Kitabı oku: «Creí que borraban todo rastro de ti», sayfa 2

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En la cola, le pareció reconocer a algunos periodistas. No se unió a ellos. El vuelo de Air France que Sacha tomaba duraría unas doce horas, lo que le bastaría para hojear los varios libros que se había llevado. La única perspectiva que la agradaba era que a su llegada debía verse con Benjamin Thomas, un fotógrafo radicado en Sudáfrica, empleado de una agencia francesa independiente. Le Temps recurría a sus servicios con regularidad. Ya había trabajado con él en Somalia, durante la operación «Restaurar la esperanza». No conocía Ciudad del Cabo.

Estaba deseando que el avión aterrizase.

***

Los trámites habituales se resolvieron con diligencia. Una vez recogido el equipaje, Sacha se encontró con Benjamin en el vestíbulo de llegadas. El fotógrafo había alquilado un Ford Sierra por cuenta del periódico. Abandonaron la zona del aeropuerto en dirección al hotel. En la carretera que bordea los muelles Ben Schoeman, la periodista observó un baile extraño. Cuando la distancia entre los vehículos lo permitía, algunos transeúntes intentaban cruzar la autovía, desdeñando el peligro, sin hacer caso a las ráfagas de los coches particulares ni a los pitos de los vehículos pesados, que a veces no tenían más remedio que desviarse para evitarlos. En su mayoría jóvenes, se jugaban la vida para sortear los cruces y ganar unas decenas, tal vez unos centenares, de metros. Una ruleta rusa. Sacha se alegró de no tener que conducir en esas condiciones.

Caía la noche, dando al horizonte un indescriptible tono de feliz fin del mundo. Sacha pensó que Dios debería permitir a los muertos de cada día que vieran su última puesta de sol. El mundo habría estado exageradamente cronometrado, pero sería tolerable cerrar los ojos después de que el último cuarto de luz se hubiera sumergido en el mar e inundado su superficie con rayos resplandecientes. Un afgano de edad incierta, que siempre insistía en seguir el convoy de muyahidines al que Sacha acompañaba a finales de los años ochenta, le había dicho que a los hombres les gusta la hora del crepúsculo porque es la única en que pueden mirar al astro directamente a los ojos, sin que este se los queme. Un breve momento de igualdad con el Sol, antes de volver a ser vulnerable cada día.

Tres pitidos sacaron a Sacha de su letargo. Benjamin se aferraba al volante; pisó a fondo el pedal del freno. Sacha tuvo tiempo de atisbar que tres jóvenes saltaban la barrera que bordeaba la autovía. El vehículo pesado que precedía al Ford Sierra los rozó; luego, frenó tan bruscamente que el remolque invadió el arcén. Benjamin estuvo a punto de salirse de la calzada. El coche se empotró en la trasera del camión. Se produjo un estruendo indescriptible. Benjamin se estrelló contra el volante. El parabrisas estalló. La chapa se aplastó por efecto del golpe. Un dolor agudo se apoderó del estómago de Sacha. Decenas de trozos de cristal aterrizaron en el habitáculo del vehículo. Las puertas traseras del Freightliner se abrieron e impactaron violentamente contra el Ford Sierra antes de que Sacha perdiera el conocimiento.

Daniel:

Mañana, tarde y noche, desde hace muchos años, mi padre, que no había abandonado esta casa nada más que para llevar a cabo su curso de perfeccionamiento, cuidaba de que cada uno de los embajadores de Francia que se sucedían en esta residencia, su esposa, sus hijos, sus invitados, disfrutasen de la «mejor mesa del África subsahariana», un cumplido que le había hecho un ministro de paso.

Mi padre creció en esta casa, pero rápidamente perdió interés por los trabajos de jardinería que efectuaban sus propios padres y para los que él estaba destinado. Cautivado por el perfume del azahar, por el de los mangos y el de la vainilla que crecían en la residencia, pidió permiso para trabajar en la cocina. Lo pusieron a fregar platos y no se atrevió a reclamar algo mejor, el simple hecho de estar en aquel lugar lo colmaba de felicidad. Pasaron muchos meses, se celebró la fiesta nacional, era el 14 de julio de 1986. Entonces falló un camarero principal y le pidieron a mi padre que se vistiera con ese traje que llevan los camareros y fuera pasando entre los comensales con algunas de las bandejas de canapés preparados para la ocasión.

