Kitabı oku: «Sueño En El Pabellón Rojo», sayfa 2

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En ese momento volvió el sirviente e informó a Yucun de que el inesperado visitante se quedaría a cenar, lo que hacía inútil su espera. Se marchó por un corredor que conducía hasta la puerta lateral. Cuando también se hubo marchado el señor Yan, Shiyin no volvió a llamar a Yucun.

Llegó la fiesta del Medio Otoño [22] y, tras la cena familiar, Shiyin hizo colocar otra mesa en su estudio y fue paseando bajo la luz de la luna hasta el templo para invitar a Yucun.

Desde aquel día en que la doncella de los Zhen se volvió para mirarlo, Yucun se complacía pensando en su aprecio y le dedicaba sus pensamientos constantemente. Contemplando la luna llena, volvió a evocarla e improvisó el siguiente poema:

No sé si ocurrirá lo que deseo;

a menudo me toma la tristeza.

Me frunce el ceño la melancolía,

pues volvió su camino para verme.

Sombra soy en el viento, y me pregunto

si ella será quien me acompañe siempre.

Si viene a tocarme la luz de la luna,

que lleve mi amor a su pabellón.

Cuando lo hubo recitado, Yucun se revolvió el cabello y, suspirando al pensar en lo mucho que faltaba para poder ver realizadas sus ambiciones, declamó el siguiente pareado:

El jade del cofre quiere un buen precio alcanzar,

el alfiler del joyero muy alto espera volar [23] .

Shiyin, que llegaba en ese preciso momento, lo oyó con claridad y, bromeando, le dijo:

—Veo que tienes grandes ambiciones, hermano Yucun.

—Nada de eso, no aspiro a tanto —respondió Yucun algo incómodo—. Simplemente recitaba versos antiguos. ¿A qué se debe el placer de esta visita?

—Esta noche es el Medio Otoño, comúnmente conocido como la fiesta de la Reunión, y pensé que te sentirías muy solo en este templo. En mi humilde casa tengo un poco de vino y me pregunto si aceptarías compartirlo conmigo.

Yucun no necesitaba mayor aliento:

—Oh señor, su bondad conmigo es excesiva. Nada me gustaría más.

Y se encaminaron hacia el patio delantero, frente al estudio de Shiyin. Pronto terminaron con el té y pasaron a catar vinos y degustar platos selectos. Primero bebieron pausadamente, pero con la charla fueron elevándose sus espíritus y se volvieron audaces. De todas las casas del vecindario llegaban sonidos de flautas y cuerdas, y por todas partes se oían canciones. Y, sobre todo ello, la luna brillaba en todo su esplendor. Copa tras copa, fue creciendo la alegría de los dos hombres.

Yucun, casi borracho, no pudo contener su euforia e improvisó un cuarteto a la luna:

El día quince la luna llena

baña con luz pura las balaustradas de jade.

Cuando surca los cielos su luminosa esfera,

alzan su mirada los hombres de la tierra.

—¡Excelente! No creo que dure siempre tu actual pobreza. Estos versos tan buenos auguran un rápido progreso. Pronto estarás caminando sobre nubes. Permíteme felicitarte —exclamó Shiyin llenando otra copa.

Yucun la bebió de un trago y después suspiró.

—No crea usted que son incongruencias de borracho —dijo—. Estoy seguro de que si tuviera ocasión saldría airoso en los exámenes oficiales, pero no tengo dinero para el viaje y la capital está lejos. Mi trabajo de pendolista no me permite reunir bastante.

—¿Por qué no me lo dijiste antes? —exclamó Shiyin—. A menudo he pensado en el asunto, pero ya que nunca lo mencionabas no quise ser yo quien abordase el tema. Ser un hombre de pocas luces no me impide saber lo que se le debe a un amigo. Afortunadamente las próximas oposiciones provinciales tendrán lugar este año; debes trasladarte a la capital cuanto antes y dar muestra de tus conocimientos en la prueba primaveral. Para mí será un privilegio correr con los gastos del viaje y aun con otros que puedan surgir.

