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DIFERENCIA Y REPETICIÓN:

INVESTIGAR “LA MÍSTICA”

En todo caso, no habría porvenir sin repetición.

Jacques Derrida, Mal de archivo

La realidad histórica, comencemos por decir, se cuenta al escribirla. Estamos condenados a la reescritura. Los acontecimientos ciertamente existen, pero no hacen jamás una historia. Una historia toma forma a través de las puestas en relación, de los lazos tejidos entre hechos que todo separa. Si nos contentamos con una enumeración de lo que pasó, será a lo más un recuento de informaciones. La multiplicidad de nuestras reescrituras constituye lo que llamamos una traditio, es decir, una transmisión o una entrega, en sentido amplio. Jacques Derrida, a su vez, insiste en que la tradición existe por la capacidad humana de repetir. Repetir signos lingüísticos, imágenes visuales o prácticas corporales es lo que hace posible que hablemos de tradición. Ahora bien, según Derrida la repetición implica siempre la semejanza y la diferencia. La semejanza porque una práctica debe ser lo suficientemente similar a otras prácticas para ser reconocible como la misma práctica, y la diferencia porque la práctica, para ser repetida, ha de ocurrir en un momento y un lugar diferente que el de otras instancias de su emergencia. Dicho de otra manera: la semejanza hace que reconozcamos a la tradición como tal y que podamos transmitirla, y la diferencia hace que la tradición siga viva, puesto que es capaz de operar en distintos tiempos y lugares. La diferencia interna a la repetición permite que ésta sea transmitida y requiere de su transformación, sea la transformación reconocida o no. El neologismo de Derrida, différance, entraña al mismo tiempo semejanza y diferencia, presencia y ausencia, fidelidad e infidelidad o, mejor, dicho, fidelidad como infidelidad, puesto que la única manera de vivificar una tradición es a partir de sus diferencias consigo misma (Derrida, 2008: 347-372; Hollywood, 2016: 1-64).

Sólo si creemos que podemos conocer el origen absoluto de la significación, un término que uso aquí en su sentido más amplio posible para incluir al lenguaje, a las prácticas y a las imágenes, se puede decir que traicionamos una tradición y nuestras responsabilidades hacia ella simplemente a través del acto de repetición. Derrida (2008: 247-311) argumenta, de manera muy consistente, que nunca podemos conocer ningún origen puro e incontaminado, algo en lo que buena parte de la tradición cristiana estaría de acuerdo. Esta tradición insiste en que no se puede conocer plenamente a Dios, lo que para ellos es el origen con mayúsculas. Para algunos cristianos, no podemos alcanzar este conocimiento mientras estemos vivos; para otros, nunca lo alcanzamos. Dios no tiene límites y por lo tanto escapa a nuestros intentos de aprehenderlo (Hollywood, 2016: 14). Estas reflexiones me parecen sugerentes por tres motivos. Los tres tienen que ver con la forma en que se ha investigado “la mística”.

El primero es el de la relación que guarda la mística de los siglos xvi y xvii con la tradición cristiana. Cuando deja de ser un adjetivo y se transforma en un sustantivo, la mística deviene en un campo autónomo. Esta determinación acarrea la constitución de una tradición propia. A partir del lugar que se les da, los místicos, sus apologetas o sus críticos constituyen una tradición “mística” bajo la cual se leen y legitiman retrospectivamente. Esto no quiere decir que esta tradición “mística” se base en nada; quiere decir que se basa en aislar una selección del pasado para producir, bajo el sustantivo de “mística”, una unidad que, en principio, no estaba separada como un campo autónomo:

Así, una vez definida en los siglos xvii-xviii la biología sirve de base para una selección del pasado, donde se destaca todo lo que enuncia problemas análogos a aquellos de los que ella trata. En obras antiguas se distingue (por un corte que mucho habría sorprendido a sus autores) lo que es “científico” y puede entrar en la historia de la biología y lo que es teológico, cosmológico, etc. Una ciencia moderna se da así una tradición propia que ella recorta, según su presente, en el espesor del pasado. De la misma manera, desde el siglo xvii la mística recientemente “aislada” se ve dotada de toda una genealogía: una localización de las similitudes presentadas por autores antiguos autoriza la reunión de obras diversas bajo el mismo nombre [Certeau, 2007: 351].

