Kitabı oku: «Diecisiete instantes de una primavera», sayfa 5

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»Keitel: Sí, mi Füher. Prepararemos el plan general y, si usted lo aprueba, comenzaremos a precisar todos los detalles.»

Al llegar al estado mayor de Himmler, el Obergruppenführer SS Fegelein, cuñado de Hitler, le informó sobre la reunión en el búnker.

—Cualquier solución política del problema —dijo— está rechazada categóricamente por el Führer.

—¿Cómo aceptaron su plan los militares? —preguntó Himmler.

—Con ironía. Aunque parezca raro, precisamente los militares han llegado ahora a la firme convicción de que el resultado de la guerra no puede decidirse por más caminos que los políticos.

—¿Capitulación? —preguntó Himmler pensativo.

—¿Por qué necesariamente capitulación? Negociaciones…

(Del expediente del miembro del NSDAP desde 1933, Standartenführer SS Von Stirlitz, sexta sección de la Dirección de Seguridad: «Ario genuino. Carácter nórdico, sólido. Buenas relaciones con los compañeros de trabajo. Cumple su deber de forma intachable. Implacable con los enemigos del Reich. Excelente deportista: campeón de tenis de Berlín. Soltero; no ha tenido relaciones comprometedoras. Condecorado por el Führer. Obtuvo felicitaciones por parte del Reichsführer SS…»)

Stirlitz llegó a su casa a las siete, cuando apenas había empezado a oscurecer. Le gustaba esta época del año: casi no había nieve y, por las montañas, el sol alumbraba las cumbres de los pinos como si hubiera llegado el verano y fuera posible irse a Müggelsse y permanecer allí todo el día pescando o durmiendo en una silla plegable.

Aquí, en Babelsberg, muy cerca de Potsdam, vivía ahora solo en su pequeña villa. Su ama de llaves se había marchado la semana antes a Turingia, a las montañas, a casa de su sobrina. La mujer no pudo soportar más las interminables incursiones aéreas: los nervios le fallaban.

La hija del dueño de la taberna El Cazador hacía ahora la limpieza. Era jovencita, muy espabilada y bella. «Debe de ser de Sajonia —pensaba Stirlitz mientras observaba cómo la muchacha manejaba una gran aspiradora para limpiar la alfombra de la sala—. Tiene el cabello negro y ojos azules. Habla con acento berlinés, pero seguro que es de Sajonia».

Stirlitz miró su reloj pasado de moda y pensó: «Ya hay que cambiarlo. Si este Longines adelantara o atrasara, podría acostumbrarme; pero a veces atrasa y otras adelanta. No sirve para nada».

—¿Qué hora es? —preguntó Stirlitz.

—Cerca de las siete.

Stirlitz sonrió: «Una criatura feliz… Puede permitirse decir “cerca de las siete”. La gente más feliz de la Tierra es la que puede manejar su tiempo sin temor a las consecuencias. Pero ella habla con acento berlinés, estoy seguro. Incluso con un poco del dialecto de Mecklemburgo…».

Al oír el ruido del automóvil que se acercaba, pidió:

—Niña, vete a ver quién ha llegado.

Oyó el sonido de la puerta al abrirse. Asomándose al pequeño despacho en que estaba sentado él en un sillón junto a la chimenea, la muchacha dijo:

—Es un señor de la Policía.

Stirlitz se levantó, se estiró y fue a la antesala. Allí estaba el Unterscharführer SS con una gran cesta en la mano.

Standartenführer, su chófer ha enfermado y he venido a traerle su ración.

—Gracias —dijo Stirlitz—. Póngala en la fresquera. La muchacha le ayudará.

No acompañó al Unterscharführer cuando abandonó la casa. No abrió los ojos hasta que la muchacha, que había vuelto al despacho silenciosamente, le dijo en voz baja desde la puerta:

—Si herr Stirlitz lo desea, puedo quedarme también por la noche.

«Es la primera vez que ve tanta comida junta—pensó—. Pobre.»