Y a renglón seguido mandó traer unos cincuenta taeles de plata y dos juegos de ropa para el invierno.

—El diecinueve es un buen día para viajar [24] —prosiguió Shiyin—. Puedes alquilar un sampán y emprender el camino hacia el oeste [25] . ¡Qué feliz seré cuando te vuelva a ver el próximo invierno, alcanzadas ya las encumbradas cimas!

Yucun aceptó el dinero y la ropa con unas reverencias formales de agradecimiento, y sin añadir más sobre el asunto siguieron bebiendo y conversando. Estuvieron juntos hasta la tercera vigilia [26] , momento en el que Shiyin despidió a su amigo y volvió a su cuarto, donde durmió hasta muy entrado el día. Al despertar recordó lo convenido durante la noche y se puso a escribir dos cartas de presentación de Yucun para algunos amigos funcionarios de la capital que podrían alojarlo.

Mandó a un sirviente que avisara a Yucun, pero aquél volvió con el siguiente recado:

—Dice el bonzo del templo de la Calabaza que el señor Jia partió a la capital esta mañana durante la quinta vigilia. Le pidió que le dijera que los eruditos no son supersticiosos en cuanto a los días favorables o nefastos, sino que actúan guiados por la razón. Todo ello le ha impedido despedirse personalmente.

Shiyin no tuvo más que resignarse.

Los días pasan rápido cuando no ocurren cosas notables. En un abrir y cerrar de ojos llegó la alegre fiesta de los Faroles y Zhen Shiyin encargó a su sirviente Huo Qi que llevara a su hija Yinglian a ver los fuegos artificiales y las linternas ornamentales. Hacia la medianoche Huo Qi dejó a la niña sobre los escalones de una casa mientras orinaba un poco más allá, y cuando volvió había desaparecido. La buscó toda la noche en vano, y al alba, desesperado e incapaz de presentarse ante el señor sin su hija, huyó a otro distrito.

La ausencia de su hija alarmó a Shiyin y a su esposa. Mandaron a los sirvientes en su busca, pero todos volvieron sin noticias. Era la única hija de esta pareja de edad madura, y su pérdida los volvió locos. Lloraron día y noche y se sintieron tentados de acabar con sus vidas. Un mes más tarde Shiyin enfermó a causa del dolor, y tras él su esposa.

Por si fuera poco, el decimoquinto día del tercer mes lunar se declaró un incendio en el templo de la Calabaza. En un descuido mientras disponía el ritual, el bonzo prendió un vaso de aceite; el fuego se extendió rápidamente a una ventana de papel, y, como la mayoría de los edificios vecinos tenían paredes de bambú, las llamas corrieron de casa en casa hasta que la calle entera ardió como un monte incendiado. Soldados y civiles intentaron aplacar el siniestro, pero el fuego escapaba a todo control. Duró toda una noche y destruyó no se sabe cuántas casas antes de consumirse. El hogar de los Zhen, contiguo al templo, quedó reducido a un montón de cenizas. Aunque unos pocos sirvientes tuvieron la fortuna de escapar con vida, al pobre Shiyin no le quedó sino patear el suelo y suspirar.

Se fueron a vivir al campo, pero en años anteriores las cosechas se habían malogrado a causa de las inundaciones y la sequía, los bandidos bullían por la región apoderándose de los arrozales sin dar respiro a la población, y las expediciones punitivas de las tropas del gobierno no hacían sino empeorar las cosas. Ante la imposibilidad de vivir allí, Shiyin se vio obligado a vender su tierra y acudir con su esposa y dos sirvientas a ponerse bajo la protección de su suegro Feng Su.