Al final de la velada, cuando solo quedaban el embajador, su familia y los empleados domésticos, mi padre no pudo resistirse a la tentación de probar un babá al ron que nadie se había comido. El chef de entonces, hombre intransigente pero bueno, que ante todo era capaz de distinguir a los glotones de los golosos, sorprendió a mi padre en ese momento de éxtasis. Divertido, adoptó una mirada desdeñosa preguntándole qué estaba haciendo. Mi padre se puso firme, convencido de haber cometido un error irreparable, pero no respondió. El chef reiteró su pregunta y, ante el silencio de mi padre, le pidió que abandonara la cocina y que no volviera. Más tarde me contó que las palabras le salieron del tirón:

—Chef, si me echa, ¡déjeme probar el último!

No había tenido tiempo de sonrojarse por su descaro cuando oyó al chef gritar:

—¡Pues entonces póngale chantilly vainillado, santo Dios!

El chef de la residencia era un cocinero de pasión desbordante, irresistible. Un retrato de Auguste Escoffier —no supimos hasta mucho después de quién se trataba— presidía la habitación que le hacía las veces de despacho. Sus libros, siempre abiertos, estaban desperdigados por lo que él llamaba sus «dominios», zona que se extendía de manera relativamente móvil entre la cocina, el comedor privado del embajador, los lugares de recepción, el jardín, el economato y las zonas de servicio; en resumen, toda la residencia de Francia.

Originario de Lyon e hijo también de restauradores, había querido cursar estudios de cocina; después, se unió a los equipos de Mère Brazier y de Bocuse. Aunque había ejercido en muchos establecimientos, consideraba su paso por el Auberge du Pont de Collonges como el apogeo de su carrera. Apuntaba minuciosamente cada una de las recetas en las que participaba, ya fuera como pinche o como chef: fondos de alcachofas con foie gras, salmonetes con escamas de patata, gratín de colas de cangrejo, costillar de cordero asado con flor de tomillo, fricasé de pollo de Bresse con nata y colmenillas.

No obstante, disfrutó de otros éxitos y la vida lo condujo a casas ilustres. Era meticuloso y trabajador, aunque poco imaginativo; cada hora del día la dedicaba a la cocina, al perfecto dominio de las cocciones, a la reproducción de los clásicos. Veneraba el servicio gueridón, los cortes limpios, delante de los clientes. Odiaba la digresión a la que algunos sometían a la cocina, limitándola al añadido estético de ingredientes puestos unos junto a otros, abandonando las salsas, las reducciones, los caldos, aglutinantes inseparables de la gastronomía francesa. Probó con la repostería, paciente, deseoso de aprender, consciente de que ese terreno tiene algo de más exigente, de más riguroso, que es menos dócil al término medio y que los emplatados nunca serán lo más importante. Al igual que para la cocina, lo que más apreciaba eran los clásicos que descubrió en los restaurantes en los que se inició: el président de Bernachon, la tortilla noruega flameada con castañas y cassis de Borgoña, el ambassadeur de bizcocho genovés impregnado de Grand Marnier con frutas confitadas, el babá al ron.

En diciembre de 1982 le propusieron convertirse en segundo de cocina en el Grand Véfour. Por primera vez entró en un restaurante parisino, aunque con influencia, en parte, del suroeste; allí servían una mayonesa de ave, un fricasé de pollo a la Marengo, pichón relleno de foie gras al coñac, parmentier de rabo de buey con trufas. Un año más tarde, el restaurante sufrió un atentado. El chef no resultó herido, pero el hecho tuvo sobre su vida un efecto de una violencia tan aguda que quiso «tomar distancia» —esa fue su expresión—.

Nunca había salido de Francia, nunca había atravesado la frontera, ni siquiera tenía pasaporte. Un antiguo colega había entrado a trabajar en una embajada, y se sorprendió a sí mismo preguntado en el Ministerio de Asuntos Exteriores por puestos de chef libres en la red diplomática. Se incorporó a la residencia de Francia en Kigali, la única opción que le propusieron, sin plantearse preguntas. Le gustó y no le causó extrañeza.

