debe ser fácil. Tampoco lo es para nosotros ver morir a tantas personas, pero hacemos todo lo que podemos por salvarlas. Y tú deberías intentar lo mismo. Haz todo lo que puedas para explicar Isikveren. Estas personas necesitan que el mundo conozca su sufrimiento, la traición de la que han sido víctimas. Las noticias, las imágenes de lo que aquí sucede reproducidas en las televisiones de Occidente, pueden conseguir que las fuerzas aliadas los protejan.

El médico se quedó con todo lo que yo había comprado.

Los soldados seguían gritando y golpeando, mientras los refugiados seguían peleándose por las cajas que caían de los aviones norteamericanos. La historia se repetía, y yo tenía una segunda oportunidad.

Me acerqué a un hombre de mediana edad. Le pregunté su nombre. Lo apunté en la libreta. Anoté que vestía los pantalones abombados típicos de los kurdos, camisa y americana, zapatos de cordones. Añadí que tenía los ojos claros y la barba de varios días.

Se llamaba Ursh. Había metido galletas, pan y leche en un saco de arpillera. Era mediodía y hacía mucho calor. La temperatura se mantendría alta hasta el ocaso. Entonces bajaría en picado. Las cumbres que rodeaban Isikveren seguían nevadas.

En aquel circo había decenas de miles de personas. Habían levantado tiendas de campaña, tendido telas y lonas entre los árboles, cubierto el suelo con plásticos y mantas.

Había llovido mucho. La hierba había desaparecido, la tierra estaba húmeda y muy comprimida. Los árboles que aún seguían en pie habían perdido las ramas.

Los refugiados defecaban donde podían, por todas partes. Las heces líquidas se confundían con el barro. Las cabras que aún no habían sido sacrificadas aguardaban junto a las cabezas y las vísceras de las que ya lo habían sido. Las entrañas se pudrían bajo el mismo sol que secaba las pieles.

Ursh pidió a su esposa que preparara el té, un té iraquí traído de casa en una bolsa de plástico. El agua era nieve que se conseguía subiendo hacia las cumbres, cada día un poco más arriba, más lejos. La mujer me ofreció una de las galletas que caían del cielo, recogida por su marido bajo los golpes.

El hermano de Ursh se llamaba Fuad. Eran topógrafos y habían trabajado hasta el momento de la huida. No pensaban que fuera a alcanzarlos la tragedia, no después de la derrota de Sadam Husein en Kuwait.

Habían confiado en la rutina. Creían que mientras pudieran hacer lo mismo estarían a salvo. Decían que sin el trabajo no podían vivir, que no tenían ahorros para emigrar. Insistían en que la rutina es vida, en que la constancia es buena. No calcularon, sin embargo, que no tendrían tiempo de nada cuando las fuerzas de Sadam se les echaran encima.

Ursh y Fuad tenían los ojos claros, el pelo castaño y rizado. Hablaban un inglés lento y preciso. “More tea and buscuits?”, preguntaban a cada rato. La poca dignidad que les quedaba la empleaban en acogerme con un te caliente, en hablarme con palabras inglesas aprendidas en la Universidad de Bagdad y transmitirme el orgullo que sentían por haber levantado mapas para empresas mineras y petroleras.

“Sin ideas ni lógica, no hay paz”, reflexionaba Fuad mientras intentaba contar los días que llevaba atrapado en Isikveren:

Abandonamos Dahuk antes de que la artillería atacara el centro de la ciudad, aunque ya lo había hecho en las afueras. Vimos los cadáveres de cuatro o cinco niños en una cuneta. Estaban junto al de su madre. Nadie se detenía a enterrarlos, y también nosotros seguimos adelante. Esto fue el domingo de la semana pasada. Han transcurrido ocho días que me parecen una eternidad. Partimos en dos coches. Toda la familia. Dieciséis personas. Diez son niños. La más pequeña tiene ocho meses. A las tres horas tuvimos que abandonar los coches y seguir a pie. Caminamos durante dos días. Al alcanzar la frontera turca, los soldados no nos dejaron seguir. Dispararon al aire. Llovía y nevaba. Hacía mucho frío. Las mantas estaban empapadas. No podíamos guarecernos porque no nos permitían montar tiendas. Con nosotros habíamos traído algo de pan, harina, té, leche y azúcar. Era para los niños. Nosotros tenemos paciencia, pero ellos no. Al segundo día nos dejaron entrar en Turquía. Caminamos durante tres jornadas más. Llevamos solo lo que pudimos acarrear. El frío nos impedía dormir. La lluvia y la nieve nos dificultaban el camino. Al llegar aquí nos sentimos miserables, abandonados y sin ayuda. Montamos una tienda con mantas, palos y plásticos para las mujeres y los niños. Nosotros seguimos durmiendo al raso. No sabe usted lo que significa dormir sobre este suelo, con este frío, sin una cobija ni un techo. Piensas que tendrás que enterrar a tus hijos, que tú tampoco sobrevivirás.