En un artículo extraordinario, aunque poco conocido, Mino Bergamo ha demostrado que el uso de la palabra indiferente, por parte de Ignacio de Loyola, y el de indifférence, por Francisco de Sales, implican en realidad estructuras conceptuales opuestas, de manera que hay “una discontinuidad disfrazada de una permanencia léxica” (Bergamo, 1989: 13). De esta manera, Bergamo descubre que, aunque los místicos franceses del siglo xvii utilizan elementos religiosos tradicionales, nunca lo hacen sin transformarlos, “sin imponer en dichos elementos una reelaboración que a veces los enriquece y a veces invierte su significado” (Bergamo, 1989: 10). Y concluye, de forma muy derrideana, que podemos repetir lo mismo diciendo a la vez otra cosa, que “la repetición en el que más que en ninguna parte se articula la diferencia” (Bergamo, 1989: 19). Esto es particularmente relevante a la hora de referirnos al segundo motivo por el cual es importante repensar la mística en el marco de una tradición concebida como diferencia y repetición. Me refiero a la psicologización de los estados místicos.

Desde el siglo xvi asistimos a una “reescritura psicológica del discurso místico” por parte de sus mismos autores (Bergamo, 1998: 163). En el siglo xvii aparece pensada, en un nivel teórico, esa transformación que se estaba realizando desde antes, empíricamente, en la escritura. El desplazamiento se da bajo la apariencia de antiguas figuras que, una vez más, ocultan una discontinuidad. El lugar místico se reintegra a las facultades racionales (entendimiento y voluntad, elaboradas de forma muy compleja) y se identifica con un determinado régimen operativo de las mismas. Se traslada por lo tanto el terreno de aplicación del discurso místico desde un registro ontológico a uno psicológico. Hay que hacer sin embargo algunas precisiones. Este desplazamiento señala precisamente el estatuto moderno de la mística de los siglos xvi y xvii.

La problemática ontológica […] no podía, por tanto, más que permanecer inaccesible a los místicos del siglo xvii, que pensaban y escribían en una época en la que la mística se había colocado ya bajo la égida de la psicología […] La reescritura psicológica del discurso místico había sido tan efectiva y tan radical que había hecho que fuese efectivamente increíble la perspectiva ontológica […] A fin de cuentas para los hombres que vivían en el siglo xvii —es decir en una época en la que la interpretación de la experiencia mística tendía a confundirse con los regímenes de funcionamiento de las facultades del alma— era [difícil] de aceptar la creencia […] de que el destino místico no se juega a nivel de las facultades y de sus operaciones sino más allá de todas las facultades y de todas las operaciones, en el ser que trasciende el hacer [Bergamo, 1998: 165].

La interioridad no es la misma para Agustín de Hipona que para Francisco de Sales, aunque el término aparezca en ambos. Es más, los místicos de los siglos xvi y xvii tienden a leer a los autores de la tradición cristiana que se apropian para su genealogía, psicologizándalos. La mística de los siglos xvi y xvi entiende la experiencia mística en relación con la operación de las facultades racionales humanas. Se asemeja así a la emergente psicología. Ahora bien, al hablar de lo racional hay que tener presente que la palabra razón posee un significado plurivalente, reconocido y admitido como tal, en el que se articula una serie de valores distintos que se actualizan en puntos o momentos diferentes del discurso místico. Si, a manera de ejemplo, y grosso modo, comparamos la forma en la tópica de la interioridad de la mística moderna con el modelo aristotélico-tomista o con el modelo medieval renano flamenco, quizá sea posible dibujar, de forma breve pero acuciosa, su singularidad. Mientras que el modelo aristotélico-tomista proponía una tópica de la interioridad en que la tripartición del alma en vegetativa, sensitiva y racional desembocaba en una tópica de doble plano de la interioridad (las facultades vegetativas, al estar en el origen de una vida puramente orgánica, no podían desempeñar ningún papel en la vida interior); en los siglos xvi y xvii se asiste a un proceso de fragmentación o fraccionamiento de la razón que canaliza una tópica de múltiples planos de interioridad. La pluralidad de planos distintos es posible porque el criterio de distinción entre los planos radica, especialmente, no en la diferencia cualitativa de facultades y potencias, sino en la naturaleza y la cualidad de sus regímenes operativos. El modelo medieval renano flamenco (de influencia neoplatónica) superaba la oposición binaria sensibilidad/racionalidad a la que, en última instancia, se veía abocado el modelo tomista, gracias al descubrimiento del ser o la esencia divina, que trascendería las facultades humanas. En los siglos xvi y xvii la tópica de la interioridad mística defiende, sin embargo, la complejidad interna de las mismas facultades. La parte más noble del alma no está en el ser o esencia divina más allá de las facultades racionales, sino en la capacidad que tienen estas mismas facultades de operar supradiscursivamente (Bergamo, 1998). El sentido vivido de la presencia absoluta encuentra sus indicios privilegiados, internos o externos, en hechos de conciencia.

