Kitabı oku: «Ave Fénix rumbo a Wall Street», sayfa 3

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1981

El 23 de febrero de 1981 se produjo el intento fallido de golpe de Estado por algunos militares españoles. Comenzaron con el asalto al Palacio de las Cortes por un conjunto de guardias civiles, dirigidos por el teniente coronel Antonio Tejero.

Este intento de golpe de Estado venía perpetrándose desde hacía tiempo. Había una tensión permanente en el Gobierno de Adolfo Suárez, que no lograba contener los problemas derivados de la crisis económica, agravados por el crecimiento de la voluntad golpista en sectores del Ejército y de la extrema derecha. Este hecho, junto con las dificultades para articular una nueva organización territorial del Estado, las acciones terroristas protagonizadas por ETA y la resistencia de ciertos sectores del Ejército a aceptar un sistema democrático, sumió a España en una profunda crisis.

Pronto se entrevió la debilidad creciente de Suárez dentro del propio partido, lo que propició su dimisión como presidente del Gobierno y UCD (Unión de Centro Democrático). Se inició el proceso de sustitución de Suárez y, tras una ronda de contactos con los líderes de los partidos políticos, el rey, Juan Carlos I, designó a Leopoldo Calvo Sotelo como candidato a la presidencia del Gobierno el 10 de febrero de 1981.

La segunda votación nominal para la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del Gobierno dio comienzo a las seis en punto de la tarde del 23 de febrero de 1981. El primer diputado en emitir su voto fue José Manuel García Margallo, a las 18:23 horas, y tras él el diputado socialista Manuel Núñez Encabo. En ese momento se inició la Operación Duque de Ahumada, en referencia al fundador de la Guardia Civil. Doscientos guardias civiles irrumpieron en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, encabezados por Antonio Tejero, quien gritó desde la tribuna la famosa e histórica frase: «¡Quieto todo el mundo!» y ordenó a todos tirarse al suelo.

El teniente general del ejército de tierra Gutiérrez Mellado se puso en pie y, dirigiéndose a Tejero, le ordenó que se pusiera firme y le entregase el arma. Tras un momentáneo forcejeo, Tejero disparó al aire y fue seguido de una ráfaga de subfusiles de los asaltantes.

Gutiérrez Mellado ni se inmutó con el sonido de las armas, mientras que el resto de diputados obedecía las órdenes de Tejero. Tanto el diputado Santiago Carrillo como el presidente Suárez permanecieron sentados en sus escaños. Tejero, al ver la fortaleza de Gutiérrez Mellado, lo zarandeó y golpeó por la espalda, sin conseguir que cayera al suelo. Gutiérrez Mellado, como una lanza, se mantuvo en pie y volvió a su escaño.

A las 19:40 horas el presidente Suárez fue expulsado del hemiciclo por Tejero y a las 20:00 horas otros cinco diputados fueron separados del resto: el vicepresidente del Gobierno, teniente general Gutiérrez Mellado; el líder de la oposición socialista, Felipe González; el segundo de la lista del PSOE, Alfonso Guerra; el líder del Partido Comunista, Santiago Carrillo; y el ministro de Defensa, Agustín Rodríguez Sahagún.

Un operador de Televisión Española estuvo grabando el momento en directo, pero las imágenes no fueron transmitidas en directo. Estas tomas fueron transmitidas en diferido y se esperó hasta el total desalojo del Congreso para emitirlas en Televisión Española y más tarde al resto del mundo aportando la noticia.

Técnicos y cronistas de la Cadena Ser relataron el asalto desde el interior del Congreso y dejaron micrófonos conectados grabando el sonido ambiente.

Yo recuerdo aquella noche como «la noche de los transistores». Todos los españoles tenían la oreja pegada a la radio, con la tensión recorriéndoles de pies a cabeza por el miedo a un futuro inseguro e impreciso. Pasea por mi mente la imagen de mi madre nerviosa y con miedo y mi padre callado, mudo.