Isikveren olía y sabía a lo que huele y sabe el mundo, el barro y la miel mezclados con lo putrefacto. Describirlo exigía un gran esfuerzo físico, intelectual y emocional, pero si mirabas despacio y aguantabas las náuseas, el cuerpo te acompañaba y te dejaba escribir.

Respiraba por los ojos y escribía con las vísceras. Las notas resumían mi inexperiencia, gritaban bajo el peso de aquella fuerza descomunal.

La fuerza lo es todo. La fuerza y el azar, mucho más que el pensamiento y la justicia, trazan los caminos que transitamos como caballos uncidos.

La fuerza y el azar nos doblegan y nos levantan. Nadie los posee del todo ni tampoco está completamente huérfanos de ellos.

Dos topógrafos de Dahuk, dos hombres derrotados, al borde de su resistencia, podían llegar en pocas horas a un lector de diarios en la otra punta del mundo. Historias como la suya, sufrimientos como el de Magid, acarreaban el conocimiento del que nacen las conciencias.

Magid era un niño de 8 años abrasado por un agente químico, seguramente napalm. No era la primera vez que Sadam utilizaba gases contra los kurdos. El pequeño había perdido la piel de la cara y de las manos. Ni hablaba ni lloraba. Las moscas picoteaban en sus llagas y sus ojos. Si las notaba, no tenía fuerza para espantarlas.

Dejó que le hiciera fotos, acuclillado junto a su madre, que le había puesto una camisa blanca para que saliera más guapo. Estaba limpio y parecía en paz. Su padre me habló de un fuego que había caído sobre la columna de refugiados y que varias personas habían muerto. A Magid le lavaron las heridas y siguió caminando.

No publiqué las fotografías. Me pareció indigno, y todavía hoy creo que me equivoqué. La información bien hecha no es ajena al dolor. Podemos reproducir un dolor que denigre a las víctimas mientras alimenta el morbo de los espectadores, pero también podemos publicar otro que dignifique el sufrimiento. Incluso las imágenes más crueles tienen esta capacidad, y es a través de esta dignificación que la información puede ayudarnos a entender mejor las causas del mal.

La tienda de Magid estaba junto a uno de los cementerios que brotaban de manera espontánea en aquel campo de refugiados, representación escatológica del destino del pueblo kurdo. Le visité varios días seguidos. Apenas se levantaba, nunca le oí hablar. Las tumbas crecían a su alrededor.

Una mañana dejó de estar. Lo sepultaron antes de que yo llegara. Le cubrieron el rostro con una tela. Sobre la mortaja colocaron hojas secas y sobre las hojas, piedras planas. Una estela corta y sin inscripción marcaba el túmulo. A su lado, a izquierda y derecha, había decenas de tumbas pequeñas, de no más de un metro de longitud.

Dentro de la tienda familiar, un anciano liaba un cigarrillo recostado sobre la manta que le servía de lecho. Me dijo que era el abuelo de Magid y que lo aceptaba todo, incluso el hambre y la muerte de los niños, si a cambio de aquel sufrimiento los estadounidenses asesinaban a Sadam Husein y transformaban Irak en un país que estuviera en paz consigo mismo. “Nos han forzado a salir de nuestros hogares, y aquí no se puede vivir”, dijo exhalando el humo. Yo asentí, y él levantó los ojos, sonrió al cielo con los pocos dientes que le quedaban y pidió un deseo.

En aquel instante, dos aviones de guerra hicieron una pasada sobre el campo. Fue una casualidad más que un milagro porque la fuerza aérea estadounidense hacía días que patrullaba la zona, pero el anciano tuvo palabras de agradecimiento a su dios misericordioso.

