Kitabı oku: «Sueño En El Pabellón Rojo», sayfa 27
En su furor, se disponía a alterar cielos e infiernos cuando en esto llegó a sus oídos el leve sonido de las tabletas de madera de un bonzo.
—Confiad en Buda, que libera a los hombres pecadores —recitaba el monje a lo lejos—. Podemos sanar a los afligidos, desconsolados, amenazados o poseídos por espíritus malignos.
Inmediatamente, la Anciana Dama y la dama Wang ordenaron traer al bonzo a su presencia. A pesar de su desacuerdo, Jia Zheng no pudo oponerse a los deseos de su madre. También le causaba extrañeza que la voz del budista llegase tan claramente hasta el interior de la casa, y dio orden a los criados de que lo hicieran pasar. Entonces hicieron su entrada un bonzo de cabeza tiñosa y un taoísta cojo. ¿Que cómo era el bonzo?
La nariz como la hiel, colgando; las cejas, pobladas;
los ojos, estrellas de luz preciosa.
Harapiento, calzado de paja, cabeza tiñosa.
Una visión lamentable, en verdad,
era este bonzo vagabundo.
¿Y el taoísta?
Larga una pierna, corta la otra.
Empapado y cubierto de barro.
Si le preguntáis de dónde viene
responderá: «De las islas Penglai,
que están el oeste del mar Ingrávido».
Jia Zheng quiso saber de qué monasterio procedían.
—¿Para qué quiere saberlo, señor, si no hay necesidad? —dijo el bonzo sonriendo—. Ha llegado a nuestros oídos que hay enfermedad en su casa, y hemos venido a curarla.
—Sí, hay dos miembros de la familia que están embrujados —informó Zheng—. ¿Conocen ustedes, quizás, algún remedio milagroso?
—¿Por qué pide un remedio? —replicó el taoísta—. Ya existe en su casa un rarísimo tesoro capaz de sanarlos.
Sobresaltado, Jia Zheng captó inmediatamente el comentario.
—Cierto es que mi hijo nació con un trozo de jade en la boca, y que la inscripción en él grabada dice que puede expulsar espíritus malignos. Pero ha resultado ineficaz.
—Señor, usted no comprende los poderes milagrosos de ese precioso jade. Si no ha sido eficaz es porque está desconcertado por la música, la belleza, la riqueza y el lucro. Tráigamelo y restauraré sus poderes con unos encantamientos.
Jia Zheng retiró el jade del cuello de Baoyu y se lo entregó a los monjes. El budista lo depositó reverentemente sobre la palma de su mano.
—Trece años han pasado como un parpadeo desde que te dejamos al pie del Pico de la Cresta Azul —dijo con un suspiro dirigiéndose a la piedra—. ¡Qué rápido pasa el tiempo en el mundo de los hombres! Sin embargo, tú ya estás lleno de deseos mundanos. ¡Ay, cuánto mejor estabas antes!
Ni cielo ni tierra te imponían límites;
en tu corazón no había dolor ni alegría.
Luego te dotó de espíritu el fuego,
y a este mundo llegaste buscando discordias.
»¡Y en qué deplorable estado te encuentras ahora!
Los afeites han empañado tu lustre;
día y noche los pasas en los lujosos aposentos de las muchachas.
Pero has de despertar de tu dulce sueño;
saldadas sus deudas, los desdichados amantes se deben separar.
»Ha recuperado su poder —prosiguió—, pero no debe ser profanado. Mantengan a los dos enfermos en un solo cuarto; cuelguen el jade sobre la puerta y que nadie entre, salvo su madre y las personas más cercanas. Garantizo que en el plazo de treinta y tres días se habrán recuperado completamente.
Dicho lo cual, el bonzo y el taoísta giraron sobre sus talones y echaron a andar.
Jia Zheng se abalanzó tras ellos para pedirles que tomaran asiento y algo de té, pues quería ofrecerles alguna remuneración, pero los dos hombres se habían esfumado. Cuando la Anciana Dama envió criados para que les dieran alcance, éstos no encontraron ni rastro de la pareja.
Luego, siguiendo las instrucciones del monje, el jade fue colgado sobre el umbral del cuarto de la dama Wang, donde ambos enfermos yacían. Ella misma montó guardia para evitar que alguien entrara.