La psicologización de la mística moderna supone así un equilibrio inestable puesto que apela a defender una alteridad irreductible a la psique que, sin embargo, puede atisbarse a partir de la capacidad de operar supradiscursivamente de las mismas facultades psíquicas, que no la capturan ni la reducen. Los espirituales de los siglos xvi y xvii nunca se cansan de recorrer, en todos los sentidos y direcciones, las regiones del espacio interior. Michel de Certeau advierte que la psicologización de la mística tiene que ver con lo que él llama una migración interna. La institución eclesiástica reacciona de manera defensiva ante los místicos, que apelan por encima de todo a la experiencia y no al magisterio eclesial. Y los místicos atisban en la institución, fragilizada y cuestionada por la Reforma, la imposibilidad de garantizar el sentido. Se produce entonces una torsión interiorizante hacia el espacio del yo en el cual cimentar la creencia. Las facultades se transforman, a partir de un régimen distintivo de operaciones, en el lugar de la percepción de lo infinito: “La experiencia es expresada y descifrada en términos más psicológicos” (Certeau, 2007: 352).

Esto también se vincula con el tercer motivo que nos lleva a replantear la relación de la mística moderna con la tradición cristiana. Me refiero a los fenómenos extraordinarios, entre los cuales se encuentra, por supuesto, el ver visiones. El éxtasis, la levitación, los estigmas, la ausencia de alimento, etc., inauguran la gama de un lenguaje propio. Todos estos fenómenos se vinculan, de una u otra manera, con el cuerpo. La tradición cristiana sostiene con el cuerpo una relación compleja.1 En primer lugar, porque defiende que Dios se hizo cuerpo. En segundo lugar, porque, tras la resurrección, el cuerpo de Dios desaparece y la encargada de materializar su presencia en el mundo será, de ahí en adelante, la Iglesia, considerada, junto con la Eucaristía, el cuerpo místico de Cristo.2 Antes de los siglos xvi y xvii, el vocabulario espiritual avalado por el cuerpo místico eclesial garantizaba el modo de vida que adjetivaba como contemplativo o místico. Si en la Edad Media lo que garantiza la vinculación con la institución es un vocabulario espiritual (un Logos) eclesial, la mística de los siglos xvi y xvii no encuentra en ese vocabulario, radicalmente problematizado y puesto en entredicho, la posibilidad de la articulación. Ésta la brindarán no ya el cuerpo eclesial sino el cuerpo singular del místico y sus signos. Sobre sus visiones, revelaciones y estigmas se inscribe “el eco inarticulable” de lo sagrado, “desconocido”. La alteridad se manifiesta trazando mensajes ilegibles para el propio místico sobre su cuerpo transformado. Ilegibles porque el logos eclesial que servía para darles legibilidad no cumple ya esa función. El lenguaje místico busca entender y hacer entender la manifestación de la Presencia en el propio cuerpo del sujeto mediante un lenguaje cuyas imágenes desplazan, seducen y alteran las palabras. No deja de ser significativo que la sospecha frente al fenómeno místico abarque los fenómenos extraordinarios que se vinculan con un cuerpo y con un modus loquendi, una forma de hablar sospechosamente corpórea, que no cabe en la ortodoxia proposicional de ningún dogma y que la institución no logra contener. La principal característica de estos textos es que no descansan en un sistema de auctoritas, sino que se definen, autorizan e identifican de otra manera. La cuestión que subyace a los textos no es el establecimiento de una verdad teológica o proposicional, sino si el místico está en el lugar donde la alteridad se manifiesta y qué es esa alteridad que se manifiesta. Es desde aquí que hay que entender su énfasis en la experiencia. Un léxico corporal emerge poco a poco. De todos esos fenómenos psicológicos o físicos el místico hace el medio de deletrear su experiencia: “La línea de los signos psicosomáticos es la frontera gracias a la cual la experiencia se articula con el reconocimiento social y ofrece legibilidad a las miradas descreídas” (Certeau, ٢٠٠٧: 352). Estos tres motivos: la “invención” de la tradición mística, su psicologización y la emergencia de los fenómenos psicosomáticos, son indicadores de cómo la mística moderna repite, a partir de la diferencia, la tradición cristiana.