Feng Su, oriundo de Daruzhou, era un simple granjero, pero también un hombre rico al que agradó muy poco la lamentable llegada de su hija y su yerno. Por suerte, a Shiyin le quedaba un poco de dinero de la venta de sus tierras y pidió a Feng Su que lo invirtiera en alguna propiedad donde poder vivir en adelante. Sin embargo, su suegro lo engañó: invirtió sólo la mitad de lo recibido y le entregó unos campos exhaustos y una cabaña destartalada. Shiyin era un erudito que ignoraba todo acerca de los negocios y la agricultura; fue sobreviviendo durante un par de años mientras perdía paulatinamente todos sus bienes y Feng Su lo perseguía con sus reproches y, a sus espaldas, se quejaba ante toda la gente de su incompetencia, ociosidad y extravagancia.

Al golpe sufrido por Shiyin el año anterior y a las penurias que siguieron, vino ahora a sumarse la amarga evidencia del error cometido al confiar en su suegro. Entrado ya en años, y tan cercano a la miseria y la enfermedad, empezó a verse con un pie en la tumba.

Un día que se esforzaba por distraer sus tribulaciones paseando por las calles apoyado en su bastón, se le acercó de pronto un monje taoísta que andaba como un loco dando cojetadas, con sandalias de cuerda y cubierto de harapos. A gritos recitaba:

Los hombres anhelan la inmortalidad,

pero nunca olvidan los lujos y el rango.

¿Dónde andan ahora los grandes de antaño?

Las hierbas silvestres recubren sus tumbas.

Los hombres anhelan la inmortalidad,

pero nunca olvidan la plata y el oro;

se pasan la vida amasando dinero

para que la muerte les selle los ojos.

Los hombres anhelan la inmortalidad,

pero no olvidan a las bellas esposas

que juran amor eterno a sus maridos

y se vuelven a casar en cuanto mueren.

Los hombres anhelan la inmortalidad,

pero traen hijos al mundo sin cesar;

padres cariñosos veréis a montones,

¿quién ha visto que un hijo ame a su padre?

Hacia el final del parlamento, Shiyin se acercó:

—¿Qué es eso que recitaba a gritos? —preguntó—. Me dio la impresión de que trataba acerca de la vanidad de todas las cosas.

—Algo entiendes si eso has comprendido —respondió el taoísta—. Has de saber que en este mundo todo lo bueno tiene su fin, y que acabar es bueno, pues todo lo bueno se acaba. Mi canción se llama Todas las cosas buenas se acaban.

Con su natural inteligencia, Shiyin comprendió en el acto lo que le estaba diciendo. Sonriendo le contestó:

—Espere un momento. ¿Puedo hacer una glosa sobre lo que acaba de decir?

—Por supuesto —dijo el taoísta.

Y entonces Shiyin recitó:

Chozas humildes y salas vacías

donde colgaron antaño blasones;

hierbas marchitas, álamos resecos

que vieron cantar, danzar a los hombres.

Las telarañas recubren las vigas labradas,

retorna la gasa verde a los ventanales rotos;

frescos siguen y perfuman los afeites,

¿por qué en un segundo encanecen las sienes?

Ayer mismo acogió unos huesos la arcilla amarilla

y hoy rojas linternas alumbran el nido de los amantes;

ayer hubo unos hombres cargados de plata

que hoy son mendigos que todos desprecian.

La muerte ajena les hace suspirar,

pero ignoran que ya está llamando a su puerta.

¡Con qué celo a sus hijos educan!

¿Quién les asegura que bandidos no serán?

Con un joven noble la hermosa quiere casarse,

¿quién supone que en el Barrio Rojo [27] ha de acabar?

Un hombre se queja de su rango inferior

y le ponen entonces un cepo en el cuello.

Ayer apreció mucho su abrigo raído,

y hoy se queja de que le queda larga su túnica morada. [28]

Todo es lucha y tumulto en el escenario:

apenas uno acaba su canción, hay otro cantando.

Es locura incomparable confundir

con él propio hogar los parajes extraños,

y al final nuestro esfuerzo consiste

en coser las ropas que otra gente lucirá.

—¡Eso es! —exclamó satisfecho el taoísta excéntrico y cojo dándole una palmada en la espalda.

—Vamos —añadió escuetamente Shiyin. Y colgando de su hombro la alforja del monje, sin pasar por su casa, echaron a andar.