Todo era temor; para muchos sonaban alarmas del pasado. Se olía el desasosiego en el ambiente. Toda España lloró el intento fallido de golpe de Estado. Yo tenía trece años de edad y también lloré, aunque sin conocimiento de causa, sin ser realmente consciente de la gravedad de lo que estaba sucediendo. Recuerdo que al día siguiente no fuimos al colegio ni mis hermanos ni yo. Algo muy desagradable tenía que estar ocurriendo en España para que mi madre aprobara la decisión de mi padre de que no asistiéramos al colegio.

Poco después del intento fallido de golpe de Estado, cuando las aguas volvieron a su cauce, mis padres intentaron mudarse a las afueras de Sevilla porque ya éramos cinco hermanos y no había espacio en aquel minúsculo piso de la tercera planta del barrio del Cerro del Águila. Todo el dinero que mi padre ahorraba era para la compra de una casita unifamiliar en Dos Hermanas, un pueblo o ciudad dormitorio en la periferia de Sevilla, que por aquella época estaba en expansión. Se pusieron de moda las urbanizaciones de viviendas unifamiliares pareadas con jardín propio exterior y todo el mundo quería ser propietario de una de ellas, todos los ahorros eran invertidos en la nueva vivienda, así que tuve que comenzar a confeccionar y coserme mi propia ropa porque en casa no había dinero suficiente para comprar ropa confeccionada. En mi caso el aprender a coser fue una necesidad. Nunca me gustó y quizás por ello en la actualidad lo considere una tarea odiosa. Prefiero hacer mil cosas que para otros pudieran resultar desagradables antes que enhebrar una aguja para coser un dobladillo. Fui la única nieta de mi abuela Carmela que aprendió a coser y a la única que permitió utilizar su preciosa máquina de coser, una preciada y valiosa reliquia de su oficio de costurera, que me cedió a su fallecimiento y que aún conservo guardada, a la espera de encontrar al perfecto ebanista que me replique exactamente el mueble de madera que la sostenía comido por las polillas. Tengo en la mente el rincón adecuado de mi casa donde colocarla y que me traerá a la memoria aquellos largos y maravillosos días en casa de mi abuela paterna. No sabría explicar por qué me gustaba tanto estar en su casa. Quizás fuera por la presencia cercana de mis primos hermanos, que vivían en el mismo edificio, un piso más arriba, o porque cuando la visitaba me sentía liberada y única, porque tanto mi abuela como mi tía Concha se esforzaban en hacerme sentir bien y en concederme caprichos que en casa no me permitían.

Mis padres decidieron que nos mudáramos a Dos Hermanas en la primavera de 1981, poco antes de que yo cumpliera catorce años. Nada cambió. Nunca tuve amigos a los que considerar como tales, por lo que no dejaba nada atrás. No hubo tristes despedidas, por lo que no me dolió aquella mudanza. En nuestra nueva casa conocí a tres niñas vecinas que rondaban mi edad, dos de ellas hermanas, Eva y Marisa, y la tercera era María José. Pronto congeniamos, nos hicimos amigas y comenzamos a salir.

Mi hermano Agustín se sintió feliz pensando que ahora, al vivir en una casa, no habría obstáculos para adoptar a un perro porque había más espacio y disponíamos de jardín. Una pequeña perrita de raza fox terrier, que llamamos Saray, comenzó a llenar esos huecos áridos y desiertos en el corazón de mi hermano, consiguiendo su actual amor por los animales, que a día de hoy le ha llevado a ser campeón mundial de ornitología por dos años consecutivos, 2017 y 2018, en la especialidad de canario rojo-alas blancas, y campeón nacional en 2018 en la misma especialidad.

Mi hermano y aquella perrita eran solo uno. Él la adoraba y se desvivía por ella.