Sintió que tenía una misión importante: la de velar por la calidad de ese patrimonio vivo que son la cocina y la repostería francesas, la de mantener su rango, la de alimentar su aura en el extranjero. Diplomáticos, expatriados de todo cuño, personal civil de Naciones Unidas, oficiales ruandeses: todos se arremolinaban ahora alrededor del chef. A la gente de paso le regalaba la sensación de no haber salido de territorio francés. A los expatriados les permitía redescubrir el aroma embriagador de un huevo en meurette, la imperceptible finura de un rodaballo al champagne, el delicado sabor de un pastel saint honoré con crema praliné.

Él, que en el pasado parecía adolecer de una falta de creatividad, había multiplicado los canales de suministro, sabía abastecerse de los productores locales, probaba sustituciones sutiles para paliar la falta de algunos productos, estaba pendiente de las idas y venidas de altos funcionarios, los convencía para que le trajeran trufa negra de Richerenches, espárragos de Uzès o nueces del Périgord. Para él, la llegada regular de la valija diplomática suponía un soplo de aire fresco, no porque echara de menos Francia, sino porque el único modo en que concebía su oficio era en lo sublime, en la perfección. Algunos platos podían acomodarse a variaciones calculadas, sopesadas, pero desde luego no se transige ni con el origen de la caza ni con la mantequilla de Échiré.

El hombre no se consideraba tanto un artista, sino más bien un mago. A veces era un obrero, a veces, un alquimista. Al embajador de Francia lo divertía en la misma medida en que le resultaba un orgullo. El chef tenía carta blanca; bastante suerte le parecía que tenían ya al contar con un discípulo de Bocuse en Kigali como para frustrarlo.

—¡Pues entonces póngale chantilly vainillado, santo Dios!

Mi padre se quedó pasmado. El chef cogió dos platos de postre, les dio una pasada con la parte baja del delantal. En el centro, delicadamente, colocó dos babás; estaban brillantes, glaseados. A su lado, una cucharada de isla flotante. Cogió dos pequeños tenedores dorados, grabados con las letras de la República, le tendió uno a mi padre y le mostró cómo convenía comerlo. Se cortaba un trozo de babá y se acompañaba con una pizca de isla flotante: era absolutamente indispensable que esta tocara la lengua antes que el pastel.

—¿Ha visto usted ya la película La Soupe aux choux1? La de Louis de Funès.

—No, chef.

—Pues créame, un buen babá al ron es como decían en la película que era la sopa de repollo: «Te perfuma hasta la médula, por donde quiera que pasa te va aliviando, se te arregla el cuerpo, calma las tripas y hasta es buena para la cabeza».

Mi padre no apartaba la vista de él.

En realidad, no se apartó ya nunca más de él, simple y llanamente. El chef lo convirtió en ayudante de cocina —había tan poca gente allí, con él, que la jerarquía parecía sobrevalorada, pero tampoco era cuestión de decirle a aquel joven, que ni siquiera alcanzaba el nivel de aprendiz, que no era más que un responsable del corte de alimentos—.

Durante casi dos años, mi padre desapareció. Yo solo lo veía en muy raras ocasiones. A diferencia de un restaurante, una residencia de embajada nunca tiene tiempos muertos. De madrugada, el chef y él elaboraban panes, croissants, empanadillas rellenas de manzana asada, servían mermeladas, pastas de avellanas y de chocolate, cortaban piñas frescas, exprimían cítricos. Por la mañana, se hacía balance de las provisiones, se preparaban los menús de los días siguientes, se echaba un vistazo a los productos de los mercados, se hablaba con los chefs de los hoteles de lujo de toda la región, hasta Sudáfrica, para conseguir frutos rojos, albaricoques, cidra o membrillo. Después, cuando la planificación de las labores que marcaban el ritmo de la vida en la embajada lo permitía, el chef le enseñaba a mi padre, concienzudamente, las bases de la cocina francesa. Más exactamente, obligó a mi padre a trabajar las frutas y verduras de producción local:

—No querrá usted aprender a hacer un fricasé de setas de chopo si ni siquiera sabe abrir una vaina de vainilla adecuadamente.