La noticia corrió por el vecindario y pronto llegó a la esposa de Shiyin, que se echó a llorar con desconsuelo. Tras consultar con Feng Su, éste organizó una búsqueda exhaustiva que no dio resultado alguno, con lo cual ella se vio obligada a volver al hogar de sus padres. Afortunadamente le quedaban dos doncellas, y así las tres, cosiendo día y noche, ganaban lo suficiente para pagar a Feng Su los gastos que ocasionaban. A regañadientes, Feng tuvo que aceptarlo así.

Un día la mayor de las doncellas se encontraba comprando hilo en la puerta cuando oyó a unos hombres que gritaban para despejar la calle, y a la gente comentando la llegada del nuevo gobernador. Se ocultó en el umbral para observar. Primero pasaron los soldados y los agentes de dos en dos, luego pasó un palanquín que llevaba a un funcionario con bonete de gasa negra y túnica roja. La doncella miró sorprendida y pensó: «Ese rostro me resulta familiar. ¿No lo habré visto antes?». Pero una vez que entró ya no volvió a pensar en el asunto.

Aquella noche, cuando ya se disponían a dormir, oyeron un clamor de voces y unos fuertes golpes en el portón. Unos mensajeros de la prefectura ordenaron a Feng Su que se presentara para ser interrogado por el gobernador. Al oírlo, Feng Su se quedó boquiabierto y consternado. ¿Acaso iban a continuar las calamidades?

Capítulo II

La dama Lin fallece en la ciudad de Yangzhou.

Leng Zixing describe la mansión Rongguo.

Dice un poema:

Si se ganará en el juego, quién lo sabe de antemano.

El incienso se consume, se acaba el té, pero aún quedan.

Para hacer augurios de fortuna o decadencia

hay que buscar quien contemple todo con ojo imparcial.

Al oír tanto barullo en el portón de su casa, Feng Su salió a atender a los mensajeros.

—Dígale rápido al señor Zhen que salga —gritaron.

—Me llamo Feng, no Zhen —respondió él con una risita aduladora—. Es mi yerno el que se llama Zhen, pero hace dos años que se fue para entrar en religión. ¿Es a él a quien buscan?

—Cómo quiere que lo sepamos. Cumplimos órdenes del gobernador. Si es usted su suegro acompáñenos para aclarar todo este embrollo ante Su Señoría; así nos ahorraremos otro viaje.

Y sin darle tiempo a protestar se lo llevaron a rastras ante la mirada temerosa de los suyos, que ignoraban tanto como él lo que significaba aquello. Hacia la segunda vigilia, Feng Su regresó de muy buen humor. Le preguntaron qué había sucedido y contestó:

—El nuevo gobernador, Jia Yucun, es de Yangzhou y un viejo amigo de mi yerno. Cuando pasó por nuestra puerta vio a Jiaoxing comprando hilo y supuso que Shiyin se había mudado aquí. Cuando le expliqué todas las desgracias que le habían sucedido, así como su partida, se mostró muy afectado. Preguntó también por mi nieta y le conté que había desaparecido durante la fiesta de los Faroles. «¡No hay problema! —dijo Su Señoría—, ordenaré una investigación exhaustiva y la encontraré.» Acabada nuestra charla, cuando ya me iba, me entregó dos taeles de plata.

El relato de Feng Su entristeció profundamente a la esposa de Zhen.

Así pasó la noche, y a primera hora de la mañana llegó un mensajero de Jia Yucun con dos bolsas de monedas y cuatro piezas de brocado para la señora Zhen, como muestra de gratitud. También había una carta confidencial para Feng Su en la que el gobernador le pedía que persuadiera a su hija con el fin de que ésta le permitiera tomar a su doncella Jiaoxing como segunda esposa. Feng Su expresó ruidosamente su júbilo a pedos. Ansioso de complacer al gobernador forzó el consentimiento de su hija, y aquella misma noche hizo subir a Jiaoxing en un pequeño palanquín y la llevó a la prefectura.