Como señalé con anterioridad, lo relevante de estos tres motivos radica, además, en su relación con la forma en que se ha investigado “la mística”. Contemplarlo nos permite, una vez más, cuestionar nuestros supuestos de investigación. En primer lugar, el gesto de los místicos de “inventar” una tradición mística se extiende en tiempo y espacio y a menudo es replicado por los investigadores:

En tres siglos se ha formado un “tesoro” que constituye una tradición mística y que obedece cada vez menos a los criterios de pertenencia eclesial. Algunos testimonios católicos, protestantes, hindúes, antiguos y finalmente no religiosos se encuentran reunidos bajo el mismo sustantivo en singular: la mística. La identidad de ésta, una vez planteada, creó pertinencias, impuso una reclasificación de la historia y permitió el establecimiento de los hechos y los textos que en adelante sirven de base a todo un estudio sobre los místicos [Certeau, 2007: 351].

Al hablar de “la mística” habría que hacerlo entonces en formas que “se pregunten cómo aparentemente imperioso y generalizado código podría desplegarse o pensarse para que tengamos al menos un atisbo de su propia finitud, un atisbo de lo que podría constituir su exterioridad” (Chakrabarty, 2000: 93). Una forma de hacerlo sería considerar que tanto la reflexión del investigador como la misma experiencia mística están hoy determinadas por el trabajo que recopiló tantas informaciones y referencias en un lugar circunscrito en función de una coyuntura sociocultural.

En segundo lugar, los fenómenos psicosomáticos de la mística, con los que se busca en la modernidad ofrecer una legibilidad a las miradas descreídas, fueron sometidos a escrutinio por la mirada científica y los investigadores heredamos, en el mejor de los casos implícitamente, esa mirada. En el siglo xix el ejemplo de la mirada dirigida por el alienista sobre un conjunto de casos y hechos “místicos” es la del doctor Jean-Martin Charcot (1825-1893) que los diagnosticaba como casos de histeria. Así, en La foi qui guerit (1897), argumenta que Francisco de Asís y Teresa de Ávila son “histéricos innegables” con la capacidad de curar la histeria de otros. Charcot estaba absolutamente fascinado y perplejo por estas habilidades curativas. En otro texto, escrito junto con Paul Richer, Les demoniaques dans l’art (1887), Charcot y Richer diagnostican, retroactivamente, la posesión demoniaca como histeria. La asociación del misticismo con la histeria, particularmente el visionario y el de formas más somáticas (y más relacionadas con mujeres), se utilizó a principios del siglo xx (y más allá) para excluir la alteridad de una experiencia.3 La histérica, para Freud, es aquella que sufre síntomas corporales que no conoce y que el analista debe identificar. Lo que nos vuelve a llevar al problema del investigador capaz de develar la verdad naturalizada del investigado que sin embargo se empeña en sobrenaturalizarla y atribuir su agencia a dioses o demonios. El léxico corporal de la mística de los siglos xvi y xvii se produce cuando la frontera ya no se halla entre la naturaleza y la gracia, sino entre lo ordinario y lo extraordinario. Recordemos brevemente un itinerario. Naturaleza y gracia eran consideradas dos órdenes distintivos de la realidad, uno natural y otro sobrenatural. El régimen de lo ordinario sin embargo sólo conoce un orden de realidad que es el que se ve interrumpido por lo extraordinario. Lo ordinario se transforma en lo normal —en una genealogía que han rastreado cuidadosamente tanto Canguilhem como Foucault— en el periodo en que surgen la estadística y las políticas públicas de regularización de la población. Ahora bien, lo normal precisa de lo anormal frente a lo cual erigirse como tal. Lo anormal se disciplina y deviene así, lo patológico:4 “Ligada con su lenguaje corporal, la mística bordea o atraviesa la enfermedad, y tanto más cuanto en el siglo xix el carácter ‘extraordinario’ de la percepción se traduce, cada vez más por la ‘anormalidad’ de los fenómenos psicosomáticos” (Certeau, 2007: 353). La mística entra en el hospital psiquiátrico o en el museo etnográfico de lo maravilloso de esos otros (exóticos, ignorantes o supersticiosos) que no son como nosotros. El investigador opera en esta genealogía que no hace sino repetir, a través de la diferencia naturaleza/gracia, ordinario/extraordinario, normal/anormal, la cuestión espinosa de la alteridad. Lo que importa finalmente no es entonces “la evolución histórica” sino su vacilante e incesante reelaboración.

