Kitabı oku: «Diecisiete instantes de una primavera», sayfa 6
«9 de diciembre de 1943. Epidemia de gripe en Inglaterra—había anotado Goebbels—. Hasta el rey está enfermo. Sería maravilloso que esta epidemia resultase fatal para Inglaterra, pero es demasiado bueno para ser verdad.
»2 de marzo de 1943. No descansaré hasta que todos los judíos sean sacados de Berlín. Después de la conversación con Speer en Obersalzberg fui a visitar a Goering. Este nacionalsocialista tiene en sus bodegas 25 000 botellas de champaña. Estaba vestido con una túnica cuyo color me produjo alergia. Pero qué le vamos a hacer, hay que aceptarlo como es.»
Stirlitz sonrió. Recordó que en 1942 Himmler había dicho lo mismo, palabra por palabra, sobre Goebbels. Este no vivía en una gran casa de campo con su familia, sino en una pequeña y modesta villa construida «para el trabajo». Estaba junto a un lago y se podía llegar a ella por el propio lago, pues el agua solo llegaba a los tobillos y el puesto de guardia de las SS se encontraba apartado. Hasta aquí venían las actrices en un tren eléctrico y después continuaban a pie a través del bosque. Goebbels consideraba un lujo excesivo e indigno de un nacionalsocialista el traer a las mujeres en automóvil. Él mismo las acompañaba a través de los juncos y al día siguiente, por la mañana, cuando los hombres de las SS aún estaban durmiendo, las sacaba de allí. Himmler lo supo enseguida, por supuesto. En aquel momento dijo: «Hay que aceptarlo como es».
Stirlitz arrugó las hojas con los dibujos de Goering y Goebbels, las colocó sobre la llama de la vela y esperó a que la llama comenzara a quemarle los dedos para tirar las hojas a la estufa. Las removió con un bello atizador de hierro fundido, volvió a la mesa y comenzó a fumar.
Después acercó las dos hojas restantes: Himmler y Bormann. «Excluyo a Goering y Goebbels. Nadie va a apostar por ellos. Ni por uno ni por otro. Tal vez Goering se atreva a negociar, pero ha caído en desgracia y nadie confía en él. ¿Goebbels? No. Este no lo haría. Es un fanático, luchará hasta el final, pero es imposible apoyarse en él, porque enseguida comenzará a buscar una alianza. Eso nos deja a la fuerza uno de los otros dos: Himmler o Bormann. Si puedo obtener garantías de uno de ellos para trabajar contra los demás, ganaré. Si fallo en mis cálculos, seré un cadáver. Inmediatamente. ¿Por quién apostar? Creo que por Himmler. Nunca podría decidirse a negociar. Conoce el odio que rodea a su nombre. Sí, ha de ser Himmler…».
Precisamente en ese momento, Goering, más delgado, pálido, con un dolor que le partía la cabeza, regresaba a Karinhalle desde el búnker del Führer. Esa mañana había viajado en su automóvil al frente, hacia el lugar donde se habían abierto paso los tanques rusos. De allí corrió enseguida a ver a Hitler.
—No hay ninguna organización en el frente —le dijo—. El caos es total. Los soldados tienen la mirada vacía. He visto a los oficiales borrachos. La ofensiva de los bolcheviques infunde espanto en el Ejército, un espanto animal. Creo…
Hitler lo escuchaba con los ojos semicerrados y sosteniendo con la mano derecha el codo de su brazo izquierdo, que no dejaba de temblar.
—Creo… —trató de decir, pero Hitler lo interrumpió.
Se levantó pesadamente. Sus ojos enrojecidos se abrieron de par en par, su bigotito se estremeció con desdén.
—¡Le prohíbo que, en lo sucesivo, vaya al frente! —exclamó con su voz de antaño, fuerte—. ¡Le prohíbo difundir el pánico!
—No es pánico, es la verdad. —Por primera vez en su vida, Goering se oponía a su Führer y sintió que, de pronto, se le helaban los dedos de los pies y las manos—. ¡Es la verdad, mi Führer, y mi deber es decirle esta verdad!