Stirlitz se estiró de nuevo y contestó:

—No hace falta. Puedes coger la mitad del salchichón y el queso sin necesidad de eso.

—Oh, no, herr Stirlitz —contestó ella—. No es por la comida…

—¿Estás enamorada, estás loca por mí? Sueñas con mi pelo canoso, ¿verdad?

—Los hombres canosos son los que más me gustan en el mundo.

—Está bien, niña, seguiremos hablando de las canas. Después de que te cases. ¿Cómo te llamas?

—Marie. Ya le dije: Marie.

—Sí, sí, perdóname, Marie. María Magdalena. Todas vosotras, las pequeñas Marie, sois pecadoras, ¿no? Coge el salchichón y deja de coquetear. ¿Qué edad tienes?

—Diecinueve.

—Oh, una muchacha ya adulta. ¿Hace mucho que llegaste de Sajonia?

—Sí. Desde que mis padres se mudaron para aquí.

—Bien, Marie, vete a descansar. Temo que empezará el bombardeo y tendrás miedo de caminar cuando comience.

La muchacha se fue. Stirlitz cubrió las ventanas con pesadas cortinas para que no se vieran las luces y encendió la lámpara de la mesa. Se agachó junto a la chimenea y notó de repente que los leños habían sido colocados precisamente como a él le gustaba: formando un pocito, y la corteza de abedul estaba lista en un rústico platillo azul.

«No le hablé nunca de esto… O sí… Se lo dije. De todos modos, la niña tiene memoria —pensó encendiendo la corteza—. Pensamos en los jóvenes como lo hacían los maestros viejos. Visto desde fuera, debe de ser muy ridículo. Yo mismo me he acostumbrado a considerarme un viejo: cuarenta y cinco años…»

Esperó a que el fuego empezara a lamer con avidez los leños de abedul, se acercó a la radio y la encendió. Una emisora de Moscú: estaban transmitiendo viejas novelas. Stirlitz recordó la vez que Goering dijo a sus hombres: «No es patriótico escuchar la radio enemiga, pero a veces me gustaría tanto oír las tonterías que dicen de nosotros». Fue entonces cuando Stirlitz comprendió que Goering era un cobarde estúpido: la información de que él escuchaba la radio enemiga llegaba de sus criados y de su chófer, reclutados por Müller. Si el «Nazi número 2» trataba de excusarse de esta manera, evidenciaba con ello su cobardía y la total inseguridad en el día de mañana. Stirlitz, en cambio, pensaba que no valía la pena ocultar que oía la radio enemiga. Al contrario, debería simplemente comentar del modo más adecuado las transmisiones del enemigo, ridiculizarlas y hacer bromas groseras. A buen seguro esto impresionaría a Himmler, quien no se distinguía por ninguna excesiva sutileza de razonamiento.

La novela terminó con una suave música de piano. La voz lejana del locutor moscovita (por lo visto, un alemán) comenzó a decir las frecuencias en que se transmitía los miércoles y los viernes. Stirlitz anotó las cifras: era una clave para él. Lo había esperado ya durante seis días. Apuntaba las cifras en una columna alineada. Eran muchas, y el locutor, tal vez temiendo que no tuviera tiempo de anotarlas, las leyó nuevamente.

Y otra vez volvieron a escucharse las maravillosas novelas rusas.

Stirlitz sacó del armario un tomito de Montaigne, tradujo las cifras en palabras y las relacionó con el código oculto entre las sabias verdades del grande y sereno pensador francés.

Después de descifrar el radiograma, quemó la hojita llena de cifras y palabras, mezcló la ceniza con la de la chimenea y bebió un poco más de coñac.