Se trataba de dos A-10 norteamericanos, conocidos como Thunderbolt, diseñados para atacar tanques. Diez minutos más tarde, aparecieron cinco helicópteros. Los refugiados levantaron la cabeza. “Es James Baker, es James Baker, es James Baker”, exclamaron algunos viéndolo pasar de largo.

Bois, un peshmerga de 35 años, apenas levantó la cabeza. Ya no esperaba nada de nadie y menos de los estadounidenses. “No sé a cuánta gente habré matado en mi vida –me contó–, pero seguro que a mucha. Los gobiernos de Irak y Turquía me obligaron. Ahora no quiero matar a nadie más. Me gustaría volver a mi pueblo y vivir como antes”.

Bois se había dedicado a matar para vivir y sobrevivir en nombre de los otros, de la patria, de la historia y la religión. Matar por Dios, obligado por la jerarquía, satisfecho con la misión encomendada. Segar vidas, acabar con el enemigo y ampliar el territorio, eso era todo.

El guerrillero tenía las manos encallecidas y los ojos opacos. Añoraba el pasado agrario y sedentario de su juventud. Había pasado seis años en el Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK) y había participado en más de un centenar de atentados y ataques armados, casi todos contra objetivos militares turcos e iraquíes. Los peshmergas robaban y repartían parte del botín en las aldeas kurdas. Él no lo admitía, pero decenas de civiles turcos habían muerto en aquellos golpes de mano.

El mayor éxito de su partida había sido ocupar Kirkuk y Dahuk. Fueron doce días de gloria, pero luego el ejército iraquí contraatacó y no pudieron resistir. “Nos faltó un líder sólido porque cada uno iba a lo suyo. Demasiados años en las montañas decidiendo por nosotros mismos, debe de ser eso”.

Refugiado en Isikveren, se sentía estafado. La guerra acostumbra a hacerlo con los supervivientes. Estaba cansado y había dejado de creer en la causa kurda. Aquellos doce días de gloria no justificaban los seis años de lucha.

Decenas de miles de kurdos murieron durante aquellas semanas de primavera en la cordillera de Hakkari, víctimas de la política exterior norteamericana. Creyeron en un dios que había sido cruel con ellos.

No existe la piedad geoestratégica. Los líderes que se desviven por salvar a un hombre son los mismos que aceptan la aniquilación de muchos.

La gracia es la culminación de la tragedia, algo muy excepcional. Alejandro, Napoleón y Stalin podían asesinar y perdonar, ser crueles y magnánimos. Stalin decía que matar a un hombre es muy difícil, pero que matar a un millón es muy fácil.

El 2 de diciembre de 1805, después de la batalla de Austerlitz, derrotados los ejércitos rusos y austriacos, Napoleón ordenó disparar los cañones contra los lagos helados sobre los que huían los supervivientes. Los rusos calculan que perdieron a 21.000 hombres en aquella retirada. El emperador francés, sin embargo, salvó la vida de un oficial ruso herido que pedía auxilio sobre uno de los témpanos de hielo. Ordenó a dos de sus lugartenientes que lo sacaran del agua antes de que muriera congelado. Quien horas antes había decidido la suerte de decenas de miles de hombres, ahora se apiadaba de un enemigo moribundo. El soldado ruso recuperó la pierna herida por un proyectil, pero uno de los dos oficiales franceses murió por el esfuerzo realizado en aquellas aguas heladas.

Las grandes magnitudes refuerzan la abstracción en la que fructifica la barbarie, mientras las pequeñas nos colocan frente al reto, mucho mayor, de matar con nuestras propias manos. Nada parece haber cambiado mucho desde Troya.

La agonía kurda en la cordillera de Hakkari alcanzó finalmente las mentes de millones de ciudadanos occidentales, y la Casa Blanca entendió que no podía seguir siendo cómplice de aquellas muertes que, de ser lejanas y abstractas, habían pasado a ser domésticas e individuales.

Sadam Husein conservó el poder, y la coalición internacional, liderada por Estados Unidos, estableció una zona segura para los kurdos en el norte de Irak y otra para los chiíes en el sur. Los aviones iraquíes no podían sobrevolar esas regiones. La CIA creó un nuevo sistema de seguridad en el Kurdistán, y el ejército estadounidense instaló campamentos para los refugiados de Hakkari. Aunque los combates se alargaron hasta octubre, a partir del verano los kurdos fueron bajando de las montañas y regresando a sus pueblos y ciudades.