—¡Cállese! ¡Será mejor que se ocupe de la aviación, Goering! No se meta donde hay que tener una mente tranquila, previsión y fuerza. Veo que no es tarea para usted. Le prohíbo que vaya al frente. Ni ahora ni nunca.
Aplastado y humillado, Goering adivinaba cómo a su espalda, detrás, sonreían los ayudantes del Führer, Schmundt y Burgdorf, dos nulidades.
En Karinhalle lo estaban ya esperando los oficiales del estado mayor de la Luftwaffe: los había mandado llamar al salir del búnker. Pero no pudo comenzar la reunión. Su ayudante le informó de que había llegado el Reichsführer SS Himmler.
—Quiere hablar a solas —dijo el ayudante con aquel aire de importancia que hacía su trabajo tan misterioso para los que le rodeaban.
Goering recibió al Reichsführer en su biblioteca. Himmler, como siempre, sonriente y tranquilo, tenía en las manos una gruesa carpeta de cuero negro. Se sentó en la butaca, se quitó los anteojos, limpió los cristales durante largo rato con un pedazo de gamuza y seguidamente y sin ningún preámbulo dijo:
—El Führer ya no puede ser el líder de la nación.
—¿Y qué debe hacerse? —le preguntó maquinalmente Goering, sin tiempo de asustarse por las palabras del líder de las SS.
—En el búnker están las tropas de las SS —continuó Himmler en el mismo tono sereno y con su voz habitual—. Pero no se trata de eso, al fin y al cabo. La voluntad del Führer está paralizada. No puede tomar decisiones. Debemos dirigirnos al pueblo.
Goering miró la gruesa carpeta negra que estaba sobre las rodillas de Himmler. Recordó lo que en 1944 había dicho por teléfono su esposa a una amiga: «Será mejor que vengas. Es arriesgado hablar por teléfono, nos escuchan». Goering recordó que él había dado unos golpes con los dedos sobre la mesa, que le había hecho una seña a Emmy: «No digas eso, estás loca». Ahora miraba la carpeta negra y pensaba que allí podía estar una grabadora y que esta conversación sería escuchada dos horas después por el Führer. Y entonces sería el fin.
«Este puede decir cualquier cosa —pensaba Goering de Himmler—. El padre de los provocadores no puede ser una persona honesta. Ya se habrá enterado de mi desgracia de hoy con el Führer. Ha venido para llevar su misión hasta el final.»
Himmler, a su vez, sabía lo que pensaba el «Nazi número 2». Por eso, lanzando un suspiro, se decidió a ayudarle. Dijo:
—Usted es el sucesor, por lo tanto, será usted el presidente. Eso me convierte en el canciller del Reich.
Se daba cuenta de que la nación no lo seguiría como líder de las SS. Necesitaba una cobertura. No había mejor cobertura que Goering.
Goering contestó también automáticamente.
—Es imposible. —Tardó un segundo y agregó, muy bajo, calculando que el susurro no podría ser registrado por la grabadora, si estaba oculta en la carpeta negra—. Es imposible. Una sola persona debe ser presidente y canciller.
Himmler sonrió de modo imperceptible, permaneció en silencio durante un rato, después, se levantó con elasticidad, intercambió con Goering el saludo del partido y salió de la biblioteca sigilosamente.
1 Alexander Isaiev, hijo de Stirlitz, nombre en clave Grishanchikov.
2 Líder del NSDAP en cada zona administrativa.
3 El Röhm-Putsch, también llamado la Noche de los cuchillos largos, fue una violenta purga ordenada por Hitler contra el líder de las SA, Ernst Röhm, y contra otros críticos con la política del Führer, que tuvo lugar entre el 30 de junio y el 2 de julio de 1934. Las SA eran una organización paramilitar que configuraba el ala izquierda del NSDAP y gozaba de bastante autonomía. Sus miembros eran llamados los «camisas pardas», debido al color de su uniforme.