Llegó la noche, y ambos pacientes recobraron lentamente el sentido y dijeron que estaban hambrientos. La Anciana Dama y la dama Wang no cabían en sí de gozo. Se mandó preparar unas gachas de arroz, y después de comerlas se sintieron mejor. Los demonios que los habían poseído empezaron a retroceder. Finalmente, todos pudieron respirar mejor. Li Wan, las tres Primaveras, Baochai y Daiyu aguardaban junto a Pinger y Xiren en el cuarto de fuera, cuando fueron informadas de que los pacientes habían vuelto en sí y comido unas gachas. Antes de que las demás pudieran decir nada, Daiyu exclamó:
—¡Alabado sea Buda!
Baochai se volvió a mirarla y dejó escapar una carcajada que pasó inadvertida para todas, menos para Xichun.
—¿De qué te ríes, prima Baochai? —preguntó.
—Pensaba en cuánto más ocupado está Buda que los humanos. Además de explicar la verdad y salvar a las criaturas vivientes, ha de cuidar a los enfermos y devolverles la salud, como ha hecho con Baoyu y la hermana Feng, que ya están mejorando. Además, también tendrá que ocuparse de la boda de la señorita Lin. ¡Piensa en lo ocupado que está! ¿No te parece divertido?
Daiyu enrojeció y escupió de furia.
—¡Sois perversas! ¡Quién sabe la muerte que os espera! ¿Qué será de vosotras? En lugar de seguir el ejemplo de la buena gente, repetís las vulgaridades de Xifeng —dijo, y salió empujando furiosa la antepuerta.
Para saber lo que sigue, escuchen el siguiente capítulo.
Capítulo XXVI
Sobre el puente de la Cintura de Avispa,
Xiaohong desvela sus sentimientos.
En el sopor primaveral del refugio de Bambú,
Daiyu abre su corazón.
Al cumplirse los treinta y tres días de convalecencia, Baoyu había recobrado todo su vigor, y como también habían desaparecido las quemaduras de su rostro pudo volver al jardín.
Mientras estuvo postrado, Jia Yun se encargó de los pajes que, día y noche, montaron guardia a la vera del enfermo. Durante ese tiempo, Yun se encontró tantas veces con Xiaohong y las otras doncellas que acabaron manteniendo un trato muy cercano. Xiaohong, por su parte, había observado que Jia Yun llevaba un pañuelo muy parecido al que ella había perdido, y varias veces estuvo a punto de preguntarle dónde lo había encontrado, pero su timidez se lo impidió. Sin embargo, después de la visita del bonzo y el taoísta ya no hubo necesidad de asistentes masculinos, de modo que Jia Yun volvió a la plantación de árboles. Xiaohong no quería dejar pasar el asunto del pañuelo, pero tampoco quería despertar las sospechas de las demás doncellas interrogando al joven señor Yun. Estaba preguntándose qué hacer cuando oyó una voz que la llamaba desde la ventana.
—¡Hermana! ¿Estás ahí?
Al mirar vio que se trataba de Jiahui, otra doncella del mismo patio, y la invitó a pasar. Jiahui entró y se sentó sobre la cama.
—¡Estoy de enhorabuena! —gorjeó—. Estaba hace un rato lavando ropa en el patio cuando el señor Baoyu decidió enviar un poco de té a la señorita Lin, y Xiren me hizo el encargo. Resulta que la Anciana Dama había enviado a la señorita algún dinero, y ésta lo estaba repartiendo entre las doncellas. Al verme me dio dos puñados de monedas. No sé cuánto habrá en total. ¿Podrías guardármelo?
Y desatando las cuatro esquinas de su pañuelo dejó caer las monedas. Xiaohong fue contándolas:
—Cinco, diez, quince…
Y luego las guardó.
—¿Cómo te has sentido estos últimos días? —preguntó Jiahui.
Y luego añadió:
—Sigue mi consejo y vete a tu casa un par de días. Que te vea un médico y te recete alguna medicina; seguro que te sentirás mejor.
—¡Vaya idea! —replicó Xiaohong—. Estoy perfectamente. ¿Por qué tendría que irme a mi casa?