1Véase, sólo como ejemplo ilustrativo, Caroline Walker Bynum (1986: 399-439). Bynum confronta la lectura que Leo Steinberg hace de la sexualidad y la genitalidad de Cristo en el Renacimiento. Véase Leo Steinberg (1997), quien sostiene que la costumbre en las pinturas renacentistas de retratar los genitales del Niño Jesús tiene un serio propósito teológico que la modernidad ha consignado al olvido. Volveremos a la obra de Bynum posteriormente.

2La obra de referencia en este sentido es Henri de Lubac (2010).

3 Sobre la asociación entre la histeria y el misticismo femenino, véase Christina Mazzoni (1996). También Georges Didi-Huberman (2007).

4Puede consultarse Georges Canguilhem (1978), Michel Foucault (2006, 2001 y 2003). Para una lectura cuidadosa y ponderada de la relación Canguilhem-Foucault en relación con la norma y la normalización que problematiza y matiza la lectura de una hipótesis sólo constrictiva del segundo, véase Luca Paltrinieri (2012).

EL EQUÍVOCO

Nuestro enemigo está siempre con nosotros.

Orígenes, In Lucam Homilia

Las reflexiones sistemáticas modernas sobre los modos de definir la verdad y la legitimación de medios particulares para alcanzarla comienzan a mediados del siglo xvi con las polémicas que rodean los juicios por brujería.1 Los juicios de brujas, durante mucho tiempo competencia de los historiadores sociales, pueden parecer al principio alejados de la investigación filosófica de los siglos xvi y xvii que asociamos con el nombre de la “nueva epistemología”. Sin embargo, la distancia se pone en entredicho si contemplamos en la obsesión por la demonología una cuestión de intenso interés para la teoría política, médica y para la teología (tanto católica como protestante), en la que se dirimen asuntos de relevancia filosófica. Stuart Clark (2007 y 2011) advierte así que calibrar el poder de la ilusión ejercida por los demonios significa para muchos autores cuestionar la validez de la percepción humana. A lo largo del siglo xvi la vista es considerada el más noble de los sentidos, pero también el más vulnerable al error inducido por demonios. Cuando Descartes, en sus Meditationes de prima philosophia (1641), sienta las bases de la nueva epistemología, a pesar de las posibles distorsiones provocadas por una imaginación melancólica, o un demonio maligno, está evocando un problema que surge en la literatura demonológica: ¿cómo se puede estar seguro de que lo que vemos está, realmente, fuera de nosotros? La atención que Descartes presta a la óptica en su física mecanicista, particularmente su rechazo de la doctrina aristotélica de las formas sensibles o species, revela, aún más, cuán importante se vuelve este problema, a principios del siglo xvii, para determinar la confiabilidad de la percepción visual. La crisis escéptica del Renacimiento tardío, anunciada por la traducción de Charles Étienne de 1562 de Sextus Empiricus del griego al latín, se alimenta de una duda generalizada en la veracidad de la percepción visual; una duda que atisbamos expuesta en los mismos tratados de demonología. Éste es el aspecto que me interesa destacar. La relación entre la fe religiosa y el escepticismo, lejos de ser antitética, implica una complejidad que hay que dilucidar.