3
AL BORDE DEL FRACASO
Stirlitz bajó al garaje. El bombardeo proseguía, pero solo en algún lugar de Zossen; por lo menos, así le parecía. Abrió las puertas, se sentó al volante y puso en marcha el motor. El potente motor de su Horch gruñó de modo uniforme y sonoro. Stirlitz sacó el automóvil del garaje, cerró las puertas y aceleró de nuevo con fuerza. Se permitía acelerar así el coche cuando estaba solo, por la noche, durante los bombardeos. Los chóferes alemanes eran muy ordenados. Solo un extranjero era capaz de acelerar así el vehículo: un eslavo o un norteamericano. «Vamos, motorcito», dijo en ruso, después de haber encendido la radio. Transmitían música popular. Durante los bombardeos se transmitían siempre canciones alegres. Se había convertido en un hábito. Cuando los golpes en el frente eran terribles o caían bombas del cielo, la radio transmitía programas alegres y cómicos.
«Vamos, motorcito. Rápido, para que las bombas no nos cojan. Las bombas caen más a menudo sobre un objetivo inmóvil, y la probabilidad del impacto disminuye si el objetivo se mueve. Iremos a 50 kilómetros, de modo que la probabilidad del impacto disminuirá exactamente cincuenta veces.»
Le gustaba correr con su autómóvil. Cuando tenía que cumplir una tarea y no sabía cómo hacerlo montaba en el Horch y circulaba durante horas por las carreteras que rodeaban Berlín. Al principio, simplemente miraba hacia delante, pisando con firmeza el acelerador. La velocidad lo obligaba a estar atento y tenía que sentirse fundido a la máquina. Así la cabeza se liberaba de ideas pequeñas y grandes, que se excluían o completaban. La velocidad es auxiliar de la razón. Ofrece la posibilidad de una abstracción total. Después, cuando la carrera arriesgada y tempestuosa terminaba en algún sitio cerca de una pequeña taberna —el coñac se vendía sin cupones de racionamiento incluso en los días más difíciles de la guerra— podía sentarse en una mesita junto a una ventana y escuchar el rumor agitado del bosque, tomar un yacoby doble y comenzar a pensar, sin prisa, todo lo que debía decidir. Después de haber corrido a la máxima velocidad, los pensamientos discurrían lentamente. El riesgo vivido ayudaba a la serenidad del razonamiento. Por lo menos, así le ocurría a Stirlitz.
Sus operadores de radio —Erwin y Katia—vivían en Köpenick, a orillas del Spree. Ya estaban durmiendo. Últimamente se acostaban muy temprano porque Katia esperaba un niño.
—Tienes muy buen aspecto —dijo Stirlitz—. Perteneces al tipo raro de mujeres a las que el embarazo vuelve irresistibles.
—El embarazo embellece a cualquier mujer —contestó Katia—. Lo que pasa es que no has tenido posibilidad de verlo…
—No he tenido la posibilidad —sonrió Stirlitz—. Dices bien.
—¿Quieres café con leche? —preguntó Katia.
—¿Dónde habéis conseguido la leche? Se me olvidó traerla, ¡diablos!
—Cambié un traje —contestó Erwin—. Ella necesita tomar por lo menos un poco de leche. Se ha convertido en un problema grave la comida para las embarazadas.
Stirlitz acarició la mejilla de Katia y preguntó:
—¿Nos tocarás algo?
Katia se sentó al piano y escogió la música. Optó por Bach. Stirlitz se acercó a la ventana y preguntó a Erwin en voz baja:
—¿Has comprobado que no te hayan puesto algo en el hueco de la ventilación?
—Sí, lo he revisado. Creo que no hay nada. ¿Por qué?
—Por nada. Simplemente por asegurarnos.
—¿Han inventado alguna porquería nueva tus hermanos del SD?
—El diablo lo sabrá. Seguramente. Lo que más gusta a la humanidad son los secretos ajenos.
—Y bien —dijo Erwin—. ¿Qué pasa?