Trabajaron el aguacate, la tilapia, la patata, las cebollas, las berenjenas y las judías. Secaron pescados, combinaron boniato con nata líquida. Luego, progresivamente, le fue revelando a mi padre las técnicas, los métodos, las cocciones. Tamizaban, espumaban, reservaban. No podía confundirse el corte en juliana con el mirepoix. Dosificaban la mantequilla, la nata, el vino. Estaban pendientes de la densidad y de la temperatura del suflé. Estudiaban el correcto uso de las especias. Montaban claras a punto de nieve, preparaban rellenos, muselinas, veloutés. Torneaban champiñones, escogían manzanas golden para la tarta Tatin, cerezas burlat para el clafoutis. Distinguían los productos nobles de los ingredientes comunes. Cogían los platos por la parte inferior, tenían cuidado de que los delantales estuvieran inmaculados. Le enseñó a mi padre que el único bocado importante de un plato es el primero: si la crema de un pastel saint honoré no ha cautivado desde el primer profiterol, la receta es un fracaso. Por el contrario, si se tiene el reflejo de cerrar los ojos para captar mejor la sutileza del sabor, entonces todo se convierte en un sueño y el deseo de volver a experimentar esa sensación mágica permanecerá para siempre. En el fondo, lo que importaba era la duración en la boca. Por la noche, después del servicio, esos dos señores continuaban con sus lecciones, incansable profesor, infatigable alumno, insensibles ambos al tiempo que transcurría, sordos a los estruendos del exterior.

Mi padre vivió unos años muy felices, aprendió a conocer productos que jamás había visto; el chef le había enseñado sus características, la forma de revelar sus sabores, los secretos de su cocción. A mi madre la reclutaron a veces para ayudar en labores de poca importancia.

Después de cuatro años en Kigali, un domingo por la mañana, el chef vino a sentarse en una de las sillas de metal de nuestra parcela. Era la primera vez que yo lo veía aquí. Vestía un traje ligero. Mi padre se colocó a su lado. Mi madre y yo los observábamos desde la ventana de nuestra casa de vainilla.

—Querido amigo, no nos andemos con rodeos. Van a trasladar próximamente al embajador y me ha pedido que vaya con él; tengo intención de aceptar.

Mi padre lo escuchaba con aspecto serio. El chef dejó que se instalara un silencio antes de continuar:

—He logrado convencer al embajador de dos cosas. La primera es que sea usted quien ocupe mi puesto, no tiene ningún sentido traer a alguien de la metrópolis. La segunda es que no iré con él hasta dentro de seis meses, el tiempo necesario para que vaya usted a Francia a demostrar de lo que es capaz.

Mi padre abrió la boca, pero el chef no lo dejó hablar.

—Ya le he encontrado un sitio en el Auberge du Pont de Collonges, con don Paul Bocuse. Le reservarán una pequeña habitación y yo le regalo el billete. Me ha encantado conocerlo, Joseph. Y sé que usted cuidará de esta casa.

El chef se levantó, por la mejilla de mi padre corrió una lágrima.

Rose

3

El conductor del Freightliner arrancó la puerta del Ford Sierra. Agarró a Benjamin por el cuello. Se explayó en groserías, mezclando afrikáans e inglés. Los gritos despertaron a Sacha.

Otros conductores de vehículos pesados se habían parado para observar el accidente y el espectáculo que ofrecía el transportista fuera de sí. Soltó la ropa de Benjamin, empujó al fotógrafo dentro del coche y subió a la parte trasera de su camión para comprobar el estado de la mercancía. El choque había desplazado algunas de las cajas de madera. El conductor hacía movimientos amplios, deliberadamente exagerados, que pretendían mostrar los daños que había causado Benjamin. Se agitaba inútilmente; las cajas, en equilibrio precario, se tambalearon. Una de ellas cayó a la carretera y estuvo a punto de llevarse por delante al hombre. Se rompió por uno de los lados. El conductor saltó del camión. Algunos camioneros, tal vez por solidaridad, lo imitaron.

El movimiento de los conductores, atareados alrededor de la caja destrozada, a medio camino entre la carretera y el coche accidentado, sacó a Sacha de su letargo. No pudo distinguir su contenido. La caja, marcada con la palabra «Fire», estaba recubierta de letras chinas pintadas con una plantilla. Sacha tuvo el reflejo de coger la cámara de fotos de su colega, que estaba en el asiento trasero del coche; no parecía dañada. Trató de salir como pudo del habitáculo del vehículo, escrutó al conductor del camión. El hombre estaba nervioso. Para respaldar el parte del accidente, Sacha tomó algunas fotos del coche de alquiler y, después, de la trasera del camión con el que habían chocado. El camionero, con un gesto amenazante, le ordenó que se alejara. No lo hizo. Mientras estaba observando la parte de atrás del Freightliner, se quedó paralizada. El conductor la estaba apuntando con una Beretta. Benjamin fue junto a ella. Otros camioneros los rodearon muy rápidamente, empuñando pistolas. Bajó la cámara de fotos, la dejó colgando de la bandolera. Benjamin y ella levantaron los brazos al cielo. Retrocedieron. Solo entonces los tipos guardaron su arsenal, salvo el primero, que seguía encañonándolos.