Un día, mientras jugábamos en el jardín todos juntos, mi hermano Juanmi comenzó a llorar repentinamente porque Saray le había arañado la pierna sin intención. Mi padre, al ver a su hijo pequeño llorando, cogió a la perra, la metió en un saco y se la llevó a un campo cercano andando, donde intentó ahorcarla dejándola atada a la rama de un árbol. Mi hermano Agustín lloraba de la rabia e impotencia al ver volver a mi padre sin su perra, pero cuál fue nuestra sorpresa cuando Saray se deshizo de las cuerdas que la ataban y volvió a casa sola. Mi padre, al ver de nuevo a la perra, la volvió a agarrar y esta vez se la llevó acompañado de una pala. Mi hermano Agustín tuvo que hacer de tripas corazón para no enfrentarse a mi padre y forcejear con él hasta arrancarle la cabeza con aquella pala. Saray nunca más volvió a casa. Mi hermano desde ese momento comenzó a odiar a mi padre como nunca antes y jamás se lo perdonó. Yo lo acompañaba en el sentimiento. A raíz de aquella situación la relación con mi padre se hizo más áspera, fría y carente de afecto.

Por aquel entonces yo disfrutaba de una melena negra, que me llegaba a la cintura. Mis nuevas amigas me tachaban de anticuada. Ansiaba tanto su compañía que no podía defraudarlas y accedí a un cambio de look porque había que ser moderna. La madre de mis amigas Eva y Marisa, que era peluquera, me cortó el pelo y me lo rizó. Había transformado mi físico tipo Penélope Cruz en algo parecido a Michael Jackson de niño con rulos. No me favorecía en absoluto. Lloraba sobre mi almohada todas las noches hasta que lo superé. Acepté sin remisión que no se podía dar marcha atrás en el tiempo para recobrar mi largo cabello y que pronto volvería a crecer.

Mis amigas eran niñas felices. Yo notaba la diferencia de sus familias a la mía. Sus padres se preocupaban por su felicidad, hablaban y se reían con ellas, les compraban ropa y zapatos y disfrutaban de una paga mensual para sus gastos de quinientas pesetas y así podían pagar su cuota mensual como socias de la casa de la juventud y les sobraba para tomarse un refresco si les apetecía. Yo, sin embargo, no tenía paga. Mi madre a duras penas conseguía recaudar cien pesetas al mes para mí, para poder pagar la cuota de la casa de la juventud o comprarme algún conjunto de ropa.

Con mis amigas hice mis primeras incursiones en pandillas adolescentes y lloré mis primeros amores platónicos, tumbada en mi cama con la música y canciones de fondo de Los Pecos, Iván o Pedro Mari Sánchez.

Poco a poco fui apartándome de ellas porque sentía vergüenza al salir sin dinero, además de que mi padre era el único que nunca estuvo dispuesto a recogernos en coche a la vuelta de nuestras salidas. Por aquel entonces Dos Hermanas no disponía de transporte desde el centro del pueblo hacia las afueras, donde yo vivía, por lo que dependíamos de nuestros padres para poder desplazarnos de noche. Durante el día no había problema, a pie se llegaba a todos sitios, pero de noche siempre acechaba el peligro de agresiones sexuales y los padres se turnaban para recogernos. Excepto el mío.