«¿Por quién me toman? —pensó—. ¿Por un genio o por el Todopoderoso? Es imposible…»

Le sobraban razones para pensar así. La orden que le habían transmitido a través de la radio moscovita decía:

De Álex a Justas:

De acuerdo con nuestros datos, en Suecia y Suiza fueron vistos altos oficiales del SD y de las SS que trataron de entrar en contacto con agentes de los aliados. En Berna, los hombres del SD trataron de establecer contacto con la gente de Allen Dulles. Debe usted averiguar lo siguiente: qué significan estos esfuerzos, 1) una desinformación, 2) una iniciativa personal de los altos jefes del SD, 3) el cumplimiento de una misión del Centro.

En el caso de que estos funcionarios del SD y de las SS estén cumpliendo una misión de Berlín, es necesario aclarar quién les encomendó esta misión. Más concretamente: quién, de entre los dirigentes máximos del Reich, busca contactos con Occidente.

ÁLEX

«Justas» era el nombre en clave del Standartenführer Stirlitz, conocido en Moscú como el coronel Maxim Maximóvich Isaiev estrictamente por los tres jefes de la seguridad del Kremlin.

Seis días antes de que Stirlitz recibiera este mensaje cifrado, Stalin había leído los últimos informes de los agentes soviéticos. Llamó a su dacha al jefe de la inteligencia y le dijo:

—Solamente los principiantes en política pueden considerar que Alemania está definitivamente agotada y que, por lo tanto, no es peligrosa. Alemania es un resorte contraído hasta el límite que debe y solo puede ser vencida aplicando por ambos lados esfuerzos igual de poderosos. En caso contrario, si la presión por un lado se convierte en apoyo, el resorte, al liberarse, puede asestar un golpe en dirección contraria. Será un golpe fuerte: primero, porque el fanatismo de los hitlerianos continúa siendo enorme; y segundo, porque el potencial militar de Alemania está lejos de agotarse. Por esta razón, todos los esfuerzos de un acuerdo entre los fascistas con los posibles antisoviéticos de Occidente deben ser analizados por usted como tarea número uno. Naturalmente —continuó Stalin—, debe usted darse cuenta de que las figuras principales en estas posibles negociaciones por separado serán, lo más probable, los más cercanos colaboradores de Hitler que tengan autoridad en el aparato del partido y frente al pueblo. Estos colaboradores cercanos deben convertirse en el objetivo de su observación más atenta. Sin duda alguna, los colaboradores del tirano, que está al borde de la derrota, van a traicionarlo para salvar sus vidas. Es un axioma en cualquier juego político. Si usted pierde de vista estos eventuales procesos, cargará con la culpa. La Checa es implacable —agregó Stalin, empezando a fumar sin prisa—. No solo con los enemigos, sino también con quienes ofrecen a los enemigos una oportunidad para la victoria, con intención o sin ella.

En algún sitio lejano comenzaron los aullidos de las sirenas de alarma aérea y enseguida los ladridos de los cañones. La planta eléctrica interrumpió el suministro de luz. Stirlitz permaneció durante largo rato junto a la chimenea, observando cómo serpenteaban las llamitas azules sobre los tizones negros y rojos.

«Si cierro la chimenea —pensó perezosamente—, dentro de tres horas estaré dormido para siempre. Expiraré, por así decirlo, en paz…»

Esperó hasta que los tizones se pusieron totalmente negros, sin las serpenteantes llamitas azules. Después, cerró el tiro de la chimenea, encendió la gran vela colocada en el cuello de una botella de champán y le maravilló el dibujo extraño de la cera en torno a la botella. Había encendido tantas velas allí que la botella era un recipiente raro, lleno de protuberancias como ánforas antiguas, pero blanco y rojo. Stirlitz encargaba especialmente velas de colores a sus amigos que viajaban a España; luego, les regalaba estas extraordinarias botellas de cera.

Se oyeron cerca dos fuertes estampidos continuos.