Sacha y Benjamin se alejaron sin dar la espalda al conductor armado. Se sentaron al borde de la carretera, a unos cincuenta metros del lugar del accidente. Ninguno de ellos trató de negociar, los hombres no estaban allí para eso. Apartaron la mirada de los vehículos inmovilizados, sin aliento. Al pasarse la mano por la cabeza, Sacha observó que aparentemente ya no sangraba. La montaña de la Mesa, que se alzaba detrás de la urbe, lanzaba sombras amenazantes sobre el resto de Ciudad del Cabo, sumida en la oscuridad. Algunas nubes venían a ensombrecer el horizonte. Las luces del puerto iluminaban a lo lejos unas cuantas grúas inmóviles. La ciudad se ahogaba en el mar opaco de reflejos trémulos. Sacha adivinaba sobre la arena pesadas rocas redondas, granulosas.

Volvió en sí. Le resultaba sencillamente imposible soslayar el accidente. El camión. La caja. Las armas. ¿Por qué semejante amenaza? ¿Por qué tanta urgencia?

De repente, sonó el potente pitido del claxon de un vehículo pesado. Un camionero les hizo señales ostentosas con los brazos. Se levantaron a duras penas, fueron junto a él sorteando los camiones aparcados en el arcén. Fue entonces cuando Sacha observó la larga fila de mastodontes, todos parados en el borde de la calzada: delante del camión con el que había chocado Benjamin había otros cuatro Freightliner idénticos y dos todoterrenos. Un convoy completo.

Un hombre de piel negra y ojos entreabiertos observaba el vaivén de los conductores desde la cabina del camión accidentado, con la puerta abierta. Sentado entre el asiento del conductor y el del pasajero, lucía un uniforme y botas militares negras. Sacha entornó los ojos. No lograba identificar el escudo rectangular de colores que llevaba cosido en la manga de su camisa caqui. Simplemente distinguió una letra negra. Una «R», quizá una «B». A esa distancia no se veía bien.

Al acercarse, Sacha se dirigió al conductor del camión siniestrado, le preguntó por el tipo de mercancía que transportaba. Este no se molestó en responderle; se limitó a echar una mirada al primer hombre que antes se había apresurado a ayudarlo a recoger la caja. El conductor era pequeño, unas largas patillas entrecanas recorrían sus mejillas musculosas, tenía la tez de color aceituna. Encendió un cigarrillo, sonrió y después respondió a Sacha en un mal inglés:

—Lo que hay en estos camiones no es asunto suyo. Ahora habrá que pagar por los daños.

Benjamin rebatió: solo su coche estaba destrozado por ese estúpido accidente. El hombre señaló el camión.

—Las puertas abolladas, la caja rota y el tiempo perdido para recogerlo todo.

Benjamin hizo un gesto de despecho. De ningún modo había que ceder ni que compensarlos. El fotógrafo se dio la vuelta; unos cuantos hombres se aproximaron, hicieron piña junto al tipo del cigarrillo, cortándole el paso a Benjamin. Algunos cruzaban los brazos, otros se llevaron la mano al cinturón, amenazando con sacar de nuevo las armas. Se pusieron a bromear mientras lo miraban.

El hombre del cigarrillo ordenó a uno de los otros que le quitara a Benjamin el dinero que les costaría el paso de la frontera.

Con un movimiento de la mano que quería decir «Acabemos de una vez», el conductor del camión contra el que colisionaron se sacó una billetera del bolsillo y la arrojó a los pies del fotógrafo. Benjamin la recogió; era la suya. Seguramente se la habían robado al sacarlo del habitáculo del coche justo después del accidente. Los grandullones, entre burlas, les dieron la espalda. Benjamin esperó a que los motores volvieran a rugir antes de abrir la billetera. Estaba vacía. Tenía la mala costumbre de sacar demasiado dinero de una sola vez antes de marcharse a hacer un reportaje. Ni Sacha ni él tenían la menor idea de la frontera que esos hombres pretendían cruzar, ni si su intención era sobornar a los militares que se encontraran allí de guardia. Lo único que sabía el fotógrafo es que de su billetera habían volado tres mil dólares.