No hace falta que nos detengamos en la satisfacción de Yucun, que entregó a Feng Su cien monedas de oro y envió muchos presentes a la señora Zhen pidiéndole que cuidara su salud en tanto averiguaba el paradero de su hija. Feng Su regresó a su casa, donde ya lo podemos dejar.

Jiaoxing, la doncella que se había vuelto para mirar a Yucun en Gusu, nunca hubiera podido sospechar que una mirada lanzada al azar pudiera tener consecuencias tan extraordinarias. Y tanta fue su suerte que al año de su matrimonio tuvo un hijo, y seis meses después la esposa oficial de Yucun cayó enferma y murió. Entonces Jiaoxing la sustituyó mejorando aún más su posición:

Tanto ha mejorado su condición

una mirada lanzada al azar.

Tras recibir el dinero que Shiyin le entregara en Gusu, Yucun había emprendido viaje a la capital. Tuvo tanto éxito en los exámenes oficiales que pasó a ser graduado de Palacio [1] , y luego consiguió su nombramiento provincial. Ahora había sido ascendido a gobernador.

Administrador capaz, Yucun era sin embargo codicioso y despiadado, y su arrogancia e insolencia le habían procurado la enemistad de sus superiores. En menos de dos años éstos encontraron la oportunidad para acusarlo de falsedad constante, manipulación de los ritos y, bajo la apariencia de honradez, conspiración con sus feroces subalternos para fomentar disturbios en su distrito haciendo insoportable la vida de la población. Indignado, el emperador decretó su destitución. La llegada del edicto alegró el corazón de todos los funcionarios de la prefectura, pero Yucun siguió mostrándose tan jovial como siempre a pesar del tormento y la rabia que sentía. Después de dejar el cargo reunió todo el dinero atesorado durante su mandato y regresó a su ciudad natal, fijando allí su residencia. Cuando se hubo instalado, viajó por el imperio día y noche sin más carga que la brisa a sus espaldas y la luz de la luna en sus mangas.

Uno de esos viajes lo llevó de nuevo a Yangzhou [2] , donde descubrió que el comisionado de la Sal de aquel año era Lin Ruhai. Este Lin Ruhai, nacido en Gusu, había quedado tercero en el concurso imperial y recientemente había sido ascendido a censor. El emperador lo había nombrado comisionado para la Inspección de la Sal y llevaba en ese cargo poco más de un mes. Cinco generaciones atrás, uno de los antepasados de Lin Ruhai había sido elevado al rango de marqués. El privilegio fue concedido por tres generaciones; luego, gracias a la benevolencia de Su Majestad Imperial se extendió a una generación más. Merced a ese favor especial el padre de Lin Ruhai había llegado a disfrutar del título, pero él, en cambio, había sido destinado a hacer carrera a través del sistema de exámenes, puesto que su familia era culta además de noble. Pero lamentablemente no era prolífica, a pesar de contar con varias ramas. Lin Ruhai tenía primos, pero no hermanos o hermanas. Ahora era un cuarentón cuyo único hijo había muerto el año anterior a la edad de tres años [3] . Tenía varias concubinas, pero el destino no le había concedido un nuevo hijo, y no había manera de remediarlo. Su esposa, nacida en la familia Jia, le había ciado una hija, Daiyu, que a la sazón tenía cinco años. Sus padres la amaban con locura, puesto que era muy inteligente y bella, y decidieron procurarle una buena educación que compensara y ayudase a olvidar la pérdida del único hijo varón.

Resultó que Yucun había cogido un enfriamiento que lo mantuvo postrado en la cama de su posada más de un mes. Agotado por la enfermedad, y escaso de fondos, andaba buscando un lugar donde convalecer cuando dos viejos amigos le informaron de que el comisionado de la Sal necesitaba un preceptor. Gracias a su recomendación Yucun obtuvo el puesto, y con él la seguridad que necesitaba. Afortunadamente sólo le fue encomendada una niña a la que acompañaban dos doncellas, lo que, sumado a la mala salud de la muchacha, que hacía irregulares las lecciones, aliviaba bastante sus obligaciones.