—Hum… —dijo Stirlitz y meneó la cabeza—. ¿Sabes? Me han encomendado una misión… —comenzó a decir lentamente—. Tengo que averiguar cuál de los peces gordos trata de entrar en negociaciones por separado con Occidente. Nada menos que los jefes hitlerianos. ¿Qué te parece la tarea? Por lo que veo, allí creen que si no he fracasado en estos veinte años es porque soy omnipotente. En ese caso, no estaría mal que me convirtiese en el vice de Himmler. O tratar de llegar a ser el Führer. ¡Heil, Stirlitz! ¿Qué te parece? Me he convertido en un misántropo, ¿no crees?
—Te encaja —contestó Erwin.
—¿Cómo piensas parir, pequeña? —preguntó Stirlitz cuando Katia dejó de tocar.
—Creo que todavía no han inventado un método nuevo —contestó ella.
—Anteayer hablé con un partero. No quiero asustaros, muchachos.
Se acercó a Katia.
—Toca, pequeña, toca. No quiero asustaros, aunque yo mismo me he asustado bastante. El viejo médico me dijo que durante el parto se puede determinar el origen de cualquier mujer.
—No entiendo —dijo Erwin.
Katia interrumpió la música.
—Toca, pequeña, toca —insistió Stirlitz— y no te asustes. Escucha primero y después pensaremos cómo salir de este embrollo. ¿Sabes?, las mujeres gritan cuando dan a luz.
—Gracias —sonrió—, pensé que cantaban operetas.
Stirlitz meneó la cabeza y suspiró.
—¿Sabes, pequeña? Gritan en su idioma materno. En el dialecto del lugar donde nacieron. Quiero decir que tú gritarás «mamita» en tu bellísimo lenguaje de Riazán…
Katia continuó tocando, pero Stirlitz vio que sus ojos se habían llenado súbitamente de lágrimas.
—¿Qué haremos entonces? —preguntó Erwin.
—¿Queréis marcharos a Suecia? Creo que podría lograrlo.
—¿Y te quedarás sin el último enlace? —preguntó Katia.
—Aquí estaré yo —dijo Erwin.
Stirlitz meneó la cabeza negativamente.
—No te dejarán ir sola. Con él, sí. Es inválido de guerra y necesita curarse en un sanatorio, existe una invitación de los familiares alemanes en Estocolmo. No te dejarán ir sola… El tío de Erwin figura como un nazi sueco, pero no el tuyo.
—Nos quedaremos aquí —dijo Katia—. No importa. Gritaré en alemán.
—Puedes agregar algunos juramentos en ruso, pero obligatoriamente con acento berlinés —bromeó Stirlitz—. Dejaremos la solución de este asunto para mañana. Lo pensaremos sin prisa y sin emociones heroicas. Vamos, Erwin, tenemos que trabajar. Tomaremos la decisión de acuerdo con lo que me contesten mañana. Cinco minutos después, ambos salieron de la casa. Erwin llevaba en la mano una maleta donde estaba el aparato de radio. Se alejaron 15 kilómetros hacia Ransdorf y una vez allí, se adentraron en el bosque. Aún seguía el bombardeo. Erwin consultó el reloj y dijo:
—¿Comenzamos?
—Comencemos —contestó Stirlitz.
De Justas a Álex:
Sigo convencido de que ningún político serio de Occidente iniciaría negociaciones con las SS o el SD. Sin embargo, como me han encomendado esta misión, empiezo a realizarla.
Creo que podría cumplirla si me autorizan a comunicar a Himmler parte de los datos que he obtenido de usted. Contando con el apoyo de él, podría comenzar a observar directamente a los que usted cree tantean los canales de las posibles conversaciones. Mi «denuncia» a Himmler —los detalles los organizaré aquí sin consultar con ustedes— me ayudará a informarles sobre todas las novedades, tanto para confirmar su hipótesis como para refutarla. No veo otra salida en estos momentos. En caso de apobación, ruego me la transmitan vía Erwin.