Llegué a culparme, pensando que era la causante del distanciamiento de mi padre hacia mí. Más tarde comprendí que sufría algún tipo de trastorno que lo había traumatizado en su infancia de posguerra y que no debía condenarme por ello. Había algo dentro de su cabeza que no terminaba de encajar, como si los engranajes estuvieran oxidados y lo privaran de sentimientos. Mi madre nunca lo asumió y aún a fecha de hoy, que mi padre sufre un avanzado alzhéimer, sigue sin reconocerlo. He intentado hablar con ella en más de una ocasión para explicarle cómo me sentía en aquella época y sigue sin querer escuchar. Hace oídos sordos e intenta que nadie pisotee lo que ella siempre consideró un marido perfecto y padre ejemplar. Jamás tuve una conversación con mi padre. Nunca hablamos de nada. Tenía bien asimilado que su única misión en esta vida era que no nos faltara comida, pero ¿y lo demás?: el amor, el cariño, la confianza. No, no era como otros padres, que disfrutaban con la compañía de sus hijos. A él le molestábamos. Siempre estaba huraño, enfadado, gritando y de mal humor. No le incomodábamos solo nosotros; era su carácter amargado por naturaleza: se irritaba con excesiva facilidad por hechos que no lo merecían, como un portazo por una corriente de aire o el arrastrar una silla por el suelo porque pudiera arañarlo. Le molestaba todo. Se enojaba incluso al rozarnos por el quicio de una puerta porque pudiéramos rayarla. Además, estaba obsesionado con el dinero. Solo quería ahorrar. No disfrutaba viviendo; solo pensaba en guardar dinero para no sé qué. No disfrutaba de los pequeños placeres de la vida. Su principal obstinación consistía en atesorar cada vez más y más dinero por si algún día lo necesitaba.

Mi madre, después de mudarnos en el verano de 1982, volvió a quedarse embarazada, de su sexto hijo. Este embarazo la disgustó bastante pero no tanto como el anterior, mi cuarta hermana, su quinto hijo, a la que llamó Irene. De este penúltimo embarazo recuerdo que no fue para nada deseado, mi madre no sabía cómo deshacerse de él y en más de una ocasión saltó desde lo alto de una mesa para posibilitar un aborto de forma natural. Aquel embrión estaba bien agarrado y por más que lo intentó, sus artimañas no funcionaron. Recuerdo que mis padres estaban tan desesperados con la idea del nacimiento de mi hermana Irene que incluso pensaron en viajar a Londres donde le podrían practicar un aborto. Al final, creo que por miedo, aquella idea quedó en el olvido. Los familiares la consolaban y tranquilizaban, repitiéndole constantemente: “no hay quinto malo, donde comen cuatro, comen cinco”, así finalmente nació mi hermana Irene. Su sexto y último embarazo aunque tampoco fuera el más deseado, lo vivió de forma diferente, no había tanta presión ya que tras la mudanza había más espacio en casa. A mí la noticia no me sorprendió, ya que aquel era su estado natural desde que tengo uso de razón.

Durante las vacaciones escolares, decidí pasar el verano con mis primas hermanas de mi edad, ya que me había alejado de mis amigas y no tenía con quién relacionarme porque comenzaron a salir con chicos y yo no encajaba. Me sentía como el Patito Feo de la película. En alguna que otra ocasión salían juntas con sus nuevos amigos y parejas y por supuesto, un número impar, no era un buen aliado en aquella pandilla, así que nuestra relación se fue deteriorando, algo muy normal a esa edad en la que comienzas a descubrir a los chicos y dejas un poco de lado a tus amigas.

Recuerdo aquel verano como uno de los mejores de mi vida. Mi tía Josefa, hermana de mi madre, me acogió en su casa y me sentía feliz y querida. Siento por ella un amor especial. Mi tía había sufrido mucho, ya que era madre de tres niñas, a las que había sacado adelante ella sola con un jornal de limpiadora porque echó a su marido de casa cuando estaba embarazada de su tercera hija al enterarse de que le era infiel porque tenía una amante.

Ella no vivía con lujos, pero a sus hijas y a mí no nos faltaba de nada, sobre todo amor. Siempre se acostaba temprano porque al día siguiente tenía que madrugar para trabajar. Nunca hubo diferencias en el trato entre sus hijas y yo. La quiero y respeto como a una madre. Mi madre puede sentirse muy orgullosa de su hermana.