—Bueno, entonces, como la señorita Lin es tan delicada que siempre está tomando medicinas, pídele a ella algún remedio. Eso también serviría. Has perdido el apetito, ¿qué te pasa?
—¡Tonterías! ¿Cómo se pueden tomar las medicinas de esa manera?
—¡Pero no puedes seguir así!
—¿Y qué más da? Cuanto antes muera, mejor.
—Pero ¿cómo puedes decir esas cosas?
—¡Y tú, ¿cómo puedes saber lo mal que me siento?!
Jiahui asintió con un gesto de comprensión y dijo pensativamente:
—No me extraña. Aquí las cosas son difíciles. Ayer mismo, sin ir más lejos, la Anciana Dama dijo que todas habíamos trabajado muy bien durante la enfermedad del señor Baoyu, y que, como ya había sanado, cada una de nosotras sería recompensada según su grado. No me quejo de que las jóvenes como yo hayamos quedado excluidas del reparto, pero ¿por qué tú? No es justo. Yo no le hubiera envidiado a Xiren ni diez veces más de lo que ha recibido, pues se lo merece. Hablando sinceramente, ¿cuál de nosotras se le puede comparar? Nunca deja de ser cuidadosa y consciente, e incluso si no lo fuera destacaría igual. Lo que me irrita es que gente como Qingwen y Yixian sean consideradas de rango superior sólo porque sus padres son antiguos criados de la casa. ¿No te parece indignante?
—No sirve de nada molestarse con ellas —replicó Xiaohong—. Como dice el proverbio, «Hasta el festín más largo se acaba». Ninguna de nosotras permanecerá aquí toda la vida. Dentro de unos cuantos años todas seguiremos nuestros propios caminos. Y cuando ese momento llegue, ¿quién se preocupará de su prójimo?
Sus palabras llenaron de lágrimas los ojos de Jiahui, pero como no quería dar la impresión de que lloraba sin motivo esbozó una sonrisa.
—Eso es cierto, claro está —coincidió—, pero ayer mismo el señor Baoyu hablaba de cómo iba a reordenar los cuartos y de la ropa nueva que piensa hacerse, como si nos quedaran cientos de años por delante en esta casa.
Xiaohong se rió con sarcasmo. Antes de que pudiera empezar a hablar entró una pequeña doncella que todavía no se había dejado crecer el cabello. Traía dos hojas de papel y unos patrones de bordado.
—Aquí tienes dos patrones para que los calques —dijo lanzándoselos a Xiaohong.
—¿Quién los envía? —preguntó Xiaohong a la niña, que se marchaba corriendo—. ¿No puedes terminar lo que tienes que decir antes de salir corriendo? ¿Acaso se te va a enfriar él pan?
—¡Los manda Yixian! —gritó la niña por la ventana, y continuó su galope.
Xiaohong arrojó irritada los patrones y el papel a un lado y se puso a rebuscar un pincel en sus cajones, pero no encontró ninguno con la punta fina.
—¿Dónde dejé el pincel nuevo que utilicé el otro día? —murmuró—. No recuerdo… Ah, claro. Anteanoche lo presté a Yinger.
Y volviéndose a Jiahui le pidió que fuera por él.
—Ve tú misma —le dijo Jiahui—. Xiren me espera para que la ayude a cambiar unas cajas de sitio.
—¿Y si eso fuera verdad estarías aquí de cháchara? ¡Dices que te espera sólo porque te he pedido un favor, bestezuela!
Y, diciendo esto, Xiaohong salió del patio Rojo y Alegre y se dirigió a los aposentos de Baochai, pero al ver a la nodriza de Baoyu en el pabellón de la Fragancia que Rezuma, se detuvo.
—¿Dónde va, ama Li? —le dijo saludándola con una sonrisa—. ¿Qué la trae por aquí?
La anciana se detuvo y dio una palmadita.
—¿Por qué le habrá tomado tanto cariño a ese plantador de árboles, hermano Yun, o Yu [1] , o como se llame? —rezongó la nodriza—. No quiso otra cosa sino que le trajera a ese tipo. Habrá problemas cuando el señor se entere.