«Bombas de explosión —determinó—. Buenas bombas. Los muchachos bombardean bien. Pero que muy bien. Sería terrible que me mataran en los últimos días. Los nuestros no encontrarían ni las huellas. Por regla general, es lamentable morirse en el anonimato. Sashenka —vio de pronto la cama de su mujer—. Sashenka y mi pequeño Sasha.1 Ahora no puedo morirme. Hay que salir vivo a toda costa. Es más fácil vivir solo, porque no es tan terrible morir. Y después de ver a mi hijo, es monstruoso morir. Los idiotas escriben en sus novelas: “murió tranquilo en los brazos de sus seres queridos”. Nada hay más horrendo que morir en brazos de los hijos, verlos por última vez, sentirlos cerca y saber que uno se va para siempre, que es el final y la oscuridad, y desgracia para ellos.»

Una vez, en una recepción de la Embajada soviética, en Unter den Linden, él y Schellenberg conversaron con un joven diplomático soviético. Sombríamente, según su manera habitual, escuchaba la discusión del ruso con el jefe de los servicios secretos políticos sobre el derecho del hombre a creer en amuletos, palabras mágicas u otras supercherías, lo cual, según la expresión del secretario de la Embajada eran «necedades de los salvajes». En esta alegre discusión, Schellenberg, como siempre, obraba con tacto, inteligencia y suavidad. Stirlitz se enfureció viéndolo arrastrar al ruso a la disputa.

«Lo ha provocado —pensó—. Quiere conocer al enemigo. Donde mejor se conoce el carácter de un hombre es en la discusión y Schellenberg sabe hacerlo como nadie.»

—Si en este mundo todo está claro para usted —continuó Schellenberg—, entonces, por supuesto, tiene derecho a rechazar la fe del hombre en la fuerza de un amuleto. Pero, ¿resulta todo tan claro para usted? No es cuestión de ideología, sino de física, de química, de matemática…

—¿Qué físicos y qué matemáticos comienzan a solucionar un problema colgándose un amuleto en el cuello? —se acaloraba el secretario de la Embajada—. Eso no tiene sentido.

«Debió de terminar con la pregunta —se dijo Stirlitz— pero no resistió y se contestó a sí mismo. En la discusión es importante preguntar; es ahí donde se ve al contraagente. Además, siempre es más complicado responder que preguntar.»

—¿Y si el físico o el matemático se ponen el amuleto, pero no lo dicen? —preguntó Schellenberg—. ¿O rechaza usted esa posibilidad?

—Sería ingenuo rechazarla. La categoría de posibilidad es la paráfrasis de la noción de perspectiva.

«Bien contestado —se dijo Stirlitz—. Ahora debería responder al golpe. Preguntar, por ejemplo: ¿no está usted de acuerdo? Pero no preguntó y otra vez ofreció la posibilidad de ser golpeado.»

—¿Entonces es probable que el amuleto entre también en la categoría de la posibilidad? ¿O está usted en contra?—sonrió Schellenberg.

Stirlitz acudió en su ayuda.

—La parte alemana ha vencido en la discusión —afirmó—. Sin embargo, en aras de la verdad, debo decir que a las preguntas brillantes de Alemania, Rusia daba respuestas no menos brillantes. Hemos agotado el tema, pero no sé lo que hubiéramos hecho si la parte rusa hubiese tomado la iniciativa en el ataque, haciendo preguntas…

«¿Has entendido, hermanito?», preguntaban los ojos de Stirlitz y, al ver cómo se tensaban de repente los músculos faciales del diplomático ruso, se percató de que su lección había sido comprendida. «No te irrites, querido amigo —pensaba, mirando al muchacho que se alejaba—. Mejor que lo hiciera yo y no otro. Pero tienes razón al hablar así de los amuletos. Cuando estoy muy mal y me lanzo al riesgo con ojos abiertos, y mis riesgos siempre son mortales, me pongo en el pecho un amuleto: el medallón donde guardo un mechón de pelo de Sashenka. Tuve que tirarlo porque era demasiado ruso y compré uno alemán, pesado, intencionalmente ostentoso, pero el mechón de pelo dorado y blanco de Sashenka está conmigo y es mi amuleto».