Vienen a mi memoria recuerdos de aquel verano de 1982, cuando salía por las tardes a pasear con mis primas Loli e Isabelita. No teníamos problemas. Nos dedicábamos a maquillarnos sin saber, hasta que aprendimos; comenzábamos a utilizar las cuchillas de afeitar para acicalar nuestras axilas y nuestras piernas y disfrutábamos de todo. El ambiente era perfecto, siempre rodeado de risas. Era la nueva «chica» del barrio. Todos los chicos acudían como las moscas a la miel para conocer a la nueva prima. Así fue como conocí a mi primer amor, un chico cuatro años mayor que yo. Con Francisco Javier descubrí y despertaron nuevas sensaciones, escondidas y desconocidas hasta entonces para mí. Con solo su mirada y sus palabras conseguía encandilarme casi al extremo de la hipnosis. Sentía, solo con el roce de sus manos en mis manos, un calor interior creciente, que no llegaba a comprender. Así pasé aquel verano, entre sofoco y sofoco, tanto por el calor de Sevilla como por aquel otro fuego de pasión que me quemaba por dentro.

Casi al terminar el verano nuestros encuentros eran cada vez más íntimos y nuestros deseos, cada vez mayores, pero me negaba a ir más allá de besos o caricias porque a esa edad todavía colgaba de mis espaldas el peso de la cruz de la religión y creía que el solo hecho de besarnos o abrazarnos era pecado y que tarde o temprano deberíamos pagar por ello.

Un día me propuso ir un poco más allá en el camino de mi inexperta sexualidad, pero por temor y mucho miedo a lo desconocido no accedí. Era pequeña y me fui distanciando, sorprendida y asustada por la reacción de mi cuerpo, que actuaba por instinto, sorprendiéndome y castigándome porque sufría una batalla interior entre lo que dictaba mi cabeza y lo que deseaba mi cuerpo. Me negaba a dar rienda suelta a mis sentimientos porque siempre me gustó llevar el control de todo y si algo escapaba a mi control lo abandonaba. Hoy en día muchas veces siguen machacándome esos recuerdos y pienso: «Fuiste tonta e imbécil; lo deseabas como nunca habías deseado a nadie y lo dejaste marchar por miedo a lo desconocido». El primer amor verdadero es precioso, pero yo lo estropeé por no acceder a mis propios deseos, que aún a día de hoy me siguen quemando, de lo que me arrepentiré hasta el fin de mis días.

Aquellos temores eran infundados. Desde pequeños, en los colegios de aquella época nos instruían y machacaban haciéndonos creer que el placer sexual era pecado. La religión siempre estuvo presente en todo, incluso en la decisión de mi nombre. Mis padres me bautizaron. Según cuenta mi madre, ella quiso llamarme solo Yolanda, pero la Iglesia no permitía un nombre de mujer no bíblico sin la coletilla de María. Era una obligación en aquellos tiempos, al igual que la asignatura de Religión, que era impartida por sacerdotes, tanto en colegios públicos como privados.

1986

Al finalizar el verano de 1982, mi relación con mi primer amor había terminado y en septiembre decidí formarme cursando estudios superiores de Administración y Dirección de Empresas y obtuve algún que otro diploma de Administración Contable y Fiscalidad. Durante mi periodo de estudiante (década de los 80-90), uno de mis profesores, precisamente el que impartía la materia de Economía, de unos treinta y pocos años de edad, con coleta rubia y pinta de friki intelectual, iba siempre acompañado de una vetusta carpeta, donde guardaba hojas de papel milimetrado con gráficos pintados. Al principio no sabía identificar aquellos dibujos, pero pronto deduje que eran gráficos bursátiles. Antes no existía lo que hoy conocemos como gráficos a tiempo real y habitualmente se operaba en acciones utilizando gráficos a final de sesión. Sobre esos gráficos se pintaban las pertinentes rayitas marcando soportes, resistencias y directrices y así aparecía un mapa con el supuesto futuro movimiento que podría producirse si se cumplían determinadas circunstancias, tanto para corto, medio o largo plazo.