—¿Pero es que tiene usted que concederle todos sus caprichos?
—¿Y qué otra cosa puedo hacer?
—Si ese joven tiene algún sentido común no vendrá.
—¿Acaso está loco, para negarse?
—Pues si viene hágalo entrar con usted y no lo deje por ahí vagando a su aire.
—No tengo tiempo para cuidar de él. Me he limitado a hacerle llegar el mensaje. Mandaré a una de las chicas o a alguna matrona para que lo acompañe y le enseñe el camino.
Dicho lo cual, el ama partió tambaleándose sobre su bastón.
En lugar de partir en busca de su pincel, Xiaohong se quedó allí, perdida en sus cavilaciones, hasta que llegó una doncella a preguntarle qué hacía. Era Zhuier, y Xiaohong le devolvió la pregunta:
—¿Dónde vas?
—Me han encargado que traiga al señor Yun —contestó Zhuier, y salió corriendo.
Cuando regresó con Yun, Xiaohong ya estaba en el puente de la Cintura de Avispa. Él la miró de soslayo, y también ella, so pretexto de hablar con Zhuier, le lanzó una furtiva mirada. Al encontrarse las miradas ella se sonrojó, se dio la vuelta rápidamente y echó a andar en dirección al parque de las Alpinias.
Jia Yun siguió a Zhuier por serpenteantes senderos hasta llegar al patio Rojo y Alegre, donde ella se le adelantó para anunciar su llegada. Luego lo condujo al interior. El joven tuvo tiempo de escudriñar el patio, las rocas artificiales separadas por plátanos, y dos cigüeñas alisándose el plumaje de las alas bajo un pino. Jaulas de formas diversas que contenían toda suerte de pájaros exóticos pendían de la galería que rodeaba el patio. El aposento de cinco habitaciones que veía ante él lucía calados de ingeniosos dibujos, y sobre la puerta había una tablilla con la inscripción «Rojo Alegre y Delicioso Verde».
«Por eso lo llaman patio Rojo y Alegre —pensó—. El nombre procede de esta inscripción.»
Detrás de la gasa de la ventana oyó una risa y una voz que exclamaba:
—¡Adelante! ¡Entra deprisa! ¿Cómo he podido olvidarte durante dos o tres meses?
Al reconocer la voz de Baoyu, Jia Yun se apresuró a entrar. El fulgor del oro y de las esmeraldas, así como la elegancia del mobiliario, lo deslumbraron. Pero no vio a Baoyu. Al volverse hacia la izquierda vio a dos muchachas de unos quince años, de altura y apariencia similares, que saliendo de detrás de un gran espejo lo invitaron a pasar al aposento interior. Haciendo un gesto de asentimiento con la cabeza, pero sin atreverse a mirarlas, Yun entró en un cuarto con bishachu. Sobre una pequeña cama con incrustaciones de laca y un dosel rojo con bordados de oro estaba Baoyu, vestido informalmente y calzado con unas pantuflas. Al ver al visitante arrojó a un lado el libro que tenía entre las manos y se incorporó sonriente. Jia Yun se adelantó e hincó una rodilla. Le fue ofrecida una silla frente a su anfitrión.
—Aquel día te invité a mi estudio, pero durante estos meses han ocurrido tantas cosas que lo olvidé —dijo Baoyu.
—Ésa fue mi desgracia —contestó Jia Yun con una sonrisa—. Y luego cayó enfermo, tío. ¿Ya se ha recuperado por completo?
—Sí, gracias. Me han dicho que todos estos días de trabajo té han dejado bastante agotado.
—Así debe ser. Su mejoría ha sido una bendición para toda la familia, tío.
Había entrado una doncella a ofrecerle té y, sin dejar de hablar con Baoyu, Yun la miró de reojo. Era delgada, de rostro ovalado, vestía una chaqueta de color rojo brillante, un chaleco de satén negro y una falda plisada dé damasco blanco. Por el tiempo que ya había pasado en la mansión Rong durante la enfermedad de Baoyu, Jia Yun recordaba a casi todas las personas importantes del lugar, y así supo que se encontraba nada menos que ante Xiren, que disfrutaba de una situación privilegiada en el patio Rojo y Alegre. Como Baoyu estaba presente mientras servía el té, Jia Yun, para complacerlo, se incorporó con una sonrisa.