JUSTAS
—Está al borde del fracaso —dijo el jefe del Centro cuando el cifrado llegó a Moscú—. Si acude directamente a Himmler, fracasará enseguida y nada lo salvará. Suponiendo incluso que Himmler decida jugar con él, aunque es improbable. Stirlitz no es la clase de persona con la que el Reichsführer de las SS jugaría. Transmitan mañana por la mañana la prohibición inmediata y categórica.
Isaiev no podía saber lo que ya sabía el Centro, porque los datos reunidos en los últimos meses les daban la clave para entender al hombre cuyo apellido era Himmler.
INFORMACIÓN PARA UN ANÁLISIS. HIMMLER
Se despertó enseguida, como si lo hubieran golpeado en el hombro. Se sentó en la cama y echó una mirada a su alrededor. Todo estaba en silencio. Las manecillas fosforescentes de un pequeño despertador marcaban las cinco.
«Es temprano —pensó Himmler—. Tengo que dormir un rato más.»
Bostezó, se recostó sobre las almohadas y se volvió hacia la pared. A través de la ventana abierta llegaba el rumor del bosque. Había estado nevando y Himmler imaginó la belleza que habría ahora en este bosque tranquilo, vacío e invernal. Pensó de repente en lo terrible que sería irse solo al bosque, tan terrible como en la infancia.
«No —se dijo inesperadamente—. No, no y no.»
Se levantó, se puso una bata y se acercó a la mesa. Sin encender la luz, se sentó al borde de un sillón de madera y extendió la mano hacia el auricular del teléfono negro.
«Tengo que llamar a mi hija —pensó—. Esto la alegrará y ella tiene pocas alegrías.»
Debajo del cristal del gran escritorio se veía vagamente el contorno de dos caras de muchachos.
Himmler imaginó a Bormann con súbita claridad. Este canalla era el culpable de que ahora no pudiese llamar a su hija y decirle: «Salud, gatita, te habla tu papá. ¿Qué sueños tuviste anoche, mi sol?». Tampoco podía llamar a los muchachos que eran hijos naturales. Recordó el silencio de Bormann cuando en el 43 él, Himmler, pidió un préstamo de 80 000 marcos a la caja del partido para construir una pequeña villa en Baviera, lejos de los bombardeos, destinada a Marthe, madre de sus dos hijos. Recordó cómo el Führer, informado por Bormann, lo contemplaba perplejo durante los numerosos almuerzos que compartían en su casa. Por esa razón no pudo divorciarse de su mujer, aunque no convivían en la misma casa desde hacía seis años. Tenía que asistir con ella a las recepciones.
«La culpa no es de Bormann —continuaba pensando Himmler—. No tengo por qué echarle la culpa. Esa bestia gorda no tiene nada que ver con mi desgracia. Yo afrontaría todas las humillaciones que me produjera el divorcio, pero nunca sería capaz de traumatizar a la niña.»
Himmler sonrió recordando los tiempos en que, en compañía de su esposa y la niña pequeña, pasaba hambre en un frío cuarto de Núremberg. Dios mío, qué lejos estaba todo aquello y, al mismo tiempo, qué cerca. Solo hacía dieciocho años. Entonces era secretario de Gregor Strasser, «hermano» del Führer. Recorría toda Alemania, dormía en las estaciones de ferrocarril, se alimentaba de pan y un brebaje que llamaban café, estableciendo relaciones entre las distintas organizaciones del partido. En aquel 1926, no sospechaba que la idea de Strasser de formar los destacamentos de protección SS no había surgido por una verdadera necesidad, sino como producto de la lucha contra Röhm, el líder de las SA. Himmler creía entonces como algo sagrado que la creación de las SS era fundamental para proteger de los rojos a los líderes del partido. Creía al pie de la letra que el objetivo principal de los rojos consistía en aniquilar al gran líder, el único amigo de los trabajadores alemanes, Adolf Hitler. Colgó sobre su mesa un gran retrato de Hitler. En una ocasión en que Hitler visitó a Strasser y vio, debajo de su enorme retrato, a un joven pecoso y delgadito, preguntó:
—¿Acaso vale la pena elevar tan alto sobre los demás nacionalsocialistas a uno de los líderes del partido?