Mi profesor no me enseñó nada de bolsa, pero aquellos gráficos hicieron que despertara mi curiosidad al respecto. Aquel fue mi primer contacto con el mundo bursátil.

Existía entre nosotros una atracción mutua. Ambos lo sabíamos. Él era soltero y al parecer le atraían las chicas jóvenes. Me gustaba porque me hacía sentirme importante. Se había fijado en mí (una chica de diecinueve años) un profesor de treinta y pocos. ¡¡¡Guau!!!

Al terminar sus clases inventaba cualquier excusa para entablar una conversación conmigo a solas y preguntarme si tenía alguna duda sobre el tema explicado.

Cuando nos cruzábamos por los pasillos, entre clase y clase, me miraba de reojo y se fijaba en la gente que me rodeaba y acompañaba. En más de una ocasión alguna que otra compañera se percató de su poco disimulo y me comentó su tremendo descaro.

Yo me sentía halagada, a la vez que renegaba de albergar esperanzas en una relación que yo misma rechazaba por miedo a un futuro desconocido y a la diferencia de edad.

Al terminar mis estudios fui a recoger mi expediente para adjuntarlo a mi curriculum vitae y allí estaba él. Se me acercó y me invitó a dar una vuelta y tomar una copa. Ya no era alumna y, por tanto, nadie tendría nada que reprocharle por mantener una relación con una exalumna. Reconozco, ciertamente, que a mí me atraía muchísimo; incluso me temblaban la voz y las rodillas cuando se me acercaba, pero por miedo no accedí a disfrutar de aquella copa a la que me invitó, ya que por aquel entonces yo ya tenía novio y siempre fui demasiado fiel en mis relaciones. Por segunda vez en mi vida me negué a vivir un amor que deseaba, pero al que temía enfrentarme.

Muy pronto llegó el dulce sabor de mi independencia económica y así fue como, con diecinueve años, entré a formar parte del mercado laboral. Me contrataron como contable en una empresa de transporte internacional de mercancías frigoríficas a jornada completa, de ocho de la mañana a tres de la tarde, y por las tardes trabajaba como gestora en una asesoría laboral, contable y fiscal.

Era feliz, económicamente independiente y por primera vez en toda mi vida me sentía capaz de desafiar al mundo. Mis pocas amistades me envidiaban porque ahora era yo la que tenía dinero y podía hacer lo que me viniera en gana sin tener que dar explicaciones a nadie. Era una mujer independiente, con las ideas muy claras, ambiciosa, inconformista, con mucho carácter y consciente de que sin lucha ni trabajo nunca conseguiría mis objetivos.

Como ya he dicho antes, tenía novio. Lo conocí mientras estudiaba; era un compañero. Raúl, que así se llama, fue mi primera relación formal. Nos conocimos. Me llamaba la atención aquel chico moreno con apariencia elegante, de aspecto italiano, que me miraba de reojo en clase y se avergonzaba al ser descubierto. Una tarde me invitó a salir a solas y paseamos por Sevilla, por el parque de María Luisa, y ahí comenzó nuestra relación.

Era hijo de una familia modesta, humilde y sencilla. Tenía una hermana y estaba muy unido a ella. Había una diferencia de edad entre ambos de apenas dos años y me molestaba que en nuestras citas cada vez fuera más frecuente la presencia de su hermana y que él no se percatara del daño que estaba causando a nuestra relación, que cada vez se tornaba más fría y distante.

Nos fuimos distanciando y así fui conociendo a gente más afín a mis intereses. Ya estaba trabajando y no dependía de nadie económicamente e incluso me estaba planteando seriamente emanciparme.

Fue por entonces cuando decidí apuntarme como participante en un grupo de teatro y pasaba más tiempo trabajando, ofreciendo funciones en colegios y parques al aire libre, que con Raúl.