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Muchas veces he tenido la sensación de que Isikveren es un principio, una historia que contiene las otras que he escrito a lo largo de mi carrera. Me enseñó, por ejemplo, que el hombre, muy a menudo, no tiene más remedio que vivir entre la traición y el sufrimiento.

También me enseñó que cuanto más te fijas en el mundo, más entiendes que son derrotas lo que sostienen sus cimientos. Creo que los derrotados, los derrotados libres, no sometidos a la esclavitud, al vasallaje de los vencedores, siempre han sido los grandes arquitectos del presente. El mundo es mucho más de ellos que de los vencedores porque, al ser hijos genuinos de la derrota, lo son también de la paz. Los vencedores, en cambio, para aceptar la paz, deben reconocer también la parte de derrota que habita en ellos. Tal vez por esto, al fin y al cabo, todos podemos reconocernos en una derrota pero no muchos pueden hacerlo en una victoria.

Isikveren también es un paradigma de la fuerza que nos retuerce el alma. Podría haber sido un episodio de la Ilíada, un pasaje más de los hombres que se destruyen ajenos a los caprichos de los dioses.

Fue la primera tragedia de la que fui testigo, y todas las demás se le han parecido. ¿Qué batalla, al fin y al cabo, qué verdadera pugna por el poder no está en este poema que Simone Weil nos ayudó a ver como un poema de fuerza?

La Ilíada –reflexiona la pensadora francesa– es algo único por esa amargura que procede de la ternura y que se extiende sobre todos los seres humanos, igual que la claridad del sol. Nunca su tono deja de estar impregnado de amargura, nunca tampoco se rebaja al lamento. La justicia y el amor, que apenas pueden tener lugar en este cuadro de violencias extremas e injustas, lo bañan con su luz sin que se dejen percibir más que por el acento. Nada valioso, destinado o no a perecer, se desprecia; la miseria de todos se expone sin disimulo ni desdén; ningún hombre es colocado por encima o por debajo de la condición común de todos; todo lo que se destruye es lamentado. Vencedores y vencidos están igualmente próximos, son por igual los semejantes del poeta y del oyente. Si hay una diferencia, es que la desdicha de los enemigos se siente quizá con mayor dolor.

Isikveren, al igual que la Ilíada, muestra la subordinación del hombre a la fuerza, pero también el reequilibrio y la continuación, y yo creo que el tiempo histórico nos demuestra que el mundo funciona así, sin respuestas definitivas, pero tampoco con rupturas eternas.

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En mi principio, junto a Isikveren, también estuvieron un kibutz en Israel, un muro en Berlín, unos aviones que cayeron sobre Washington y Nueva York y un joven que se prendió fuego en Sidi Buzid.

Israel, en mi creación personal del mundo, representa la fe y la inocencia.

Era 1982, verano. Yo iba a cumplir 18 años, había leído a Leon Uris y creía que la epopeya del pueblo judío marcaba el paso de la humanidad. Por encima de los errantes y los exterminados estaban los supervivientes y los constructores, y por encima de todos ellos los justos resplandecían con una blancura renovada. Levantar un Estado comunitario sobre la tierra prometida me parecía el mejor de los destinos.

Israel utilizaba la sinagoga de la calle Avenir de Barcelona para las gestiones consulares. Había llamado a la puerta en el invierno de 1981, pero me dijeron que debía esperar un año porque los kibutz no aceptaban voluntarios menores de edad.

Israel, en aquel 1982, me permitió salir de la Barcelona posfranquista y meterme en una novela de aventuras utópicas.

Me asignaron Givat HaShloshá, un kibutz a las afueras de Petaj Tikva, en el centro de Israel. No sabía dónde estaba.

La misión de los kibutz me parecía de las más puras, un modo de vida honesto y equilibrado, donde la causa colectiva se fundía de modo natural con la aspiración individual. La propiedad privada y el dinero perdían gran parte de su sentido en aquellas comunidades de pioneros.

Los responsables de Givat HaShloshá me explicaron que el nombre era un homenaje a tres trabajadores judíos de Petaj Tikva que murieron torturados en 1916 en una cárcel otomana de Damasco acusados de espionaje a favor de los británicos.