Un año había pasado cuando inesperadamente enfermó la madre de su alumna, y murió al poco tiempo. Durante la enfermedad fue atendida por la niña, que luego adoptó un luto riguroso. Vistas las circunstancias, Yucun estuvo a punto de renunciar al empleo, pero Lin Ruhai le pidió que lo mantuviera con el objeto de no interrumpir la educación de su hija durante el período de luto. En los últimos tiempos el dolor había provocado una recaída en la delicada salud de la niña, y eso la obligaba a abandonar el estudio durante varios días consecutivos. Entonces Yucun, aburrido, adoptó la costumbre de pasear después de las comidas siempre que el tiempo lo permitiera.

Uno de esos días fue paseando hasta las afueras de la ciudad para disfrutar del campo. Llegó a unas exuberantes arboledas y unos bosquecillos de bambú situados entre colinas y enhebrados por arroyos serpenteantes. Entre el follaje, medio oculto, había un templo. La entrada estaba en ruinas y las paredes se desmoronaban. Sobre la puerta, una tabla lucía la siguiente inscripción: «Templo de la Perspicacia». Flanqueándola había otras dos tablas enmohecidas en las que alguien había escrito estos dos versos:

Aunque mucho acumuló, olvidó retener la mano;

sólo al final del camino pensó en desandar sus pasos.

«A pesar de su tópico lenguaje, estos versos contienen una verdad muy grande —pensó Yucun—. Nunca he visto nada parecido en todos los templos que he visitado. Quizá se oculte detrás la historia de alguien que ha saboreado las amarguras de la vida, algún pecador arrepentido. Entraré a preguntar.»

Dentro del templo sólo encontró a un viejo bonzo tembloroso cocinando unas gachas. Algo decepcionado, Yucun le hizo unas cuantas preguntas. Además de sordo, el bonzo demostró tener el espíritu oscurecido, ya que masculló respuestas incoherentes.

Yucun salió disgustado y decidió mejorar su estado de ánimo bebiendo unas copas en la taberna del pueblo. Al entrar, se levantó uno de los hombres que allí estaban y lo saludó con una sonora carcajada:

—¡Tú aquí! ¡Quién lo hubiera pensado!

Era Leng Zixing, un anticuario al que había conocido en la capital. Como Yucun apreciaba su capacidad de iniciativa y sus habilidades, mientras Zixing gustaba de los conocimientos literarios de Yucun, ambos habían llegado a congeniar convirtiéndose en muy buenos amigos.

—¿Cuándo has llegado, hermano? —preguntó Yucun alegremente—. No sabía que anduvieras por aquí. ¡Qué casualidad haberte encontrado!

—A finales del año pasado fui a mi casa y, de regreso a la capital, me detuve para visitar a un viejo amigo que tuvo la amabilidad de pedirme que me quedara. Como no tengo mucha prisa, he interrumpido mi viaje un tiempo. Me marcho a mediados de mes. Hoy mi amigo estaba ocupado, así que salí a dar un paseo y me senté aquí a descansar. ¡Quién me iba a decir que me encontraría contigo!

Sentó a Yucun a su mesa y pidió más comida y más vino. Bebieron lentamente mientras comentaban todo lo que habían hecho desde su separación.

—¿Hay alguna noticia de la capital? —preguntó Yucun.

—Poca cosa —respondió Zixing—, pero dicen que en la casa de uno de tus nobles parientes ha sucedido algo curioso.

—No tengo parientes en la capital, no sé a quién te refieres.

—Aunque no pertenezcas al mismo clan llevas su mismo apellido.

Yucun preguntó a quién se refería.