El teatro fue una de las causas del principio del fin de nuestra relación. Él me mostró su cara más amarga: dentro de su cabeza anidaron unos celos enfermizos y le enfurecía que acudiera a mis ensayos con mis compañeros de teatro.

Yo seguía creciendo en todos los sentidos. Tenía un buen trabajo y me compré mi primer coche (un Ford Fiesta rojo).

Solía quedar los fines de semana con mis nuevos conocidos del teatro. Me apetecía más su compañía que la de Raúl y comencé a entablar amistad con un chico de Sanlúcar de Barrameda, camarada de uno de mis compañeros del grupo de teatro, que me hacía bastante tilín. Era estudiante de Derecho, moreno y con el pelo negro y rizado. Me hacían gracia los hoyuelos que se le formaban en los mofletes al reírse. Solía venir todos los fines de semana a casa de su amigo. Un viernes habíamos quedado todos juntos a cenar en un restaurante de la calle Real de Dos Hermanas. Aquel chico me gustaba y tenía una necesidad urgente de sentirme bien con mi imagen personal. Me miré al espejo, solté mi pelo negro y me vestí con tacones, una minifalda y una camiseta estrecha, con la que se marcaban demasiado las curvas de mi cuerpo. Me sentía a gusto y una magnífica sonrisa se dibujaba en mis labios y a mi paso se iba perfilando una estela de alegría. Tenía mi coche en el taller porque estaba averiado y tuve que desplazarme a pie. Salí a la calle rumbo al restaurante. Fue una velada espléndida, aunque el chico para el que me había acicalado no se presentó porque estaba bastante atareado estudiando para sus exámenes y le fue imposible desplazarse hasta Dos Hermanas. Al terminar de cenar me despedí de todos y me dispuse a volver a casa caminando. No había más de veinte minutos andando entre el centro del municipio y mi casa, pero eran pasadas las doce de la noche y las calles que se iban apartando del centro del pueblo estaban vacías, desiertas, parecían abandonadas. Decidí atravesar el puente de la Moneda por el paso peatonal, por arriba. Las farolas estaban encendidas, con lo que podía ver y me sentía más segura. A mitad del puente un vehículo se paró a mi vera y me fue siguiendo despacio, a mi paso. De pronto desapareció la sonrisa de mi rostro, que me había estado acompañando hasta ese momento. No me atrevía a mirar. Tenía miedo, estaba aterrada, pero no quería demostrarlo. Aquel tipo comenzó a decir barbaridades groseras, con palabras huecas que yo no quería escuchar, con sus chiflidos insolentes. Era uno de esos típicos personajes que se creen con el derecho de acosar a una mujer por su forma de vestir o caminar. Tuvo la osadía de sacar su brazo izquierdo, intentando agarrarme para obligarme a montarme en su coche. Me aparté con fuerza y le pedí por favor que me dejara tranquila y me respetara. Aceleró su coche y paró al final del puente. Se bajó del coche y me asusté al ver brillar con la luz de las farolas el filo plateado de una navaja en su mano derecha. No lo dudé: me descalcé y comencé a correr descalza y furiosamente en sentido contrario, desandando lo andado hasta darme de bruces con un chico, que al verme tan sofocada se sorprendió. No podía articular palabra alguna por el susto. Me agarró por los hombros, intentando que me tranquilizara. Me miraba paciente, esperando a que le contara lo sucedido una vez que la opresión en mi pecho y el ahogo fueron aliviándose. Le expliqué la causa de mi desasosiego y acaloramiento y me sentí abochornada mientras se lo contaba porque se notaba que le estaba pidiendo a gritos, sin palabras, que no se separara de mí y me acompañara hasta la puerta de mi casa; porque sentía tanto miedo que no soportaría que se apartara de mí, aun sin conocerlo absolutamente de nada. Aquel chico desconocido intentó tranquilizarme y consolarme. Le pedí por favor que me agarrara del brazo porque así me sentía protegida y él accedió amablemente. Al llegar a la altura del puente donde se produjo el maldito incidente ya no había rastro ni del coche ni de aquel tipo y me sentí enormemente aliviada. Gracias a la bondad de aquel chico es posible que hoy esté contando esta historia. Nunca más supe de él y rebobinando en el interior de mi cabeza ahora recuerdo que me sentía tan turbada que ni siquiera le pregunté su nombre, de lo que me arrepentiré siempre porque sé que hubiera tenido un hueco en la historia de mi vida como el mejor de mis leales amigos.