Efectivamente, en la teología tomista vigente entre los siglos xvi y xvii existe lo que Stuart Clark llama “una extraordinaria concesión epistemológica (y, de hecho, fisiológica)” (Clark, 2011: 3).La palabra griega διάβολος (diablo) está formada de διά (dia = a través de) y βάλλειν (ballein = tirar, arrojar) y expresa la idea de “arrojar mentiras”; el diablo es el “padre de la mentira” (Juan 8: 44). Satanás puede no ser capaz de hacer muchas cosas, pero al ser simulador, puede hacer parecer que las hace todas, incluso las visiones aparentemente divinas y los milagros.2 Tal es su control sobre el mundo natural, incluidos los procesos naturales de percepción y cognición humana, que puede crear “una apariencia” de la realidad o presentarse como imagen de Dios o “ángel de luz” (2 Corintios: 11-14). El diablo puede, por ejemplo, rodear a un hombre con un cuerpo hecho de aire para darle la apariencia de un lobo; sin embargo, falsa e ilusoria, esta apariencia fantasmal de una bestia tiene suficiente existencia material, suficiente realidad, por así decirlo, para ser percibida. O puede, como un malabarista que juega un truco de cartas, sustituir a un lobo por un hombre en un abrir y cerrar de ojos. En este caso, el efecto logrado por el juego de manos del diablo es el mismo: la ilusión de la metamorfosis. Cuando los seres angelicales se hacen visibles (y el demonio es un ser angelical, aunque caído) condensan grandes masas de aire para crear la forma de un cuerpo. Los cuerpos de los espíritus no son muy diferentes de las nubes en el cielo. Cuando miramos al cielo a menudo pensamos que algunas nubes parecen objetos, animales o caras. En otras palabras, las formas de las nubes nos recuerdan algo que ya conocemos (una cara o un perro, por ejemplo). La única diferencia esencial entre las nubes en el cielo y los cuerpos de los espíritus es que mientras las formas de las nubes son totalmente casuales y dependen de nuestra imaginación, los cuerpos de los espíritus son creaciones de los espíritus mismos (Maggi, 2006: ix-x).3 Ahora bien, y éste es un punto particularmente relevante, los espíritus no tienen cuerpos físicos visibles, crean cuerpos de aire sólo para transmitir algo: “Los espíritus son esos seres aéreos que conversan con nosotros. El acto de dirigirse a nosotros es un aspecto fundamental de estas criaturas. Los espíritus existen sólo en la medida en que nos hablan” (Maggi, 2006: viii).

Los ángeles (incluidos los ángeles caídos) carecen de imaginación y de memoria porque no son creados para obtener conocimiento de los datos sensoriales. Son mensajeros que transmiten directamente la palabra de Dios, sin mediación mnemónica ni de phantasmatas (imágenes) (Certeau, 2013: 257-287). Los ángeles caídos no pueden transmitir la palabra de Dios puesto que, al haber interrumpido su conexión con la palabra divina, son medios sin un proveedor de sentido. Al estar desvinculados del Logos, el orden y el sentido divino transmiten lo terreno a través del sinsentido, la destrucción y el caos que pervierte el orden de la creación divina. Hay que entender la siguiente aseveración en todo su rigor: sin referencia sensorial, sin memoria e imaginación, el lenguaje diabólico funciona a partir de la mímesis —y de ahí que los diablos adopten distintas formas que imitan la realidad— para confundir —o que apuesten a la desarticulación del sentido— y de ahí los gestos, la conducta y la ininteligibilidad atribuida a los poseídos que los aproxima a ciertas formas de locura. Sin memoria y sin imaginación, excluidos de la fuente de sentido, los demonios no tienen tampoco la capacidad humana de “entender” lo que están “diciendo” por eso sólo transmiten caos (Maggi, 2001: 1-20).