—A la familia Jia de la mansión Rongguo [4] . No es para que te avergüences del parentesco…

—Ah, esa familia —rió Yucun—. Sinceramente, nuestro clan es muy grande. Desde los tiempos de Jia Fu, de la dinastía Han del Este, las ramas se han multiplicado tanto que ahora uno encuentra a los Jia en cada provincia. Es imposible seguir el rastro de todos. Aunque la rama Rong y la mía se encuentran en el mismo registro ellos están tan encumbrados que nunca hemos reclamado parentesco, de modo que nos hemos ido separando paulatinamente.

—No creas, amigo mío. Tanto la rama Rong como la Ning han decaído. Ya no son lo que eran.

—¿Cómo puede ser? Antes eran muy numerosos.

—Sí, ya lo sé. Es una larga historia.

—El año pasado —dijo Yucun—, cuando fui a Jinling a visitar las ruinas de las Seis Dinastías [5] , pasé por la Ciudad de Piedra [6] y por delante de las puertas de sus antiguos pabellones. La mansión de Ningguo [7] estaba situada al este, y la mansión de Rongguo al oeste, y ambas se unían ocupando más de la mitad de la calle. Cierto que no había mucha gente ante sus puertas, pero por encima de los muros pude divisar imponentes salas y pabellones, y la opulencia de los árboles y colinas artificiales de los jardines traseros. Nada sugería una casa en decadencia.

—No eres muy listo para ser graduado de Palacio —replicó Zixing riendo—. Como dice un viejo refrán: «Un ciempiés muere pero no se cae». Aunque no son tan prósperos como antaño, siguen estando por encima del resto de las familias oficiales. El número de miembros de sus familias crece y sus compromisos se incrementan cada vez más, pero tanto los de arriba como los de abajo, los señores como los sirvientes, están tan acostumbrados a los honores y a la vida fastuosa que nadie sabe guardar para el futuro. Dilapidan el dinero día tras día y desconocen la palabra ahorro. Puede que sigan dando la misma impresión de esplendor, pero lo cierto es que sus bolsillos están a punto de agostarse. Aun así, ése no es su peor problema. Quién hubiera imaginado que cada una de las nuevas generaciones de este noble y erudito clan sería inferior a la que la precedió.

Sorprendido, Yucun objetó:

—Pero una familia tan culta y entendida en cuestiones de ritos seguro que conoce la importancia de una buena formación… No estoy seguro en cuanto a las otras ramas, pero siempre me ha parecido que en estas dos casas se preocupan mucho por la educación de sus hijos.

—Pues precisamente de esas dos casas estoy hablando —confirmó Zixing lamentándose—. Escucha. El duque de Ningguo y el de Rongguo eran hermanos de madre. El mayor, Ningguo, tuvo cuatro hijos; al morir heredó el título el mayor de ellos, Jia Daihua, que también tuvo dos hijos. El mayor de ellos, Jia Fu, murió a los ocho o nueve años dejando el título a su hermano menor, Jia Jing. Pero éste anda tan enredado con el taoísmo que no piensa sino en destilar elixires. Para poder dedicar todos sus esfuerzos a la búsqueda de la inmortalidad, cedió su título a un hijo que tuvo cuando era joven llamado Jia Zhen, de manera que, en lugar de volver a su lugar natal, se ha quedado en las afueras de la ciudad codeándose con los sacerdotes taoístas. Jia Zhen tiene un heredero llamado Rong que acaba de cumplir dieciséis años. Jia Jing se desentendió de todo asunto mundano y Jia Zhen nunca ha estudiado y sólo vive para los placeres. Está poniendo la mansión Ning patas arriba, pero nadie se atreve a pararle los pies.