Aquel suceso me hizo replantearme una serie de cuestiones. Incluso llegué a sentirme culpable por creer ser la causante de la excitación de aquel tipo por mi manera de vestir, llegando a acosarme por ello.

Me costó un tiempo asimilar lo sucedido. Me despertaba de noche con pesadillas, gritando y sudando, agitada, viendo la cara de aquel tipo violándome dentro de su coche.

Desde aquí quiero decir a todas esas chicas que alguna vez se sintieron amenazadas o acosadas por su forma de vestir o mostrarse al mundo de forma desinhibida, que no es su culpa, que no se deben sentir culpables por ello, que tienen todo el derecho del mundo a vestir como quieran para sentirse guapas porque, ante todo, son ellas las que se tienen que sentir a gusto consigo mismas y no les debe importar en absoluto lo que piensen los hombres. No es culpa nuestra que un pequeño círculo de hombres piensen y se crean con el derecho de atacarnos porque se exciten fácilmente y sean tan retrógrados que le den prioridad a la cabeza que tienen entre sus dos piernas que a la que hay entre los hombros. Nosotras, como mujeres, decidimos cómo vestir y mostrarnos al mundo. Cuando somos jóvenes nos importa gustar físicamente, pero eso no significa que vayamos pidiendo guerra y que seamos unas fulanas porque los hombres piensen que solo lo hacemos para excitarlos. Nada más lejos de nuestras intenciones, a veces. Porque también reconozco que hay mujeres que, sabiendo y conociendo esta debilidad de los hombres, se aprovechan de ella para conseguir sus objetivos como, por ejemplo, un puesto de trabajo. Son ellas también las que consiguen con su forma de actuar que al resto no se nos respete y se nos martirice. Nosotras, como mujeres, somos las únicas que podemos y debemos luchar por nuestros derechos y lo conseguiremos haciéndonos respetar todas juntas, sin flaquear en nuestras decisiones. Tenemos derecho a decidir cómo vestirnos, a dónde ir, qué estudiar y dónde trabajar; a ser tratadas en el ámbito laboral igual que los hombres y cobrar igual que ellos por nuestros servicios, no solo por cargos públicos, sino en la pequeña y mediana empresa privada también. Tenemos derecho a ser madres y a no ser discriminadas laboralmente por ello. Tenemos derecho a ser iguales que los hombres.

Ya no estamos en la prehistoria, cuando era obligación del hombre salir a cazar y traer la presa mientras la mujer se quedaba al cuidado de sus hijos, esperando a que el hombre llegara con la presa cazada para que ella la cocinara. Hoy en día nuestro mayor miedo no es el león ni el tigre de la sabana, sino ese hombre que sigue intentando humillarnos por nuestro género, hundiendo nuestra autoestima para conseguir que sigamos siendo sus criadas y negándonos el derecho de decidir. Aquellos que nos ven como sus obedientes sumisas. Aún queda mucho tiempo, pero sé que algún día no habrá diferencias entre hombres y mujeres. Debemos seguir luchando por nuestras hijas, por que algún día lleguen a conocer un mundo de igualdad. Un día en el que una adolescente no tenga que asistir a clases de defensa personal para poder defenderse ante un hombre en el caso de sentirse agredida. Todas juntas lo conseguiremos. Esta es mi lucha de hoy y hasta que mi corazón deje de latir.

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