—¿Cómo voy a permitir que te molestes sirviéndome el té, hermana? —protestó dirigiéndose a Xiren—. No me trates como a un huésped en los aposentos de mi tío. Yo mismo lo haré.
—Siéntate, siéntate —dijo Baoyu—. ¿Por qué eres tan ceremonioso con las doncellas?
—No debo prescindir dé mis modales ante las hermanas de tus aposentos, tío.
Y se sentó a sorber su té mientras Baoyu parloteaba negligentemente acerca de qué familias poseían los mejores actores, los más hábiles jardineros, las doncellas más hermosas, organizaban los más lujosos festines y poseían las mejores colecciones de objetos raros y curiosos. Jia Yun se esforzó en seguir el hilo fútil de la conversación, y cuando se dio cuenta de que su anfitrión parecía cansado y ya no le insistía más para que permaneciese: allí, se levantó y pidió permiso para retirarse.
—Pasa por aquí cuando quieras —dijo Baoyu antes de ordenar a Zhuier que acompañase al visitante hasta la salida.
Como no había nadie en el patio Rojo y Alegre, Jia Yun aminoró la marcha para charlar con la doncella. Le preguntó qué edad tenía, cuál era su nombre y el oficio de su padre, cuánto tiempo llevaba trabajando para Baoyu, cuánto ganaba al mes, cuántas muchachas trabajaban allí… Ella no tuvo problemas en ir respondiendo a todas las preguntas, uña por una.
—Esa muchacha con la que hablaste cuando veníamos hacia aquí —le dijo él—, ¿no se llama Xiaohong?
—Sí. ¿Por qué lo pregunta? —contestó Zhuier riendo.
—Dijo algo sobre un pañuelo que había perdido, y resulta que yo he encontrado uno.
Al oír aquello la doncella sonrió.
—Ya me ha preguntado varias veces si he visto su pañuelo —dijo ella—, ¡como si tuviera tiempo para preocuparme de tales cosas! Hoy me preguntó de nuevo y prometió hacerme algún regalo si lo encontraba. No lo estoy inventando; usted mismo lo oyó frente al parque de las Alpinias. Si lo ha encontrado, señor, démelo a mí y algo recibiré a cambio.
Lo cierto era que el mes anterior, cuando había estado supervisando la plantación de árboles, Jia Yun había recogido en el jardín un pañuelo de seda. Sabía que lo debía haber perdido alguna de las muchachas del lugar, pero al ignorar de cuál de ellas se trataba no se había atrevido a ofrecer su devolución. Cuando oyó a Xiaohong preguntando por él a Zhuier comprobó, con rio poco placer, que era ella la dueña, y ahora que Zhuier le abría esa puerta había trazado un plan. Sacó uno de sus propios pañuelos de la manga y se lo entregó con una sonrisa.
—Muy bien, aquí tienes —le dijo—. Pero no dejes de informarme sobre la recompensa que recibas. ¡Y nada de trampas!
Zhuier aceptó inmediatamente el pañuelo y las condiciones, y cuando hubo despedido a Yun marchó en busca de Xiaohong.
Pero volvamos a Baoyu, que después de la partida de Jia Yun se había sentido tan decaído que optó por acurrucarse para dormir la siesta. Xiren se sentó en el borde de la cama y le sacudió suavemente el hombro.
—No debe dormir otra vez —le dijo—. Si se siente aburrido, salga a dar un paseo.
—Lo haría con gusto —replicó Baoyu cogiéndole la mano—, pero no soporto la idea de dejarte.
—¡Cómo! ¡Vamos, en pie! —exclamó ella entre risas mientras le empujaba para que se incorporara.
—Pero ¿adónde iré? Estoy harto.
—Se sentirá mejor cuando esté en el exterior. Si se queda aquí languideciendo lo único que conseguirá será sentirse cada vez peor.