Después de una pausa prosiguió:

—En cuanto a la mansión Rong, allí es donde ha tenido lugar el extraño suceso al que me refería. Cuando murió el duque de Rongguo le sucedió en el título su hijo mayor, Jia Daishan, quien se casó con una hija del marqués Shi de Jinling, que le dio dos hijos, Jia She y Jia Zheng. Jia Daishan murió hace muchos años, pero su esposa, la Anciana Dama Viuda, vive aún. Su hijo mayor, Jia She, heredó el título. Al menor, Jia Zheng, que era el favorito de su abuelo, le gustaba mucho el estudio desde niño y esperaba hacer carrera por el sistema de exámenes, pero cuando Jia Daishan murió dejando un memorial de despedida para el emperador, éste, por consideración a su antiguo ministro, no sólo confirió el título a su hijo mayor sino que además se interesó por el menor. Recibió a Jia Zheng en audiencia, y como favor adicional, le confirió el rango de secretario asistente con instrucciones para que se fuera familiarizando con los asuntos de la Junta de Obras, donde ahora es subsecretario. Su esposa, la dama Wang, dio a Jia Zheng un hijo llamado Jia Zhu, quien aprobó el examen de distrito a los catorce años y se casó antes de los veinte. Jia Zhu tuvo un hijo; después cayó enfermo y murió. El segundo vástago de Jia Zheng y la dama Wang fue una hija que nació el primer día del año. Pero más sorprendente aún fue el nacimiento de otro hijo que llegó al mundo con un pedazo de jade brillante en la boca que incluso tiene grabadas unas inscripciones. Por eso le pusieron el nombre de Jia Baoyu [8] . ¿No te parece éste un suceso extraordinario?

—Ciertamente. Ese muchacho tendrá un porvenir fuera de lo común.

—Sí, eso dice todo el mundo. —Zixing sonrió con ironía—. Por eso la abuela lo mima tanto. El día de su primer cumpleaños, Jia Zheng puso a prueba su temperamento colocándole delante todo tipo de objetos para ver cuál elegía. Aunque te parezca mentira, ¡los ignoró todos salvo el colorete, las polveras, los adornos para el pelo y unos pendientes! Su padre montó en cólera y predijo que el chico llegaría a ser un libertino disoluto. Por eso no lo quiere mucho, a pesar de que el niño sigue siendo el favorito de la abuela. Ahora debe tener siete u ocho años y dicen que es muy travieso y que posee una inteligencia extraordinaria. Tan pequeño como es, dice las cosas más extrañas. Declara que las niñas están hechas de agua y los chicos de barro. Dice que se siente tan limpio y fresco entre las muchachas que los hombres le parecen sucios y apestosos. ¿No es absurdo? Lo más probable es que luego se dedique a perseguir mujeres como un loco.

—No necesariamente. —La voz de Yucun adquirió una súbita gravedad—. Nadie sabe cómo llegó al mundo. Pienso además que el padre se equivoca si considera que el muchacho es un depravado. Para entenderlo es preciso haber leído mucho y tener una amplia experiencia, ser capaz de reconocer la naturaleza de las cosas, captar el Dao y comprender el Misterio.

Habló con tal seriedad que Zixing le pidió que explicara sus palabras.

—Salvo los muy buenos y los muy malos —prosiguió Yucun— todos los hombres se parecen bastante. Los muy buenos nacen en tiempos propicios, cuando el mundo está bien gobernado; los muy malos, en tiempos de calamidad, cuando el peligro acecha. Ejemplos del primer suceso son Yao, Shun, Yu y Tang, el rey Wen y el rey Wu, el duque de Zhou y el duque de Zhao, Confucio y Mencio, Dong Zhongshu, Han Yu, Zhou Dunyi, los hermanos Cheng, Zhang Zai y Zhu Xi [9] . En cuanto al segundo, ahí tienes a Chi You, Gong Gong, Jie, Zhou, Qin Shi Huang, Wang Mang, Cao Cao, Huan Wen, An Lushan o Qin Hui [10] . Los buenos traen orden al mundo, los malos lo precipitan a la confusión. Los buenos encarnan la inteligencia pura, la verdadera esencia del cielo y la tierra; los malos, la crueldad y todo lo perverso, la esencia del mal. El presente es un reinado próspero y duradero en el que el mundo está en paz, y tanto en la ciudad como en el campo hay mucha gente dotada de buenas esencias. El exceso de tanta buena esencia, al no tener donde ir, se transforma en dulce rocío y en brisas amables que se dispersan por los Cuatro Mares.

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