Himmler contestó:
—Si usted fuera simplemente un líder, yo no estaría en las filas del partido. ¡Estoy en las filas del partido que no tiene un líder, sino un Führer!
Hitler lo guardó en su memoria. También Strasser pareció contento con la respuesta del secretario técnico de la organización del NSDAP en Baviera, pero en el fondo de su alma lamentaba la ingratitud del hombre a quien él había sacado de la nada pequeñoburguesa. Al proponer al Führer que nombrara a Himmler Reichsführer de los recién creados destacamentos SS, Strasser calculaba, sin embargo, que las SS le servirían en primer lugar a él, en su lucha contra Röhm por ganar influencia en el partido y ante el Führer. Bajo su mando se reunieron los primeros doscientos SS, solo doscientos; pero sin las SS no habría sido posible la victoria del Führer en 1933. Himmler lo comprendía perfectamente. No obstante, después de la victoria, el Führer lo nombró jefe de la Policía de Múnich. Himmler recibió la visita de Gregor Strasser, el hombre que lo había aceptado en el partido, teórico e ideólogo que había propuesto crear los destacamentos de las SS. Por aquel entonces Strasser se oponía al Führer, diciendo abiertamente a los veteranos del partido que Hitler se había vendido a los magnates financieros.
En aquella ocasión, Himmler interrumpió a Strasser diciéndole que la fidelidad al Führer era el deber de cada miembro del NSDAP.
—Usted puede expresar sus dudas en el congreso, pero no tiene ningún derecho a utilizar su autoridad en una lucha de oposición. Esto daña la unidad del partido.
Esa misma noche, en una alegre reunión familiar, sabiendo que lo que se hablaba en su apartamento era escuchado en la sede central de la Policía, que estaba entonces subordinada a Goering, dijo Himmler:
—Yo soñaba con crear la élite de la nación organizando matrimonios de mis muchachos de las SS con aristócratas y ahora tengo que tratar con los enemigos de la nación: comunistas, judíos y curas. Pero, si lo quiere el Führer, así será.
Himmler observaba con atención todo cuanto ocurría en el Centro. Observaba cómo la embriaguez de la victoria hasta cierto punto había relegado el trabajo práctico a un segundo plano. Le parecía —y no sin fundamento— que los líderes del partido en Berlín no hacían otra cosa que hablar en los mítines y pasar las noches en recepciones diplomáticas: es decir, cosechando los dulces frutos del triunfo del nacionalsocialismo. Himmler consideraba que todo esto era prematuro. En solo un mes organizó en Dachau el primer campo de concentración ejemplar.
—Es una buena escuela de educación laboral de la genuina conciencia alemana para los ocho millones que votaron a los comunistas. Sería ilógico meter a los ocho millones en campos de concentración. Hay que crear primero la atmósfera del terror en un campo y liberar paulatinamente a los que se han doblegado. Ellos serán los mejores propagandistas de las prácticas del nacionalsocialismo. Así podrán inculcar a sus hijos y amigos una obediencia religiosa a nuestro régimen.
El representante personal de Goering fue a visitarlo y permaneció largas horas en Dachau. Al final le preguntó:
—¿No le parece que este campo de concentración provocará una fuerte reprobación en Europa y América, aunque no sea más que por el hecho de que esta medida es anticonstitucional?
—¿Por qué considera usted que la detención de los enemigos del régimen es anticonstitucional?
—Porque la mayoría de los detenidos por ustedes ni siquiera han visto el edificio del juzgado. Ningún veredicto acusatorio, ningún vestigio de legalidad…
Himmler prometió que lo pensaría. Y cuando el representante de Goering partió, le escribió una carta personal a Hitler en la que fundamentaba la necesidad de las detenciones y la reclusión en los campos de concentración sin juicio ni sumario judicial.