Hacía veintitrés años, en Vladivostok, había visto a Sashenka por última vez, antes de partir a cumplir una misión encomendada por Yerzinski entre los rusos blancos exiliados, primero a Shanghái y después, a París. Pero, desde aquel día terrible, lejano y ventoso, su imagen vivía en él; ya convertida en parte de sí mismo, se había disuelto en él, era una parte de su propio yo.

Se acordó del inesperado encuentro con su hijo en Cracovia, ya casi de noche. Se acordó de la llegada de Grishanchikov a su hotel y de cómo hablaban en un susurro, con la radio puesta, y de lo atormentador que había sido alejarse del lado de su hijo que, por la voluntad del destino, había escogido también su camino. Stirlitz sabía que su hijo estaba ahora en Praga y que debía salvar esta ciudad de la aniquilación de la misma forma en que él y el mayor Torbellino habían salvado Cracovia. Sabía lo sumamente difícil que le era ahora llevar a cabo su tarea, pero comprendía también que cualquier esfuerzo por ver a su hijo —el viaje de Berlín a Praga solo duraba seis horas— podía exponerlo al peligro.

Se levantó y, cogiendo la vela, se acercó a la mesa. Sacó varias hojas de papel y las extendió como los naipes de un solitario. En una de ellas dibujó un hombre alto y gordo. Deseó escribir abajo

«Goering», pero no lo hizo. En la segunda hoja dibujó la cara de Goebbels, en la tercera, un rostro duro con una cicatriz: Bormann. Después de reflexionar unos instantes, escribió en la cuarta hoja «Reichsführer SS». Era el cargo de su jefe, Heinrich Himmler.

Apartando las otras, Stirlitz acercó la hoja en la que había dibujado a Goering y comenzó a trazar círculos y cuadrados solo comprensibles para él. Los unió con líneas: dos gruesas, una fina y otra intermitente apenas visible.

Si un agente se encuentra en el Centro de acontecimientos importantísimos, debe ser un hombre infinitamente emocional, hasta sensitivo como un actor; pero tiene que cubrir por completo esta desnudez emocional con sangre fría y una lógica implacable.

En las noches en que, muy raras veces, Stirlitz se permitía sentirse como Isaiev, se hacía estos razonamientos: ¿qué significa ser un verdadero agente? ¿Reunir la información, procesar los datos objetivos y transmitirlos al Centro para que se saquen conclusiones generales y se tomen decisiones? ¿O sacar sus propias conclusiones, ofrecer sus puntos de vista y exponer sus previsiones?

«Considerando que eres precisamente tú, tú el que siente exactamente lo que hay que esperar en el futuro; ¿tienes derecho tú, Maxim Isaiev, a influir en este futuro? La desgracia de la inteligencia —pensaba Isaiev—, consiste en que la excesiva abundancia de información corriente oculta la perspectiva, la encubre, obliga a las decisiones a ser subjetivas y no objetivas consecuencias del análisis de la verdad, sea esta siniestra o satisfactoria». Isaiev pensaba que si se permitiera a la inteligencia ocuparse de la planificación de la política, podría resultar entonces que hubiese muchas recomendaciones y pocos datos. Isaiev creía que él, el agente, debía de ser, ante todo, objetivo. Da malos resultados cuando la inteligencia está totalmente subordinada a la línea política trazada de antemano: así le pasó a Hitler. Creía que la Unión Soviética era débil y no prestaba atención a las cautelosas opiniones de los militares: «Rusia no es tan débil como parece». Del mismo modo, está mal que la inteligencia se esfuerce en dominar la política. Lo ideal es que el agente entienda la perspectiva del desarrollo de los acontecimientos y ofrezca a los políticos varias soluciones posibles y, desde su punto de vista, razonables.

«Un agente —pensaba Isaiev—, tiene derecho a dudar de la infalibilidad de sus predicciones, pero no tiene derecho a una sola cosa: a alejarse del método objetivo de investigación de la realidad.»