En un pasaje central del Thesaurus Exorcismorum (1608) se afirma que existen tres formas de expresión lingüística. Así, mientras Dios habla “el lenguaje de las cosas” (lo que significa que se expresa a sí mismo a través del mundo creado), los humanos tan sólo podemos pronunciar “el lenguaje de las palabras” (que nunca se corresponden con la realidad, por más que lo pretendamos). El tercer idioma sería la no expresión, “el lenguaje de la mente”, territorio reservado por excelencia al diablo, que no habla activamente, sino mediante el desorden y la aniquilación en cualquiera de sus formas (Maggi, 2001: 2). Según el discurso teológico oficial, el diablo, al ser un ángel, carece de sentidos y, por lo tanto, de visiones y discurso propios, lo que lo obliga a utilizar los de los humanos, pero de forma totalmente perversa. Sometido al creador, el demonio no puede crear ni transformar realmente la realidad, no puede anular las leyes de la naturaleza; el dominio demoniaco no es el de lo sobrenatural, sino el de lo preternatural:4 el reino de los fenómenos desviados y prodigiosos que todavía están dentro de la naturaleza. Pero las ilusiones y los simulacros permiten al diablo desdibujar este límite fundamental, aparentar que sí se trata de una intervención divina, y hacerlo con bastante éxito.

Campos del saber enteros se ven comprometidos por esta aseveración, incluida la propia demonología, en la que, tal como cuenta Walter Stephens (2002), los autores del siglo xvi advierten que la apariencia ilusoria fabricada por el demonio es una prueba útil de su agencia, pero, en tanto apariencia ilusoria, paradójicamente es una seria amenaza para cualquier demostración empírica de los efectos demoniacos que pueden ser también ilusorios, incluidos los alegados en casos de brujería. Existen tentativas recurrentes para definir los criterios que separan los verdaderos milagros de sus copias demoniacas, pero, epistemológicamente al menos, la separación se vuelve radicalmente incierta. Tal como advierte Stuart Clark en Vanities of the Eye: Visions in Early Modern European Culture (2007) hay implicaciones escépticas obvias en estos argumentos, aunque sean exploradas por teólogos que discuten sobre demonología. La demonología constituye así “un importante capítulo en la historia de la epistemología moderna” (Clark, 2011: 20). A este tenor cabe señalar que la hipótesis cartesiana del demonio o genio maligno señala, en la primera de las Meditaciones metafísicas (1641), lo siguiente: “Cierto genio o espíritu maligno no menos astuto y burlador que poderoso ha puesto toda su industria en engañarme” (Descartes, 2006: 124). Si Descartes está llevando a cabo un “experimento mental”, lo cierto es que el genio maligno del que se sirve para pensar, y que aparece en las Meditaciones, es el demonio de los tratados de demonología que amenaza, en su caso, con transformar en ilusoria toda la experiencia humana.5 Escribe Ossa-Richardson:

La primera meditación cartesiana busca una base para el conocimiento, algo que no se pueda dudar […] nuestros sentidos nos engañan todos los días […] Además, muy a menudo pensamos que estamos despiertos, cuando en realidad estamos soñando. ¿Cómo podemos saber que no estamos soñando ahora? Incluso las verdades matemáticas no están a salvo de la duda: aunque Dios no nos engañaría para que las creamos, un espíritu maligno o demonio (genius aliquis malignus) podría. Pero, ¿cómo debemos discernir la verdadera creencia y la verdadera experiencia de los errores sensoriales o intelectuales amenazados por el demonio? Esta cuestión se asemeja a la cuestión del discernimiento de espíritus y se dirime en el mismo lenguaje: sólo que lo que había allí, un problema de experiencia espiritual, es aquí un problema de la experiencia en su conjunto [Ossa-Richardson, 2012: 235-236].

Descartes lleva su razonamiento hasta la idea de un cuerpo que ya no es confiable, al punto de negar incluso su existencia. Pero en realidad el verdadero reto reside en la fundación de una fiabilidad indiscutible. El jesuita Pierre Bourdin, uno de los objetores de las tesis a quien Descartes responde en la edición de las Meditaciones de 1642, utiliza así un término correspondiente a la demonología: “praestigium”. Praestigium deriva del verbo præstrĭngo, “engañar la vista”, que está en la base del significado de præstigiæ ~ præstigia, “fantasmagoría, delusión”, y, con un componente intencional, “engaño, falacia”. Posiblemente el término se refiere primeramente a las ilusiones visuales (Clark, 2011). La teología del discernimiento de espíritus se sitúa entonces entre una variedad de discusiones sobre la relación entre visión y conocimiento en los siglos xvi y xvii, que crean, en su mismo seno, un clima receptivo al escepticismo.6

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261 s. 3 illüstrasyon
ISBN:
9789587847611
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