«Esto —escribía al Führer— es solo una medida de humanidad para salvar a los enemigos del nacionalsocialismo de la ira popular. Si no hubiéramos metido a los enemigos de la nación en los campos de concentración, no podríamos responder por sus vidas: el pueblo los hubiera linchado.»
Para que esta carta no cayera en manos de cualquiera de los que rodeaban al Führer, Himmler organizó él mismo un mitin grandioso y lo dijo todo allí, palabra por palabra, y al día siguiente su discurso aparecía en todos los periódicos.
A finales de 1933, cuando estalló un escándalo en la Policía de Berlín, subordinada directamente a Goering, Himmler salió por la noche de Múnich y a la mañana siguiente, obtuvo audiencia del Führer. Le rogó que pusiera a la «Policía corrupta del viejo régimen» bajo el control de los «mejores del pueblo», las SS.
Hitler no podía ofender a Goering. No contestó a Himmler nada en concreto. Simplemente, le estrechó la mano, lo acompañó hasta la puerta de su despacho, y entonces, le miró a los ojos de cerca e inquisitivamente, y con una alegre sonrisa le dijo:
—En el futuro envíeme sus inteligentes proposiciones un día antes: me refiero a la carta que me envió y a su intervención idéntica en el mitin de Múnich.
Himmler partió desolado. Pero al mes siguiente, sin ser llamado a Berlín, se le designó jefe de la Policía política de Mecklemburgo y Lübeck; y al otro mes, el 20 de diciembre, jefe de la Policía política de Baden; el 21 de diciembre, de Ressen; el 24, de Bremen; el 25, de Sajonia y Turingia y el 27, de Hamburgo. En una semana se había convertido en jefe de la Policía de Alemania, a excepción de Prusia, que seguía subordinada a Goering.
Hitler propuso un compromiso a Goering: nombrar a Himmler jefe de la Policía secreta de todo el Reich, pero subordinándolo a Goering. El mariscal del Reich aceptó la proposición del Führer. La aceptó sin ningún entusiasmo especial, comprendiendo claramente que, en todo régimen totalitario, el vencedor sería el que tuviera el dominio de la Policía secreta. Para un hombre de la posición de Goering resultaba humillante encabezar la Policía. Poseía los títulos de mariscal, primer ministro de Prusia y presidente del Reichstag. Convertirse además en el «policía número uno» le parecía indigno e intrascendente. Solo podía escoger dos caminos: convertir a Himmler en uno de sus amigos, o dominarlo por completo. Goering no escogió el primer camino. Himmler, silencioso, tartamudo y trivial, le parecía demasiado insignificante. Escogió el segundo camino. Dio instrucciones a su secretario de resolver, a través de la oficina del Führer, la aprobación de un decreto adjudicando a Himmler el título de viceministro del Interior y jefe de la Policía secreta «con el derecho a participar en las sesiones del gabinete cuando se discutan los problemas de la Policía». La frase «y de la seguridad del Reich» la había tachado con su propia mano. Sería demasiado para Himmler. Una vez que el proyecto hubo pasado por la oficina del Führer, Goering dio la orden de publicarlo en los periódicos.
Tan pronto Himmler lo vio publicado, llamó a dos de sus colaboradores a cargo de la prensa. Eran los que reunían materiales comprometedores sobre los periodistas. Pidió que comentasen su designación de modo distinto a como lo había hecho la prensa oficial. Goering había cometido un grave error aceptando el compromiso. Había olvidado que todavía nadie había invalidado el título principal de Himmler: el de Reichsführer SS. Al día siguiente, todos los periódicos importantes —especialmente los amarillos— aparecieron con este comentario: «Una gran victoria de la jurisprudencia nacionalsocialista: la unificación, en manos del Reichsführer SS Himmler, de la Policía criminal, política, la Gestapo y la Gendarmería. Se trata de una advertencia a todos los enemigos del Reich. El brazo castigador del nacionalsocialismo está levantado sobre cada oposicionista, sobre cada enemigo interno y externo».