Comenzando ahora el último análisis de aquel material que había podido reunir en todos estos años, Stirlitz debía sopesar todos sus pros y sus contras. Se trataba del destino de millones de personas y de ningún modo podía equivocarse en el análisis.

INFORMACIÓN PARA UN ANÁLISIS. GOERING

Stirlitz empezó a fijarse por primera vez en Goering después de una incursión de fortalezas volantes norteamericanas en Kiel. La ciudad fue quemada y destruida. Goering comunicó al Führer que en el raid habían participado trescientos aviones enemigos. El Gauleiter2 de Kiel, Groche, que encaneció en aquellas veinticuatro horas, refutó a Goering: dijo que en la incursión habían tomado parte ochocientos aviones y que la Luftwaffe había sido incapaz de salvar la ciudad.

Hitler miraba a Goering en silencio. Una mueca de asco recorría su cara; movía su mano izquierda con inquietud; parecía que el Führer se rascaba como un enfermo de psoriasis. Después estalló:

—«Ni una sola bomba enemiga caerá sobre las ciudades de Alemania» —empezó a citar nervioso, dolido, sin mirar a Goering—. ¿Quién decía esto a la nación? ¿Quién se lo hizo creer a nuestro partido? ¡He leído libros sobre juegos de azar y sé lo que es un bluf! ¡Alemania no es el paño verde de una mesa de timbas! —Hitler miró a Goering gravemente y continuó—: ¡Está usted sumido en la abundancia y en el lujo, Goering! ¡Está usted viviendo en tiempo de guerra como un emperador o un plutócrata judío! ¡Tira usted con arco a los venados, mientras que mi nación es asesinada por la metralla de los aviones enemigos! ¡La vocación del líder es la grandeza de la nación! ¡El destino del líder es la modestia! ¡La profesión de un líder es la correlación exacta entre las promesas y su cumplimiento!

Más tarde se supo que, al escuchar estas palabras de Hitler, Goering había vuelto a su casa y se había acostado con fiebre y un fortísimo ataque de nervios. Iba constantemente a las ciudades bombardeadas, allí se reunía con el pueblo, exigía la ayuda inmediata para las víctimas, organizaba de nuevo la defensa antiaérea de la ciudad y después, se acostaba con fiebre: la presión le subía y bajaba, los dedos se le ponían morados, la cabeza se le partía en dos y sentía las sienes y la frente oprimidas como por un aro de dolor. Himmler, que trataba de obtener materiales comprometedores para el expediente de Goering —¿y si todo esto fuese teatro?—, le pidió que le consiguiera un diagnóstico médico. Sin embargo, los datos de las investigaciones médicas confirmaron que, efectivamente, la presión de Goering subía de un modo brusco.

Así, por primera vez, en 1942, Goering, sucesor oficial de Hitler, fue sometido a tan humillante crítica y, además, en presencia de la plana mayor del Führer. Esto llegó de inmediato al expediente de Himmler y, al día siguiente, sin pedir permiso a Hitler, el Reichsfführer SS dio la orden de empezar a escuchar todas las conversaciones telefónicas del «compañero de lucha más íntimo del Führer». Himmler escuchó durante una semana las conversaciones de Goering tras el escándalo de su hermano Albert. Goering lo había trasladado de Viena a Praga con el cargo de jefe de exportación de las fábricas Skoda. Albert, que tenía fama de defensor de los desgraciados, escribió en el papel timbrado del hermano una carta al comandante del campo de Mauthausen: «Libere inmediatamente al profesor Kisch. No hay pruebas serias contra él. Firmado: Goering». Sin el nombre. El comandante del campo de concentración, asustado, liberó a dos Kisch a la vez: uno era profesor y el otro, miembro de una organización clandestina. A Goering le costó mucho trabajo salvar al hermano: lo protegió del golpe, contándoselo al Führer como una anécdota divertida. Esto salvó la situación y Himmler se retiró inmediatamente, compartiendo el mismo tono jocoso del Führer.