Baoyu siguió su consejo y se arrastró fuera, sin ánimo alguno. Jugueteó un rato con los pájaros de la galería, luego dio un paseo hasta las orillas del río de la Fragancia que Rezuma, donde estuvo contemplando los peces dorados. Por el camino vio dos cervatillos que salían como una exhalación de la ladera de enfrente, y cuando se estaba preguntando qué podía haberlos asustado divisó a Jia Lan que los perseguía con un diminuto arco en la mano. Al ver a Baoyu, el niño se detuvo en seco.
—Así que estás en casa, tío —dijo alegremente—. Pensé que habrías salido.
—¿En qué nueva diablura andas ahora metido? —preguntó Baoyu—. ¿Por qué disparas contra esas inofensivas criaturas?
—He terminado de estudiar mis textos y como no tengo nada que hacer se me ocurrió practicar el tiro con arco.
—¿No dejarás tus locos ejercicios hasta que te hayas roto los dientes?
Dicho lo cual, se dirigió arrastrando los pies hasta la puerta de un patio donde unos bambúes densos como plumaje de fénix producían una música crujiente. Sobre la puerta, una inscripción rezaba: «Refugio de Bambú». Encontró echada la antepuerta de bambú. No se oía una voz. Al acercarse a la ventana, un aroma sutil llegó hasta él desde el otro lado de la gasa verde. Apoyó contra ella su rostro y escuchó un largo, leve suspiro, seguido de las siguientes palabras:
—«Día tras día mis sentimientos y mi mente se sumen en la turbación».
Baoyu sintió una extraña agitación en el pecho, y al acercarse más vio que se trataba de Daiyu, que se desperezaba sobre su lecho. Se echó a reír.
—¿Qué es lo que te turba un día tras otro [2] ? —preguntó mientras alzaba la antepuerta.
Avergonzada al pensar que había revelado sus más íntimos pensamientos, Daiyu no pudo evitar turbarse y, tapándose la cara con la manga, se volvió contra la pared simulando seguir dormida. Cuando Baoyu se dispuso a darle la vuelta, el ama de la muchacha y otras dos mujeres mayores le dijeron:
—Su prima duerme, señor. Ya le avisaremos cuando despierte.
En ése momento Daiyu se dio la vuelta bruscamente y se incorporó con una carcajada.
—¿Pero quién duerme aquí? —exclamó.
Las tres ancianas sonrieron.
—Nos equivocamos, señorita.
Llamaron a Zijuan para que atendiera a la joven señora, y después se retiraron.
—¿Qué manera es esa de entrar cuando la gente está dormida? —dijo Daiyu a Baoyu con una sonrisa desafiante mientras se alisaba el cabello sentada en la cama.
La visión de sus mejillas suaves y sonrojadas y de sus ojos relucientes, ahora algo nublados, transportó a Baoyu, que se hundió sonriente en una silla.
—¿Qué decías hace un momento?
—No decía nada.
—Claro que sí. Te he oído.
En ese momento apareció Zijuan.
—Por favor, Zijuan —dijo Baoyu—, sírveme una taza de ese té tan bueno.
—¿De qué té bueno habla? —replicó ella—. Si quiere beber buen té, será mejor que espere la llegada de Xiren.
—No le hagas caso —dijo Daiyu a la doncella—, ve primero y tráeme un poco de agua.
—El señor es un huésped, así que debo servirle el té antes que a usted el agua.
Cuando hubo partido a cumplir el encargo, Baoyu exclamó:
—¡Buena chica!
Si algún día con tu dulce dueña
comparto la cortina nupcial,
¿cómo podré yo, indiferente,
contemplarte disponiendo el lecho?
Al oír aquello, el rostro de Daiyu se endureció súbitamente.
—¿Qué acabas de decir? —preguntó realmente enfadada.
—No he dicho nada —repuso Baoyu con una risita.
Daiyu rompió a llorar.
—¡De manera que éste es tu nuevo entretenimiento! —sollozó—. Ahora te dedicas a repetirme todas las inmundicias que oyes fuera, y te burlas de mí citándome cualquiera de esos libros puercos que lees. ¡Ahora me he convertido en el hazmerreír de los caballeros!
Y de un salto salió de la cama y se alejó llorando. Baoyu, alarmado, la siguió.
—Prima, prima querida —le suplicaba—, perdóname, ¡merezco la muerte por esta tontería! ¡Por favor, no vayas a decir nada! ¡Que la boca se me vuelva una ampolla y que se me pudra la lengua si vuelvo a decir cosas semejantes!