Se trasladó a Berlín, a la lujosa villa Am Donnerstag, al lado de Ribbentrop. Mientras continuaba la alegría por la victoria sobre los comunistas, Himmler y su ayudante Heydrich comenzaron a reunir los expedientes de los enemigos, pero principalmente los de los amigos. El de su antiguo jefe Gregor Strasser lo examinaba Himmler en persona. Comprendió que solo podía limpiarse totalmente con la sangre de Strasser, su maestro y primer mentor. Por eso, reunía escrupulosamente y a conciencia todo cuanto pudiera conducir a Strasser al fusilamiento.
El 20 de junio de 1934, Hitler llamó a Himmler para conversar sobre las futuras acciones contra Röhm. Himmler lo esperaba. Todavía no comprendía la forma en que se llevarían a cabo los movimientos del Führer, pero estaba claro que eran necesarios: las miles de páginas de los informes de los agentes y los datos de las grabaciones telefónicas que él revisaba diariamente se lo decían.
Himmler comprendía que la acción contra Röhm era un mero pretexto para aniquilar a todos aquellos que habían estado junto a Hitler en los primeros años. Para aquellos con quienes había comenzado, Hitler era un hombre, un hermano de partido, mientras que ahora Hitler tenía que transformarse para todos los alemanes en un Führer y en un dios. Los veteranos del partido se convirtieron en un estorbo para él.
Himmler lo entendía claramente, oyendo a Hitler lanzar rayos y centellas contra el grupo de veteranos, por supuesto, totalmente insignificante, que había caído bajo la influencia de la propaganda enemiga. Hitler no podía decir toda la verdad a nadie, ni a sus amigos más íntimos. Himmler comprendía también esto y ayudó al Führer colocando sobre una mesa los expedientes de cuatro mil veteranos, prácticamente de todos aquellos con quienes Hitler había comenzado a organizar el Partido Nacionalsocialista. Previó, demostrando un conocimiento agudo de la psicología humana, que Hitler no olvidaría este favor. Nada se aprecia más que la ayuda para autojustificar los crímenes.
Pero Himmler fue más lejos aún: al percatarse de las intenciones del Führer, decidió serle indispensable, no solo para evitar ser víctima de las futuras depuraciones, sino para que todas las depuraciones subsiguientes se llevaran a cabo bajo su control.
«Yo también soy un veterano como Strasser —pensaba Himmler—. Pero sería un veterano eterno si demostrase a la nación que Strasser nunca fue un veterano, sino un arribista y un oposicionista rabioso.»
Cuando Hitler invitó a Himmler a la casa de campo de Goering, en Schoreide, Himmler organizó un espectáculo para esa ocasión. Un agente provocador, vestido con el uniforme de las SA de Röhm, disparó sobre el automóvil convertible del Führer. Himmler protegió al líder con su cuerpo y gritó:
—¡MI FÜHRER, qué feliz me siento de poder ofrecer mi sangre por su vida!
Era la primera vez que alguien del partido decía «mi Führer». Himmler se convirtió en el autor de la invocación al «dios», a «su dios».
—Desde este momento es usted mi hermano de sangre, Heinrich —dijo Hitler, y estas palabras fueron oídas por todos los que estaban alrededor.
Tras llevar a cabo la operación para aniquilar a Röhm, después de que fueran fusilados su maestro Strasser y otros cuatro mil veteranos del partido, los gacetilleros inventaron de inmediato el mito de que era precisamente Himmler el que había estado junto al Führer desde el inicio del movimiento.
Después de haber dicho «a», había que pensar seriamente en decir «b». Heydrich sugirió una idea: crear las divisiones SS, baluarte de la fuerza en el aparato estatal. Goering tenía la Luftwaffe, el Estado Mayor tenía el Ejército, mientras que Himmler, solo a los detectives, agentes y provocadores. También necesitaba unidades militares. Las divisiones de las SS Adolf Hitler en Hamburgo y Deutschland en Múnich se convirtieron en tales unidades.
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