Lo principal, como pensó Isaiev, era lo que el Führer había imputado a Goering después del bombardeo de Kiel: su lujo y aires de gran señor. Precisamente aquello que durante años trataron de utilizar los demás compañeros de lucha del Führer sin que este lo admitiera, el propio Hitler se lo echaba ahora en cara a su sucesor.

Sin embargo, aun después de lo ocurrido, Hitler le repetía a Bormann:

—Nadie más puede ser mi sucesor. Solo Goering. Primero, porque nunca se metió a hacer política por su cuenta; segundo, porque es popular, y tercero, porque es el objetivo principal de las caricaturas en la prensa enemiga.

Hitler hablaba del hombre que había llevado a cabo todo el trabajo práctico para conquistar el poder, el hombre que había dicho con toda sinceridad a su esposa: «Yo no vivo, el Führer vive en mí». Y no lo había dicho para las grabadoras, pues no imaginaba en aquel momento que algún día lo escucharían sus «hermanos de lucha», sino a ella, de noche, en su cama.

El piloto de combate de la primera guerra mundial, el héroe de la Alemania del káiser, después del fracaso de la primera intentona nazi, escapó a Suecia. Allí comenzó a trabajar en la aviación civil. En una ocasión en que llevaba a bordo al conde Rosen, durante una terrible tempestad, aterrizó milagrosamente en el castillo Rocklstadt, donde conoció a Karina von Katzov, hija del coronel Von Fock. Se la quitó al marido y se fue a Alemania, encontró al Führer y participó en el fallido putsch de los nacionalsocialistas el 9 de noviembre de 1923; fue herido, se salvó milagrosamente del arresto, emigró a Innsbruck, donde ya lo esperaba Karina. No tenían dinero, pero el dueño del hotel les dio alojamiento gratuito. Era como Goering, un nacionalsocialista que sufría la tiranía de los judíos propietarios de tres cuartas partes de los hoteles de Innsbruck. El dueño del Hotel Britania invitó posteriormente a los Goering a Venecia, donde vivieron hasta 1927, cuando fue declarada la amnistía en Alemania. En medio año se convirtió en diputado del Reichstag junto a once nazis más. Hitler no había podido presentar su candidatura: era austriaco.

Como debía prepararse para las nuevas elecciones, el Führer decidió que Goering dejase el trabajo en el partido y solo fuese un miembro del Reichstag. En aquel momento, su misión consistió en establecer contactos con los omnipotentes. El partido que se proponga conquistar el poder debe tener un amplio círculo de relaciones. Por decisión del partido, Goering alquiló una lujosa villa en Badenstrasse. Allí lo visitaron los príncipes Hohenzollern y Koburg y ricos magnates. El alma de la casa era Karina: mujer encantadora, aristócrata, cautivaba a todos. Era la hija de un alto funcionario sueco, convertida en esposa de un héroe de guerra, proscrito, luchador, opositor de la podrida democracia occidental que carecía de fuerzas para enfrentarse al vandalismo bolchevique.

Cada vez que daba una recepción, llegaba temprano por la mañana el Parteileiter de la organización berlinesa de los nacionalsocialistas, Goebbels. Era un enlace entre el partido y Goering. Goebbels se sentaba al piano y Goering, Karina y Thomas, hijo del primer matrimonio, cantaban canciones populares. En la casa del líder nazi del Reichstag no soportaban los ritmos desenfrenados del jazz norteamericano o francés.

Precisamente a esta villa, alquilada con dinero del partido, llegaron Hitler, Schacht y Tissen el 5 de enero de 1931. Precisamente en esta villa de lujo se pudieron oír las palabras de la conspiración entre magnates financieros e industriales y el líder de los nacionalsocialistas, Hitler.

Después vendría el triunfo de Hitler. Karina regresó a Suecia en avión, donde murió de un ataque epiléptico. Su último deseo fue que Herman hiciese todo lo que pudiera para ser también en el futuro un «obrero del Führer».