En ese preciso momento entró Xiren.
—Rápido, vaya a cambiarse de ropa —le dijo—. El señor quiere verlo.
La llamada de su padre llegó a los oídos de Baoyu como un trueno terrible. Olvidándolo todo, fue corriendo a mudarse y salió del jardín a galope tendido. Junto a la puerta interior lo esperaba Beiming.
—¿Para qué quiere verme mi padre? —le preguntó Baoyu jadeando—. ¿Lo sabes?
—Corra, señor —dijo el paje—. De todos modos tiene qué acudir. Ya sabrá lo que quiere cuando llegué.
Llegaron al salón principal. Baoyu tenía el alma en vilo cuando, de pronto, oyó un estallido de risa a la vuelta de una esquina y apareció Xue Pan dando palmadas.
—Si no hubiera dicho que tu padre quería verte, nunca habrías venido tan rápido —declaró.
La risa hizo a Beiming caer de rodillas.
Baoyu, aturdido, tardó unos instantes en comprender que le habían gastado una broma pesada. Xue Pan, por su parte, se inclinó para pedir disculpas levantando las manos juntas.
—No culpes a ese bribón —le dijo, refiriéndose a Beiming—. Yo lo obligué a hacerlo.
—No me molesta que me engañen —dijo Baoyu, a quien no le quedó sino sonreír—. ¿Pero por qué decirme que se trataba de mi padre? ¿Acaso debo acudir a tu madre y preguntarle qué piensa de tu conducta?
—Ay primo querido, te tenía que ver con tanta urgencia que olvidé el tabú [3] . Otro día te podrás desquitar pretendiendo que mi padre me busca a mí.
—¡Eres un miserable! —exclamó Baoyu—. ¡Merecerías morir dos veces!
Y volviéndose a Beiming:
—¡¿Y tú, jodido traidor, qué haces de rodillas?!
El paje hizo un koutou y se incorporó inmediatamente.
—No te hubiera molestado —explicó Xue Pan— de no ser porque el día tercero del quinto mes será mi aniversario y resulta que, vete a saber cómo, Cheng Rixing, el vendedor de antigüedades, ha conseguido una raíz de loto fresca y brillante así de larga y así de gruesa, una inmensa sandía así de grande, un esturión fresco así de largo y un gran cerdo ahumado con cedro fragante llegado cómo tributo desde Xianluo. ¿No te parece que semejantes regalos se salen de lo común? El pescado y el cerdo no pasan de ser costosas extravagancias, pero quién sabe cómo ha conseguido una raíz de loto y una sandía de ese tamaño. Enseguida le di una parte a mi madre y luego envié trozos a la Anciana Dama y a tus padres, pero todavía me queda un poco. Me acarrearía mala suerte comérmelo todo, así que, después de pensarlo, concluí que eras la única persona digna de compartir conmigo esas cosas. Por eso vine especialmente a invitarte. Por casualidad también ha aparecido un joven cantante. ¿Por qué no convertimos el de hoy en un día memorable?
Entretanto, habían llegado al estudio de Xue Pan, donde encontraron a Zhan Guang, Cheng Rixing, Hu Silai y Shan Pingren, así como al joven cantante. Una vez intercambiados los saludos y bebido el té, Pan ordenó que sirvieran el festín. En un santiamén la mesa quedó rodeada de pajes y, una vez dispuesto todo, la gente pasó a ocupar su sitio.
Baoyu vio que la raíz de loto y la sandía eran, en efecto, fenomenales.
—No te he enviado un presente de aniversario, pero heme aquí disfrutando a tu costa —comentó con una sonrisa.
—Así es —dijo Xue Pan—. ¿Qué piensas regalarme?
—En realidad no tengo nada. El dinero, la ropa, la comida que hay en mi casa no me pertenecen y por tanto no puedo regalarlos. Lo único que podría obsequiarte sería un rollo de caligrafía o una pintura.
—Hablando de pintura —interrumpió Pan con una sonrisa—, recuerdo una pintura erótica que vi en casa de alguien hace unos días. Era realmente soberbia. No leí detenidamente toda la inscripción, pero pude discernir el nombre del artista: Geng Huang. Una pintura maravillosa.