No me explicaron que el kibutz se había levantado sobre los terrenos de Majdal Yaba, una ciudad árabe con tres mil años de historia. En el Antiguo Testamento aparece como Afek, un enclave amurallado que, como tantos otros en la región, cambió de manos muchas veces. Los israelitas se la arrebataron a los cananeos, pero la perdieron luego ante los filisteos. Los romanos la llamaron Antipatris, y los cruzados franceses, Mirabel. Los musulmanes la bautizaron como Torre de Nuestro Padre, Majdal Yaba.

El 10 de julio de 1948 la comunidad judía de Petaj Tikva, entonces una colonia de judíos ortodoxos fundada en 1878 con dinero del barón Edmond de Rothschild, atacaron Majdal Yaba. Los 1.500 habitantes fueron expulsados, víctimas de la nakba, la tragedia del pueblo palestino. Cientos de miles de árabes perdieron sus hogares aquel año ante el empuje del nuevo Estado de Israel.

Los palestinos –me dijeron entonces en Givat HaShloshá– no huyeron de los judíos sino de la guerra que los países árabes iniciaron contra Israel nada más declarada la independencia. La mayoría habían encontrado refugio en Jordania, “su nuevo país”.

La verdad es que entonces no me preocupaba el pueblo palestino. Me interesaba el Estado judío, las chicas del kibutz y las excursiones de fin de semana a Tel Aviv.

De domingo a viernes trabajábamos moviendo las tuberías de riego en los campos de algodón, pintando los depósitos de pienso en la granja de pollos o enganchando suelas de botas militares en la fábrica de calzado. Nos levantábamos antes del amanecer y no parábamos hasta el mediodía. Las tardes las pasábamos en la piscina, tendidos sobre el césped.

La hierba verde, regada con aspersor, simbolizaba la superioridad del orden sionista.

Muchos años después, en Tucson (Arizona), volví a comprobar la jerarquía racial que pueden marcan los céspedes. Allí simbolizaban el dominio angloestadounidense sobre el desierto y los indígenas latinoamericanos.

Los oprimidos suelen recorrer a pie los caminos más polvorientos y desérticos, sea en Sonora, el Sáhara o Judea. Sin duda, la vegetación cultivada del kibutz reforzaba nuestro convencimiento de que el ejército israelí, el que llevaba las botas que fabricábamos en Givat HaShloshá, tenía todo el derecho a invadir Líbano en nombre del progreso occidental.

La propaganda israelí explicaba que la OLP (Organización para la Liberación de Palestina) tenía su cuartel general en Beirut y que era una organización terrorista, antisemita y antisionista. No había duda. Era un hecho que yo no disputaba porque entonces, a mi ignorancia sobre el pueblo árabe palestino, añadía otras dos igual de graves: que la etiqueta terrorista era una de las más aleatorias de la historia y que, en medio de una guerra, no hay más víctima que la población civil. La inocencia de los civiles atrapados en un conflicto no supe interpretarla bien hasta Isikveren.

Miramos al mundo como queremos que sea, no como es en realidad. Incluso los analistas más fríos no pueden evitarlo. Nuestro cerebro tiene un mecanismo que dificulta la comprensión de los puntos de vista que nos parecen contranaturales. Los reporteros que vemos el mundo en primer plano y nos enfrentamos a la tarea de escribir el primer borrador de la historia topamos constantemente con este muro. Creemos que podremos mejorar las cosas si denunciamos lo que no encaja en nuestra visión preconcebida de los acontecimientos. Es un error, pero, paradójicamente, también es una ilusión a la que no renunciamos porque a veces tenemos razón.

Durante más de treinta años he escrito cientos de notas desde lugares complejos, sitios donde lo que menos vale es la palabra hecha promesa política, porque las personas que se enfrentan a la nada, las que se exponen al vacío que va a tragarse sus vidas, empezando por sus propios cuerpos y acabando por las memorias que creían imperecederas, están muy cerca de la verdad.

La falta de futuro les lleva a actuar por instinto. Abandonan el tacticismo, que no es más que miedo, y prescinden de los matices, que entorpecen la clarividencia. No importa si pertenecen a un partido que es una escisión o un reagrupamiento, si el derecho les ampara o les condena, solo importa si están en paz con Dios y consigo mismos, si tienen un primo policía o un tío funcionario, si la familia ha tomado las decisiones estratégicas adecuadas para sobornar a los guardianes del toque de queda y del control de carreteras, así como a los centinelas fronterizos, último obstáculo que deberán superar para seguir adelante. No hay más, pero tampoco menos.