A raíz del putsch de Röhm,3 muchos veteranos se opusieron al Führer aduciendo que había traicionado la causa porque este había suscrito un pacto con el capital; en las organizaciones de base del partido se decía:

—Goering ha dejado de ser Herman. Se ha convertido en un presidente. No recibe a sus compañeros. Los obliga de manera humillante a hacer cola en su oficina. Está rodeado de lujo…

Al principio, los miembros rasos del partido lo comentaban en voz baja. Pero en 1935, cuando Goering se construyó el castillo Karinhalle, en las afueras de Berlín, se quejaron a Hitler, no los nacionalsocialistas corrientes, sino los cabecillas Ley y Saukel. Goebbels consideraba que ya desde su estancia en la villa, Goering había empezado a echarse a perder.

—El lujo corrompe —decía—. Hay que ayudar a Goering. Nos es demasiado querido.

Hitler fue a Karinhalle, examinó el castillo y dijo:

—Dejen en paz a Goering. Al fin y al cabo, solo él sabe cómo tratar a los diplomáticos de Occidente. Será una residencia para recibir a huéspedes extranjeros. ¡Que lo sea! Herman lo merece. Debemos considerar que Karinhalle pertenece al pueblo y que Goering solo vive aquí…

Durante el día se dedicaba a cazar venados domesticados y por la noche, pasaba largas horas en la sala de proyecciones. Podía ver cinco películas de aventuras seguidas. Durante la función tranquilizaba a sus visitantes:

—No se preocupen —les decía—. Acaba bien.

INFORMACIÓN PARA UN ANÁLISIS. GOEBBELS

Stirlitz echó a un lado el papel con la gruesa figura de Goering y tomó la hoja con el perfil de Goebbels. Por sus aventuras en Babelsberg, donde estaban los estudios cinematográficos del Reich y donde vivían todas las artistas, era apodado el Torito de Babelsberg. En su expediente se conservaba la grabación de la conversación entre la esposa de Goebbels y Goering a propósito de las relaciones de aquel con la actriz checa Lida Baarova.

—¡Se echará a perder a causa de las mujeres! ¡Qué vergüenza! ¡El hombre que responde por nuestra ideología, se deshonra por aventuras casuales! —le había dicho Goering a la esposa de aquel.

El Führer le recomendó el divorcio.

—A usted la voy a apoyar —dijo—, pero hasta que su esposo no aprenda a comportarse como un verdadero nacionalsocialista, hombre de alta moral y estricto cumplimiento del deber sagrado ante la familia, le negaré todas las entrevistas personales.

Ahora todo esto había sido relegado a un segundo plano. En enero de ese año, Hitler visitó la casa de Goebbels el día de su cumpleaños. Le llevó a su esposa un ramito de flores y le dijo:

—Le pido perdón por mi retraso, pero recorrí todo Berlín buscando un ramo. El Gauleiter de Berlín, Parteigenosse Goebbels, ha cerrado todas las floristerías: la guerra total no necesita flores.

Cuando cuarenta minutos después Hitler se hubo marchado, Magda Goebbels dijo:

—El Führer no hubiera visitado jamás a los Goering.

Berlín estaba en ruinas, el frente pasaba a 140 kilómetros de la capital del milenario Reich, pero la resplandeciente Magda Goebbels celebraba su victoria. Su esposo estaba junto a ella, su cara se había puesto pálida de felicidad. Tras un lapso de seis años, el Führer visitaba su casa.

«Ahora esto carece de importancia —continuaba analizando Stirlitz—. Ahora todo esto es vanidad de vanidades.»

Dibujó un gran círculo y comenzó a sombrearlo despacio con líneas precisas y muy rectas. Ahora recordaba todo lo relacionado con los diarios de Goebbels. Sabía que el Reichsführer se interesaba por ellos y en su momento hizo el máximo esfuerzo para leerlos de algún modo. Solo pudo ver la copia de varias páginas. La memoria de Stirlitz era fenomenal: fotografiaba visualmente el texto y lo memorizaba casi mecánicamente, sin esfuerzo alguno.

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