Sacha y Benjamin dejaron el coche accidentado en el lugar exacto en el que había pasado a mejor vida. Cuando ya lo habían perdido de vista, oyeron sonar algunas sirenas estridentes en dirección al lugar del siniestro.

***

La noche fue hermosa en Ciudad del Cabo. A las fachadas de los edificios beis, malva y anaranjados les prestaba reflejos cobrizos, brillantes. El asfalto, agrietado en algunas partes, absorbía la luz cegadora de los puestos aún abiertos. El olor de las calles era extraño, mezcla de efluvios marinos y de dura vida cotidiana. Por el suelo había algunos montículos de basura, ropa usada, viejas cajas de cartón. Los transeúntes eclécticos daban a la oscuridad un toque animado. Las nubes, agrupadas en ovillos dispersos, parecían velar por una ciudad en la que, incluso de noche, soplaban aires de cambio.

Media hora a pie les bastó a Sacha y a Benjamin para llegar al hotel Hermitage. Benjamin daría parte del siniestro a la agencia de alquiler al día siguiente. De paso, denunciaría en comisaría el robo de sus tres mil dólares. Acordaron verse en el hotel para el desayuno.

Una vez en su habitación, Sacha se lavó con agua y jabón las contusiones que le había provocado el accidente. Se puso un albornoz y comenzó a vendar el resto de las heridas. El estado en que estaban la tranquilizó, no tendría que pasar por el hospital. Se echó en la cama, muerta de cansancio, tumbada de espaldas. Descolgó el teléfono y pidió hacer una llamada a París.

Marie Bréal, secretaría de redacción de Le Temps, estaba acabando la relectura de un artículo complejo sobre el fracaso en la adopción del plan de sanidad estadounidense, que había entregado un colaborador independiente un poco antes esa mañana. Dos tercios del artículo eran francamente incomprensibles —más aún que el propio plan de sanidad, obra maestra de la complejidad—. Se preguntó quién era el irresponsable que dejaba que se publicasen semejantes estupideces, esperando que ella efectuara un trabajo de corrección decente; era exasperante. Acabaría la tarea que le habían encomendado, pero tenía la firme intención de quejarse al día siguiente. Colocó el artículo en la mesa, cogió lentamente uno de sus tres paquetes de cigarrillos diarios y se encaminaba a la salida, cuando sonó el teléfono. Reconoció inmediatamente la voz que estaba al otro lado del aparato.

—Sacha. ¿Qué tal su estancia por allí? —preguntó, más por cortesía que por interés.

—Hola, Marie. De momento, digamos que regular. Pero le ahorro los detalles, yo la llamaba para pedirle un favor.

—Pues dígame.

—Al salir de allí, me traje los últimos artículos publicados sobre Sudáfrica, los leí en el avión. ¿Podría enviarme por fax todos los que se hayan publicado sobre el África subsahariana, digamos que en estos últimos dos meses? No solo los nuestros, los de nuestros colegas de la prensa especializada también. Y si pudiera clasificarlos, separando los que tratan sobre intercambios comerciales y el transporte por carretera, le estaría…

—Me toma usted por la persona equivocada, Sacha —le espetó la secretaria de redacción.

—¿Es decir?

—Es decir, la documentalista.

Marie Bréal había elevado la voz. Continuó:

—Fíjese que tengo cosas mejores que hacer durante mis noches que andar hurgando en los archivos del periódico. Para eso están los becarios.

—¿Quiere que le dé el número de fax al que enviarme los documentos?

—Me da a mí que no nos hemos entendido, Sacha Alona —recalcó el apellido de la periodista de una manera que a esta le pasó inadvertida—. No tengo tiempo de participar en sus... ¿en sus qué, por cierto?

—En una intuición. Marie, escúcheme. Tengo un presentimiento y me gustaría estar segura. Me salvaría usted la vida —terminó diciendo con suavidad.

—¿Eso es todo? —respondió la secretaria de redacción después de un silencio resignado.