Baoyu conocía los trabajos de muchos calígrafos y pintores pasados y contemporáneos, pero nunca había oído hablar de un artista llamado Geng Huang. Caviló unos momentos y finalmente soltó una carcajada. Pidió un pincel y escribió dos caracteres sobre la palma de su mano izquierda.
—¿Estás seguro de que el nombre era Geng Huang? —preguntó a Xue Pan.
—Por supuesto.
Baoyu extendió la mano.
—¿No serían estos dos caracteres los que leíste? En realidad no son muy distintos.
Al ver que había escrito Tang Yin [4] todos declararon entre risas:
—Sin duda era ésa la firma del cuadro. Los ojos del señor Xue Pan debían estar nublados cuando leyó esos dos caracteres.
Xue Pan dibujó una sonrisa azorada y, en su vergüenza, balbuceó:
—¿A quién le interesa si el tipo ese se llama «Tang Yin» o «Guo Yin» [5] ?
En ese momento uno de los criados anunció la llegada del «señor Feng», y Baoyu supuso que se trataba de Feng Ziying, el hijo de Feng Tang, general del Divino Valor. Todos pidieron que se le hiciera pasar, y antes de que hubieran terminado de decirlo entró Feng Ziying riendo y parloteando. Todos se levantaron para ofrecerle asiento.
—¡Bravo! —exclamó Ziying—. Veo que vosotros no salís, simplemente os divertís en casa.
Xue Pan y Baoyu sonrieron.
—Hace tiempo que no te vemos —dijeron—. ¿Está bien tu padre?
—Muy bien, gracias. Pero hace poco mi madre cogió un pequeño enfriamiento y ha pasado unos días indispuesta.
Xue Pan observó algunas marcas en su rostro.
—¿Otra vez te has peleado? —preguntó—. ¿Quién te ha dejado esas marcas en la cara?
—Desde que le pegué al hijo del coronel Qiu he tomado la determinación de controlar mi genio. Se acabaron las broncas. Esto me lo hice el otro día en el monte Red de Hierro, cuando mi halcón me golpeó con un ala en la mejilla.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Baoyu.
—Salimos el día veintiocho del tercer mes, y regresamos anteayer mismo.
—Con razón no te vi cuando visité a Shen el día tres, o tal vez el cuatro. Quise preguntar por ti, pero se me olvidó. ¿Viajaste solo o con tu padre?
—Con mi padre, claro. No hubo manera de evitarlo. ¿O me creéis loco para preferir las penurias de esas salidas a vuestra compañía, el vino y las canciones? Pero en medio de la mala suerte, algo bueno apareció esta vez.
Como ya había terminado de beber su té, Xue Pan y los demás le pidieron que se sentara con ellos a la mesa y que les relatara, con toda calma, lo acontecido. Pero Feng se levantó y se dispuso a partir.
—Debéis disculparme. Debería quedarme a tomar unas copas con vosotros, pero tengo que informar urgentemente a mi padre de algunos asuntos.
Toda la concurrencia se negó a dejarlo partir.
—No seáis ridículos. Ya deberíais conocerme —protestó él—. No puedo quedarme con vosotros, pero ya que insistís, ¡que traigan las copas grandes y beberé dos en vuestra compañía!
Tuvieron que acceder. Xue Pan tomó la jarra de licor, Baoyu sostuvo una gran copa mientras Pan escanciaba dos medidas y Ziying, de pie y sin un respiro, la apuró de un trago.
—Antes de partir dinos cuál ha sido tu buena suerte en medio de una racha tan mala —le pidió Baoyu.
Feng Ziying se limitó a reír.
—Ahora no puedo entrar en detalles, pero prometo invitaros a una fiesta especial durante la que podremos charlar despacio. Además, tengo que pediros un favor.
Y levantó, a guisa de despedida, las dos manos juntas.
—No haces sino despertar todavía más nuestra curiosidad —objetó Xue Pan—. ¿Cuándo será esa fiesta? Dínoslo ahora y no nos dejes en suspenso.
—Dentro de diez días como mucho. Antes quizás.