—No, no es todo. Querría también que se informara específicamente sobre una empresa de transporte llamada «Fire». Seguro que es una empresa sudafricana de transporte de largas distancias. Sus camiones son modernos y, por así decir, bastante poco discretos. Intente informarse acerca de sus áreas de entrega o del tipo de material que suelen transportar. No dude en pedir ayuda a los colegas que hayan cubierto estos temas anteriormente.

—¿Y a qué número le envío todo esto?

Sacha se despidió de la voz de su colega, rota por la nicotina, un tanto amargada y resignada ante los trabajos ingratos, una vez que le había dado las señas completas de la recepción del Hermitage. El convoy de camiones parecía demasiado limpio para los muelles de la ciudad; su escolta civil y militar, desmesurada. Algo no le cuadraba a Sacha, sin que pudiera saber con exactitud de qué se trataba. Ese convoy era exagerado.

Marie Bréal no enviaría los artículos que le había pedido hasta varias horas después, tiempo al que Sacha sabría sacarle partido. Llamó a la recepción, pidió algo de cena.

Cuando por fin el encargado del servicio de habitaciones vino a llamar a su puerta, se había quedado dormida.

***

En el pasillo sonaron gritos frente a la habitación de Sacha. Estaba levantándose a duras penas de la cama cuando una mano pesada se puso a aporrear la puerta. Despertar a la gente por sorpresa empezaba a ser una manía en la Sudáfrica postapartheid. Se levantó, se dirigió al cuarto de baño; estaba claro que el afrikáans no era una lengua que sonara amistosa al oído de una francesa. ¿Cómo iba esta gente a contar historias bonitas a sus hijos en semejante idioma? Se puso de nuevo el albornoz.

El escándalo del pasillo acababa de transformarse en un hilito de palabras dulzonas pronunciadas por un mozo de hotel que le rogaba a Sacha que abriera la puerta. Giró el picaporte, de mala gana. Eran las siete de la mañana, el sirviente se encontraba en el pasillo junto a un hombre al que no reconoció hasta pasados unos instantes. Seguro que le habría costado la noche entera dar con ella. El dueño del coche alquilado la víspera parecía estar enfadadísimo.

El propietario de la agencia de alquiler, seguido del empleado, se precipitó al interior de la habitación y se puso a vociferar en inglés, dejando ver una fea dentadura. Señaló a Sacha con su grueso dedo índice, le pidió explicaciones, le reprochó que no hubiera iniciado los trámites necesarios en este tipo de situaciones y le exigió una indemnización. El tipo hablaba muy rápido, tragándose las sílabas. Pegó el rostro hinchado al de Sacha, que retrocedió unos pasos.

—¿Qué quiere que haga, caballero? —preguntó finalmente en inglés—. Son las siete de la mañana, ayer por la tarde me hirieron en un accidente y necesitaba descansar.

—Lo que quiero que haga es que pase por la agencia hoy mismo para resolver este asunto entre personas adultas responsables —replicó el arrendador.

—Y que pase también por la comisaría —dijo una voz en el pasillo.

Un hombre rechoncho, sonriente, entró, le tendió la mano al sirviente y se dirigió a Sacha, sin prestar atención al dueño del coche. Se presentó:

—Soy el inspector Saunders.

Sacha trataba de no mirar al cielo ante lo ridículo de la situación. Habían entrado ya tres desconocidos en la habitación de su hotel a esas horas de la madrugada.

El inspector estaba a cargo de la vigilancia nocturna en los muelles. Le rogó al dueño de la agencia de alquiler que saliera de la habitación. Este obedeció, no sin que antes Sacha le asegurara que iría a la agencia para dejar resuelto el incidente del día anterior. El inspector se interesó por el estado de salud de la periodista y le rogó que pasara por la comisaría de la calle Leicester a última hora de la tarde. Le entregó un sobre que contenía su pasaporte y su pase de prensa. Sacha se los había dejado olvidados en el coche después del accidente.

—Señora Alona, solo quiero hacerle una pregunta: ¿cuántos hombres vio usted en los camiones ayer por la tarde?

Sacha arqueó las cejas.

—Le confieso que no me esperaba que me hiciera usted esa pregunta antes incluso de interesarse por lo ocurrido.

Él sonrió. Ella continuó:

—Pensándolo bien, creo que vi a nueve personas distintas. Los conductores de los cuatro camiones y otro hombre, un negro, que no se bajó de la cabina del camión.

—¿Cómo pudo usted salir bien parada de semejante accidente?

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